Para dar cuenta de la historia de los cuatro años siguientes habría que recurrir a relatar pequeños detalles tan insignificantes como el que acabamos de contar. En primavera, la marquesa y sus hijas visitaban durante dos meses a la duquesa en el palacio Sanseverina o en la finca de Sacca, a orillas del Po. Pasaban muy buenos ratos juntas y solían hablar de Fabricio, a quien el conde no permitió nunca que visitara Parma. La duquesa y el conde tuvieron que solucionar algunas ligerezas suyas, pero en general Fabricio seguía sensatamente la línea de conducta que se le había trazado, la de un gran señor que estudia teología y que de ningún modo basa en la virtud el progreso en su carrera. En Nápoles, se había apasionado por el estudio de la antigüedad; hacía excavaciones. Aquella nueva afición había sustituido prácticamente a la de los caballos. Hasta el punto de que había vendido sus pura sangre ingleses para poder continuar sus excavaciones en Misena, donde había encontrado un busto de Tiberio joven, que enseguida había sido considerado como uno de los restos más hermosos de la antigüedad. El descubrimiento de aquel busto fue, seguramente, el placer más intenso que pudo experimentar en Nápoles. Tenía un espíritu lo suficientemente elevado como para no imitar a otros jóvenes, o como para que no se le ocurriera, por ejemplo, representar el papel del enamorado en serio. Ciertamente no le faltaron amantes, pero ninguna dejó en él la menor secuela, y, pese a su edad, podía decirse que no conocía el amor, lo que hacía que suscitara más amores todavía. Nada le impedía actuar con la mayor distancia, pues, para él, una mujer joven y guapa era siempre igual a otra mujer joven y guapa; la única diferencia estribaba en el orden, siempre era la última la que le parecía la más interesante. Durante el último año de su estancia en Nápoles, una de las señoras más admiradas del reino había hecho locuras por él; pero lo que al principio le había parecido divertido acabó resultándole tan enojoso que uno de los motivos de alegría de su partida fue librarse de las atenciones de la duquesa de A***. En 1821, tras pasar medianamente todos sus exámenes, lo que le valió a su director de estudios o mentor un regalo y una cruz, fue a conocer la ciudad de Parma, en la que había pensado con frecuencia. Ya era Monsignore, y tenía cuatro caballos en su coche; en la última posta antes de llegar a Parma sólo enganchó dos, y ya en la ciudad mandó al cochero que parara en la iglesia de San Juan. Se encontraba allí la rica tumba del arzobispo Ascanio del Dongo, su tío bisabuelo, autor de la Genealogía latina. Rezó ante ella y, luego, se dirigió a pie al palacio de la duquesa, que no le esperaba sino algunos días más tarde. Tenía mucha gente en el salón, pero enseguida los dejaron a solas.
—¡Bueno! ¿Estás contenta de mí? —le dijo abrazándola—. Gracias a ti he pasado cuatro años bastante felices en Nápoles, en vez de aburrirme en Novara con mi amante autorizada por la policía.
La duquesa no salía de su asombro; si lo hubiera visto por la calle, no lo hubiera reconocido. Le pareció lo que era realmente, uno de los hombres más guapos de Italia. Tenía, sobre todo, una cara encantadora. Ella lo había mandado a Nápoles con el aspecto de un atrevido caballista, con la fusta siempre en la mano como si formara parte de él. Ahora guardaba ante los extraños la apostura más noble y mesurada que cupiera imaginar, sin haber perdido en el trato íntimo, como descubría, ni un ápice del ardor de su primera juventud. Era un diamante que no había perdido nada al pulirlo. El conde Mosca llegó apenas una hora después que Fabricio. Se había adelantado un poco aquel día. El joven que encontró le habló con tanta discreción de la cruz de Parma concedida a su mentor y expresó con tan perfecta mesura su vivo agradecimiento por otros favores de los que no se atrevía a hablar tan abiertamente, que, desde aquella primera impresión, el conde lo juzgó favorablemente.
—Este sobrino suyo —le dijo en voz baja a la duquesa— está destinado a dar brillantez a todas las dignidades a que quiera usted elevarlo.
Hasta allí todo transcurría a las mil maravillas; pero cuando el ministro, que estaba tan contento con Fabricio que hasta entonces sólo había estado atento a sus hechos y gestos, miró a la duquesa, advirtió en ella una mirada especial. «Este joven le produce una extraña impresión», se dijo. La reflexión estaba teñida de amargura. El conde había llegado a los cincuenta; es ésta una palabra muy cruel, una palabra cuyo verdadero significado quizá sólo pueda ser percibido por un hombre perdidamente enamorado. Dejando aparte sus severidades como ministro, era un hombre muy bueno, muy digno de ser amado. Pero, en su opinión, aquella palabra cruel, cincuenta, teñía de negro toda su vida y hubiera sido capaz por sí misma de hacerlo a él también cruel. En los cinco años que hacía desde que había convencido a la duquesa para que fuera a vivir a Parma, ella le había hecho tener celos con cierta frecuencia, sobre todo al principio, pero nunca había sido con motivos fundados. Pensaba incluso, y estaba en lo cierto, que, si la duquesa había recurrido a dar apariencias de distinguir con su favor a algunos jóvenes guapos de la corte, había sido con el propósito de asegurarse su amor. Estaba seguro, por ejemplo, de que ella había rechazado los agasajos del príncipe, quien, incluso en esta ocasión, había dicho una frase reveladora.
