Capítulo décimo

Sin dejar de hacerse reflexiones de orden moral, Fabricio saltó a la carretera que va de Lombardía a Suiza. En aquel lugar discurre rehundida un metro o metro y medio por debajo del bosque. «Sí mi hombre se asusta —pensó Fabricio— y se larga al galope, yo me quedo aquí plantado como un idiota». Estaba a unos diez pasos del criado, que había dejado de cantar. Pudo ver el miedo en sus ojos; probablemente se iba a dar la vuelta con sus caballos. Fabricio dio un salto y agarró la brida del caballo flaco.

—Amigo mío —le dijo al criado—, no soy un ladrón corriente, empezaré por darle veinte francos, pero me veo obligado a llevarme prestado su caballo; si no escapo rápidamente, me matan. Me vienen pisando los talones los cuatro hermanos Riva, esos grandes cazadores, que seguramente usted conoce. Acaban de sorprenderme en la habitación de su hermana, he saltado por la ventana y aquí estoy. Han salido al bosque con perros y fusiles. Me había escondido en ese castaño hueco, porque he visto a uno de ellos cruzar la carretera, pero sus perros van a descubrirme. Montaré este caballo y galoparé hasta una milla más allá de Como; voy a Milán a arrojarme a los pies del virrey. Si consiente que me vaya sin poner dificultades, dejaré su caballo en la posta con dos napoleones para usted. Si opone la menor resistencia, lo mato con estas dos pistolas. Si cuando me haya ido, pone a los gendarmes tras de mí, mi primo, el valiente conde Alari, caballerizo del Emperador, se tomará la molestia de romperle todos los huesos.

Fabricio improvisó este discurso sobre la marcha en un tono sumamente tranquilo.

—Por lo demás —dijo, riéndose—, mi nombre no es ningún secreto; soy el marchesino Ascanio del Dongo, mi castillo está cerca de aquí, en Grianta. ¡J… —dijo elevando el tono de voz—, suelte el caballo!

El criado, estupefacto, no decía nada. Fabricio se pasó la pistola a la mano izquierda, cogió la brida que soltó el criado, montó y partió al galope corto. Cuando estaba a unos trescientos pasos, se dio cuenta de que se había olvidado de darle los veinte francos que le había prometido. Se detuvo. No había nadie en la carretera salvo el criado, que le seguía al galope. Le hizo señas con su pañuelo de que se acercara, y cuando estuvo a cincuenta pasos, le echó al suelo un puñado de monedas y reemprendió la carrera. Desde lejos vio que el criado recogía el dinero. «Es un hombre razonable —se dijo Fabricio riendo—, ni una palabra de más». Partió al galope; al mediodía se detuvo en una casa apartada, y, al cabo de dos horas, reemprendió la marcha. A las dos de la madrugada estaba en la orilla del lago Mayor; enseguida vio su barca meciéndose en el agua; cuando hizo la señal convenida se acercó. No había ningún campesino a quien entregar el caballo, así que dejó en libertad al noble animal. Tres horas después estaba en Belgirate. Sintiéndose en un país amigo, se tomó algún descanso. Se sentía muy contento; todo le había salido muy bien. ¿Puede imaginarse el lector las verdaderas causas de su contento?; su árbol tenía un aspecto soberbio, y su espíritu se había refrescado con el hondo cariño que había encontrado en los brazos del abate Blanes. «¿Creerá —se preguntaba Fabricio— todas las predicciones que me ha hecho, o, quizá, dada la fama de jacobino, de hombre sin fe y sin ley, capaz de todo, que me ha creado mi hermano, ha querido simplemente obligarme a no caer en la tentación de romperle la crisma al primer animal que me juegue una mala pasada?». A los dos días, Fabricio estaba en Parma; a la duquesa y al conde les divirtió mucho el minucioso relato que, siguiendo su costumbre, les hizo de todo lo acontecido en el viaje.

