Fabricio tenía el ánimo exaltado por los discursos del anciano, por la intensa atención con que le había escuchado y por la enorme fatiga. Le costó mucho trabajo dormirse e inquietaron su sueño pesadillas, quizá presagios del futuro. Por la mañana, a las diez, lo despertó un retemblar general del campanario, un ruido espantoso que parecía venir de fuera. Se levantó aturdido, creyó que había llegado el fin del mundo, luego pensó que estaba en la cárcel. Necesitó cierto tiempo para reconocer el sonido de la gran campana que, en honor del glorioso San Giovita, movían cuarenta lugareños, aunque hubieran bastado diez.
Fabricio buscó un sitio que le permitiera ver sin ser visto. Reparó en que, desde aquella altura, podía ver los jardines e incluso el patio interior del castillo de su padre. Lo había olvidado. La idea del padre acercándose al final de la vida cambiaba todos sus sentimientos. Podía ver incluso los gorriones que buscaban migajas de pan en el balcón grande del comedor. «Ésos son descendientes de los que yo domesticaba» —se dijo—. El balcón, como todos los demás balcones del palacio, estaba lleno de naranjos en macetas de distintos tamaños. Esta vista lo conmovió; el aspecto de aquel patio interior, así adornado, con sus sombras perfectamente delineadas y marcadas por un sol rutilante, era ciertamente grandioso.
Volvió a pensar en el quebranto de su padre. «Es verdaderamente singular —se decía—, mi padre tiene treinta y cinco años más que yo, y treinta y cinco y veintitrés no hacen más que cincuenta y ocho». Tenía la mirada fija en las ventanas de la habitación de aquel hombre severo, que nunca lo había querido, y sus ojos se inundaron de lágrimas. Se estremeció y un frío súbito le heló la sangre cuando creyó ver a su padre atravesando la terraza adornada con naranjos que se abría delante de su habitación, pero era sólo un criado. Debajo mismo del campanario, un buen número de chicas vestidas de blanco y repartidas en distintos grupos se dedicaban a alfombrar el suelo de las calles por donde iba a pasar la procesión con flores rojas, azules y amarillas. Pero otro espectáculo conmovía más vivamente el alma de Fabricio: desde el campanario, su vista alcanzaba hasta una distancia de varias leguas a lo largo de las dos ramas del lago, y esta vista sublime le hizo olvidar enseguida todas las demás; despertaba en él los sentimientos más elevados. Su pensamiento se vio asaltado por todos los recuerdos de su infancia, y aquel día que pasó encarcelado en un campanario fue probablemente uno de los más felices de su vida.
La felicidad llevó sus pensamientos a una altura nada propia de su carácter. Él, tan joven, se puso a considerar los acontecimientos de la vida como si le hubiera llegado ya el último momento. «He de reconocer que desde que llegué a Parma —se dijo finalmente, tras varias horas de deliciosas ensoñaciones— no he Vuelto a sentir la alegría tranquila y perfecta que tenía en Nápoles cuando galopaba por los caminos de Vomero o recorría las costas de Misena. Todos esos complicados intereses de esa pequeña corte perversa me han hecho perverso también a mí… El odio no me produce el menor placer; me parece, incluso, que sería para mí una muy triste satisfacción humillar a mis enemigos, si los tuviera, pero yo no tengo enemigos… ¡Alto ahí! —se dijo súbitamente—, tengo a Giletti como enemigo… Y sí que es singular, pero el placer que experimentaría viendo a ese hombre tan feo irse al infierno va más allá de lo que me gustaba, no mucho desde luego, la pequeña Marietta… No vale gran cosa, comparada con la duquesa de A***, de Nápoles, a quien no tenía más remedio que amar porque le había dicho que me había enamorado de ella. ¡Dios mío, cuánto me aburría en aquellas largas citas con la guapísima duquesa!; nada que ver, desde luego, con las dos veces, dos minutos cada vez, que estuve en el cuarto destartalado que le servía de cocina a la pequeña Marietta.