—Y si aceptara las proposiciones de Vuestra Alteza —le decía riendo la duquesa—, ¿con qué cara me iba yo a atrever a presentarme ante el conde?
—A mí me desconcertaría tanto como a usted, ¡el querido conde!, ¡mi amigo! Aunque ése sería un inconveniente sumamente fácil de evitar; lo tengo ya pensado: el conde sería encerrado en la ciudadela para el resto de sus días.
Cuando llegó Fabricio la duquesa experimentó una felicidad tan intensa, que no se le ocurrió pensar en las ideas que su mirada podía inspirarle al conde. El efecto fue hondo y las sospechas, irremediables.
Fabricio fue recibido por el príncipe a las dos horas de su llegada. La duquesa, que había previsto el buen efecto que causaría ante el público una audiencia improvisada como aquella, la había solicitado con dos meses de antelación. Este gesto de privanza ponía a Fabricio en una situación de ventaja desde un primer momento. Había aducido como pretexto que Fabricio sólo estaba de paso en Parma, camino de Piamonte para ver a su madre. Cuando le dieron al príncipe un billetito encantador de la duquesa comunicándole que Fabricio esperaba sus órdenes, Su Alteza se aburría. «Éste será un santurrón —se dijo—, un pazguato de cara meliflua o hipócrita». El comandante de la plaza había informado ya de la primera visita a la tumba del tío arzobispo. Ante el príncipe se presentó un joven alto, a quien, de no llevar medias moradas, hubiera tomado por un oficial del ejército.
Aquella sorpresa le quitó el aburrimiento de golpe. «¡Menudo buen mozo! —se dijo—; vaya usted a saber los favores que me piden para éste; todos los que pueda concederle. Ya está aquí; debe de estar nervioso: voy a hacerme un poco el jacobino; a ver cómo reacciona».
Tras unas primeras palabras amables, el príncipe le preguntó a Fabricio:
—Y, dígame, Monsignore, ¿es feliz el pueblo napolitano? ¿Ama a su rey?
—Alteza Serenísima —respondió Fabricio, sin titubear un instante—, cuando pasaba por las calles, me admiraba el excelente porte de los soldados de los distintos regimientos de Su Majestad el rey, la buena sociedad es respetuosa con sus señores como cabe esperar, pero he de confesarle que nunca en mi vida he consentido que la gente de las clases inferiores me hable de nada aparte del trabajo para el que le pago.
«¡Demontre —se dijo el príncipe—; menudo azor! ¡Éste sí que es un pájaro bien amaestrado, ésta es la cabeza de La Sanseverina!». Y, picado con aquel juego, el príncipe empleó buena parte de su habilidad en hacer hablar a Fabricio sobre un asunto tan retorcido. El joven, crecido en el peligro, tuvo la suerte de encontrar unas respuestas admirables:
—La manifestación de amor al rey es casi una insolencia —decía—, lo que verdaderamente se le debe es una obediencia ciega.
Tanta prudencia casi irritó al príncipe. «Al parecer, lo que nos llega de Nápoles es un hombre de talento, y no me gusta nada esta ralea; a un hombre inteligente, por mucho que se atenga a los mejores principios e, incluso, aunque se los crea, siempre le saldrá por alguna parte el parentesco con Voltaire y con Rousseau».
El príncipe se sentía retado, de algún modo, por unas maneras tan correctas y unas respuestas tan inatacables de joven recién salido del colegio; aquello no era lo que se había imaginado. De súbito, cambió a un tono afable, y, volviendo mediante unas pocas frases a los grandes principios de las sociedades y del gobierno, recitó, adaptándolas a la conversación, algunas sentencias de Fénelon, que había tenido que aprender de memoria cuando era niño para emplearlas en las audiencias públicas.
—Estos principios le extrañarán, joven —le dijo a Fabricio (al principio de la audiencia le había llamado monsignore y monsignore pensaba volverle a llamar cuando lo despidiera, pero en el curso de la conversación, le pareció más acertado, más adecuado a las matizaciones de lo emocional, llamarlo con un apelativo amistoso)—, estos principios le extrañarán, joven; confieso que no se parecen nada a los rollos absolutistas (tal fue la expresión) que pueden leerse todos los días en mi periódico oficial… Pero ¡Santo Dios! ¿Qué sentido puede tener que haga yo tales citas? Usted no conoce a esos escritores del periódico.
