Capítulo duodécimo

El judío que les había alquilado el cuarto, les había buscado también un cirujano discreto. Y cuando este cirujano se dio cuenta de que había dinero en la bolsa, le dijo a Ludovico que su conciencia le obligaba a informar a la policía sobre las heridas de aquel joven a quien él, Ludovico, llamaba su hermano.

—La ley es clara al respecto —añadió—; y es demasiado evidente que su hermano no se ha herido él solo, como dice, al caerse por una escalera cuando llevaba una navaja abierta en la mano.

Ludovico contestó con toda frialdad a aquel honrado cirujano que si se decidía a seguir las indicaciones de su conciencia, él tendría el honor, antes de abandonar Ferrara, de caer sobre él precisamente con una navaja abierta en la mano. Cuando informó de este incidente a Fabricio, éste se enfadó mucho con él; no tenían ni un instante que perder para marcharse de allí. Ludovico le dijo al judío que quería convencer a su hermano de que tomara un poco el aire, y fue a buscar un coche; luego, nuestros amigos salieron de aquella casa para no volver jamás. (Seguramente el relato de todas las peripecias a que obliga la carencia de un pasaporte le parecerá demasiado largo al lector. Esta preocupación no puede darse en Francia, pero en Italia, y sobre todo en la zona del Po, todo el mundo habla constantemente del pasaporte). En cuanto salieron de Ferrara, sin ningún bulto, como si hubieran ido a dar un paseo, Ludovico despidió el coche, luego regresó a la ciudad por una puerta distinta y volvió a recoger a Fabricio con una sediola que había alquilado para un recorrido de doce leguas. Cuando llegaron a las cercanías de Bolonia, nuestros amigos se hicieron llevar a través de los campos hasta la carretera que va de Florencia a Bolonia; pasaron la noche en la venta más sórdida que encontraron y a la mañana siguiente, como Fabricio se sintió con fuerzas para andar un poco, entraron en Bolonia como dos paseantes. Habían quemado el pasaporte de Giletti, pues pensaron que la muerte del cómico debía de ser ya cosa sabida y las consecuencias de un arresto por no tener pasaporte serían menos malas que las que podrían seguirse de llevar el pasaporte de un hombre muerto con violencia.

Ludovico conocía en Bolonia a dos o tres criados de casas grandes. Convinieron en que iría a verlos. Les contó que venía de viaje desde Florencia con su hermano pequeño y que, en el camino, una mañana, su hermano se había quedado durmiendo mientras él, una hora antes de que amaneciera, se había adelantado hasta el pueblo donde pasarían las horas de mayor calor y donde esperaría a su hermano. Como Ludovico viera que su hermano no llegaba, había decidido volver atrás; lo había encontrado herido de una pedrada y de varios navajazos; además, los mismos individuos que le habían buscado pelea le habían robado. También contó que su hermano era un guapo chico que sabía cuidar y conducir los caballos, leer y escribir y que le gustaría mucho encontrar un puesto en alguna buena casa. Se reservó, para cuando fuera más oportuno, añadir que, cuando Fabricio había caído, los ladrones se habían llevado la bolsa en que llevaba sus mudas y los pasaportes.

Al llegar a Bolonia, Fabricio se había sentido sumamente cansado y, como no se atrevía a entrar en ninguna posada sin pasaporte, se metió en la iglesia de San Petronio. En el interior de aquella inmensa iglesia había un delicioso frescor y enseguida se sintió completamente reanimado. «¡Qué ingrato soy —se dijo súbitamente—; entro en una iglesia sólo para sentarme como si fuera un café!». Se puso de rodillas y dio gracias a Dios efusivamente por el evidente amparo en que se había encontrado desde que había tenido la desgracia de matar a Giletti. Aún le hacía estremecerse el peligro de ser reconocido que había corrido en la oficina de policía de Casal-Maggiore. «¿Cómo —se decía— habrá podido aquel comisario, en cuya mirada se traslucían tantas sospechas, leer y releer, hasta tres veces, mi pasaporte sin darse cuenta de que no mido un metro noventa, no tengo treinta y ocho años y mi cara no está picada de viruelas? ¡Cuántas gracias tengo que darte, Dios mío! ¡Y he retrasado hasta ahora el poner mi insignificancia ante ti! ¡Mi orgullo me ha hecho creer que ha sido por mera prudencia humana por lo que he tenido la fortuna de escapar al Spielberg, que ya abría sus puertas para apoderarse de mí!».

