Capítulo octavo

Así pues, a menos de un mes de su llegada a la corte, Fabricio tenía todos los disgustos de un cortesano y emponzoñada la amistad íntima que hacía dichosa su vida. Una noche, atormentado por estas ideas, salió de aquel salón de la duquesa, donde era demasiado aparente su aura de amante más favorecido. Errando al azar por la ciudad, pasó por delante del teatro; estaba iluminado; entró. Era una imprudencia gratuita en un hombre de su hábito y en la que se había propuesto firmemente no incurrir en Parma, al fin y al cabo una pequeña ciudad de cuarenta mil habitantes. Bien es verdad que, desde los primeros días de su estancia en la ciudad, se había liberado de su ropa oficial; y por las noches, cuando no tenía que ir de etiqueta, iba vestido de negro sin más, como si llevara luto.

Tomó un palco del tercer piso para no ser visto. Se representaba La posadera, de Goldoni. Fabricio se dedicó a contemplar la arquitectura de la sala, sin dirigir apenas la mirada al escenario, aunque el público, muy numeroso, prorrumpía constantemente en carcajadas; echó una ojeada a la actriz joven que hacía el papel de posadera y le pareció graciosa. La miró con más atención y la encontró extraordinariamente guapa y, sobre todo, llena de naturalidad: era una muchacha ingenua que se reía, ella la primera, con las cosas tan ingeniosas que había puesto Goldoni en su boca, y que decía, al parecer, con verdadero asombro. Preguntó cómo se llamaba y le dijeron que Marietta Valserra.

«¡Anda —pensó—, ha tomado mi apellido; qué casualidad!». A pesar de sus propósitos no abandonó la sala hasta que no hubo terminado la función. Al día siguiente volvió. A los tres días sabía la dirección de Marietta Valserra.

La noche de aquel mismo día en que consiguió, no sin esfuerzo, aquella dirección, observó que el conde le miraba con simpatía. El pobre amante celoso, a quien le costaba un trabajo ímprobo mantenerse en los límites de la prudencia, había puesto espías tras los pasos del joven, y aquella correría del teatro lo complacía. Imposible describir la alegría del conde, cuando, al día siguiente de aquel en que había podido tomar la decisión de ser amable con Fabricio, se enteró de que éste, medio disfrazado con una larga levita azul, había subido al cuarto piso de una casa vieja de detrás del teatro, donde Marietta Valserra vivía en un miserable apartamento. Pero esa alegría se multiplicó, además, cuando supo que Fabricio se había presentado con un nombre falso, y había tenido el honor de excitar los celos de un truhán llamado Giletti, que representaba papeles de tercer criado, en la ciudad, y en los pueblos hacía de acróbata de la cuerda floja. Este noble amante de Marietta se deshacía en insultos a Fabricio y decía que lo quería matar.

Las compañías de ópera están formadas por un impresario que contrata aquí y allí a los intérpretes que puede pagar, o que están libres en ese momento, y la compañía, reunida al azar, sólo permanece junta una temporada o, todo lo más, dos. No sucede lo mismo con las compañías de cómicos, que, teniendo que viajar de ciudad en ciudad, cambiando de residencia cada dos o tres meses, acaban formando algo así como una familia en la que todos los miembros se aman o se odian entre sí. Hay en estas compañías parejas estables que ni los guapos de las ciudades en que actúan consiguen separar fácilmente. Esto es lo que le sucedía a nuestro héroe: la pequeña Marietta lo quería bastante, pero tenía un miedo terrible a Giletti, que pretendía ser su único dueño y la vigilaba de cerca. Juraba éste a todo el que quería escucharle que mataría al monsignore, pues había seguido a Fabricio y se había enterado de su nombre. El tal Giletti era el hombre más feo del mundo y el menos idóneo para el amor; desmesuradamente alto, horriblemente delgado, con la cara muy picada de viruelas y un poco bizco. Por lo demás, era un hombre lleno de las gracias de su oficio; le gustaba irrumpir en los bastidores donde se reunían sus compañeros haciendo la rueda con pies y manos o cualquier otra pirueta graciosa. Triunfaba en los papeles en que el actor debe aparecer con la cara blanqueada con harina y recibir o propinar infinitos bastonazos. Tan digno rival de Fabricio cobraba treinta y dos francos al mes y se consideraba muy rico.

