Cuando salió del arzobispado, Fabricio corrió a casa de la pequeña Marietta. Y ya antes de llegar oyó la fuerte voz de Giletti que había mandado traer vino y se estaba corriendo una juerga con sus amigos, el apuntador y los despabiladores. Sólo respondió a su señal la mammacia, que hacía de madre.
—Hay novedades desde que te fuiste —le dijo—; han acusado a dos o tres de nuestros actores de haber celebrado la fiesta del gran Napoleón con una orgía, y nuestra pobre compañía, a la que ahora tachan de jacobina, ha recibido la orden de abandonar los estados de Parma, ¡y que viva Napoleón! De todas formas, según dicen, el ministro se ha estirado un poco. Lo que es seguro es que Giletti tiene dinero. ¿Cuánto? No lo sé, pero yo le he visto un buen puñado de escudos. El director le ha dado a Marietta cinco escudos para gastos de viaje hasta Mantua y Venecia, y a mí uno. Sigue estando muy enamorada de ti, pero Giletti le da mucho miedo. Hace tres días, en la última función, quería matarla a toda costa, le dio dos buenas bofetadas y, lo que es mucho peor, le rasgó su chal azul. Si fueras un buen chico le regalarías un chal azul y diríamos que le ha tocado en una rifa. El tambor mayor de los carabineros organiza un combate mañana, verás el anuncio, con la hora, pegado en todas las esquinas. Ven a vemos; si Giletti se ha ido al combate, lo que significará que estará fuera un buen rato, yo estaré en la ventana y te haré señas para que subas. Tú procura traernos algo bonito y verás cómo te quiere la Marietta.
Al bajar la escalera del infame chiribitil, Fabricio iba absolutamente compungido: «No he cambiado nada —se decía—; todas las buenas resoluciones que tomé junto a nuestro lago, cuando veía la vida de un modo tan filosófico, se han volatilizado. Mi alma estaba entonces fuera de su medio habitual, todo aquello era un sueño y se ha desvanecido en contacto con la dura realidad. Ha llegado el momento de actuar», seguía diciéndose al entrar en el palacio Sanseverina a eso de las once de la noche. Pero en vano buscó en su corazón valor para hablar con aquella sublime sinceridad que tan fácil le parecía en la noche que pasó a orillas del lago de Como. «Voy a darle un disgusto a la persona que más quiero en el mundo. Si hablo, pareceré un mal comediante. La verdad es que sólo valgo algo en algunos momentos de exaltación».
—El conde me parece admirable —le dijo a la duquesa después de haberle contado la visita al arzobispado—, y valoro tanto más su actitud, cuanto que me parece que yo no le gusto mucho. Tengo que actuar de un modo que le parezca verdaderamente correcto. Está entusiasmado con esas excavaciones que está haciendo en Sanguigna; si no fuera así, no se habría ido como se fue anteayer: doce leguas al galope para poder pasar dos horas con sus obreros. Tiene miedo de que le roben los fragmentos de estatuas que puedan aparecer en el templo antiguo cuyos cimientos acaban de descubrir. Voy a decirle que quiero ir a pasar un día y medio en Sanguigna. Mañana, a eso de las cinco, tengo que volver a visitar al arzobispo, podría irme a la caída de la tarde y aprovechar la frescura de la noche para viajar.
La duquesa tardó un poco en contestar.
—Es como si buscaras pretextos para alejarte de mí —le dijo después, con una dulzura infinita—; no acabas de llegar de Belgirate, y ya tienes un motivo nuevo para marcharte.
«Buena ocasión para hablar —pensó Fabricio—, pero en el lago estaba un poco loco y, en mi entusiasmo por ser sincero, no me di cuenta de que mis hermosas palabras acaban en una impertinencia. Se trataría de decir “te quiero con la amistad más sincera, etcétera, etcétera, pero mi alma no es capaz de amor”. ¿Y eso no es, acaso, lo mismo que decir “sé que tú me amas, pero ten cuidado, porque yo no puedo pagarte con la misma moneda”? Si está enamorada, puede enfadarse por haber sido descubierta, y si no siente por mí más que simple cariño, le indignará mi desfachatez… y ésas son ofensas que no se perdonan».
Mientras ponderaba estas ideas importantes, Fabricio, sin darse cuenta, se paseaba por el salón con el semblante grave, pero altivo, de quien contempla la desventura a diez pasos de sí.
La duquesa lo miraba con admiración. Ya no era el niño que ella había visto nacer; ya no era el sobrino siempre dispuesto a obedecerla, era un hombre serio de quien podría ser delicioso hacerse amar. Se levantó de la otomana en que se había sentado y, echándole los brazos al cuello, le dijo arrebatadamente:
—¿Quieres huir de mí?
—No —respondió con el ademán de un emperador romano—, pero quería ser prudente.
Estas palabras podían interpretarse de distintas maneras. Fabricio no tuvo valor para ir más allá y correr el peligro de herir a aquella mujer adorable. Era demasiado joven, demasiado predispuesto a la emoción. Su inteligencia no le facilitaba en aquel momento ninguna razón, ninguna matización amable que sirviera para hacer entender lo que quería decir. En un arrebato natural, y pese a todo razonamiento, tomó entre sus brazos a aquella encantadora mujer y la cubrió de besos. En el mismo instante se oyó el ruido del coche del conde entrando en el patio y, casi al mismo tiempo, hizo su aparición en el salón; parecía muy conmovido.
—Inspira usted pasiones muy sorprendentes —dijo, dirigiéndose a Fabricio, a quien dejó muy confundido la frase—. El arzobispo ha tenido esta noche la audiencia de todos los jueves con Su Alteza Serenísima. Y me acaba de contar el príncipe que el prelado, visiblemente nervioso, ha empezado con un discurso aprendido de memoria y muy erudito. Al principio Su Alteza no entendía nada. Al final, Landriani le ha dicho que para la iglesia de Parma era muy importante que Monsignore Fabricio del Dongo fuera nombrado su primer vicario general y, luego, cuando cumpla veinticuatro años, su coadjutor con futura sucesión.
»Estas últimas palabras me han asustado, lo confieso —continuó el conde—; es ir demasiado aprisa, y me he temido un arranque de irritación del príncipe. Pero me ha mirado riéndose y me ha dicho en francés: “¡Veo en ello su mano, señor mío!”.
