Capítulo sexto

Para ser sinceros, hemos de confesar que aquellos celos del canónigo Borda no eran del todo infundados; cuando Fabricio volvió de Francia, la condesa Pietranera lo vio como quien ve a un extraño muy guapo y al que hubiera tratado mucho, hacía ya tiempo. Si él le hubiera hablado de amor, ella lo hubiera amado; ¿no le suscitaban ya tanto sus actos como su persona una admiración apasionada y, admitámoslo, sin límites? Pero cuando Fabricio la besaba lo hacía con tan claras muestras de inocente gratitud y franca amistad, que se habría horrorizado a sí misma si en aquella amistad casi filial hubiera buscado un sentimiento distinto. «Es verdad —se decía la condesa— que a los amigos que me conocieron hace seis años en la corte del príncipe Eugenio aún puedo parecerles guapa, incluso joven, pero, para él, soy una mujer respetable… incluso, hablando claramente y sin hacer caso de mi amor propio, una mujer mayor». La condesa no dejaba de hacerse ilusiones sobre la etapa de la vida a que había llegado, pero no como las mujeres vulgares. «A su edad, por otra parte —seguía pensando—, se exagera un poco sobre las injurias del tiempo; un hombre más adentrado en la vida…».

La condesa, que mientras pensaba estas cosas se paseaba en su salón, se detuvo ante un espejo, luego sonrió. Conviene saber que, desde hacía unos meses, el corazón de la señora Pietranera estaba siendo seriamente asediado por un singular personaje. Poco después de la partida de Fabricio a Francia, la condesa, que, sin que ella acabara de reconocérselo a sí misma, empezaba a pensar mucho en él, había caído en una profunda melancolía. Ninguna de sus ocupaciones le parecía agradable, todo lo que hacía le resultaba insípido, por decirlo de algún modo. Pensaba que Napoleón, con idea de ganarse el afecto de sus pueblos de Italia, haría a Fabricio ayuda de campo suyo. «¡Lo he perdido! —exclamaba en su interior mientras lloraba—. ¡No lo volveré a ver!; y aunque me escriba, ¿qué seré yo para él dentro de diez años?».

En tal estado de ánimo hizo un viaje a Milán. Esperaba tener allí noticias más directas de Napoleón y, ¿quién sabe?, a lo mejor, de rechazo, también noticias de Fabricio. Aunque no se lo confesara, su activo espíritu empezaba a estar harto de la monótona vida que llevaba en el campo. «Esto no es vivir —se decía—, esto es limitarse a no morir». ¡Ver, día tras día, aquellas caras empolvadas, al hermano, al sobrino Ascanio, a sus criados! ¿Cómo iban a ser sus paseos por el lago sin Fabricio? Su único consuelo estaba en la amistad que la unía a la marquesa. Pero desde hacía algún tiempo, esta intimidad con la madre de Fabricio, que era mayor que ella y estaba desilusionada de la vida, le resultaba cada vez menos agradable.

Tal era la singular disposición de espíritu de la señora Pietranera. Estando Fabricio ausente, esperaba poco de la vida; su corazón necesitaba consuelo y novedades. Cuando llegó a Milán se apasionó por la ópera de moda; iba a la Scala y se encerraba sola durante las largas horas de función en el palco de su antiguo amigo el general Scotti. Los hombres a quienes vio con idea de tener noticias de Napoleón y su ejército le parecieron vulgares y groseros. De vuelta, en casa, improvisaba en el piano hasta altas horas de la madrugada. Una noche, en la Scala, en el palco de una amiga al que solía ir en busca de noticias de Francia, le presentaron al conde Mosca, ministro de Parma; era un hombre amable que habló de Francia y de Napoleón de un modo que le hizo concebir en su corazón, a un tiempo, esperanzas y temores. Al día siguiente volvió al mismo palco. También acudió aquel hombre inteligente y ella estuvo hablándole muy a gusto todo el tiempo que duró la función. Desde que se había ido Fabricio no había pasado una velada tan estimulante como aquélla. El hombre que tanto la entretenía era el conde Mosca della Rovere Sorezana, ministro de la Guerra, de Policía y de Finanzas del famoso príncipe de Parma, Ernesto IV, célebre por su severidad, que los liberales de Milán llamaban crueldad. Mosca tendría por entonces unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Tenía los rasgos marcados, no era nada altanero y su aspecto sencillo y alegre predisponía en su favor. Hubiera tenido aún mejor aspecto si por una rareza de su príncipe no se viera obligado a llevar el pelo empolvado como garantía de buena disposición política. Como en Italia el miedo a herir la vanidad no constriñe los usos sociales, no es raro que se adopte enseguida un tono de intimidad y se hable sin trabas de cosas personales. El límite a tal hábito estriba en que, cuando alguien se siente herido por su práctica inmoderada, deja de ver al otro.