Cuando sus espías le confirmaron todos estos detalles, el conde Mosca se sintió como si hubiera resucitado. Recuperó su talante amable, y, en el salón de la duquesa, a todo el mundo le pareció mucho más contento y de mucho mejor trato que nunca. Él se guardó mucho de contar a su amiga aquella aventurilla que le devolvía la vida; incluso tomó sus precauciones para retrasar lo más posible que pudiera llegarle cualquier información sobre lo que estaba ocurriendo. Se armó asimismo de valor para acatar el consejo que en vano se daba a sí mismo desde hacía un mes, a saber: en cuanto palidece el mérito de un amante, debe éste emprender un viaje.

Un asunto importante lo llevó a Bolonia y, una vez allí, dos o tres veces al día, le llegaban correos del gabinete con papeles oficiales de sus despachos, y también noticias de los amores de la pequeña Marietta, de la cólera del terrible Giletti y de las andanzas de Fabricio.

En más de una ocasión, alguno de los agentes del conde encargó a Giletti la representación de Arlequín, esqueleto y tarta, uno de sus éxitos (sale de una tarta en el momento en que su rival se dispone a empezarla y la emprende a bastonazos con él); era un pretexto para hacerle llegar cien francos. Giletti, lleno de deudas, se guardó mucho de comentar tan inesperada ganancia, pero sorprendentemente se hinchó de orgullo.

La fantasía de Fabricio fue trocándose en materia de amor propio (¡a su edad, y las preocupaciones le habían reducido ya a consolarse con fantasías!). Lo que le llevaba a las funciones era la vanidad; la chica interpretaba con mucha alegría y él se divertía; al salir del teatro, durante una hora, estaba enamorado. Al conde lo trajo de nuevo a Parma la noticia de que Fabricio corría un peligro real. Giletti, que había sido dragón en el magnífico regimiento de dragones Napoleón, hablaba en serio de matar a Fabricio, y tomaba ya medidas para escapar acto seguido a la Romaña. Si el lector es muy joven, no dejará de escandalizarse por nuestra admiración ante este hermoso gesto del conde. Porque, efectivamente, para el conde, volver de Bolonia no fue un acto ligeramente heroico. ¡Eran tantas las mañanas, al fin y al cabo, en que tenía el semblante cansado, mientras en Fabricio lucían frescura y serenidad! ¿Quién iba a reprocharle la muerte de Fabricio, acaecida en su ausencia y por un motivo tan estúpido? Pero la suya era una de esas pocas almas que convierten en eterno remordimiento la omisión de un acto generoso. Por otra parte, no podía soportar la idea de ver a la duquesa triste, y, además, por su culpa.

A su llegada la encontró silenciosa y triste. Lo que había pasado era lo siguiente: Chekina, la doncellita, atormentada por los remordimientos y valorando, además, la gravedad de su falta por la enormidad de la suma que había recibido para cometerla, había caído enferma. Una noche, la duquesa, que la quería mucho, subió a su cuarto. La chica, ante aquel rasgo de bondad, no pudo resistir más: se echó a llorar y quiso devolver a su ama lo que le quedaba del dinero que había recibido; finalmente, se armó de valor y le confesó las preguntas que le había hecho el conde y las respuestas que ella le había dado. La duquesa se precipitó a la lámpara, la apagó y le dijo a la pequeña Chekina que la perdonaba, pero a condición de que no dijera nunca a nadie una sola palabra de aquella extraña escena.

—El pobre conde —añadió en tono ligero— teme el ridículo; eso les pasa a todos los hombres.

La duquesa se apresuró a bajar a sus habitaciones. En cuanto cerró la puerta de su cuarto, se deshizo en lágrimas. Había algo horrible en la idea de acostarse con Fabricio, a quien había visto nacer; y, sin embargo, ¿cómo cabía interpretar su conducta?