»¡Puedo jurar ante Dios y ante Vuestra Alteza —he exclamado con toda la unción que he podido— que ignoraba absolutamente la expresión “futura sucesión”!». Entonces, le he contado la verdad; lo que hemos estado hablando aquí mismo hace unas horas, y he añadido, con vehemencia, que me consideraría el hombre más favorecido por Su Alteza si, un poco más adelante, se dignara concederme un obispado menor para empezar. Yo creo que el príncipe me ha creído porque ha tenido a bien ser generoso; me ha dicho del modo más sencillo del mundo: “Éste es un asunto oficial entre el arzobispo y yo, usted no tiene nada que decir al respecto. Ese buen señor me ha dirigido una especie de informe demasiado largo y más bien aburrido, en cuyas conclusiones llega a una propuesta oficial. Yo le he contestado muy fríamente que la persona en cuestión era muy joven y, sobre todo, muy nueva en mi corte. Podría parecer, además, que, concediéndole la expectativa de una dignidad tan alta al hijo de uno de los oficiales mayores del reino lombardo-véneto, estaba pagándole al Emperador alguna letra de cambio que hubiera librado contra mí. El arzobispo ha hecho mil protestas en el sentido de que no había habido ninguna recomendación de ese tipo. Era una solemne tontería decirme esto a mí, y me ha sorprendido viniendo de un hombre tan cultivado; aunque es muy cierto que no hay vez que me dirija la palabra que no esté aturdido, y esta noche estaba más azorado que nunca, lo que me ha hecho pensar que deseaba la cosa con verdadera pasión. Le he dicho que sabía mejor que él que no había ninguna clase de recomendación para del Dongo, y que nadie en la corte le negaba su capacidad, que tampoco se hablaba demasiado mal de sus costumbres, pero que me daba cierto miedo su capacidad de entusiasmo, y que yo me había prometido a mí mismo no conceder jamás ningún puesto de importancia a locos de este tipo con quienes un príncipe no puede nunca sentirse seguro de nada. Entonces —ha continuado Su Alteza—, he tenido que aguantarle otro discurso cargado de sentimiento tan largo como el anterior, el arzobispo me ha hecho la glosa del entusiasmo en la casa de Dios. Torpe, más que torpe, me decía yo, estás exagerando, estás poniendo en peligro un nombramiento que estaba prácticamente decidido; tendría que haber cortado como fuera y haberme agradecido efusivamente mis mercedes, pero nada: seguía y seguía, ridículamente intrépido, con su sermón. Mientras, yo trataba de dar con una respuesta que no fuera demasiado perjudicial para el joven del Dongo; al final, la he encontrado, y muy oportuna, como usted podrá ver. “Monseñor —le he dicho—, Pío VII fue un gran papa y un gran santo; fue el único soberano que se atrevió a decirle no al tirano que tenía Europa entera a sus pies, ¡pues bien!: era capaz de sentir entusiasmo, y ese entusiasmo fue el que le indujo a escribir cuando era obispo de Imola su famosa pastoral del ciudadano cardenal Chiaramonti a favor de la república Cisalpina”.
»El pobre arzobispo se ha quedado estupefacto y, para acabar de trastornarlo, le he dicho en un tono muy serio: “Adiós, monseñor, me tomaré veinticuatro horas para reflexionar sobre su proposición”. El pobre hombre aún ha añadido algunas súplicas bastante mal concertadas y bastante inoportunas tras mi adiós. Y ahora, Conde Mosca della Rovere, queda usted encargado de decirle a la duquesa que no quiero retrasar veinticuatro horas algo que puede ser grato para ella. Siéntese ahí, escriba la nota de asentimiento para el arzobispo y asunto concluido. He escrito la notificación, la ha firmado y me ha dicho: “Llévesela al instante a la duquesa”. Ésta es la nota, señora, y el pretexto para tener la dicha de volver a verla esta noche».
La duquesa leyó la nota encantada. El largo relato del conde le había dado tiempo a Fabricio para serenarse. No había nada en su apariencia exterior que delatara sorpresa ante las novedades; reaccionó como el genuino gran señor que ha tenido siempre la convicción de que tan extraordinario progreso, un cambio de fortuna tan grande como aquél, que a un burgués lo pondría fuera de sí, no es sino un derecho debido a su persona. Expresó su agradecimiento con toda discreción y terminó diciéndole al conde:
—Un buen cortesano debe satisfacer su pasión dominante. Ayer le oí referirse al miedo que tenía a que sus obreros de Sanguigna robaran los fragmentos de estatuas antiguas que pudieran descubrir. A mí me gustan mucho las excavaciones. Si usted me lo permite, iré a vigilar a sus obreros. Mañana por la noche, después de las debidas visitas de agradecimiento a palacio y al arzobispo, me iré a Sanguigna.
—¿Y adivina usted —le preguntó la duquesa al conde— de dónde procede este súbito amor de nuestro buen arzobispo por Fabricio?
—No tengo que adivinar nada. Uno de los vicarios generales, precisamente el que tiene un hermano capitán, me contaba ayer que el padre Landriani parte del principio cierto de que el titular de la diócesis es superior al coadjutor, y no cabe en sí de gozo de tener a sus órdenes a un del Dongo y de que, además, le deba el favor. Todo cuanto ponga de manifiesto la alta cuna de Fabricio incrementa su íntimo contento: ¡tener un hombre así como ayudante! En segundo lugar, monseñor Fabricio le ha gustado, no se siente tímido delante de él. En tercer y último lugar, desde hace seis años alimenta un odio, justificado, por el obispo de Piacenza, que anda proclamando su pretensión a sucederle en la sede de Parma y que, por si fuera poco, es hijo de un panadero. Precisamente con esa posible sucesión futura en la mente, el obispo de Piacenza ha trabado muy estrechas relaciones con la marquesa Raversi, y ahora tales relaciones hacen temer a nuestro arzobispo por el éxito de su principal objetivo: tener a un del Dongo en su estado mayor y darle órdenes.