—Pido perdón a Vuestra Alteza Serenísima; pero no sólo leo el periódico de Parma, que me parece bastante bien escrito, sino que coincido absolutamente con él en la consideración de que todo lo que se ha hecho desde 1714, desde la muerte de Luis XIV, es a un tiempo un crimen y una tontería. El mayor interés del hombre está en su salvación; no hay, en ello, discusión posible, porque se trata de una felicidad para toda la eternidad. Las expresiones de libertad, justicia, felicidad de la mayoría son infames y criminales. Confieren a las mentes el hábito de la discusión y de la desconfianza. Una cámara de diputados desconfía de lo que ellos llaman el ministerio. Una vez contraído este hábito fatal de la desconfianza, la debilidad humana lo aplica a todo. El hombre llega a desconfiar de la Biblia, de los mandatos de la Iglesia, de la tradición, etcétera, etcétera; a partir de ese momento, el hombre está perdido. Porque, aun cuando —y sólo decirlo es ya una falsedad y un crimen— esa desconfianza Respecto de la autoridad de los príncipes instituidos por Dios diera la felicidad durante los veinte o treinta años de vida que a cada uno de nosotros nos cabe esperar, ¿qué es medio siglo o, incluso, un siglo entero comparado con toda una eternidad de suplicios?, etcétera.
Por la manera de hablar de Fabricio se veía que trataba de ordenar sus ideas para presentarlas a su interlocutor de la forma más inteligible que podía. Estaba muy claro que no recitaba una lección.
El príncipe se cansó enseguida de lidiar con aquel joven; sus maneras sencillas y graves le molestaban.
—Adiós, monsignore, le dijo bruscamente; ya veo que en el seminario de Nápoles dan una excelente educación, y es evidente que, cuando los buenos preceptos caen en una mente tan distinguida, los resultados son brillantes. Adiós.
Y le dio la espalda.
«No le he gustado nada a este animal», se dijo Fabricio.
«Ahora queda por ver —pensó el príncipe cuando se quedó solo— si este chico tan guapo es capaz de apasionarse por algo; en cuyo caso sería un completo… ¿Cómo podrá recitar con tanto talento las lecciones de su tía? Me ha parecido estar oyéndola a ella. Si hubiera una revolución aquí, sería ella quien redactara el Monitore, como hizo la San Felice en Nápoles. Y a la San Felice, a pesar de sus veinticinco años y de su belleza, la ahorcaron un poquito[24]; ¡mucho ojo, mujeres inteligentes!».
Se equivocaba el príncipe haciendo a Fabricio discípulo de su tía. Las personas inteligentes que nacen en el trono, o junto a él, pierden enseguida la finura de percepción. Proscriben en su derredor la libertad de conversación, que les parece una ordinariez; no quieren ver más que máscaras y pretenden juzgar la belleza de la piel. Lo más curioso es que están convencidos de que tienen una perspicacia muy aguda. En este caso, por ejemplo, Fabricio creía prácticamente todo lo que acabamos de oírle decir; aunque también es verdad que no se le ocurría pensar dos veces al mes en tan grandes principios. Tenía gustos vivos, era inteligente, pero también tenía fe.
El gusto por la libertad, la moda y el culto de Infelicidad de la mayoría, chifladuras del siglo diecinueve, no eran en su opinión más que una herejía destinada a pasar como las demás, aunque no sin haber matado antes a muchas almas, del mismo modo que la peste mata muchos cuerpos cuando reina en una comarca. Y, aun pensando así, Fabricio leía con muchísimo gusto los periódicos franceses y hasta llegaba a cometer imprudencias para conseguírselos.
Cuando Fabricio llegó, descompuesto, de su audiencia en palacio y le contó a su tía los distintos ataques del príncipe, ésta le dijo:
—Tienes que ir inmediatamente a ver al padre Landriani, nuestro excelente arzobispo; ve a pie, sube discretamente las escaleras, no hagas el menor ruido en la antesala, y si te hace esperar, tanto mejor, ¡muchísimo mejor! En suma, ¡sé apostólico!
—Ya entiendo —dijo Fabricio—, es un Tartufo.
—Nada de eso, es la virtud personificada.
—¿Virtuoso dices? ¿Aun después de su comportamiento —insistió Fabricio sorprendido— con ocasión del suplicio del conde Palanza?
—Sí, amigo mío, incluso a pesar de su comportamiento. El padre de nuestro arzobispo era un empleado del ministerio de Hacienda, un pequeño burgués, y eso lo explica todo. Monseñor Landriani es un hombre de mente despierta, amplia, profunda. Es sincero y ama la virtud. Estoy convencida de que si el emperador Dedo volviera al mundo, nuestro arzobispo sufriría martirio como el Polieucto de la ópera de la semana pasada. Ésa es la cara buena de la medalla; te cuento cómo es la otra: en cuanto está en presencia del soberano o, aunque sólo sea, del primer ministro, se queda deslumbrado ante tanta grandeza, se azara, enrojece; le resulta materialmente imposible decir no. A eso se deben las cosas que hizo y que le han costado esa cruel fama en toda Italia. Pero lo que no se sabe es que cuando la opinión pública le hizo ver la verdad sobre el proceso del conde Palanza, se impuso como penitencia vivir a pan y agua durante trece semanas, el mismo número de semanas que letras tiene el nombre del conde: Davide Palanza. Tenemos en esta corte un canalla sumamente inteligente, llamado Rassi, juez supremo o fiscal general, que cuando tuvo ocasión la muerte del conde Palanza, embrujó al padre Landriani. Cuando hacía la penitencia de las trece semanas, el conde Mosca, un poco por piedad y otro poco malévolamente, lo invitaba a cenar una y hasta dos veces por semana. El buen arzobispo, por guardar las formas, cenaba como todos los demás. Le hubiera pareado una muestra de rebeldía y jacobinismo mostrar que hacía penitencia por un acto aprobado por el soberano. Ahora bien, también era público que por cada cena en que su deber de súbdito fiel lo había obligado a comer como todos los demás se imponía una penitencia añadida de dos días a pan y agua.