Aquella habla sido la causa inicial de la negra melancolía en que el conde la encontró hundida. Una vez en Parma, ella tuvo accesos de impaciencia con él y casi llegó a tenerlos también con Fabricio; hubiera preferido no volver a verlos, a ninguno de los dos. Estaba despechada con el ridículo papel, que, a sus ojos, hacía Fabricio con la pequeña Marietta —el conde se lo había contado todo, incapaz, como buen enamorado, de guardar un secreto—. No podía acostumbrarse al desdichado pensamiento de que su héroe tuviera un defecto. Finalmente, en un momento de mayor confianza, pidió consejo al conde; fue éste un momento delicioso para él, una hermosa recompensa por el impulso de honradez que lo había hecho volver a Parma.

—¡Nada más simple! —dijo el conde riéndose—; los jóvenes quieren poseer a todas las mujeres, después, al día siguiente, no vuelven a pensar en ellas. ¿No tiene que ir a Belgirate, a ver a la marquesa del Dongo? Pues bien, que se vaya. Durante su ausencia les pediré a los cómicos que se lleven su talento a otra parte, les pagaré los gastos del traslado. Pero enseguida lo volveremos a ver otra vez enamorado de la primera mujer guapa que el azar le ponga en el camino. Eso está en el orden de las cosas, y no me gustaría que él fuera distinto… Si hiciera falta, haga que le escriba la marquesa.

Esta idea, expuesta en un tono de absoluta indiferencia, fue como un rayo de luz para la duquesa; tenía miedo de Giletti. Aquella misma noche, el conde comentó, de un modo casual, que había un correo que tenía que ir a Viena y que pasaría por Milán. Tres días después, Fabricio recibía carta de su madre. Se marchó muy fastidiado, pues por culpa de los celos de Giletti no había podido todavía aprovechar la excelente disposición que la pequeña Marietta tenía con respecto a él, como le aseguraba a través de una mammacia, una vieja que hacía las veces de madre para ella.

Fabricio se reunió con su madre y una de sus hermanas en Belgirate, un pueblo grande del Piamonte, en la orilla derecha del lago Mayor; la orilla izquierda pertenece al Milanesado y, por tanto, a Austria. Este lago, paralelo al de Como y que también se extiende de norte a sur, se encuentra a unas veinte leguas de aquél en dirección a poniente. El aire de las montañas y el aspecto majestuoso y tranquilo de aquel lago soberbio, que le recordaba tanto al de su infancia, contribuyeron a trocar en suave melancolía su disgusto, rayano en la cólera. Ahora, el recuerdo de la duquesa le inspiraba una infinita ternura; con la distancia, le parecía que experimentaba hacia ella el amor que no había sentido nunca por ninguna mujer; le parecía que nada podía ser peor para él que una separación definitiva. Con esta disposición de ánimo de Fabricio, si la duquesa hubiera recurrido a la menor coquetería, la de oponerle un rival por ejemplo, hubiera conquistado su corazón. Pero la duquesa, muy lejos de adoptar una actitud tan definida, aun con el pensamiento constantemente puesto en el joven viajero, se hacía los más vivos reproches; se imputaba lo que seguía llamando una fantasía, como si tal cosa hubiera sido un horror. Multiplicó sus atenciones para el conde, se adelantaba a sus deseos, y éste, seducido con tantos agasajos, hacía oídos sordos al saludable consejo de hacer un segundo viaje a Bolonia.