Una hora pasó Fabricio arrobado de ternura ante la inmensa bondad de Dios. Llegó Ludovico, sin que se diera cuenta, y se puso delante de él. Cuando Fabricio, que tenía la cara entre las manos, alzó la cabeza, su fiel servidor vio las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Vuelva de aquí a una hora —dijo Fabricio con bastante sequedad.

Ludovico le perdonó aquel tono que la piedad motivaba. Fabricio recitó varias veces los siete salmos penitenciales, que sabía de memoria, deteniéndose largo rato en los versículos que tenían relación con su situación presente.

Fabricio pedía perdón a Dios por muchas cosas, pero —y ello es verdaderamente digno de señalarse— en ningún momento se le ocurrió considerar entre sus faltas el proyecto de llegar a ser arzobispo única y exclusivamente porque el conde Mosca fuera primer ministro y considerara que aquel puesto y la alta posición que confiere eran los adecuados para el sobrino de la duquesa. Bien es verdad que si él lo había deseado, había sido desapasionadamente; al fin y al cabo, había pensado en ello como hubiera podido hacerlo en un puesto de ministro o de general. En ningún momento se le había ocurrido pensar que su conciencia pudiera tener algo que ver con aquel proyecto de la duquesa. Es éste un rasgo característico de la religión que le habían enseñado los jesuitas de Milán. Una religión que sofoca la valentía para pensar en las cosas insólitas, y prohíbe sobre todas las cosas el examen personal, como uno de los mayores pecados y una proclividad hacia el protestantismo. Para saber de qué es uno culpable, lo que tiene que hacer es preguntar a su confesor, o bien leer la lista de pecados tal y como figura impresa en esos libros titulados Preparación del sacramento de la penitencia. Fabricio sabía de memoria la lista de pecados, en latín, pues la había aprendido en el seminario de Nápoles. Al recitar la lista, cuando llegó al artículo que trata del «no matarás» se acusó vivamente ante Dios de haber matado a un hombre, si bien en defensa de la propia vida. Pasó deprisa y sin prestarles la menor atención a los artículos que hacen referencia al pecado de simonía (procurarse mediante dinero dignidades eclesiásticas). Si le hubieran propuesto dar cien luises para convertirse en primer vicario general del arzobispo de Parma, hubiera rechazado la idea horrorizado; pero aunque no carecía de inteligencia ni, sobre todo, de capacidad lógica, en ningún momento se le ocurrió pensar que pudiera ser simonía la utilización a su favor de la influencia del conde Mosca. Ése es el logro de la educación jesuítica: inducir el hábito de no prestar atención a cosas claras como la luz del día. Un francés, educado en los patrones del interés personal y de la ironía característicos de París, hubiera podido, ecuánimemente, acusar a Fabricio de hipocresía en el mismo momento en que nuestro héroe abría su alma a Dios con la mayor sinceridad y la más honda emoción.

Fabricio no salió de la iglesia hasta no haber preparado la confesión que se proponía hacer al día siguiente. Encontró a Ludovico sentado en los escalones del vasto peristilo de piedra de la gran plaza que se abre ante la fachada de San Petronio. Del mismo modo que después de una gran tormenta el aire es más puro, así el alma de Fabricio se había quedado tranquila y feliz, como refrescada.