Al llegar, había encontrado al portero y a todos los criados del palacio Sanseverina vestidos del más riguroso luto.

—¿Quién se nos ha muerto? —preguntó a la duquesa.

—Esa persona excelente, que oficialmente era mi marido, acaba de morir en Baden. Me deja este palacio, como habíamos convenido; pero además, en muestra de amistad, añade un legado de trescientos mil francos, lo que no deja de crearme preocupaciones; no debería aceptarlo, pero tampoco quiero renunciar a él en favor de su sobrina, la marquesa Raversi, que no hay día que no me haga alguna mala pasada. Tú, que entiendes tanto, tendrás que encontrarme un buen escultor para que le haga al duque una tumba de trescientos mil francos.

El conde se puso a contar anécdotas de la Raversi.

—Por más que he querido ganármela a base de favores —dijo la duquesa—, no lo he conseguido. En cuanto a los sobrinos del duque, los he hecho a todos coroneles o generales, pues, en agradecimiento, no hay mes que no me envíen algún anónimo espantoso; me he visto obligada a tomar un secretario especial para que lea tales cartas.

—Pues esas cartas anónimas son sus pecadillos menores —intervino el conde Mosca—; han montado una factoría de denuncias infames. Cientos de veces habría podido llevar a esa turba ante los tribunales, y como Vuestra Excelencia se podrá imaginar —añadió, dirigiéndose a Fabricio— mis buenos jueces los habrían condenado.

—Eso lo estropea todo —contestó Fabricio con aquella ingenuidad que divertía tanto a la corte—; yo hubiera preferido verlos condenados por magistrados que los juzgaran en conciencia.

—Usted que viaja para instruirse, hágame el favor de darme la dirección de tales magistrados, les escribiré antes de irme a la cama.

—Si yo fuera ministro, me sentiría herido en mi amor propio si no tuviera jueces honrados.

—Me parece —replicó el conde— que, a pesar de querer tanto a los franceses, hasta el punto de haberles prestado antaño el concurso de su invencible brazo, olvida una de sus grandes máximas: «Más te vale matar al demonio antes de que éste te mate a ti». Ya me gustaría a mí ver cómo gobernaba usted a estos espíritus ardientes, que se pasan el día leyendo la Historia de la Revolución Francesa, con unos jueces que absolvieran a toda la gente que les envío. Acabarían por no condenar ni a los canallas más evidentemente culpables y se creerían unos nuevos Brutos. Y ahora voy a plantearle un reparo; usted, que tiene una conciencia tan delicada, ¿no tiene ningún remordimiento a propósito de ese hermoso caballo un poco flaco que acaba de abandonar a orillas del lago Mayor?

—Tengo pensado —dijo Fabricio muy serio—, hacerle llegar al dueño del caballo la cantidad que haga falta para compensarle los gastos en avisos y demás disposiciones que tome para que le devuelvan el caballo los campesinos que lo hayan encontrado. Leeré todos los días el periódico de Milán y buscaré el anuncio de un caballo perdido. Conozco perfectamente las señas de ese caballo.

—Es de lo más primitivo —dijo el conde, dirigiéndose a la duquesa—. ¿Y qué habría sido de Vuestra Excelencia —continuó entre risas— si cuando iba a galope tendido en ese caballo prestado se le hubiera ocurrido a éste dar un mal paso? Estaría en Spielberg, mi querido sobrinito, y ni siquiera toda mi influencia serviría para rebajar en treinta libras el peso de las cadenas que habrían echado a cada una de sus piernas. Hubiera pasado en ese delicioso lugar una decena de años; probablemente sus piernas se inflamarían, se gangrenarían, habría que amputárselas…

—¡Por favor!, no siga con esa historia tan triste —rogó la duquesa con lágrimas en los ojos—. Ahora ya está aquí…