La marquesa del Dongo, muy ocupada con los preparativos de boda de su hija mayor a la que casaba con un duque milanés, no pudo dedicar más que tres días a su muy querido hijo, a quien encontró más cariñoso que nunca. En aquel estado de melancolía que iba apoderándose del alma de Fabricio, se le ocurrió una extraña idea, ridícula incluso, que repentinamente decidió llevar a cabo. En fin, digámoslo: quería consultar al abate Blanes. Aquel excelente anciano era perfectamente incapaz de entender las penas de un corazón al que agitaban pasiones pueriles con una fuerza casi pareja; además, hubieran hecho falta ocho días sólo para hacerle entrever los intereses que Fabricio debía atender en Parma. Pero la sola idea de consultarle —¿querrá creerlo el lector?— le hacía sentir a Fabricio la frescura de las sensaciones de sus dieciséis años. Fabricio quería visitarlo, no sólo por su condición de hombre prudente, también en tanto que amigo incondicional. La finalidad de esta escapada y los sentimientos que inquietaron a nuestro héroe durante las cincuenta horas que duró son tan absurdos que, sin duda, hubiera sido mejor suprimirlos en interés del relato. Temo que la credulidad de Fabricio pueda mermar la simpatía del lector; pero, en fin, él era así, ¿por qué iba yo a favorecerlo frente a los otros? Tampoco he mejorado al conde Mosca ni al príncipe.

Así pues, ya que hay que contarlo todo, Fabricio acompañó a su madre hasta el puerto de Laveno, en la orilla izquierda del lago Mayor, orilla austriaca, donde desembarcó a eso de las ocho de la tarde. (El lago estaba considerado como espacio neutral, y no se pedía pasaporte a quien no descendiera a tierra). Pero en cuanto se hizo de noche, mandó que lo desembarcaran en aquella misma orilla austriaca, en un bosquecillo que se adentra en las aguas. Había alquilado una sediola, una especie de tílburi de campo, ligero, con el que pudo seguir, a unos quinientos pasos de distancia, al coche de su madre. Iba disfrazado de criado de la casa del Dongo, y a ninguno de los muchos policías o aduaneros se le ocurrió pedirle el pasaporte. A un cuarto de legua de Como, donde la marquesa y su hija debían detenerse para pasar la noche, tomó un sendero que salía a la izquierda, y que, tras rodear el pueblo de Vico, empalma con un caminito abierto recientemente en la misma orilla del lago. Era medianoche, y no era probable que topara con ningún gendarme. Los árboles de los bosquecillos, que el sendero cruzaba constantemente, perfilaban el negro contorno de su follaje contra un cielo estrellado, aunque ligeramente velado por una leve bruma. El agua y el cielo tenían una calma profunda; el alma de Fabricio no pudo resistirse ante aquella sublime belleza. Se detuvo y se sentó en una roca que avanzaba en el lago como un pequeño promontorio. Reinaba un silencio universal apenas roto, a intervalos regulares, por las pequeñas olas del lago que venían a morir en la orilla. Fabricio tenía un corazón italiano, ruego que se le disculpe por ello; este defecto, que le hará perder simpatías, consistía sobre todo en lo siguiente: no tenía vanidad, salvo en algunos arrebatos; la simple visión de la belleza sublime lo enternecía y suavizaba las asperezas y el lado duro de sus penas. Sentado en aquella roca aislada, descuidado ya de protegerse de los agentes de la policía, amparado por la noche profunda y el vasto silencio, unas lágrimas dulcísimas inundaron sus ojos y, sin el menor esfuerzo, vivió unos momentos de felicidad como hacía mucho tiempo que no había sentido.

Tomó la resolución de no mentir jamás a la duquesa, y porque en aquel momento la amaba hasta la adoración, se juró a sí mismo que jamás le diría que la amaba; jamás pronunciaría en su presencia la palabra «amor», pues la pasión así denominada era ajena a su corazón. Una vez resueltamente tomada esta decisión valiente, se sintió liberado de un peso enorme. «Quizá me diga algo sobre Marietta, ¡bueno, pues no volveré a ver jamás a la pequeña Marietta!» —se dijo a sí mismo alegremente.

El calor asfixiante que había hecho durante todo el día empezaba a mitigarse con la brisa de la mañana. El alba empezaba a dibujar los picos de los Alpes que se alzan al norte y al este del lago de Como con un tenue brillo blanco. Sus masas, blanqueadas por la nieve, hasta en el mes de junio, se destacan en el azul claro de un cielo siempre puro en aquellas inmensas alturas. Una estribación de los Alpes que avanza hacia el sur, hacia la Italia feliz, separa las vertientes del lago de Como de las del lago de Garda. Fabricio seguía con la mirada las ramificaciones de aquellas montañas sublimes; al clarear del alba se iban marcando los valles que las separan y diluyéndose las leves brumas que ascendían desde el fondo de las gargantas.