Monseñor Landriani, que es una inteligencia superior y un sabio de primer orden, no tiene más que una debilidad, necesita sentirse querido; así que ponte tierno cuando lo mires, y en la tercera visita quiérelo del todo. Esto, unido a tu origen familiar, hará que te adore inmediatamente. Si te acompaña él en persona hasta la escalera, no muestres la menor sorpresa, pon cara de estar habituado a tales maneras; es un hombre que ha nacido arrodillado ante la nobleza. Por lo demás, muéstrate sencillo, apostólico, de ningún modo inteligente ni brillante, olvídate de las respuestas rápidas. Si no lo asustas, se quedará encantado contigo. Piensa que es imprescindible que sea él, por su propia voluntad, quien te nombre su vicario general. El conde y yo nos mostraremos sorprendidos e incluso molestos ante un progreso tan rápido, esto es esencial de cara al soberano.
Fabricio fue inmediatamente al arzobispado. Por un raro y feliz azar, el criado del buen prelado, que era un poco sordo, no oyó el apellido del Dongo, y anunció simplemente a un joven sacerdote llamado Fabricio. El arzobispo estaba en aquel momento con un cura de costumbres poco ejemplares a quien había mandado acudir para reconvenirlo. Estaba a punto de dirigirle una reprimenda, cosa que le resultaba sumamente embarazosa, y quería quitarse de encima aquella molesta obligación cuanto antes. Hizo, pues, esperar tres cuartos de hora al sobrino bisnieto del gran arzobispo Ascanio del Dongo.
Imposible reproducir sus excusas y su desesperación cuando, tras acompañar al cura hasta la segunda antesala, al volver a pasar por delante de aquel joven que estaba esperando, le preguntó en qué podía servirle, vio las medias moradas y oyó el nombre de Fabricio del Dongo. La cosa le pareció tan divertida a nuestro héroe que, ya en esta primera visita, en un impulso de afecto, se aventuró a besar la mano del santo prelado. ¡Había que oír al arzobispo repetir con desesperación!:
—¡Un del Dongo esperando en mi antesala!
Y se sintió obligado a contarle, a modo de excusa, la anécdota completa del cura, sus torpezas, sus respuestas, etcétera.
«¿Cómo es posible —se preguntaba Fabricio cuando volvía al palacio Sanseverina— que sea éste el mismo hombre que apresuró el suplicio del pobre conde Palanza?».
—¿Qué piensa Vuestra Excelencia? —le preguntó riendo el conde Mosca cuando lo vio, de vuelta en casa de la duquesa (el conde no quería que Fabricio le llamara Excelencia).
—No salgo de mi asombro; no tengo ni idea del carácter de las personas. Si no hubiera sabido su nombre, hubiera apostado lo que fuera por que ese hombre era incapaz de ver sangrar un pollo.
—Y habría ganado usted —le contestó el conde—, pero en cuanto está delante del príncipe o, aunque sólo sea, delante de mí, es incapaz de decir no. Bien es verdad que, para que yo pueda producir ese efecto enteramente, hace falta que lleve el gran cordón amarillo encima. Si llevo frac, puede llegar a contradecirme; así que siempre que lo recibo, me pongo un uniforme. No es misión nuestra destruir el prestigio del poder, ya lo derriban a toda velocidad los periódicos franceses. No creo que la manía del respeto dure más que nosotros, y usted, sobrino, lo sobrevivirá. ¡Usted será un hombre corriente!
A Fabricio le gustaba mucho la compañía del conde. Era el primer hombre importante que se dignaba a hablarle con naturalidad. Además tenían una afición común, la de las antigüedades y las excavaciones. Al conde, por su parte, le halagaba la suma atención con que le escuchaba el joven. Pero se planteaba una objeción esencial: Fabricio ocupaba unas habitaciones del palacio Sanseverina; se pasaba la vida con la duquesa; dejaba ver con toda inocencia que aquella intimidad le hacía feliz, y tenía, además, unos ojos y una piel de una frescura desesperante.
Hacía ya tiempo que Ranucio Ernesto IV, que rara vez topaba con mujeres que no respondieran a sus solicitaciones, estaba molesto con el hecho de que la virtud de la duquesa, notoria en la corte, no hubiera hecho una excepción en su favor. Ya hemos visto que la inteligencia y el talante de Fabricio lo habían molestado desde el primer día. Tomó a mal la intensa amistad que tía y sobrino mostraban atolondradamente. Deliberadamente prestó oídos a las habladurías de sus cortesanos, que fueron innumerables. La llegada de aquel joven y la audiencia tan extraordinaria que había tenido fueron noticia y motivo de asombro en la corte durante un mes. A partir de todo ello, el príncipe tuvo una idea.