A los dos días, por la mañana temprano, estaba ya Fabricio dirigiendo los trabajos de las excavaciones de Sanguigna, justo frente a Colorno (el Versalles de los príncipes de Parma); estas excavaciones se extendían en un llano junto a la carretera general que va de Parma al puente de Casal-Maggiore, la primera ciudad de Austria. Los obreros habían cortado el llano con una zanja larga, de unos dos metros y medio de profundidad y lo más estrecha posible; estaban buscando, a lo largo de una vía romana, las ruinas de un segundo templo que, según se decía en la comarca, aún existía en la Edad Media. Aunque eran órdenes del príncipe, algunos campesinos no dejaban de tener recelos ante aquellas largas trincheras que atravesaban sus campos. Por mucho que se les dijera otra cosa, pensaban que se estaba buscando un tesoro, y lo que se pretendía con la presencia de Fabricio era evitar el mínimo alboroto. No se aburría éste en absoluto. Seguía los trabajos con pasión. De vez en cuando se encontraba alguna medalla, y lo que él pretendía era no darles ocasión a los obreros de ponerse de acuerdo entre ellos para escamotearla.
Era un hermoso día, serían las seis de la mañana; le habían prestado una vieja escopeta de un solo cañón, y disparó algunos tiros a las alondras; una de ellas fue a caer herida a la carretera. Cuando fue Fabricio a cobrarla divisó a lo lejos un coche que venía de Parma y que se dirigía a la frontera de Casal-Maggiore. Acababa de recargar la escopeta cuando en el coche, más que destartalado, que se acercaba al paso, vio a la pequeña Marietta. Iba sentada entre el desgarbado Giletti y la mujer mayor que ella hacía pasar por su madre.
Giletti pensó que Fabricio se había colocado en mitad de la carretera con una escopeta en la mano para insultarle y, quizá, también, para quitarle a la pequeña Marietta. En su papel de valiente, saltó del coche. En la mano izquierda llevaba un pistolón roñoso, y en la derecha, una espada metida en la funda, que utilizaba cuando la compañía se veía obligada a darle algún papel de marqués.
—¡Ah, bandido! —exclamó—. ¡Cómo me alegro de encontrarte aquí, a una legua de la frontera; voy a darte lo que te has buscado; aquí no te protegen tus medias moradas!
Fabricio le estaba haciendo gestos a la pequeña Marietta y no prestaba la menor atención a los gritos del celoso Giletti, cuando se encontró, a menos de un metro de su pecho, con el cañón de la oxidada pistola. Apenas le dio tiempo de dar un golpe al pistolón, usando su escopeta como un garrote. Salió despedido aquél sin llegar a herir a nadie.
—¡Párate de una vez, j…! —le gritó Giletti al vetturino. Al mismo tiempo, tuvo la habilidad de abalanzarse sobre la escopeta de su adversario, agarrarla por el cañón y mantenerla apartada de su cuerpo. Fabricio y él tiraban del arma con todas sus fuerzas. Giletti, que era mucho más fuerte, colocando sucesivamente una mano delante de la otra, iba acercando hacia sí la culata y estaba ya a punto de apoderarse de la escopeta, cuando Fabricio, para evitar que pudiera arrebatársela y disparar, apretó el gatillo. Había comprobado antes que la boca del cañón estaba unos ocho centímetros por encima del hombro de Giletti. El tiro sonó justo al lado del oído de éste, que quedó un poco aturdido, aunque se rehízo inmediatamente.
—¡Querías volarme la cabeza, canalla! ¡Te vas a enterar!
Giletti tiró la funda de su espada de marqués y con rapidez sorprendente arremetió contra Fabricio. Éste, que estaba desarmado, se vio perdido; corrió hacia el coche, que estaba a unos diez pasos detrás de Giletti; llegó al coche por la izquierda, se agarró a la ballesta, lo rodeó por entero rápidamente y se encontró al lado de la portezuela derecha, que estaba abierta. Giletti se lanzó detrás de él a todo correr, pero no se le ocurrió agarrarse a la ballesta y siguió unos pasos en la dirección que había tomado, antes de poder parar. Cuando Fabricio pasaba junto a la portezuela abierta oyó a Marietta que le decía en voz baja:
—¡Ten cuidado; te va a matar! ¡Toma!
Al instante, Fabricio vio caer del coche una especie de cuchillo de caza grande; se inclinó para cogerlo y, en el mismo momento, sintió en el hombro una cuchillada que le había tirado Giletti. Al enderezarse, Fabricio se encontró a poco más de un palmo de Giletti, que le dio un golpe terrible en la cara con la empuñadura de la espada. El golpe fue tan fuerte que Fabricio perdió el sentido; en aquel momento estuvo a punto de que lo matara. Tuvo la suerte de que Giletti estuviera aún demasiado cerca como para poder clavarle su arma. Recuperado, se echó a correr con todas sus fuerzas; sin dejar de correr, sacó el cuchillo de la funda; entonces, súbitamente, se volvió y se encontró, a tres pasos, cara a cara con Giletti, que lo perseguía. Venía lanzado y Fabricio le tiró un puntazo; tuvo tiempo Giletti de desviar un poco hacia arriba el cuchillo de Fabricio con su espada, pero recibió el golpe de punta en la mejilla izquierda. Pasó muy cerca de Fabricio, que sintió que le clavaba algo en el muslo; era una navaja que Giletti había tenido tiempo de abrir. Fabricio dio un salto hacia la derecha, se revolvió y finalmente los dos adversarios se encontraron a una distancia apropiada para el combate.
Giletti maldecía como un condenado:
—¡Te voy a cortar el cuello, cura ladrón! —repetía a cada instante.
Fabricio estaba sin resuello; no podía hablar. El golpe de la empuñadura de la espada en la cara le dolía mucho y sangraba abundantemente por la nariz. Paró bastantes golpes con su cuchillo de caza y tiró otros muchos sin saber muy bien cómo; tenía la vaga idea de estar en un combate ante el público. Le inducía esta idea la presencia de sus obreros, unos veinticinco o treinta, que habían formado un corro alrededor de los dos contendientes a bastante distancia, pues éstos corrían de aquí para allá lanzándose el uno contra el otro.
Parecía que el ritmo del combate se había sosegado un tanto, que ya no se seguían los golpes con la misma rapidez, cuando Fabricio pensó: «Con todo lo que me duele la cara, ha tenido que desfigurármela». Esta idea lo enfureció, saltó contra su enemigo con la punta del cuchillo levantada. El cuchillo le entró a Giletti por el lado derecho del pecho y le salió por el hombro izquierdo; al mismo tiempo, la espada de Giletti entró entera en la parte de arriba del brazo derecho de Fabricio, pero en realidad sólo se deslizó sobre la piel y no le causó más que una herida insignificante.