A los pocos instantes, Fabricio se había vuelto a poner en marcha; franqueó la colina que forma la península de Durini, y, finalmente, apareció ante sus ojos el campanario del pueblo de Grianta, desde donde tan a menudo había observado las estrellas con el abate Blanes. «¡Qué ignorante era yo entonces! Ni siquiera podía entender el ridículo latín de los tratados de astrología que hojeaba mi maestro; yo creo que si los respetaba tanto era porque, sin entender más que algunas palabras aquí y allá, mi imaginación se encargaba de darles un sentido lo más novelesco posible».

Poco a poco el curso de sus pensamientos tomó otro rumbo. ¿Habría algo real en aquella ciencia? ¿Por qué iba a ser distinta de las otras? «Unos cuantos idiotas y otros cuantos avispados convienen entre sí que saben mexicano, por ejemplo, y, desde tal cualificación, se imponen a la sociedad, que los respeta, y a los gobiernos, que les pagan. Se les colma de honores precisamente por carecer de inteligencia, y porque el poder no tiene que temer de ellos que solivianten al pueblo y lo conmuevan apelando a sus sentimientos generosos. Como el padre Bari, a quien Ernesto IV acaba de conceder una pensión de cuatro mil francos y la cruz de su orden por haber reconstruido diecinueve versos de un ditirambo griego.

»Pero ¡Dios mío! ¿Tengo yo derecho a considerar ridículas estas cosas? ¿Puedo yo quejarme? —se dijo súbitamente, deteniéndose—, ¿no acaban de darle esta misma cruz a mi mentor de Nápoles?». Le asaltó un sentimiento de hondo malestar, el hermoso entusiasmo virtuoso que, muy poco antes, había latido en su corazón se transformaba en el envilecido gusto de participar, y no en escasa medida, en el botín. «¡Bueno! —siguió diciéndose, con la mirada apagada de quien está descontento de sí mismo—, ya que de familia me viene el derecho de aprovechar tales abusos, sería una insigne estupidez no servirme de él, pero debo tener buen cuidado de no criticarlo en público». No dejaban de ser acertados tales razonamientos, pero Fabricio había caído ya de las alturas de la felicidad sublime en se había encontrado una hora antes. La conciencia del privilegio había secado esa planta tan delicada que se conoce con el nombre de «dicha».

«Si no hay que creer en la astrología —continuó tratando ahora de distraer su pensamiento—, si esta ciencia, como las tres cuartas partes de las ciencias no matemáticas, no es sino una concurrencia de tontos entusiastas y de hipócritas avisados y pagados por aquellos a quienes sirven, ¿por qué me vendrá tantas veces al pensamiento con tanta emoción la circunstancia fatal de que saliera de la cárcel de B*** con el uniforme y la documentación de un soldado encarcelado justamente?».

El razonamiento de Fabricio no pudo ir más allá. Le daba cien vueltas al asunto sin poder pasar adelante. Aún era muy joven; cuando no tenía otra cosa que hacer, su alma se deleitaba en saborear las sensaciones producidas por circunstancias novelescas que su imaginación siempre estaba dispuesta a proporcionarle. Estaba muy lejos de emplear el tiempo en considerar pacientemente las particularidades reales de las cosas, para llegar ordenadamente hasta sus causas. La realidad le parecía aún anodina y fangosa. Nosotros podemos entender que a alguien no le guste considerar la realidad, pero, en tal caso, no debe razonar sobre ella y, sobre todo, no debe plantearle objeciones, tomando como punto de partida los distintos aspectos de su ignorancia de esa misma realidad.