—Me encuentro muy bien, ya no me duelen las heridas casi —le dijo a Ludovico al acercarse—; pero, antes de nada, tengo que pedirle perdón; le he contestado de malos modos cuando ha ido usted a hablarme en la iglesia. Estaba haciendo mi examen de conciencia. Y, ahora, dígame: ¿cómo van nuestros asuntos?

—No podrían ir mejor. He alquilado un cuarto, muy poco digno de Vuestra Excelencia a decir verdad, en casa de la mujer de uno de mis amigos. Es muy guapa y además está íntimamente relacionada con uno de los principales agentes de la policía. Mañana iré a denunciar que nos han robado los pasaportes. La denuncia será admitida, pero tendré que pagar el porte de la carta que la policía enviará a Casal-Maggiore, para informarse de si en ese pueblo vive un hombre llamado Ludovico San-Micheli, que tiene un hermano llamado Fabricio y que está al servicio de la duquesa Sanseverina en Parma. Y eso es todo, siamo a cavallo (proverbio italiano: estamos salvados).

Fabricio se había puesto súbitamente muy serio. Le rogó a Ludovico que le esperara un momento. Volvió a entrar en la iglesia casi a la carrera y, apenas estuvo dentro, volvió a hincarse de rodillas; humildemente besaba las losas de piedra. «¡Es un milagro! —exclamaba para sí, con lágrimas en los ojos—; ¡en cuanto has visto, Dios mío, mi alma en disposición de ir por el sendero del deber, me has salvado! ¡Puede que un día me maten en alguna contingencia; en el momento de mi muerte, acuérdate del estado en que mi alma se encuentra en este instante!». Y arrobado en una dicha vivísima, volvió a recitar Fabricio los siete salmos penitenciales. Antes de salir, se acercó a una vieja que estaba sentada delante de una virgen de gran tamaño, junto a un triángulo de hierro colocado en posición vertical sobre un pie del mismo metal. Los bordes del triángulo estaban erizados de un gran número de puntas destinadas a portar las velitas que la piedad de los fieles enciende ante la célebre Madonna de Cimabue. Cuando se acercó Fabricio sólo estaban encendidas siete; trató de retener aquel detalle en su memoria para reflexionar sobre él más tarde con tranquilidad.

—¿Cuánto cuestan las velas? —le preguntó a la mujer.

—Dos baiocas cada una.

En realidad, apenas tenían el grosor del cañón de una pluma ni sobrepasaban un palmo de longitud.

—¿Cuántas pueden caber aún en el triángulo?

—Sesenta y tres, porque ya hay siete encendidas.

«¡Ah! —se dijo Fabricio—. Sesenta y tres y siete son setenta. También tengo que tener en cuenta esto». Pagó las velas, encendió él mismo las siete primeras y se puso de rodillas para hacer su ofrenda. Cuando se levantó le dijo a la vieja:

—Es por gracia recibida.

—Me estoy muriendo de hambre —le dijo a Ludovico cuando volvió a encontrarse con él.

—Mejor sería que no entrásemos en ninguna taberna. Vamos a la pensión. La dueña de la casa irá a comprar lo que haga falta para comer. Sisará sus correspondientes céntimos y eso la hará más fiel al recién llegado.

—Con lo cual seguiré pasando esta hambre de muerte una hora más —dijo Fabricio, riéndose con la despreocupación de un niño, y entró en una taberna que estaba cerca de San Petronio.

Su sorpresa fue mayúscula cuando, en una mesa cercana a la suya, vio a Pepe, el criado de confianza de su tía, el mismo que había ido a encontrarse con él en Ginebra. Fabricio le hizo señas de que no hablara y, luego, tras comer muy deprisa con una sonrisa de felicidad en los labios, se levantó; Pepe lo siguió y, por tercera vez, nuestro héroe entró en San Petronio. Ludovico se quedó discretamente paseando por la plaza.