Giletti yacía en tierra. Cuando Fabricio se acercaba a él, con la mirada puesta en la mano izquierda de su adversario que empuñaba una navaja, ésta se abrió maquinalmente y dejó caer el arma.
«Está muerto el canalla», pensó Fabricio. Lo miró a la cara y vio que arrojaba mucha sangre por la boca. Entonces corrió hacia el coche.
—¿Tiene un espejo? —gritó, dirigiéndose a Marietta.
Marietta, muy pálida, lo miraba, pero no contestó. Entonces, la vieja abrió con mucha tranquilidad una bolsa de costura verde y le alargó a Fabricio un espejito de mango, no más grande que una mano. Fabricio se miró la cara, al mismo tiempo que se la palpaba. «Los ojos los tengo bien —decía para sí—, eso ya es mucho». Se miró los dientes; no estaban rotos. «¿Por qué me dolerá tanto?», murmuraba para sí a media voz. A lo que le respondió la vieja:
—Porque Giletti con la empuñadura de la espada le ha aplastado la mejilla a la altura del pómulo. Tiene usted la mejilla amoratada y muy hinchada; lo mejor es que se ponga enseguida unas sanguijuelas y ya verá como no es nada.
—¡Unas sanguijuelas, ya! —dijo Fabricio, riéndose y ya perfectamente tranquilo.
Vio que los obreros estaban alrededor de Giletti, mirándolo sin tocarlo.
—¡Socorred a ese hombre! —les gritó—; ¡quitadle la ropa!…
Iba a seguir dándoles instrucciones, cuando, al levantar la vista, a unos trescientos pasos, vio a cinco o seis hombres que, con paso mesurado, se acercaban a pie hacia el lugar de los hechos.
«Ésos son gendarmes —pensó— y, habiendo un muerto, me detendrán; será una entrada solemne en Parma. ¡Menuda comidilla para los amigos de la Raversi que detestan a mi tía!».
Inmediatamente reacciona a la velocidad del relámpago, arroja a los asombrados obreros todo el dinero que llevaba encima, y se lanza al coche.
—No les dejéis a los gendarmes que me persigan —les grita a los obreros— y os haré ricos; decidles que soy inocente, que ha sido ese hombre el que me ha atacado y que me quería matar.
—Y tú —le dijo al vetturino—, pon los caballos al galope y te daré cuatro napoleones de oro si pasas el Po antes de que ésos puedan alcanzarme.
—¡Eso está hecho! —dijo el vetturino—. Y no tenga miedo, esos hombres van a pie; con mis caballitos al trote bastará para dejarlos más que atrás —y diciendo esto, puso los caballos al galope.
A nuestro héroe le molestó la palabra miedo que había empleado el cochero, y era porque verdaderamente había pasado un miedo tremendo con el golpe de la empuñadura de la espada en la cara.
—Puede que nos crucemos con gente a caballo —dijo el prudente vetturino, que no pensaba más que en los cuatro napoleones—, y los hombres que nos siguen podrían gritarles que nos detuvieran —con lo que quería decir: «Tenga usted cargadas las armas…».
—¡Pero qué valiente eres, curita mío! —exclamaba Marietta abrazando a Fabricio.
La vieja había sacado la cabeza por la portezuela para mirar hacia atrás. Al cabo de poco tiempo, volvió a meterla.
—No le sigue nadie, señor —le dijo con una gran tranquilidad—, y tampoco hay nadie en la carretera por delante de nosotros. Ya sabe usted lo estrictos que son los policías austriacos, si lo ven llegar así, al galope, a la barrera del Po, seguro que lo detienen.
Fabricio miró por la portezuela.
—¡Al trote! —ordenó al cochero—. ¿Qué pasaporte tiene usted? —le preguntó a la vieja.
—Tres, a falta de uno —contestó—, y que nos han costado cuatro francos cada uno. ¿Es, o no es, una barbaridad para unas pobres cómicas que tienen que viajar todo el año? Éste es el pasaporte del señor Giletti, artista dramático, que será usted, y aquí están los nuestros, el de Marietta y el mío. Pero Giletti llevaba encima todo nuestro dinero. ¿Qué va a ser de nosotras ahora?
—¿Cuánto llevaba? —preguntó Fabricio.
—Cuarenta escuditos de cinco francos —contestó la vieja.
—O sea, seis y calderilla —dijo Marietta riéndose—; no voy a dejar que engañes a mi curita.
—¿No le parece natural, señor —dijo la vieja, dirigiéndose a Fabricio con el mayor desparpajo—, que intente sacarle treinta y cuatro escudos? ¿Qué son treinta y cuatro escudos para usted? Y ahora que hemos perdido a nuestro protector, ¿quién se encargará de buscamos habitación; de discutir con los vetturini cuando viajemos; de darle miedo a todo el mundo? Giletti no era guapo, pero resultaba muy cómodo tenerlo al lado, y si esta pequeña, que se enamoriscó de usted nada más verlo, no hubiera sido una tonta, Giletti nunca se hubiera dado cuenta de nada, y usted nos habría dado sus buenos escudos. Le aseguro que somos muy pobres.
A Fabricio lo conmovieron estas palabras. Sacó su bolsa y le dio unos napoleones a la vieja.
—Mire —le dijo—, no me quedan más que quince, así que, ahora mismo, es inútil tratar de sacarme más.
Marietta se abrazó a él; la vieja le besaba las manos. El coche seguía adelante con un trotecillo corto. Cuando vieron a lo lejos las barreras amarillas con rayas negras que anunciaban las posesiones austriacas, la vieja le dijo a Fabricio:
—Sería mejor que usted entrase a pie con el pasaporte de Giletti en el bolsillo. Nosotras nos pararemos un ratito con la disculpa de arreglamos. Por otra parte, en la aduana registrarán nuestras cosas. Hágame caso y cruce Casal-Maggiore como quien no quiere la cosa; entre, incluso, en el café y tómese un vaso de aguardiente, pero en cuanto esté fuera, lárguese lo más aprisa que pueda. La policía austriaca no pasa ni una; sabrá enseguida que ha habido un muerto. Usted viaja con el pasaporte de otro, con menos de eso pueden echarle a uno dos años de cárcel. Vaya hasta el Po, torciendo a la derecha al salir de la ciudad, alquile una barca y refúgiese en Rávena o en Ferrara. Salga cuanto antes de los estados austriacos. Le bastarán dos luises para comprar otro pasaporte a cualquier aduanero; ése que lleva no puede ser peor para usted; recuerde que ha matado usted a su dueño.