Tenía en su guardia el soberano un soldado raso que aguantaba el alcohol de un modo sorprendente; aquel hombre se pasaba la vida en la taberna e informaba directamente al soberano sobre el estado de ánimo del ejército. Se llamaba Carlone y carecía de educación; de no haber sido por esta circunstancia, hacía ya tiempo que hubiera hecho carrera. Su única obligación consistía en estar delante de palacio todos los días cuando el reloj diera las doce. Un día, un poco antes de que dieran las doce, el príncipe fue en persona a aquel mismo sitio a disponer de cierto modo la persiana de un entresuelo contiguo al vestidor real. Un poco después de que sonara el reloj, volvió a aquel entresuelo y encontró allí al soldado; llevaba el príncipe en el bolsillo una hoja de papel y un estuche con objetos de escritorio; le dictó entonces al soldado la siguiente nota:
Vuestra Excelencia es muy inteligente, sin duda, y, gracias a su profunda sagacidad, vemos este Estado tan bien gobernado. Pero, mi querido conde, no se puede tener un éxito tan grande sin suscitar un poco de envidia, y mucho me temo que se rían un poco a su costa, si esa sagacidad suya no le sirve para enterarse de que un guapo chico ha tenido la fortuna de inspirar, sin pretenderlo seguramente, uno de los más extraños amores. Ese afortunado mortal no tiene, según dicen, más que veintitrés años, y, mi querido conde, lo que complica la situación es que tanto usted como yo tenemos muchos más años que el doble de esa edad. De noche, y a cierta distancia, el conde es encantador, lleno de vida, inteligente, sumamente amable; pero por las mañanas, en la intimidad, seguro que el recién llegado tiene más encantos. Pues bien, nosotras, las mujeres, damos mucha importancia a esa frescura de la juventud, sobre todo cuando ya hemos pasado de los treinta. ¿Acaso no se habla ya de asentar a tan amable adolescente en nuestra corte mediante la adjudicación de un buen puesto? ¿Y quién es la persona que más a menudo le habla de ello a Vuestra Excelencia?
El príncipe se quedó con la carta y le dio dos escudos al soldado.
—Esto, además de tu paga —le dijo, y con gesto seco—: o guardas un silencio absoluto, sin excepciones de ninguna clase, o vas a parar al más húmedo de los calabozos de la ciudadela. El príncipe tenía en su despacho una colección de sobres con las direcciones de la mayor parte de las personas de su corte, escritas por este mismo soldado de quien todo el mundo creía que no sabía escribir, y que, en realidad, no escribía nunca, ni siquiera sus informes detectivescos. El príncipe escogió el que necesitaba.
Unas horas más tarde, el conde Mosca recibió una carta por la posta; se había calculado la hora en que podría llegar, y en el mismo momento en que el cartero, que había sido visto llevando una carta de pequeño tamaño en la mano, salió del palacio del ministerio, Mosca fue llamado a presencia de Su Alteza. Nunca había parecido el favorito presa de una tristeza más negra, y para disfrutar más con ello, el príncipe le gritó en cuanto lo vio:
—Hoy necesito relajarme charlando de cualquier cosa con el amigo, antes que trabajar con el ministro. Tengo un terrible dolor de cabeza y no me vienen más que ideas negras.
Puede muy bien imaginarse el atroz mal humor que embargaba al primer ministro, conde Mosca della Rovere, en el momento en que le fue permitido dejar a su augusto señor. Ranucio Ernesto IV tenía una habilidad consumada en el arte de torturar un corazón y, en este punto, yo podría utilizar la comparación del tigre que se complace enjugar con su presa y no exageraría un ápice.
El conde se hizo llevar a casa al galope. Gritó cuando entró que no dejaran pasar a nadie, mandó decir al asistente de servicio que tenía la noche libre (le resultaba odioso saber que había un ser humano al alcance de su voz) y se encerró en la gran galería de pinturas. Allí finalmente pudo abandonarse a todo su furor, allí pasó la velada sin encender la luz, paseando al azar, como quien está fuera de sí. Trataba de imponer silencio a su corazón, para concentrar toda su atención en la decisión sobre qué linea de conducta seguir. Hundido en una angustia que habría inspirado compasión hasta a su enemigo más cruel, decía para sí: «El hombre que aborrezco vive en casa de la duquesa, pasa todo el tiempo con ella. ¿Debería hacer hablar a alguna de sus doncellas? Podría ser peligrosísimo, ¡es tan buena; les paga tan bien! ¡La adoran! (¿Hay alguien, Dios mío, que no la adore?).
»La cuestión —se decía con rabia— es la siguiente: ¿dejo entrever los celos que me devoran o los oculto?
»Si callo, no me esconderán nada. Conozco a Gina, es una mujer que se deja llevar del primer impulso. Su conducta es imprevisible hasta para ella misma. Cuando quiere asumir una postura decidida de antemano, se llena de confusión. En cuanto tiene que actuar, se le ocurre una idea nueva que sigue con arrebato, como si fuera la mejor del mundo, y acaba estropeándolo todo.