—¡Por Dios, monseñor! ¿Cómo están sus heridas? La señora duquesa está enormemente preocupada. Durante todo un día pensó que estaba usted muerto, abandonado en alguna isla del Po. Voy a enviarle un correo inmediatamente. Hace seis días que lo busco; llevo tres en Ferrara, he recorrido todas las posadas.

—¿Tiene algún pasaporte para mí?

—Tengo tres distintos: uno con el nombre y títulos de Vuestra Excelencia; otro con el nombre nada más, y un tercero con un nombre supuesto, José Bossi. Cada uno está expedido dos veces por si Vuestra Excelencia quiere ir a Florencia o a Módena. Ahora, no tiene más que salir de la ciudad e ir a la posada del Peregrino, en donde al señor conde le gustaría que se alojara Vuestra Excelencia —el dueño es amigo suyo—; no hay, desde aquí, más que un corto paseo.

Fabricio, como si estuviera moviéndose al azar por dentro de la iglesia, se acercó por la nave derecha de la iglesia hasta el sitio en que estaban sus velas encendidas. Su mirada se detuvo en la Madonna de Cimabue; luego le dijo a Pepe, al tiempo que se arrodillaba:

—Tengo que dar gracias, aunque sólo sea un momento.

Pepe hizo lo propio. Cuando salían de la iglesia, observó cómo Fabricio daba una moneda de veinte francos al primer pobre que le pidió limosna. Los gritos de agradecimiento del mendigo fueron tan escandalosos que atrajeron tras los pasos de aquel ser caritativo a la entera caterva de pobres de toda índole que decora de ordinario la plaza de San Petronio. Todos querían su parte de aquel napoleón. Las mujeres, desesperando de penetrar en el torbellino que lo rodeaba, preguntaban a gritos a Fabricio si acaso no era verdad que su intención al dar el napoleón era que fuera repartido entre los pobres de Dios. Pepe, blandiendo su bastón de puño de oro, les ordenó que dejaran tranquilo a Su Excelencia.

—¡Ay, Excelencia —clamaron entonces aquellas mujeres con gritos aún más agudos—, denos también un napoleón a las pobres mujeres!

Fabricio aceleró el paso, las mujeres lo siguieron gritando y una multitud de hombres miserables procedente de las calles de alrededor se concentró tras él formando un alboroto. Toda aquella gente, tan horriblemente sucia como enérgica, gritaba Excelencia. Le costó mucho a Fabricio librarse de la turbamulta. La escena volvió a traer su imaginación a ras de suelo. «Me lo merezco —pensó—, esto me pasa por rozarme con la chusma».

Dos mujeres lo siguieron hasta la puerta de Zaragoza, por donde salió de la ciudad. Pepe las detuvo amenazándolas muy seriamente con su bastón y echándoles unas monedas. Fabricio subió la encantadora colina de San Michele in Bosco, rodeó una parte de la ciudad por la parte exterior de la muralla, tomó un sendero que lo llevó a la carretera de Florencia, hizo cosa de medio kilómetro por ésta, volvió a entrar en Bolonia y, con mucha seriedad, presentó a un funcionario de la policía un pasaporte en el que sus señas personales estaban consignadas con toda exactitud. El pasaporte estaba extendido a nombre de José Bossi, estudiante de teología. Fabricio observó que, en la parte de debajo de la hoja, a la derecha, como caída al azar, había una manchita de tinta roja. Dos horas más tarde, tenía un espía pegado a su sombra, a causa del tratamiento de Excelencia que le había dado su compañero en el lance de los pobres de San Petronio, cuando en su pasaporte no constaba ningún título que le diera derecho a que sus criados se dirigieran a él de aquel modo.