Y, así, sin carecer de inteligencia para ello, Fabricio no era capaz de entender que aquella medio creencia suya en los presagios era una religión, una impresión profunda recibida al principio de su vida. Pensar en tal creencia era sentir y era, también, una felicidad. Pero se obstinaba en indagar de qué modo podía ser una ciencia probada, real, como la geometría, por ejemplo. Buscaba y rebuscaba en su memoria todos aquellos casos en que los presagios, observados como tales por él, no habían sido seguidos por el acontecimiento feliz o desgraciado que parecían anunciar. Pero aunque creía estar siguiendo un razonamiento y avanzar hacia la verdad, su atención se detenía complacida en el recuerdo de los casos en que al presagio le había sucedido el accidente venturoso o desventurado que parecía anunciar, y con ello su alma se llenaba de respeto y de ternura. Y le habría inspirado una invencible repugnancia quien hubiera negado tales presagios y más aún si hubiera empleado la ironía.

Iba Fabricio sin prestar atención a las distancias, enfrascado en el momento irresoluble de su línea de pensamiento, cuando, al levantar la cabeza, vio el muro del jardín de su padre. Aquel muro, coronado por una hermosa terraza, se alzaba casi trece metros por encima del camino, a su derecha. Una hilada de sillares en la parte superior, cerca de la balaustrada, le daba un aire monumental. «No está mal, se dijo con frialdad Fabricio, buena arquitectura, casi de gusto romano»; se valla de sus recientes conocimientos arqueológicos. Luego volvió la cabeza con asco; se le vinieron a la mente el carácter severo dé su padre y, sobre todo, la denuncia de su hermano Ascanio a la vuelta de su viaje a Francia.

«En esa denuncia desnaturalizada está el origen de mi vida actual; puedo odiarla, puedo despreciarla, pero a fin de cuentas ha cambiado mi destino. ¿Qué hubiera sido de mí, desterrado en Novara, apenas tolerado en casa del encargado de mi padre, si mi tía no se acostara con un ministro poderoso? ¿Qué hubiera sido de mí, si esta tía mía hubiera tenido un alma seca y vulgar en vez de esa alma tierna y apasionada que me ama con una especie de entusiasmo que me asombra? ¿Dónde estaría yo ahora, si la duquesa hubiera tenido el alma de su hermano el marqués del Dongo?».

Turbado con tales recuerdos crueles, Fabricio avanzaba sin fijarse por dónde iba; llegó al borde del foso, precisamente en el lugar en que se alzaba la magnífica fachada del castillo. Apenas dirigió una mirada al gran edificio ennegrecido por los años. El noble lenguaje de aquella arquitectura no le dijo nada. El recuerdo de su hermano y de su padre vedaba a su alma cualquier sensación de belleza; a lo único que atendía era a cuidarse de la presencia de enemigos hipócritas y peligrosos. Por un instante miró, con asco manifiesto, la ventanita del cuarto del tercer piso donde vivió antes de 1815. El carácter de su padre había borrado el menor encanto de los recuerdos de su primera infancia. «No he vuelto a entrar allí —pensó— desde el 7 de marzo a las ocho de la tarde. Salí para ir a buscar el pasaporte de Vasi y, al día siguiente, el miedo a los espías me hizo precipitar la partida. Cuando volví, después del viaje a Francia, ni siquiera tuve tiempo de subir a ver mis grabados, y todo gracias a la denuncia de mi hermano».

Fabricio volvió la cabeza con horror. «El abate Blanes tiene más de ochenta y tres años y, por lo que me ha contado mi hermana, hace ya más de veinticuatro que apenas viene por el castillo —se dijo con tristeza—, los males de la vejez han hecho su labor. Los años han helado un corazón tan firme como el suyo. ¡Sabe Dios el tiempo que hará que no va a su campanario! Me esconderé en la bodega bajo las cubas o bajo el trujal hasta que se levante, no iré a turbar el sueño del buen viejo. Probablemente habrá olvidado ya mi cara. A esa edad, seis años no pasan en balde. ¡No encontraré más que la tumba de un amigo! ¡Verdaderamente ha sido una chiquillada —añadió— haber venido a comprobar el asco que me da el castillo de mi padre!».