»¡Y las cosas que come esa gente, Dios mío! ¡Qué pena da! Debería haber dispuesto para ella y la mammacia una pensión por la que se les pagaran tres beefsteacks diarios…, ¡la pequeña Marietta! Por lo menos me distraía de los malos pensamientos que me inspiraba la proximidad de esa corte.
»Quizá hubiera sido mejor haber optado por la vida de café, como dice la duquesa. Yo creo que eso era lo que a ella le parecía mejor, y es mucho más lista que yo. Con sus liberalidades, o, aunque sólo fuera, con esa pensión de cuatro mil francos y ese fondo de cuarenta mil colocados en Lyon que mi madre destina para mí, siempre hubiera podido tener un caballo y algunos escudos para hacer excavaciones e ir reuniendo una colección. Y, como no parece que vaya a conocer el amor, ésas serían para mí las auténticas fuentes de felicidad. Antes de morir, me gustaría visitar el campo de batalla de Waterloo e intentar encontrar el prado en que tan alegremente me quitaron el caballo y me sentaron en el suelo. Y una vez cumplido ese peregrinaje, volvería a menudo a este lago sublime. No hay nada más bello en el mundo, al menos para mí. ¿Qué sentido tiene ir tan lejos a buscar la felicidad, cuando la tengo aquí, ante mis ojos?
»¡Ay —continuó, poniéndose una objeción—, la policía me echa del lago de Como!, pero yo soy más joven que la gente que dirige las operaciones de esta policía. Aquí —se dijo, ahora riéndose— no encontraré ninguna duquesa de A***, pero sí alguna de esas chicas de ahí abajo que están poniendo flores en el suelo, y la querré igual. También la hipocresía me paraliza en los lances de amor, y nuestras grandes señoras pretenden efectos demasiado sublimes. Napoleón les ha inspirado ideas de moralidad y de constancia.
»¡Demonio —se dijo súbitamente retirando la cabeza de la ventana, como si temiera ser reconocido, pese a la sombra de la enorme celosía de madera que protegía las campanas de la lluvia—, mira por dónde, ahí están los gendarmes en uniforme de gala!».
En efecto, en aquel momento, diez gendarmes, cuatro de ellos suboficiales, aparecían por la calle mayor del pueblo. El sargento los iba apostando cada cien pasos, a lo largo del trayecto que debía recorrer la procesión.
«Aquí me conoce todo el mundo. Si alguien me ve, doy el salto directo de las orillas del lago de Como a Spielberg, donde me atarán cada pierna con una cadena de ciento diez libras, ¡y qué angustia para la duquesa!».
Le hicieron falta a Fabricio dos o tres minutos para darse cuenta de que se encontraba a casi veintisiete metros de altura, que el espacio en que se hallaba estaba oscuro en relación con el exterior, que los ojos de quienes pudieran mirar hacia allí se sentirían heridos por un sol deslumbrador y, por último, que todas aquellas personas estaban paseándose con los ojos muy abiertos por unas calles en las que todas las casas acababan de ser enjalbegadas para celebrar la fiesta de San Giovita. Pese a tan claros razonamientos, si no llega a interponer entre él y los gendarmes un retal de tela vieja, que clavó en la ventana y en el que practicó un par de agujeros para los ojos, el alma italiana de Fabricio hubiera estado tan inquieta que le habría impedido experimentar el menor gusto en la contemplación.
Hacía diez minutos que las campanas hacían vibrar el aire; la procesión estaba saliendo de la iglesia, cuando empezaron a oírse los mortaretti. Fabricio volvió la cabeza y reconoció la pequeña explanada, guarnecida con un parapeto, que dominaba el lago y en la que tantas veces, en su juventud, se había expuesto a que los mortaretti le explotaran entre las piernas, por lo que su madre los días de fiesta lo quería ver cerca de ella.