Fabricio vio al espía y le hizo gracia el hecho. Ya no pensaba en pasaportes ni en la policía; todo le divertía como podía divertirle a un niño. Pepe, que tenía órdenes de quedarse donde él estuviera, viéndolo contento con Ludovico, prefirió llevar él mismo tan buenas noticias a la duquesa. Fabricio escribió dos cartas muy largas a sus seres queridos, y luego se le ocurrió escribir una tercera al venerable arzobispo Landriani. Esta carta produjo un efecto maravilloso. Contenía un relato muy exacto de la pelea con Giletti. El buen arzobispo, enternecido, no dejó de ir a leerle la carta al príncipe, que se mostró muy interesado en escucharla, movido por la curiosidad de ver cómo se las arreglaba el joven monsignore para excusarse de tan horrible asesinato. Gracias a los muchos amigos de la marquesa Raversi, el príncipe —y con él toda la ciudad de Parma— creía que Fabricio había conseguido la ayuda de veinte o treinta campesinos para dar muerte a un mal cómico que había tenido la insolencia de disputarle a la pequeña Marietta. En las cortes despóticas, el que se adelante en la intriga, si es hábil, dispone la verdad, de la misma manera que, en París, la dispone la moda.

—Pero ¡qué demonio! —le dijo el príncipe al arzobispo—, esas cosas se mandan hacer a otro, no es costumbre hacerlas uno mismo; y, además, no se mata a un cómico como Giletti, se lo compra.

Fabricio no podía sospechar siquiera lo que estaba pasando en Parma. En realidad se estaba dilucidando si la muerte de aquel cómico, que apenas cobraba treinta francos al mes, supondría la caída del ministerio ultra y de su jefe el conde Mosca.

Cuando se enteró de la muerte de Giletti, el príncipe, molesto con los aires de independencia que se daba la duquesa, había ordenado al fiscal general Rassi que procediera en aquel asunto como si se tratara de un liberal. Por su parte, Fabricio creía que un hombre de su rango estaba por encima de las leyes. No se daba cuenta de que, en esos mismos países en que nunca se castiga a quien lleva un determinado nombre, la intriga lo puede todo, incluso contra esos mismos nombres. Con frecuencia le hablaba a Ludovico de su inocencia absoluta, que se proclamaría muy pronto. Su razón fundamental era que él no era culpable. A propósito de lo cual Ludovico le dijo un día:

—No entiendo bien cómo Vuestra Excelencia, que es tan inteligente y ha estudiado tanto, se toma la molestia de decirme estas cosas a mí que soy su fiel servidor. Quizá peque Vuestra Excelencia de precavido; esas cosas son para decirlas en público o delante de un tribunal.

«Este hombre piensa que soy un asesino y no por ello me quiere menos» —pensó Fabricio, cayendo, sólo entonces, en la cuenta de ello.

A los tres días de haberse ido Pepe, le sorprendió la llegada de una voluminosa carta, cerrada con trencilla de seda, como en tiempos de Luis XIV, y dirigida a Su Excelencia reverendísima monseñor Fabricio del Dongo, primer vicario general de la diócesis de Parma, canónigo, etcétera.

«¿Pero, todavía soy todo eso?», se preguntó riendo. La epístola del arzobispo Landriani era una obra maestra de lógica y claridad. No tenía menos de diecinueve páginas de gran tamaño, en las que contaba perfectamente todo lo que había pasado en Parma con ocasión de la muerte de Giletti.

Un ejército francés mandado por el mariscal Ney no habría producido un efecto mayor —le decía el buen arzobispo—. A excepción de la duquesa y de mí, amadísimo hijo, todo el mundo cree que mató usted deliberadamente al histrión Giletti. Aun en el caso de que realmente fuera ésa la desgracia en que estuviera usted metido, asuntos como éste suelen acallarse con doscientos luises y una ausencia de seis meses; pero la Raversi quiere aprovechar este incidente para conseguir acabar con el conde Mosca. Y no es el asesinato, ese espantoso pecado, lo que la gente le reprocha, sino la torpeza, o mejor, la insolencia de no haber recurrido a un «bulo» (algo así como un matón a sueldo). Le pongo aquí en palabras claras las insidias que están circulando. Después de esta desgracia, que nunca dejaremos de lamentar, todos los días voy a tres casas, por lo menos, de las más importantes de la ciudad para tratar de justificarle. Creo que nunca he hecho un uso más santo de la poca elocuencia que el cielo ha querido darme.