»Si no digo nada de este martirio en que vivo, nadie se esconderá de mí y podré hacerme cargo de lo que pueda pasar…
»Ya, pero si hablo, hago posible la aparición de circunstancias nuevas, obligo a hacer reflexiones, prevengo muchas de las cosas horribles que pueden llegar a pasar… Quizá ella lo aleje (el conde respiró), en tal caso, tengo la partida ganada; al principio se disgustará, es cierto, pero yo la calmaré…, y, después de todo, nada más natural que ese disgusto…, desde hace quince años lo quiere como se quiere a un hijo. En eso está toda mi esperanza: como a un hijo…, pero no lo ha visto desde su fuga a Waterloo; y a su vuelta de Nápoles, sobre todo para ella, es otro hombre. Otro hombre, repetía con rabia, y un hombre encantador. ¡Con ese aspecto ingenuo y tierno y esa mirada risueña que prometen tanta felicidad! ¡Unos ojos que la duquesa no ha visto nunca en nuestra corte, donde no hay más que miradas hoscas o sardónicas! Yo mismo, agobiado con tantos asuntos, sin otro poder real que mi influencia sobre un hombre a quien le gustaría ponerme en ridículo, ¿qué mirada no tendré muchas veces? ¡Ay!, por mucho cuidado que ponga, debe de ser mi mirada lo que es viejo en mí ¿No es mi alegría algo muy parecido a la ironía?… Y, aún más, siendo absolutamente sincero: ¿no se deberá mi alegría, en cierto modo, al poder absoluto… y a la maldad? ¿Acaso no me digo a mí mismo, en ocasiones, sobre todo cuando me irritan, “yo puedo cuanto quiero”? Y, encima, suelo añadir la estupidez de: “Debo de ser más feliz que nadie porque tengo lo que nadie tiene: un poder absoluto sobre las tres cuartas partes de las cosas”… En fin, para ser verdaderamente justo, ese pensamiento, ese hábito mental arruina, seguramente, mi sonrisa…, debe de darme un aspecto de egoísta…, de complacido conmigo mismo… En cambio, la suya, ¡qué sonrisa tan llena de encanto!, respira la dicha fácil de la primera juventud, y la suscita».
Desgraciadamente para el conde, aquella noche hacía un calor agobiante y amenazaba tormenta; hacía un tiempo, en definitiva, de esos que, en aquel país, inducen a tomar decisiones extremas. Imposible reproducir todos los razonamientos, todas las consideraciones de lo que podría sucederle, que, durante tres horas mortales, torturaron a aquel hombre apasionado. Finalmente adoptó una actitud prudente, tras hacerse la siguiente reflexión: «Seguro que estoy loco; pensando que razono, no razono; no hago sino dar vueltas para colocarme en una posición menos cruel y rozo sin percibirla alguna reflexión decisiva. Puesto que el dolor me ciega, sigamos esa regla reconocida por todas las personas sensatas y que se denomina prudencia. Además, en cuanto pronuncie la palabra celos, esa palabra fatal, mi papel queda decidido para siempre. Si, por el contrario, hoy no digo nada, podré hablar mañana, y me mantengo dueño de la situación».
La crisis era muy intensa. Si se hubiera prolongado, el conde se habría vuelto loco. Durante unos instantes encontró consuelo cuando fijó la atención en la carta anónima. ¿Quién podría habérsela enviado? Se hizo mentalmente una lista de nombres y los repasó juzgando la posibilidad de que fuera cada uno de ellos, y en ello halló una especie de entretenimiento. Finalmente se acordó del brillo malicioso que había percibido en la mirada del soberano cuando, al final de la audiencia, le dijo: «Sí, si, amigo mío, hay que reconocer que los placeres y los cuidados de la ambición más felizmente satisfecha, incluso la del poder sin límites, no son nada comparados con el íntimo contento que procuran las relaciones tiernas y amorosas. Antes que príncipe, soy hombre, y, cuando tengo la dicha de amar, mi amante se dirige al hombre, no al príncipe». El conde relacionó aquel momento de maligna alegría con la frase gracias a su profunda sagacidad, vemos este Estado tan bien gobernado que figuraba en la carta. «Esa frase es del príncipe —exclamó—, si la hubiera escrito un cortesano habría sido una imprudencia gratuita; la carta procede de Su Alteza».
Una vez resuelto aquel problema, el leve contento que le produjo la averiguación se esfumó enseguida ante la visión cruel de las gracias y encantos de Fabricio, que se le volvieron a aparecer en la imaginación. Fue como un peso enorme que volviera a caer en su corazón desventurado. «¡Qué más da la autoría de la carta anónima! —exclamó para sí, enfurecido— ¿Dejará de ser menos cierto el hecho que denuncia por saber quién la envía? Este capricho puede cambiar mi vida —se dijo como para excusar aquel estado suyo de locura—. Si lo ama de ese modo, en cualquier momento se irá con él a Belgirate, a Suiza, o a cualquier otra parte del mundo. Es rica, pero, además, ¿qué le importaría tener que vivir con unos pocos luises al año? ¿No me decía, apenas hace ocho días, que su palacio, tan bien decorado, tan magnífico, le aburre? Un espíritu tan joven como el suyo necesita la novedad. ¡Y con qué sencillez se le presenta esta felicidad nueva! ¡Habrá sido arrastrada por ella, antes de advertir el peligro, antes de pensar en compadecerme! ¡Y soy tan desgraciado!» —exclamó el conde deshecho en lágrimas.