Diremos que los mortaretti (morteritos) no son sino cañones de fusil (por eso los campesinos recogen ávidamente los cañones de fusil con que la política europea ha sembrado profusamente las llanuras de la Lombardía desde 1796) que se sierran de manera que no midan más de diez u once centímetros de longitud; se cargan entonces estos cañoncitos hasta la boca y se colocan en el suelo en posición vertical; un reguero de pólvora va de uno a otro; se disponen, entre doscientos y trescientos de ellos, en tres hileras como un batallón, en algún lugar próximo al del recorrido de la procesión. Cuando se acerca el Santo Sacramento se enciende el reguero de pólvora y empieza entonces un fuego nutrido de disparos secos, que es lo más desigual y ridículo del mundo; a las mujeres les entusiasma. No hay nada tan alegre como el ruido de los mortaretti, oído a lo lejos, en el lago, amortiguado por el balanceo de las aguas. Aquel ruido especial, que lo había hecho feliz tantas veces en su infancia, desterró las ideas más bien serias que habían asaltado a nuestro héroe. Fue a buscar el gran anteojo astronómico del abate y reconoció a la mayoría de los hombres y de las mujeres que iban en la procesión. Muchas niñas encantadoras, que tenían once o doce años cuando él se había marchado, eran ahora soberbias mujeres, en la flor de la juventud más vigorosa. Hicieron renacer el arrojo de nuestro héroe, que, en aquel momento, habría desafiado a los gendarmes para hablar con ellas.
Después de que pasara la procesión y volviera a entrar en la iglesia por una puerta lateral que Fabricio no podía ver desde donde estaba, el calor se hizo excesivo, incluso en lo alto del campanario. Los vecinos volvieron a sus casas y se hizo un gran silencio en el pueblo. Algunas barcas se cargaron de campesinos que regresaban a Belagio, a Menagio o a otros pueblos ribereños. Fabricio podía oír el ruido de las paladas de los remos en el agua; aquel detalle tan nimio lo tenía encantado, casi en éxtasis. La dicha de aquel momento estaba amasada con toda la infelicidad, con todo el disgusto que le producía la complicada vida cortesana. ¡Le hubiera hecho tan feliz en aquel momento navegar una legua por aquel lago tranquilo, aquel lago que tan bien reflejaba la profundidad de los cielos! Oyó que se abría la puerta de abajo del campanario; era la vieja criada del abate Blanes que traía una gran cesta. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no dirigirle la palabra. «Me quiere casi tanto como su amo —se decía— y me voy esta noche a las nueve; estoy seguro de que, por unas cuantas horas, guardaría el secreto, que yo le exigiría bajo juramento… Pero disgustaría al abate, podría comprometerlo con los gendarmes». Y dejó que Ghita se fuera sin decirle nada. Fue una comida excelente, luego se dispuso a dormir unos minutos. No se despertó hasta las ocho y media de la tarde; el abate le sacudía un brazo; ya era de noche.
Blanes estaba sumamente cansado, parecía tener cincuenta años más que el día anterior. Ya no habló de cosas serias. Se sentó en su sillón de madera.
—Abrázame —le dijo a Fabricio, y lo estrechó muchas veces entre sus brazos—. La muerte —prosiguió finalmente—, que va a acabar con esta vida tan larga, no será más penosa para mí que esta separación. Tengo una bolsa para ti; se la dejaré en depósito a Ghita, con la orden de que te la dé en cuanto vengas por ella; mientras, podrá ir sacando para cubrir sus necesidades. La conozco y, tras esta recomendación, por ahorrar para ti, es muy capaz de no comprar carne ni cuatro veces al año, a no ser que le des órdenes terminantes. En cuanto a ti, puedes verte en la miseria y entonces el óbolo de tu viejo amigo te vendrá bien. No esperes nada de tu hermano, salvo actos atroces; trata de ganarte la vida mediante un trabajo que te haga útil a la sociedad. Preveo extrañas tormentas; probablemente de aquí a cincuenta años ya no se admita a los ociosos. Tu madre y tu tía pueden llegar a faltarte; tus hermanas tendrán que obedecer a sus maridos… ¡Vete, vete! ¡Huye! —gritó Blanes con mucho apremio.