En aquel momento Fabricio entraba en la plazuela de la iglesia; con sorpresa rayana en el delirio vio que, en el segundo piso del antiguo campanario, la ventana estrecha y alargada estaba iluminada por la linternilla del abate Blanes. El abate tenía la costumbre de ponerla allí, cuando subía a la jaula de tablas que constituía su observatorio, con el objeto de que el reflejo no le impidiera leer en su planisferio. Tenía extendido este mapa del cielo en un macetón de arcilla que en otro tiempo había contenido un naranjo del castillo. En el agujero del fondo ardía la lamparilla más pequeña que quepa imaginar, un tubito de hojalata sacaba el humo de la maceta, y la sombra del tubo indicaba el norte en el mapa. Todos estos recuerdos de cosas tan sencillas embargaron de emoción el alma de Fabricio y la llenaron de felicidad.

Casi sin darse cuenta, sirviéndose de ambas manos, hizo el breve y sordo silbido que servía antaño de señal para ser admitido. Inmediatamente oyó tirar repetidamente de la cuerda que abría el picaporte de la puerta del campanario desde lo alto del observatorio. Se precipitó escaleras arriba, emocionado a más no poder. Encontró al abate en su sillón de madera en el sitio de siempre. Tenía el ojo pegado a la pequeña lente de un cuarto de círculo. Con la mano izquierda le hizo una señal de que no le interrumpiera en su observación; un instante después escribió una cifra en un naipe, luego, volviéndose en su sillón, abrió los brazos a nuestro héroe que se lanzó a ellos deshecho en lágrimas. El abate Blanes era $u verdadero padre.

—Te esperaba —dijo Blanes tras las primeras efusiones y palabras de cariño. ¿Oficiaba el abate de sabio; o bien, dado que pensaba tan a menudo en Fabricio, algún signo astrológico le había anunciado su llegada por puro azar?—. Esto es la muerte, que me llega.

—¿Cómo dice? —pregunto Fabricio conmovido.

—Sí —continuó el abate en un tono serio—, pero nada de tristezas. A los cinco meses y medio, o seis, de haberte visto, una vez que mi vida haya tenido su complemento de felicidad, se apagará

Come face al mancar dell’alimento

(como la lamparilla que se va a quedar sin aceite). Antes del momento supremo, pasaré probablemente uno o dos meses sin habla; después de lo cual, seré recibido en el seno del Padre, siempre que a Él le parezca que he cumplido con mi deber en el puesto en que me había colocado de centinela.

Pero tú estás demasiado cansado, y tanta emoción te está produciendo sueño. Cuando supe tu llegada, guardé un pan y una botella de aguardiente en la caja grande de los instrumentos. Toma fuerza con ellos y trata de resistir aún unos momentos para escucharme. Aún puedo decirte algunas cosas antes de que la noche sea del todo reemplazada por el día. Ahora veo tales cosas mucho más claramente de lo que acaso pueda verlas mañana. Porque, hijo mío, no dejamos de ser débiles, y conviene no olvidar nunca esta debilidad nuestra. Probablemente mañana, el anciano, el ser terrenal tendrá que ocuparse de los preparativos de mi muerte, y mañana por la noche, a las nueve, tienes que partir.

Fabricio le obedeció sin decir nada como era su costumbre.

—¿Así que es cierto —continuó el anciano— que cuando intentaste ver Waterloo, lo primero que encontraste fue una cárcel?

—Sí, padre —contestó Fabricio asombrado.

—Bueno, aquella fue una rara fortuna, pues, avisada ahora por mi voz, tu alma puede prepararse para una cárcel mucho más dura, mucho más terrible. Lo más probable es que no puedas salir de ella más que merced a un crimen, aunque, gracias a Dios, no serás tú quien cometa ese crimen. No incurras jamás en ese crimen por muy violentamente que a él seas tentado. Creo ver que habrá que matar a un inocente, que, sin saberlo, usurpa tus derechos. Si resistes a la fortísima tentación que parecerá justificar tal crimen por las leyes del honor, tu vida será muy dichosa a los ojos de los hombres…, y razonablemente dichosa a los ojos del hombre sabio —añadió tras un instante de reflexión—. Tú morirás como yo, hijo mío, sentado en una silla de madera, alejado y desengañado de cualquier clase de lujos y, como yo, sin tener nada importante que reprocharte.