Se había jurado que no iría a casa de la duquesa aquella noche, pero no pudo cumplirlo; nunca como aquella noche habían tenido sus ojos una sed semejante de mirarla. Hacia la medianoche se presentó en su casa. La encontró sola con su sobrino; a las diez había despedido a todo el mundo y había mandado cerrar la puerta.
En el ambiente de delicada intimidad que reinaba entre aquellos dos seres y ante la ingenua alegría de la duquesa, al conde se le planteó una dificultad irresoluble e imprevista, en la que no se le había ocurrido pensar durante su larga cavilación en la galería de pinturas: ¿cómo iba a disimular sus celos?
No se le ocurrió otro recurso que comentar que aquella noche había encontrado al príncipe excesivamente mal dispuesto en su contra; que le había contradicho todas sus opiniones, etcétera, etcétera. Con harto dolor se dio cuenta de que la duquesa apenas lo escuchaba; no hacía el menor caso de un asunto como aquel, que dos días antes, sin ir más lejos, le habría suscitado infinitos razonamientos. Miró entonces el conde a Fabricio; ¡nunca le había parecido tan sencillo y tan noble aquel hermoso rostro lombardo! Fabricio prestaba más atención que la duquesa a las contrariedades que les estaba contando.
«La verdad es —se dijo— que en esta cabeza se reúnen una extraordinaria bondad y la expresión de una especie de alegría ingenua y tierna que la hacen irresistible. Es como si estuviera diciendo “lo único importante de este mundo es el amor y la dicha que procura”. Y, sin embargo, en cuanto se aborda algún detalle que haga necesaria la inteligencia, su mirada se ilumina, y sorprende y confunde a quien le mira. Todo le parece sencillo porque lo ve todo desde lo alto. ¡Dios mío! ¿Cómo luchar con un enemigo semejante? Y, en cualquier caso, ¿qué sentido puede tener la vida sin el amor de Gina? ¡Con qué arrobo escucha las seductoras agudezas de esa inteligencia tan joven, que a una mujer debe de parecerle única en el mundo!».
Una idea atroz se apoderó del conde como una punzada súbita. «¿Y si lo apuñalara aquí, ante ella, y luego me suicidara?».
Dio una vuelta alrededor de la habitación, sin saber bien cómo podían sostenerle las piernas, con la mano crispadamente apretada en torno a la empuñadura del puñal. Ninguno de los dos prestaba la menor atención a lo que pudiera hacer. Dijo que iba a dar una orden a su lacayo, pero ni siquiera le oyeron; la duquesa reía dulcemente de algo que Fabricio acababa de decirle. El conde se acercó a una lámpara del primer salón, y comprobó si la punta de su puñal estaba bien aguzada. «Conviene ser delicado y tener unas maneras perfectas con este joven», se decía mientras volvía a acercarse a donde estaban.
Se estaba volviendo loco; en un momento en que se inclinaron el uno hacia el otro, creyó ver que se estaban besando allí mismo, delante de sus ojos. «Es imposible en mi presencia —se dijo—; mi razón desvaría. Tengo que tranquilizarme. Si me muestro desabrido, la duquesa es muy capaz de irse con él a Belgirate, por una simple reacción de orgullo herido; y allí, o durante el viaje, el azar puede traer alguna frase que dé nombre a lo que sienten el uno por el otro; y, entonces, en un solo instante, se desencadenarán todas las consecuencias.
»La soledad convertirá en decisiva tal expresión, y, estando la duquesa lejos de mí, ¿qué pasará? Si, tras superar todas las dificultades que me ponga el príncipe, asomo mi cara vieja y angustiada en Belgirate, ¿qué papel haré en medio de estos dos locos de felicidad?
»Incluso aquí, ahora, no soy más que el terzo incomodo (¡esta hermosa lengua italiana está enteramente hecha para el amor!). ¡Terzo incomodo (un tercero, presente y que molesta)! ¡Qué dolor para un hombre inteligente darse cuenta de que está haciendo ese espantoso papel, y no poder tomar la decisión de levantarse e irse!».
El conde iba a estallar o, en el mejor de los casos, a traicionar su dolor con su cara descompuesta. Y como, en las vueltas que había estado dando por el salón, estaba cerca de la puerta, aprovechó para marcharse, gritando con tono afable y campechano:
—Adiós a los dos.
«Hay que evitar la sangre», se dijo.