Había oído un ruidito en el reloj que anunciaba que iban a dar las diez; ni siquiera le dejó a Fabricio que lo abrazara por última vez.
—¡Date prisa! ¡Date prisa! —le gritó—, te llevará un minuto por lo menos bajar las escaleras. Ten cuidado de no caerte, sería un malísimo presagio.
Fabricio se precipitó escaleras abajo. Al llegar a la plaza, echó a correr. Apenas había llegado a la altura del castillo de su padre, cuando sonaron las diez. Cada campanada resonaba en su pecho causándole un desasosiego singular. Se detuvo a pensar o, mejor, a dejarse llevar de los apasionados sentimientos que le despertaba la contemplación de aquel majestuoso edificio que con tanta frialdad había considerado la víspera. Unos pasos vinieron a sacarlo de su ensimismamiento. Cuando miró vio que tenía encima a cuatro gendarmes. Llevaba dos excelentes pistolas y les había renovado el detonante a la hora de comer; el ruido que hizo al armarlas llamó la atención de uno de los gendarmes, y estuvo a punto de causar que lo detuvieran. Dándose cuenta del peligro que corría, pensó adelantarse en hacer fuego. Estaba en su derecho, pues era la única manera de poder resistir a cuatro hombres bien armados. Por fortuna, los gendarmes, que estaban de ronda para evacuar las tabernas, no habían sido del todo insensibles a las muestras de amabilidad que habían recibido en muchos de aquellos simpáticos locales, y mostraron alguna indecisión a la hora de cumplir con su deber. Fabricio emprendió la huida corriendo a todo correr. Los gendarmes dieron algunos pasos tras él gritando «¡Alto! ¡Alto!»; luego, se hizo de nuevo el silencio. A trescientos pasos de allí, Fabricio se detuvo a recuperar el aliento. «A punto he estado de que me detuvieran por el ruido de mis pistolas. A buen seguro que la duquesa, si se me hubiera permitido volver a ver su cara, hubiera comentado al respecto que mi alma se complace en considerar lo que pueda pasar dentro de diez años y se olvida de mirar lo que tiene delante».
Fabricio se estremeció al pensar en el peligro que acababa de evitar. Echó a andar aprisa, pero, enseguida, no supo resistir a la tentación de ponerse a correr; esto no era nada prudente, pues llamaba la atención de algunos campesinos que volvían a sus casas. No se decidió a parar hasta que llegó al monte, a más de una legua de Grianta, y, aun estando ya quieto, le invadió un sudor frío al pensar en Spielberg.
«¡Vaya un miedo que he pasado!» —se dijo, al escucharse a sí mismo aquel nombre, y casi estuvo tentado a sentir vergüenza—. «¿No dice mi tía que lo que más falta me hace es aprender a perdonarme? Siempre me estoy midiendo con algún modelo perfecto, que es imposible que exista. ¡Bueno! Pues me perdono el miedo; además, estaba bien dispuesto a defender mi libertad; seguro que no hubieran quedado en pie los cuatro para llevarme a la cárcel. Y tampoco es muy militar lo que estoy haciendo ahora —añadió—; en vez de retirarme rápidamente tras haber conseguido mi objetivo, y quizá haber puesto sobre aviso a mis enemigos, me entretengo con una fantasía más ridícula seguramente que todas las predicciones del buen abate».