Ahora, ya no hay que hablar más de las cosas del futuro; no podría añadir nada de importancia. En vano he intentado ver cuál será la duración de ese encarcelamiento, ¿seis meses, un año, diez? No he podido descubrir nada; seguramente he cometido alguna falta y el cielo ha querido castigarme con la pena de este no saber. Lo único que he visto es que después de la cárcel, pero no sé si en el momento mismo de salir de ella, habrá eso que he llamado un crimen, aunque afortunadamente creo estar seguro de que no serás tú quien lo cometa. Si tienes la debilidad de participar en él, todos mis demás cálculos no son sino una larga equivocación. En tal caso, no morirás con el alma en paz, en una silla de madera y vestido de blanco. Una vez dichas estas palabras, hizo el abate ademán de levantarse; entonces se dio cuenta Fabricio de los estragos que el tiempo había obrado en él. Empleó casi un minuto en levantarse y volverse hacia Fabricio. Éste le dejó hacer, inmóvil y en silencio. El abate lo abrazó muchas veces y lo estrechó con muchísima ternura. Luego con su buen humor de antaño prosiguió:

—Trata de arreglártelas para dormir lo más cómodo que puedas entre los instrumentos; usa mis pellizas; encontrarás varias, y muy caras, que me envió la duquesa Sanseverina hace cuatro años. Me pidió una predicción sobre ti, que yo me guardé mucho de enviarle, aunque me quedé con sus pellizas y su magnífico cuarto de círculo. Cualquier aviso sobre el futuro constituye una infracción a la regla y tiene el peligro de que se quiera cambiar el acontecimiento, en cuyo caso toda la ciencia cae por tierra como un castillo de naipes; por otra parte, era bastante duro lo que tenía que decirle a esa duquesa tan guapa. A propósito, no te asustes demasiado cuando estés dormido y suenen las campanas, harán un estruendo tremendo en tus mismos oídos cuando llamen a misa de siete; luego, un poco más tarde, en el piso de abajo, tañerán la campana mayor que hace retemblar todos mis instrumentos. Hoy es San Giovita, mártir y soldado. ¿Sabes?, el pueblecito de Grianta tiene el mismo patrón que la gran ciudad de Brescia, lo que, dicho sea entre paréntesis, hizo cometer un error de lo más divertido a mi ilustre maestro Jacques Marini de Rávena. Muchas veces me anunció que haría una gran carrera eclesiástica, pensaba que sería párroco de la magnífica iglesia de San Giovita, en Brescia, ¡y he sido el párroco de un pueblecito de setecientos cincuenta vecinos! Pero ha sido para bien. No hará ni diez años, vi que si hubiera sido cura en Brescia, mi destino hubiera sido estar preso en una colina de Moravia, en Spielberg. Mañana te traeré toda clase de exquisiteces que robaré de la comida que doy a todos los curas de los alrededores que vienen a concelebrar la misa mayor. Lo dejaré abajo, pero no se te ocurra intentar verme, ni bajes a por todas esas cosas buenas hasta que no me hayas oído salir. No puedes verme mientras sea de día, y el sol se pone mañana a las siete y veintisiete minutos; yo vendré a darte un abrazo a eso de las ocho, te tienes que ir mientras el tiempo se cuente con el nueve, es decir, antes de que el reloj dé las diez. Ten cuidado de no dejarte ver en las ventanas del campanario; los gendarmes tienen tu descripción y, en cierto modo, están a las órdenes de tu hermano que es un tirano notorio. El marqués del Dongo se debilita —añadió Blanes con tristeza—, si pudiera verte, probablemente te pondría algo en la mano. Pero ese tipo de favores, que no dejan de parecer fraudulentos, no convienen en absoluto a un hombre como tú, cuya fuerza estribará algún día en su conciencia. El marqués aborrece a su hijo Ascanio, y a ese hijo le dejará un día los cinco o seis millones que tiene. Es de justicia. Tú, a su muerte, recibirás una pensión de cuatro mil francos y cincuenta varas de paño negro para el luto de tus criados.