—¿Por qué va empolvado, conde? —le dijo la señora Pietranera la tercera vez que se vieron— ¡Empolvado un hombre como usted, amable, aún joven y que ha hecho la guerra en España con nosotros!

—El caso es que yo no robé nada en España, y hay que vivir. Entonces yo estaba loco por la gloria; una palabra halagüeña del general francés que nos mandaba, Gouvion-Saint-Cyr, lo era todo para mí. Cuando cayó Napoleón me encontré con que, mientras yo me comía mi patrimonio al servicio del emperador, mi padre, un hombre imaginativo que me veía ya general, me construía un palacio en Parma. En 1813, me encontré que todo lo que tenía era un gran palacio inacabado y una pensión.

—¿Una pensión de tres mil quinientos francos como la de mi marido?

—El conde Pietranera era general de división. La pensión que me concedieron a mí, simple jefe de escuadrón, no pasaba de ochocientos francos, y, además, no la cobré hasta no ser ministro de Finanzas.

En el palco sólo estaban ellos y la dueña del mismo, una señora de ideas liberales, así que la conversación siguió con la misma franqueza. A las preguntas que le hicieron, el conde Mosca habló de su vida en Parma.

—En España, a las órdenes del general Saint-Cyr, me expuse al fuego de fusilería para conseguir una medalla y un poco de gloria; ahora me visto como un personaje de comedia para poder mantener una alta posición y ganar unos miles de francos. Cuando me metí en esta especie de juego de ajedrez, me sentí bastante molesto por las insolencias de mis superiores, así que me propuse ocupar uno de los primeros puestos; pues bien, lo he conseguido. Pero mis días mejores son los que, muy de vez en cuando, consigo pasar en Milán. Aquí alienta aún, me parece a mí, el corazón de vuestro ejército de Italia.

La franqueza, la disinvoltura con que hablaba aquel ministro de un príncipe tan temido espoleó la curiosidad de la condesa; la denominación de los cargos que ocupaba le había hecho pensar en alguien engreído y pagado de sí mismo; sin embargo, en el hombre vio a un ser avergonzado de la importancia de aquel puesto. Mosca había prometido informarle de todas las novedades que le llegaran de Francia; en Milán, un mes antes de Waterloo, ésta era una gran indiscreción. Para Italia, era cuestión de ser o no ser; en Milán todo el mundo estaba en ascuas, unos por el miedo, otros por la esperanza. En medio de aquella inquietud universal, la condesa hizo sus averiguaciones a propósito de un hombre como aquel que hablaba con tanta ligereza de un cargo tan envidiado y que constituía, además, su única fuente de recursos.

La señora Pietranera se enteró de cosas curiosas, sumamente interesantes en su rareza. «El conde Mosca della Rovere Sorezana —le dijeron— está a punto de convertirse en primer ministro y en el hombre de confianza oficial del príncipe Ranucio Ernesto IV, soberano absoluto de Parma y uno de los príncipes más ricos de Europa. En realidad, el conde ocuparía ya dicho puesto máximo si hubiese adoptado un talante más serio; dicen que el príncipe le llama a menudo la atención a este propósito».

—¿Qué le importan mis maneras a Vuestra Alteza —le contestaba él con desenvoltura— mientras resuelva convenientemente sus asuntos?

—La estrella de este favorito —añadía el confidente de la condesa— no deja de tener sus sombras. Tiene que complacer a un soberano sereno e inteligente, no hay duda de ello, pero a quien la accesión al trono absoluto parece haber trastornado; entre otras cosas, abriga resquemores más propios de una mujercilla.