—Y no sabe cómo me alegro de ello, créame —replicó el ministro, ahora muy serio—; ¿pero por qué, si quería entrar en Lombardía, no me pidió este chico descastado un pasaporte con un nombre conveniente? En cuanto me hubiera enterado de su detención, habría ido a Milán y los amigos que tengo allí habrían cerrado los ojos y habrían dado por bueno que sus gendarmes habían detenido a un súbdito del príncipe de Parma. El relato de su correría me ha parecido muy gracioso, muy divertido, de verdad —continuó el conde adoptando un tono menos sombrío—; me gusta ese salto a la carretera desde el bosque; pero, entre nosotros, si el criado le tenía a su merced, usted tenía todo el derecho a quitarle la vida. Vamos a proporcionarle a Vuestra Excelencia un futuro brillante, al menos eso es lo que me ordena la duquesa, y ni mis peores enemigos pueden acusarme de que haya desobedecido uno solo de sus mandatos. ¡Qué disgusto mortal hubiéramos tenido, la duquesa y yo, si ese caballo flaco hubiera dado un mal paso en esa frenética escapada que acaba de hacer! En ese caso, hubiera sido preferible que el caballo le hubiera roto la crisma.

—Esta noche está usted trágico, amigo mío —dijo la duquesa conmovida.

—Es que estamos rodeados de acontecimientos trágicos —replicó el conde, también emocionado—; esto no es Francia, donde todo acaba en canciones o en un encarcelamiento de un año o dos, y creo que me equivoco cuando le hablo de estas cosas riéndome. ¡En fin, sobrinito! Supongo que conseguiré hacerlo obispo, porque lo que no es posible es empezar haciéndolo arzobispo de Parma, como también, muy razonablemente, piensa la duquesa. Ahora, dígame, cuando esté en su obispado, lejos de nosotros y de nuestros prudentes consejos, ¿cuál será su política?

—Matar al demonio antes de que éste me mate a mí, como dicen, muy bien, mis amigos los franceses —contestó Fabricio con una mirada ardiente—; conservar por todos los medios, sin excluir el pistoletazo, la posición que usted me haya proporcionado. En la genealogía de los del Dongo he leído la historia de aquel antepasado nuestro que construyó el castillo de Grianta. Al final de su vida, su buen amigo Galeas, duque de Milán, lo envía a visitar una fortaleza a orillas de nuestro lago. Se temía una nueva invasión de los suizos. «Convendría que escribiera yo una nota de cortesía para el alcaide», le dijo el duque de Milán en el momento de la despedida. Escribe entonces una carta de dos líneas y se la da. Luego se la vuelve a pedir para sellarla. «Así es más correcto», dice el príncipe. Vespasiano del Dongo parte, pero cuando está ya en aguas del lago, recordando un antiguo apólogo griego, pues era un erudito, abre la carta de su buen señor y lee en ella la orden, dirigida al alcaide del castillo, de que lo mate en cuanto llegue. El Sforza, demasiado pendiente de la comedia que estaba representando ante nuestro antepasado, había dejado un espacio entre la última línea del billete y la firma; Vespasiano del Dongo escribe allí la orden de que se le reconozca como gobernador general de todos los castillos del lago, y suprime el encabezamiento de la carta. Tras llegar y ser reconocido en la fortaleza, arroja al comandante a un pozo, declara la guerra a Sforza, y al cabo de algunos años cambia la fortaleza por esas fincas inmensas que han hecho la fortuna de todas las ramas de nuestra familia, y que un día a mí me valdrán cuatro mil libras de renta.