Mientras se acercaba al puente de barcas de Casal-Maggiore, Fabricio releyó atentamente el pasaporte de Giletti. Nuestro héroe tenía mucho miedo. Se acordaba de todo lo que le había dicho el conde Mosca a propósito del peligro que corría si volvía a entrar en territorio austriaco. Ahora, a doscientos pasos delante de él, tenía el puente terrible que le daría acceso al país que, a sus ojos, tenía como capital el Spielberg. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? El ducado de Módena, limítrofe por el sur con Parma, devolvía a los fugitivos en virtud de un tratado de extradición; la frontera de la región montañosa que se extiende por la parte de Génova quedaba muy lejos, su mal tropiezo sería conocido en Parma mucho antes de que pudiera llegar a aquellas montañas; no le quedaba otra salida que la de los estados austriacos en la orilla izquierda del Po. Aún pasarían treinta y seis horas, dos días incluso, antes de que les llegara a las autoridades austriacas alguna misiva con la petición de su detención. Hechas estas reflexiones, quemó con la lumbre de su cigarro su pasaporte verdadero. En territorio austriaco, para él, era preferible ser un vagabundo que ser Fabricio del Dongo, y era muy probable que lo registraran.
Aparte de la repugnancia, muy natural, que le inspiraba tener que confiar su vida al pasaporte del desventurado Giletti, el documento en sí presentaba algunos problemas reales: la estatura de Fabricio era de un metro y setenta y cinco centímetros, todo lo más, y no de un metro noventa centímetros, como figuraba en el pasaporte; iba a cumplir veinticuatro años, aunque parecía más joven, mientras que en el pasaporte de Giletti indicaba treinta y nueve. Hemos de confesar que nuestro héroe estuvo paseando una buena media hora por un muelle del Po cercano al puente de barcas antes de decidirse a cruzarlo. «¿Qué le aconsejaría yo a otro que estuviera en mi lugar? —se preguntó finalmente—. Que pasara, evidentemente. Es peligroso quedarse en Parma, lo más probable es que hayan enviado a algún gendarme en persecución de quien ha matado a un hombre, aunque haya sido en defensa propia». Fabricio registró sus bolsillos; rompió todos los papeles que llevaba y no dejó en ellos más que el pañuelo y la tabaquera; quería abreviar al máximo el registro al que le iban a someter. Pensó en una terrible objeción que podrían hacerle y para la que no se le ocurría ninguna respuesta mínimamente creíble: él iba a decir que se llamaba Giletti y toda su ropa estaba marcada con las iniciales F. D.
Fabricio era —como puede verse— uno de esos seres atormentados por su propia imaginación; defecto éste bastante habitual entre las personas inteligentes de Italia. Un soldado francés igual de valiente que Fabricio, o incluso menos, habría intentado pasar el puente inmediatamente, sin pensar por adelantado ninguna dificultad, y no le habría abandonado en ningún momento la sangre fría; pero Fabricio no estaba nada tranquilo, cuando, al otro lado del puente, un hombrecito con uniforme gris, le dijo:
—Entre en la oficina de la policía para el control del pasaporte.
La oficina tenía las paredes sucias y, en ellas, unos clavos de los que colgaban las pipas y los mugrientos sombreros de los funcionarios. El gran escritorio de madera, detrás del cual se atrincheraban, estaba lleno de manchas de tinta y de vino. Había dos o tres gruesos libros de registro encuadernados en piel verde que tenían manchas de todos los colores y el corte de las páginas renegrido de pasar los dedos. Encima de los libros de registro, apilados uno sobre otro, había tres magníficas coronas de laurel que habían servido dos días antes para alguna fiesta del Emperador.
A Fabricio lo turbaron todos aquellos detalles, lo angustiaron. Expiaba, así, el lujo magnífico y grato que resplandecía en sus preciosas habitaciones del palacio Sanseverina. Lo obligaban a entrar en aquella sucia oficina y a presentarse en posición subalterna: iba a ser sometido a un interrogatorio.
El funcionario que alargó una mano amarilla para tomar su pasaporte era pequeño y renegrido, llevaba un alfiler de latón en la corbata. «Un menestral con mal genio», se dijo Fabricio. El individuo parecía demasiado sorprendido con la lectura del pasaporte, que duró sus buenos cinco minutos.
—Ha tenido usted un accidente —le dijo al extranjero fijando la mirada en la mejilla.
—Al vetturino se le ha caído el coche en un muelle del Po.
Luego volvió a hacerse el silencio; el funcionario lanzaba unas miradas feroces al viajero.
«Ya está —se dijo Fabricio—. Ahora me dirá que siente mucho tener que darme la mala noticia de que estoy detenido». La cabeza de nuestro héroe, que en aquel momento carecía de toda lógica, hervía de ideas locas. Pensó, por ejemplo, en escapar por la puerta de la oficina que se había quedado abierta: «Me quito la ropa; me tiro al Po, y seguro que lo cruzo nadando. Cualquier cosa antes que el Spielberg». El policía lo miraba fijamente justo en el momento en que calculaba las posibilidades de este plan: dos buenas expresiones de rostro. El peligro inminente presta genio al hombre razonable, lo coloca, por así decirlo, por encima de sí mismo; al hombre imaginativo le inspira novelerías, audaces ciertamente, pero con frecuencia absurdas.
Eran dignas de ser contempladas la mirada indignada de nuestro héroe y la mirada escrutadora de aquel funcionario de policía con sus joyas de cobre. «Si lo matara —se decía Fabricio— me condenarían por asesinato a la pena de muerte o a veinte años de trabajos forzados; en cualquier casó, bastante menos terrible que veinte años en el Spielberg con una cadena de ciento veinte libras en cada pie y ocho onzas de pan por todo alimento; y, siendo veinte años, tendría cuarenta y cuatro años cuando saliera». La lógica de Fabricio no tenía en cuenta que, habiendo quemado su pasaporté, no había nada que pudiera indicarle a aquel funcionario de policía que él fuera el rebelde Fabricio del Dongo.