Leyendo esta carta, a Fabricio se le cayó la venda de los ojos. Las numerosas cartas de la duquesa, llenas de efusiones cariñosas, no llegaban nunca a contarle tales cosas. La duquesa le juraba que, si él no regresaba triunfante, abandonaría Parma para siempre.

El conde hará por ti —le decía en la carta que acompañaba a la del arzobispo— todo lo humanamente posible. En cuanto a mí, esa hazaña tuya me ha cambiado el carácter. Ahora soy tan avara como el banquero Tombone; he despedido a todos mis empleados, y aún he hecho más: le he dictado al conde el inventario de mi fortuna que ha resultado ser mucho menos considerable de lo que pensaba. Tras la muerte de aquel hombre excelente que fue el conde Pietranera (y, a propósito, mejor te hubiera ido si te hubieras expuesto vengándolo, dicho sea entre paréntesis, en vez de enfrentarte a un ser como Giletti), me quedé con doscientas libras de renta y cinco mil francos de deudas. Recuerdo, entre otras cosas, que tenía dos docenas y media de zapatos de satén blanco, traídos de París, y sólo un par para salir a la calle. Estoy pensando en quedarme con los trescientos mil francos que me deja el duque, en vez de dedicarlos íntegros a levantarle una tumba, que sería magnífica. Por lo demás, tu principal enemiga, es decir, mía, es la marquesa Raversi. Si te aburres en Bolonia, tan solo, no tienes más que decir una palabra y me trasladaré inmediatamente. Te envío cuatro nuevas letras de cambio, etcétera, etcétera.

La duquesa no le decía una sola palabra a Fabricio de lo que se opinaba en Parma sobre su asunto. Quería, más que nada, consolarlo; y, en cualquier caso, la muerte de un ser ridículo como Giletti no le parecía de entidad suficiente como para que pudiera reprochársele a un del Dongo. «¡Cuántos Gilettis no habrán enviado al otro mundo nuestros antepasados —le decía al conde— sin que a nadie se le haya pasado por la imaginación hacer el menor reproche!».

Fabricio, verdaderamente sorprendido, entreviendo por primera vez el verdadero estado de cosas, se dedicó a estudiar minuciosamente la carta del arzobispo. Por desgracia el arzobispo lo creía más al tanto de lo que lo estaba realmente. En cualquier caso, Fabricio pudo darse cuenta de que la baza fundamental de la marquesa Raversi radicaba en que era imposible encontrar testigos de visu de aquella pelea fatal. El criado que había llevado la primera noticia a Parma desde Sanguigna estaba en la posada del pueblo cuando sucedió todo. La pequeña Marietta y la vieja que hacía las funciones de madre habían desaparecido; la marquesa había comprado al vetturino que conducía el coche y daba ahora un testimonio abominable.