Al día siguiente de esta horrible velada, tras una noche pasada dándole vueltas a la superioridad de Fabricio, unas veces, y dejándose llevar de la atroz emoción de los celos más crueles, otras, al conde se le ocurrió la idea de llamar a un criado suyo, joven, que cortejaba a una muchacha, Chekina de nombre, que era la doncella preferida de la duquesa. Por suerte, aquel criado era un joven de costumbres muy morigeradas, avaro incluso, y pretendía un puesto de conserje en alguna de las instituciones públicas de Parma. El conde le ordenó que hiciera venir inmediatamente a su amante, a Chekina. Obedeció el hombre y, una hora más tarde, se presentó el conde, de improviso, en la habitación en que se encontraba la chica con su novio. Ya desde un primer momento los asustó a ambos con la gran cantidad de oro que les dio; luego, mirando a los ojos a la temblorosa Chekina, le espetó la siguiente pregunta directa:
—¿Se acuesta la duquesa con Monsignore?
—No —dijo la muchacha tras pensarlo durante unos instantes—, …; todavía no, pero él le besa las manos a la señora muchas veces; es verdad que riéndose, pero también emocionado.
Esta información fue completada con más de cien respuestas dadas a otras tantas furibundas preguntas del conde; su desazonada pasión hizo que aquellos pobres se ganaran bien todo el dinero que les había arrojado. Finalmente, creyó lo que le decían y se sintió un poco mejor.
—Si alguna vez la duquesa llega a tener la menor sospecha de que esta entrevista ha tenido lugar —le dijo el conde a Chekina—, mandaré a su novio a pasar veinte años en la fortaleza, y cuando pueda volver a verlo, tendrá ya el pelo blanco.
Pasaron algunos días, y Fabricio empezó a perder la alegría.
—Te aseguro —le decía a la duquesa— que el conde Mosca me ha tomado antipatía.
—Tanto peor para Su Excelencia —respondía ella un poco molesta.
Pero no era aquel el verdadero motivo de la inquietud de Fabricio, ni lo que le había quitado la alegría. «La postura en que me ha colocado la mala suerte no es sostenible —se decía—. Estoy convencido de que ella no hablará jamás del asunto. Ser explícita respecto de todo esto debe de horrorizarla tanto como el incesto. Pero si una noche, tras un día de imprudencias y locuras, hace examen de conciencia y advierte que yo tengo que haberme dado cuenta de lo que parece sentir por mí, ¿qué papel estaré haciendo a sus ojos?: pues no otro que el del casto Giuseppe (frase proverbial italiana que hace alusión al ridículo papel de José con la mujer del eunuco Putifar).
»¿Podría darle a entender mediante una confidencia sincera que no soy capaz de un amor serio? No, porque no soy lo suficientemente listo como para decir una cosa así sin que parezca una impertinencia. No me queda otro remedio que fingir que he dejado una gran pasión en Nápoles, y, en tal caso, volver allí por veinticuatro horas; ésta sería la decisión más prudente, pero ¡tan dolorosa! También queda la posibilidad de un amorío de medio pelo en Parma; esto puede disgustarla, pero cualquier cosa es mejor que el espantoso papel del que no quiere darse cuenta. Esta última solución, por otra parte, podría comprometer mi futuro. Tendría que desplegar toda mi prudencia y comprar discreciones para atenuar el peligro». Lo más cruel de todas estas reflexiones era que Fabricio quería a la duquesa mucho más que a nadie en el mundo. «¡Hay que ser muy torpe —se decía encolerizado— para temer tanto no poder mostrar lo que es tan cierto!». No sabiendo cómo salir de aquel trance, estaba disgustado y se mostraba hosco. «¿Qué sería de mí, Dios mío, si riñera con la persona a quien me siento tan apasionadamente unido?». Por otra parte, Fabricio no podía decidirse a arruinar una felicidad tan deliciosa por unas palabras indiscretas. ¡Estaba tan llena de encantos su posición! ¡Era tan dulce aquella amistad íntima con una mujer tan amable y tan guapa! Y, vista desde un criterio más prosaico, su protección lo colocaba en una posición sumamente agradable en aquella corte, tan llena de intrigas, que, gracias a ella que se las explicaba, le divertían como una comedia. «¡En cualquier momento puedo despertar de este sueño como por obra de un rayo! —se decía—. Si van a más estas veladas, tan alegres, tan plácidas, transcurridas prácticamente en soledad con una mujer tan ingeniosa, ella imaginará que yo podría ser su amante. Me exigirá arrebatos, locura, y yo no podré ofrecerle más que la amistad más viva, pero nunca amor. La naturaleza me ha privado de esta especie de locura sublime. ¡Cuántos reproches no habré soportado al respecto! Aún me parece estar oyendo a la duquesa de A***, ¡y yo me burlaba de la duquesa! Ella pensará que yo no la quiero, y es el amor el que no me quiere a mí. No querrá comprenderme. Muchas veces, cuando me cuenta alguna anécdota de la corte con esa gracia y ese entusiasmo que nadie en el mundo tiene como ella, y que tan bien me vienen para mi instrucción, la beso en las manos y, en ocasiones, en las mejillas. ¿Qué pasará si un día sus manos toman la mías de un modo especial?».
Fabricio visitaba todos los días las casas más importantes y menos divertidas de Parma. Siguiendo los hábiles consejos de la duquesa, honraba prudentemente a los dos príncipes, padre e hijo, a la princesa Clara Paulina y a monseñor el arzobispo. Tenía éxito, pero éste no lo liberaba del miedo mortal a indisponerse con la duquesa.