—Ha hablado como un académico —exclamó el conde, riendo—; estupenda la jugada que nos ha contado, pero ocasiones pintiparadas, como ésa, para hacer cosas sutiles sólo se presentan cada diez años. Un individuo, aunque sea un poco estúpido, que esté siempre atento a cuanto sucede y que no deje ni un instante de ser prudente puede darse muchas veces el gusto de derrotar a hombres imaginativos. Por una locura de la imaginación se rindió Napoleón al prudente John Bull, en vez de intentar llegar a América. No debió de reírse poco John Bull, tras su mostrador, con la carta en que le cita a Temístocles. Los viles Sanchos acaban siempre ganando a los sublimes Quijotes. Si usted se conforma con no hacer nada extraordinario, seguro que será un obispo muy respetado, si no muy respetable. Con todo, sigo haciéndole el reparo que le hacía antes: Vuestra Excelencia ha actuado con ligereza en el asunto del caballo, le ha faltado un pelo para acabar en una prisión perpetua.

Aquellas últimas palabras hicieron estremecer a Fabricio, lo dejaron en un asombro profundo. «¿Sería ésa la prisión, se decía, con que estoy amenazado; y ése, el crimen que no debía cometer?». Las predicciones de Blanes, de cuyo carácter profético se burlaba tanto, tomaban a sus ojos toda la importancia de verdaderos presagios.

—¡Eh! ¿Qué te pasa? —le dijo la duquesa extrañada—; te has quedado enfrascado en pensamientos negros con lo que te ha dicho el conde.

—Estoy iluminado con una verdad nueva y, en vez de rebelarme contra ella, mi espíritu la hace suya. ¡Es verdad que he estado muy cerca de caer en la cárcel para siempre! ¡Pero el criado aquel estaba tan guapo con su uniforme a la inglesa! ¡Hubiera sido una lástima matarlo!

Al ministro le encantó la cara de sensatez que ponía.

—Está muy bien de todos modos —dijo, mirando a la duquesa—. Tengo que decirle, amigo mío, que ha hecho una conquista, posiblemente la más apetecible.

«¡Vaya!, pensó Fabricio, ahora viene una broma sobre la pequeña Marietta». Pero se equivocaba; el conde prosiguió:

—Su sencillez evangélica se ha ganado el corazón de nuestro venerable arzobispo, el padre Landriani. Un día de estos, le vamos a hacer a usted vicario general, pero lo verdaderamente gracioso de esta broma es que los tres vicarios generales que hay ahora, hombres de mérito, trabajadores, y de los que dos, creo yo, eran ya vicarios generales antes de que usted hubiera nacido, van a pedirle a su arzobispo en una carta hermosamente redactada que sea usted el primero entre ellos. Se basan estos señores para su petición en primer lugar en sus virtudes, y luego en que es usted sobrino bisnieto del célebre arzobispo Ascanio del Dongo. Cuando me enteré del respeto que les inspiran sus virtudes, sin más dilación, hice capitán al sobrino del más anciano de los vicarios generales, que era teniente desde el sitio de Tarragona por el mariscal Suchet.

—Vete enseguida, sin arreglarte, tal y como estás, a hacerle una vista de puro afecto a tu arzobispo —le dijo la duquesa—. Cuéntale la boda de tu hermana; cuando le digas que va a ser duquesa le parecerá mucho más apostólica. Y, ¡ojo!, tú no tienes ni idea de nada de lo que te acaba de contar el conde a propósito de tu futuro nombramiento.

Fabricio fue inmediatamente al palacio episcopal; estuvo sencillo y modesto, era un tono que no le costaba nada asumir; tenía, en cambio, que hacer verdaderos esfuerzos para conducirse a lo gran señor. Mientras escuchaba a monseñor Landriani, siempre un poco premioso, se decía: «¿Tendría que haberle disparado al criado que llevaba de la brida al caballo flaco?». Su razón le decía que sí, pero su corazón no podía soportar la imagen ensangrentada del guapo joven cayendo desfigurado del caballo. «¿Y la cárcel en que me hubieran encerrado si el caballo llega a tropezar, sería la que tantos presagios me auguran?».

Esta última pregunta tenía una importancia vital para él; al arzobispo le gustó mucho su aspecto de profunda atención.