En efecto, en vez de retirarse siguiendo la línea más corta para llegar a orillas del lago Mayor, donde le esperaba su barca, estaba dando un enorme rodeo para ver su árbol. Quizá recuerde el lector el amor que Fabricio profesaba por el castaño que su madre había plantado hacía veintitrés años. «Sería muy propio de mi hermano —se dijo— haber mandado cortar el árbol; claro que la gente como él no es capaz de reconocer los sentimientos delicados, ni se le habrá ocurrido. Y, en cualquier caso, aunque lo hubiera hecho, eso no sería un mal presagio» —añadió con firmeza—. Dos horas más tarde, vio consternado que, o bien algún miserable, o bien una tormenta habían roto una de las ramas principales del árbol, que colgaba seca. Fabricio la cortó con ayuda de su puñal y rebanó limpiamente la tajadura, con objeto de que el agua no pudiera entrar en el tronco. Luego, aunque el tiempo era precioso para él, pues no tardaría mucho en amanecer, estuvo una hora larga cavando la tierra alrededor del árbol querido. Una vez terminadas todas estas insensateces, reemprendió con rapidez el camino del lago Mayor. Después de todo, no estaba nada triste, el árbol tenía muy buen aspecto, estaba más vigoroso que nunca, y en cinco años había doblado el tamaño. Lo de la rama no era más que un accidente sin consecuencias; una vez cortada, no perjudicaría al árbol, que incluso ganaría en esbeltez, al empezar la copa más arriba que antes.
No habría andado una legua Fabricio, cuando una línea de blancura refulgente dibujó, hacia la parte de levante, los picos del Resegon di Lek, una montaña célebre en el país. Por el camino empezaron a aparecer campesinos; pero, ahora, en vez de concebir ideas de orden militar, Fabricio se dejaba emocionar por las sublimes y emocionantes vistas de los bosques de los alrededores del lago de Como. Son seguramente las más hermosas del mundo; no diré que sean las que renten más escudos nuevos, como dirían en Suiza, pero sí las que más cosas dicen al alma. Pero ponerse a escuchar tales cosas en la situación de Fabricio, o sea, siendo el objeto del amable interés de los señores gendarmes lombardo-vénetos, era una auténtica chiquillada. «Estoy a media legua de la frontera —acabó por decirse—, me voy a encontrar con gendarmes y aduaneros haciendo su ronda matinal. Esta ropa buena que llevo les va a infundir sospechas, me van a pedir el pasaporte y mi pasaporte lleva escrito con todas sus letras un nombre destinado a la cárcel. Me voy a encontrar en la agradable precisión de cometer un asesinato. Si, como es su costumbre, los gendarmes van en pareja, no puedo esperar a que uno de ellos intente cogerme por el cuello antes de hacer fuego; y como me retenga, al caer, aunque sólo sea un instante, me veo en Spielberg». Fabricio, presa del horror, sobre todo por la necesidad de ser el primero en disparar, quizá contra un antiguo soldado de su tío, el conde Pietranera, corrió a esconderse en el tronco hueco de un enorme castaño. Estaba renovando el detonante de sus pistolas cuando oyó a un hombre que venía por el bosque cantando, y muy bien, una canción deliciosa de Mercadante, que estaba entonces de moda en Lombardía.
«¡Esto es de buen augurio!» —se dijo Fabricio—. Aquella canción, que se puso a escuchar con devoción, le borró el punto de cólera que empezaban a tener sus pensamientos. Miró atentamente a los dos lados de la carretera, pero no vio a nadie. «El cantor debe venir por alguno de los caminos laterales» —se dijo—. Casi en el mismo instante vio a un criado muy correctamente vestido a la inglesa, que montaba un caballo de acompañamiento, al paso, y llevaba de la rienda un hermoso caballo de raza, quizá un poco flaco.
«¡Ay!, si yo razonara como Mosca —se dijo Fabricio—, cuando me dice que los peligros que corre un hombre son la medida de sus derechos sobre el prójimo, le dispararía un tiro en la cabeza a ese criado y, una vez montado en el caballo flaco, me reiría de todos los gendarmes del mundo. En cuanto llegara a Parma, le enviaría una cantidad de dinero al hombre o a su viuda…, ¡pero eso sería un horror!».