Como se ve, nuestro héroe estaba bastante asustado y lo hubiera estado mucho más si hubiera podido conocer los pensamientos que agitaban al policía. Aquel hombre era amigo de Giletti. Imagínese su sorpresa cuando vio su pasaporte en manos de otro. Su primer impulso fue detenerlo; luego pensó que muy bien podía Giletti haber vendido su pasaporte a aquel guapo chico que tenía toda la apariencia de acabar de hacer alguna trastada en Parma. «Si lo detengo —pensó— pongo en un compromiso a Giletti; inmediatamente se descubrirá que ha vendido su pasaporte. Pero, por otra parte, ¿qué dirán mis jefes si se llega a saber que yo, siendo amigo de Giletti, he sellado su pasaporte presentado por otra persona?». El policía se levantó bostezando y le dijo a Fabricio:
—Espere aquí, señor —y, luego, más por hábito profesional que por otra cosa, añadió—:
—Ha surgido una dificultad.
Fabricio pensó: «Lo que va a surgir es mi fuga».
En efecto, el funcionario estaba saliendo de la oficina, sin cerrar la puerta, y el pasaporte estaba en la mesa de pino. «El peligro es evidente —pensó Fabricio—; así que voy a coger mi pasaporte, volveré a cruzar el puente andando despacio, y al gendarme, si me pregunta, le diré que había olvidado que tenían que visarme el pasaporte en la comisaría de policía del último pueblo de los estados de Parma». Tenía ya el pasaporte en la mano, cuando, para sorpresa suya, oyó que el funcionario de las joyas de cobre estaba diciendo:
—Este calor me está ahogando; ya no puedo más; me voy a tomar un café. Cuando termine su pipa, entre en la oficina, hay un extranjero esperando a que le visemos el pasaporte.
Fabricio, que salía con paso cauteloso, se encontró de frente con un joven agradable que decía canturreando: «Hay que visar el pasaporte, voy a ponerle mi firmita».
—¿Adónde quiere ir, señor?
—A Mantua, Venecia y Ferrara.
—Ferrara, muy bien —dijo el funcionario silbando. Cogió un sello y puso el visado con tinta azul en el pasaporte, luego en el espacio en blanco que dejaba el sello escribió rápidamente «Mantua, Venecia y Ferrara»; agitó el documento unas cuantas veces al aire, lo firmó y volvió a entintar la pluma para poner su rúbrica que dibujó muy despacio, con un cuidado infinito. Fabricio seguía todos los movimientos de la pluma. El funcionario contempló complacido aquellos trazos, añadió cinco o seis puntos y finalmente tendió el pasaporte a Fabricio, diciéndole en tono ligero:
—¡Buen viaje, señor!
Se alejaba ya Fabricio a un paso tendido, tratando de disimular la rapidez de su marcha, cuando sintió que alguien lo detenía asiéndole el brazo izquierdo. Instintivamente puso la mano en el mango del puñal, y, si no se hubiera percatado de que estaba rodeado de casas, hubiera probablemente cometido algún disparate. Viéndolo tan trastornado, el hombre que le tocaba el brazo izquierdo le dijo a guisa de excusa:
—Es que le he llamado tres veces sin que me contestara, señor, ¿tiene algo que declarar en la aduana?
—No llevo encima nada más que un pañuelo; voy aquí al lado, a cazar, a casa de unos parientes.
Se hubiera visto en un buen aprieto si le hubieran preguntado el nombre de aquel pariente. Con el calor que hacía y con las emociones, Fabricio estaba empapado como si se hubiera caído al Po. «No me falta valor con los cómicos —pensó—, pero los funcionarios con joyas de cobre me descomponen. Tengo que hacer un soneto festivo con esta idea para la duquesa».
Nada más entrar en Casal-Maggiore, Fabricio tomó a la derecha una calleja que baja al Po. «Necesito los socorros de Baco y de Ceres» —se dijo—, y entró en un establecimiento que tenía colgado fuera un trapo gris atado a un palo. En el trapo estaba escrita la palabra Trattoria. Una sábana vieja, sujeta con dos delgadas varas de madera arqueadas, y que colgaba a cosa de un metro del suelo, resguardaba la puerta de la Trattoria de los rayos directos del sol. Dentro, una mujer medio desnuda y muy guapa recibió a nuestro héroe respetuosamente, lo que le produjo un intenso placer. Lo primero que dijo al entrar fue que se moría de hambre. Mientras la mujer le preparaba la comida, entró un hombre como de treinta años. No había saludado al entrar. De pronto, se levantó del banco en el que se había echado confianzudamente y le dijo a Fabricio:
—Eccellenza, la riverisco (saludo a Vuestra Excelencia).
Fabricio, que estaba de muy buen humor en aquel momento, en vez de maquinar nada siniestro, contestó riendo:
—¿Y de qué diantre conoces tú a mi Excelencia?
—¡Pero cómo! ¿No reconoce Vuestra Excelencia a Ludovico, uno de los cocheros de la señora duquesa Sanseverina? En Sacca, la casa de campo adonde íbamos todos los años, yo siempre caía enfermo con fiebre. Pedí la jubilación a la señora y me he retirado. Ahora soy rico; en vez de la pensión de doce escudos al año, a que, todo lo más, podía tener derecho, la señora me dijo que para darme ocasión de hacer sonetos —porque yo soy poeta en lengua vulgar—, había decidido concederme veinticuatro escudos; y el señor conde me dijo que si alguna vez pasaba por un mal momento, no tenía más que ir a decírselo. Tuve el honor de llevar a Monsignore a la cartuja de Velleja a pasar, como buen cristiano, unos días de retiro.
Fabricio miró más detenidamente al hombre y creyó reconocerlo. Era uno de los cocheros más presumidos de la casa Sanseverina. Ahora que era rico, como decía él, llevaba por toda vestimenta una basta camisa rota y unos calzones de tela, que habían sido negros, y que apenas le llegaban a las rodillas; un par de zapatos y un sombrero ruin completaban su indumentaria. Además, no se había afeitado en quince días. Mientras comía su tortilla, Fabricio trabó conversación con él, de igual a igual. Le pareció que Ludovico era el amante de la mesonera. Terminó rápidamente el almuerzo, y le dijo a media voz a Ludovico:
—Tengo algo que decirle.
—Vuestra Excelencia puede hablar con toda libertad delante de ella; es una mujer muy buena —dijo Ludovico con ternura.
—Pues bien, amigos míos —prosiguió Fabricio sin vacilar—, estoy en un apuro y necesito su ayuda. No se trata de nada político; sólo que he matado a un hombre que quería asesinarme porque hablaba con su amiga.