Aunque el sumario esté envuelto en el más profundo de los misterios —escribía el buen arzobispo con su estilo ciceroniano— e instruido por el fiscal general Rassi, de quien únicamente la caridad cristiana puede impedirme hablar mal, pese a que haya hecho su fortuna encarnizándose con los pobres acusados como el perro de caza se encarniza con la liebre; aunque haya sido a Rassi, como decía —de quien ni haciendo uso de toda su imaginación podría usted exagerar ni su bajeza ni su venalidad—, a quien un príncipe irritado haya encargado instruir el proceso, yo he podido leer las tres declaraciones del vetturino. Para fortuna, digna de ser señalada, ese desgraciado se contradice. Y aun añadiré, pues me dirijo a mi vicario general, es decir, a quien, después de mí, debe asumir la dirección de esta diócesis, que he convocado al párroco de ese descarriado pecador. Le diré a usted, amadísimo hijo, que, aunque bajo secreto de confesión, dicho cura sabe por la mujer del vetturino cuántos escudos ha recibido éste de la marquesa Raversi. No me atrevería a decir que la marquesa le haya exigido que le calumnie a usted, aunque no deja de ser probable. Los escudos han sido entregados por mediación de un desgraciado sacerdote que desempeña funciones subalternas en casa de la marquesa y a quien me he visto obligado a prohibir la celebración de la misa por segunda vez. No le cansaré con el relato de las distintas gestiones que usted debiera esperar de mí, y que, por otra parte, forman parte de mis obligaciones. Un canónigo, colega suyo en la catedral, y que, por otra parte, explota en ocasiones con cierto exceso la influencia que le confieren los bienes de su familia, de los que, por concesión de la divina providencia, ha quedado como único heredero, estando en casa del conde Zurla, ministro del interior, se permitió decir que consideraba que aquella bagatela (hablaba del asesinato del pobre Giletti) le era imputable a usted; lo hice venir a mi presencia y, delante de mis otros tres vicarios generales, de mi capellán y de dos curas que estaban haciendo antesala, le rogué que nos comunicara a nosotros, sus hermanos, los elementos de convicción plena que, según decía, tenía contra uno de sus colegas de la catedral; el desgraciado sólo ha podido articular algunas razones poco conclusivas; todos se han alzado en contra de él, y, aunque pensé que lo mejor era no añadir más que unas pocas palabras, rompió a llorar y nos hizo testigos de la confesión íntegra de su absoluto error, a partir de lo cual, en mi nombre y en el de todas las personas que habían asistido a aquella reunión, le prometí guardar secreto, a condición, no obstante, de que él pusiera todo su celo en rectificar las falsas impresiones que hubieran podido causar los comentarios por él vertidos desde hacía quince días.

Tampoco le repetiré, amadísimo hijo, lo que debe saber desde hace ya mucho tiempo: que de los treinta y cuatro lugareños empleados en la excavación emprendida por el conde Mosca —a quienes, según pretende la Raversi, usted habría pagado para que le ayudaran a cometer el crimen—, treinta y dos estaban en el fondo de su zanja, entregados a su trabajo, cuando usted tomó el cuchillo de caza y lo empleó, en defensa de su vida, contra el hombre que le había atacado de improviso. Dos de ellos, que estaban fuera de la zanja, gritaron a los demás: «¡Que asesinan a Monseñor!». Basta ese grito para demostrar paladinamente su inocencia. Pues bien, el fiscal general Rassi pretende que esos dos hombres han desaparecido; y aún más: se ha interrogado a ocho de los hombres que estaban en el fondo de la zanja; en su primera declaración, seis reconocieron haber oído el grito «¡Que asesinan a Monseñor!». He sabido por vías indirectas, que en el quinto interrogatorio, que tuvo lugar ayer por la noche, cinco de ellos han declarado que no se acuerdan bien de si ese grito lo habían oído ellos o si había sido alguno de sus compañeros quien les había contado que lo había oído él. Ya he dado órdenes para que se me haga saber dónde viven esos obreros; sus párrocos les harán comprender que si, a cambio de unos escudos, consienten en deformar la verdad, se condenarán.

Como deja ver lo reproducido, el buen arzobispo se perdía en infinitos detalles. Más adelante añadía en latín:

Todo este asunto no es sino una maquinación para conseguir un cambio de ministerio. Si lo condenan a usted, y ello sería a trabajos forzados o a muerte, intervendré desde la cátedra arzobispal para declarar que sé que es inocente, que únicamente ha defendido su vida contra un maleante y que, además, yo le he prohibido que volviera a Parma mientras sus enemigos tengan tanto poder. También me propongo censurar, como se merece, al fiscal general; el odio que suscita este hombre es tan general como rara la estima que pueda suscitar su carácter. El caso es que la víspera del día en que ese fiscal dicte tan injusta orden de detención, la duquesa Sanseverina abandonará la ciudad y quizá también los estados de Parma. Ante tal contingencia, no cabe dudar que el conde presentará su dimisión. Lo más probable es que acceda entonces al ministerio el general Fabio Conti y se consume el triunfo de la marquesa Raversi. Lo peor de este caso suyo es que nadie verdaderamente competente se ha encargado de dirigir una investigación que arroje verdadera luz sobre su inocencia y desarme las maniobras de soborno de testigos. El conde piensa que ha desempeñado ese papel, pero es demasiado importante como para descender a ciertos detalles; además, en su calidad de ministro de Policía, se ha visto obligado a dictar, en un primer momento, las órdenes más severas contra usted. Por último —¿me atreveré a formularlo?—, nuestro soberano y señor cree que usted es culpable o, por lo menos, finge creerlo, y concurre con alguna insidia al caso.

Los términos correspondientes a nuestro soberano y señor y a finge creerlo estaban en griego, y Fabricio sintió un infinito agradecimiento de que el arzobispo se hubiera atrevido a escribirlos. Cortó con una navaja aquella línea de su carta y la destruyó allí mismo.

Fabricio tuvo que interrumpir una veintena de veces la lectura de esta carta. Lo agitaban arrebatos del agradecimiento más sincero. La contestó inmediatamente con otra de ocho páginas. De vez en cuando, tenía que levantar la cabeza para que las lágrimas no cayesen sobre el papel. Al día siguiente, en el momento de sellar la carta, le pareció demasiado mundana. «La voy a escribir en latín —se dijo—; le parecerá más apropiada al digno arzobispo». Pero cuando estaba tratando de construir bellas y largas frases latinas, a imitación de Cicerón, se acordó de que en cierta ocasión en que el arzobispo le hablaba de Napoleón lo llamaba afectadamente Buonaparte. Al instante, se le disipó toda la emotividad que el día anterior lo conmovió hasta hacerle llorar. «¡Ay, rey de Italia —exclamó en su interior—, la fidelidad que tantos te juraban mientras vivías yo te la tendré también después de tu muerte! Es verdad que me quiere, pero porque soy un del Dongo y él no es más que hijo de un burgués». Y, para que no se perdiera su hermosa carta en italiano, hizo los cambios pertinentes y se la dirigió al conde Mosca.

Aquel mismo día, Fabricio se encontró por la calle con la pequeña Marietta. Se puso colorada de felicidad y le hizo señas de que la siguiera sin abordarla. Enseguida llegaron a un portal en que no había nadie, donde ella se tapó aún más con la toquilla negra que, siguiendo la moda del país, llevaba para no ser reconocida. Luego, volviéndose vivamente, le preguntó a Fabricio:

—¿Cómo va usted así, tan tranquilamente, por la calle?

Fabricio le contó su historia.

—¡Santo cielo! ¡Ha estado usted en Ferrara! ¡Yo también, y estuve buscándole por todas partes! Incluso discutí con la vieja porque quería llevarme a Venecia, adonde yo sabía que usted no iría nunca, por estar en la lista negra de los austriacos. Vendí mi collar de oro para venir a Bolonia. Tenía el presentimiento de que lo encontraría aquí. La vieja llegó dos días después que yo. Así que no le invitaré a casa, para que no le asalte con sus descaradas peticiones de dinero que me dan tanta vergüenza. La verdad es que hemos vivido muy bien desde el día terrible que usted sabe, y no hemos gastado ni la cuarta parte de lo que usted nos dio. No me gustaría ir a verlo a la posada del Peregrino, porque sería dar tres cuartos al pregonero. Mire de alquilar algún cuartito en una calle desierta, y a la hora del Ave María (a la caída de la tarde), yo estaré aquí, en este mismo portal.

Y dichas estas palabras, se marchó corriendo.