—¡Pobre muchacho! —dijo la mesonera.
—¡Cuente conmigo Excelencia! —exclamó el cochero, a quien le brillaban los ojos de fidelidad—. ¿Adónde quiere ir Su Excelencia?
—A Ferrara. Tengo un pasaporte, pero preferiría no tener que hablar con los gendarmes, pueden estar informados del hecho.
—¿Cuándo se ha cargado al otro?
—Esta mañana, a las seis.
—¿Tiene Vuestra Excelencia alguna mancha de sangre en la ropa? —preguntó la mesonera.
—En eso mismo estaba pensando yo —continuó el cochero—; además, su ropa es demasiado buena. No se ve nada parecido por estos campos. Llamaría la atención. Voy a comprar ropa donde el judío. Vuestra Excelencia es de mi estatura, más o menos, aunque sea un poco más delgado.
—Deje de llamarme Excelencia, por favor, podría inspirar curiosidad.
—Si, Excelencia —contestó el cochero saliendo del establecimiento.
—¡Eh! ¡Eh! —le gritó Fabricio—. ¡Necesitará dinero! ¡Vuelva!
—¿Qué dice usted de dinero? —dijo la mesonera—. Tiene sesenta y siete escudos que están absolutamente a su disposición. Yo misma —añadió bajando la voz— tengo unos cuarenta escudos que le ofrezco de todo corazón. No siempre se tiene dinero encima cuando pasan estas cosas.
Hacía tanto calor que Fabricio se había quitado la casaca al entrar en la Trattoria.
—Lleva usted un chaleco que podría causamos algún problema si entrara alguien. Esa preciosa tela inglesa llamaría la atención —prosiguió, y le sacó a nuestro fugitivo un chaleco de tela negra de su marido. Entró, entonces, en el establecimiento, por una puerta interior, un joven alto que iba vestido con cierta elegancia.
—Es mi marido —dijo la mesonera; y, dirigiéndose a éste—: Pedro Antonio, el señor es un amigo de Ludovico; ha tenido un incidente esta mañana al otro lado del río y quiere escapar a Ferrara.
—Pues lo pasaremos —dijo el marido en un tono muy educado—, tenemos la barca de Carlos José.
Por otra debilidad de nuestro héroe, que confesaremos con la misma naturalidad con que hemos dado cuenta de su miedo en la oficina de la policía del puente, tenía lágrimas en los ojos; estaba hondamente conmovido por la entrega absoluta de aquellos campesinos. Pensó en la bondad característica de su tía; también a él le hubiera gustado poder hacer rica a aquella gente.
Ludovico entró cargado con un paquete.
—Se saluda —le dijo el marido afectuosamente.
—¡Tenemos problemas! —dijo muy alarmado Ludovico por toda contestación—; empiezan a hablar de usted; más de uno se ha dado cuenta de que vacilaba antes de entrar en nuestro vicolo, de que dejaba la calle principal como quien trata de esconderse.
—Deprisa, suba a la habitación —dijo el marido.
En aquella habitación, muy grande y muy bonita, con tela gris en las dos ventanas, en vez de cristales, había cuatro camas de casi dos metros de anchura cada una y más de metro y medio de altura.
—¡Deprisa, deprisa! —dijo Ludovico—; hay un gendarme nuevo, un chulo, que pretendía engatusar a la guapa de abajo, y al que he pronosticado que cualquier día se va a encontrar con una bala cuando vaya de servicio por la carretera; si ese perro oye hablar de Vuestra Excelencia, tratará de hacemos una jugarreta, intentará detenerlo aquí para desacreditar la Trattoria de la Teodolinda. ¿Pero qué es esto? —continuó Ludovico, cuando vio la camisa manchada de sangre y las heridas vendadas con pañuelos—. Así que ese porco se ha defendido. Esto es cien veces más de lo que bastaría para que lo detuvieran y no he comprado ninguna camisa. Abrió sin el menor miramiento el armario del marido y le dio una de sus camisas a Fabricio, que, enseguida, estuvo vestido como un labrador rico. Ludovico descolgó una red de la pared, metió la ropa de Fabricio en una cesta de pesca, bajó corriendo y salió rápidamente por una puerta trasera; Fabricio iba detrás.
—¡Teodolinda! —gritó al atravesar el establecimiento—, esconde lo que hay arriba, nosotros vamos a escondernos en los sauces; y tú, Pedro Antonio, envíanos cuanto antes una barca, la pagaré bien.
Ludovico le hizo atravesar a Fabricio más de veinte acequias. En las más anchas había unos tablones muy largos y muy cimbreantes que hacían de puentes; Ludovico los quitaba después de pasar. En el último canal, tiró rápidamente el tablón.
—Ahora podemos darnos un respiro —dijo—; ese perro de gendarme tendrá que hacer más de dos leguas para alcanzarnos. Vuestra Excelencia está sumamente pálido; suerte que no he olvidado la botellita de aguardiente.
—Me viene estupendamente; la herida del muslo empieza a hacerse notar y, además, he pasado un miedo enorme en la comisaría del puente.
—No me extraña —dijo Ludovico— con una camisa tan llena de sangre como la que llevaba. Ni siquiera me cabe en la cabeza cómo se ha atrevido a entrar en semejante sitio. De heridas entiendo un poco; lo voy a llevar a un sitio fresco donde podrá dormir una hora. La barca irá allí a buscarnos, si es que hay barca; si no, en cuanto haya descansado un poco, tendremos que andar aún dos leguas escasas para llegar a un molino, donde podré hacerme con una. Vuestra Excelencia sabe mucho más que yo, pero tengo la impresión de que la señora se desesperará cuando la informen del incidente. Le dirán que está usted herido de muerte. Es posible que lleguen a decirle incluso que ha matado al otro a traición. La marquesa Raversi no dejará de hacer correr cualquier bulo que pueda disgustar a la señora. Quizá Vuestra Excelencia quiera escribirle una carta.
—¿Y cómo podría hacérsela llegar?
—Los chicos del molino adonde vamos ganan sesenta céntimos al día. En un día y medio se ponen en Parma, así que cuatro francos para el viaje, más dos francos por el gasto de zapatos; si el encargo fuera de un pobre hombre como yo, harían en total seis francos; como es un servicio para un señor, yo les daría doce.
Cuando llegaron al sitio en que pensaban descansar, un bosque de alisos y sauces, fresco y frondoso, Ludovico lo abandonó durante más de una hora para ir a buscar papel y tinta. «¡Dios mío, qué bien estoy aquí! —pensó Fabricio—. ¡Adiós Fortuna! ¡Ya no seré arzobispo!».
A su vuelta, Ludovico lo encontró profundamente dormido y no quiso despertarlo. La barca llegó a la caída de la tarde. En cuanto la vio aparecer a lo lejos, Ludovico despertó a Fabricio, que escribió dos cartas.
—Vuestra Excelencia sabe mucho más que yo —dijo Ludovico con cara compungida—, y mucho temo molestarle de veras, aunque Vuestra Excelencia lo niegue, si aún le digo otra cosa.
—No soy tan tonto como piensa —respondió Fabricio—, y ya puede decir usted lo que quiera, que, para mí, siempre será un fiel servidor de mi tía y el hombre que ha hecho todo lo humanamente posible para ayudarme a salir de un paso muy malo.
Aún fueron necesarias muchas más protestas para que Ludovico se decidiera a hablar. Y, cuando finalmente lo hizo, empezó con un preámbulo que duró sus buenos cinco minutos. Fabricio se puso nervioso, pero enseguida se dijo: «¿Quién tiene la culpa de esto? ¿No se debe acaso a nuestra vanidad, que este hombre ha conocido tan bien desde lo alto de su pescante?». Por último, movido por su fidelidad, Ludovico se decidió a correr el riesgo de hablar caro.
—¿Cuánto no daría la marquesa Raversi al mensajero que va a enviar usted a Parma para hacerse con esas dos cartas? Son de su puño y letra, y, por consiguiente, prueba legal contra usted. Vuestra Excelencia pensará que soy un curioso indiscreto; quizá le dé vergüenza ofrecer a la vista de la señora duquesa mi pobre letra de cochero; pero, en fin, sea por la seguridad de Vuestra Excelencia y aunque pueda pensar de mí que soy un impertinente: ¿no podría Vuestra Excelencia dictarme esas dos cartas? De ese modo, sólo yo quedaría comprometido y, aún, muy poco; si se me forzara, diría que me había encontrado en medio del campo con usted llevando un estuche de asta en una mano y una pistola en la otra, y que me ordenó escribir.
—¡Deme la mano, mi querido Ludovico! —exclamó Fabricio—, y como muestra de que no quiero tener el menor secreto con un amigo como usted, tome, copie las dos cartas tal y como están.
Apreció Ludovico en toda su dimensión aquel signo de confianza y se emocionó vivamente pero, tras escribir unos pocos renglones, como vio que la barca se acercaba rápidamente por el río dijo:
—Terminaremos mucho antes de copiar las cartas si Vuestra Excelencia tiene la bondad de dictármelas.
Cuando estuvieron copiadas las cartas, Fabricio escribió una A y una B en la última línea, y, en un pedacito de papel, que arrugó después, puso en francés Crea Vd. a A y B. El mensajero debía esconder aquel papel arrugado en su ropa.
Cuando la barca estuvo lo suficientemente cerca como para que pudieran oírle desde ella, Ludovico llamó a los barqueros con unos nombres que no eran los suyos; no contestaron y atracaron a unos mil metros aguas abajo, no sin antes mirar a todos los lados por si estuviera vigilando algún aduanero.
—Estoy a sus órdenes —le dijo, entonces, Ludovico a Fabricio—. ¿Quiere que le lleve yo las cartas a Parma? ¿Quiere que le acompañe a Ferrara?
—Acompañarme a Ferrara sería un servicio que casi no me atrevo a pedirle. Habrá que desembarcar y tratar de entrar en la ciudad sin enseñar la documentación. Le confesaré que viajar bajo el nombre de Giletti me inspira la mayor repugnancia. Y no me parece que pueda usted comprarme otro pasaporte.
—¿Cómo no lo dijo en Casal-Maggiore? Conozco a un espía que me hubiera vendido un pasaporte excelente, y no caro, por unos cuarenta o cincuenta francos.
Uno de los barqueros, que había nacido en la margen derecha del Po y que, por consiguiente, no necesitaba pasaporte para ir a Parma, se encargó de llevar las cartas. Ludovico, que era buen remero, dijo que llevaría la barca con el otro.
—En el bajo Po —dijo— nos vamos a encontrar barcas armadas de la policía, yo sabré evitarlas.
En más de diez ocasiones se vieron obligados a esconderse en medio de las islillas que, cubiertas de sauces, surgen a flor de agua. Tres veces desembarcaron para dejar pasar a las embarcaciones de la policía delante de sus barcas vacías. Ludovico aprovechó aquellos largos ratos de ocio para recitarle a Fabricio algunos sonetos suyos. El sentimiento estaba ajustado pero la expresión los empobrecía; no merecía la pena ponerlos por escrito. Lo sorprendente era que aquel antiguo cochero tenía pasiones y opiniones vivas y pintorescas; pero se volvía frío y vulgar cuando escribía. «Es todo lo contrario de lo que sucede en la buena sociedad —se dijo Fabricio—, donde se sabe expresar cualquier cosa con gracia, pero los corazones no tienen nada que decir». Se dio cuenta de que el mayor favor que podría hacerle a aquel fiel servidor sería corregir las faltas de ortografía de sus sonetos.
—La gente se burla de mí cuando dejo el cuaderno —decía Ludovico—, pero si Vuestra Excelencia tuviera a bien dictarme la ortografía de las palabras, letra a letra, callaría a los envidiosos; la ortografía no hace al genio.
Aún tuvieron que pasar dos días antes de que Fabricio pudiera desembarcar con seguridad, de noche, en un bosque de alisos, a una legua de Ponte Lago Oscuro. Se quedó todo el día escondido en una cañamera, mientras Ludovico, adelantándose, se llegaba a Ferrara. Alquiló allí un cuarto en casa de un judío pobre, que se dio cuenta inmediatamente de que había dinero que ganar si sabía mantenerse callado. Al anochecer, Fabricio entró en Ferrara en un caballito; necesitaba aquella montura, había sufrido un acaloramiento a orillas del río y tanto la cuchillada del muslo como el espadazo de Giletti en el hombro, del principio de la pelea, se le habían inflamado y le producían fiebre.