«Ernesto IV sólo es valiente en la guerra. En el campo de batalla se le ha visto veinte veces conducir el ataque de una columna como un bravo general. Pero tras la muerte de su padre, Ernesto III, de vuelta a sus estados, donde desgraciadamente tiene un poder sin límites, se ha dedicado a manifestarse con vesania en contra de los liberales y de la libertad. Se imaginó que lo odiaban; y, finalmente, en un momento de mal humor, ordenó ahorcar a dos liberales, seguramente inocentes, aconsejado por un miserable llamado Rassi, una especie de ministro de justicia.

»A partir de ese momento aciago, la vida del príncipe ha cambiado; se le ve atormentado por las sospechas más extrañas. Aún no tiene cincuenta años y el miedo lo ha hecho menguar, por decirlo de algún modo, hasta tal punto, que en cuanto empieza a hablar de los jacobinos y de los proyectos del comité director de París se le pone una cara de anciano de ochenta años. Ha recaído en los terrores infantiles. Toda la influencia de su favorito Rassi, fiscal general (o juez supremo), depende del miedo de su amo; y, así, ante el menor temor a perder su ascendencia, se lanza a descubrir alguna nueva conspiración, cuanto más negra y más quimérica, mejor. Se reúnen treinta imprudentes a leer Le Constitutionnel e inmediatamente Rassi los acusa de conspiradores y los encierra en la famosa ciudadela de Parma, terror de toda la Lombardía. Como está muy alta —unos sesenta metros, según dicen— se la ve desde muy lejos en medio del inmenso llano; así que el aspecto imponente de esta cárcel, de la que se cuentan cosas horribles, la convierte en la reina, por el miedo que inspira, de toda la planicie que se extiende entre Milán y Bolonia».

—¿Querrá usted creerme —le comentaba otro viajero a la condesa— si le digo que, por la noche, en el tercer piso de su palacio, guardado por ochenta centinelas que cada cuarto de hora aúllan una frase entera, Ernesto IV tiembla en su cuarto? Aun teniendo las puertas cerradas con diez candados y las estancias de al lado, de arriba y de abajo, repletas de soldados, tiene miedo de los jacobinos. En cuanto cruje alguna de las tablas del suelo, se lanza a coger sus pistolas, convencido de que hay un liberal debajo de su cama. Al momento, suenan todas las campanillas del palacio y un ayuda de campo va a despertar al conde Mosca. En cuanto llega a palacio, el ministro de Policía se guarda mucho de negar la conspiración; al contrario, él en persona, juntamente con el príncipe, armado hasta los dientes, escudriña todos los rincones de las dependencias, mira debajo de las camas, y, en definitiva, se entregan a interminables acciones ridículas, más dignas de una vieja. Al propio príncipe, en la época feliz en que se dedicaba a la guerra y no había matado a nadie de otro modo que no fuera disparando su fusil, todas estas precauciones le hubieran parecido envilecedoras. De hecho, como es un hombre muy inteligente, se avergüenza de ellas. Le parecen ridículas, incluso en el momento mismo en que se entrega a las mismas; y la fuente de la inmensa consideración del conde Mosca estriba en que emplea toda su competencia en conseguir que el príncipe no tenga nunca que sonrojarse en su presencia. Es él, el propio Mosca, quien, en su condición de ministro de Policía, insiste en mirar debajo de los muebles y, según cuentan en Parma, hasta en los estuches de los contrabajos. A esto último se opone el príncipe, y se burla de su ministro por su excesiva diligencia. «Esto es un reto —le contesta el conde Mosca—, piense Vuestra Alteza en los sonetos satíricos con que nos aburrirían los jacobinos si dejáramos que lo mataran. Ya no es sólo su vida lo que defendemos, es nuestro honor». Pero no parece que el príncipe se deje convencer sino a medias; y si a alguien en la ciudad se le ocurre contar que en palacio han pasado la noche en claro, el fiscal general Rassi envía al torpe bromista a la ciudadela. Y, una vez dentro de esta casa alta y bien ventilada, como dicen en Parma, hace falta un milagro para que alguien se acuerde del prisionero. Precisamente por su condición de militar, porque en España escapó pistola en mano a más de veinte emboscadas, el príncipe prefiere al conde Mosca antes que a Rassi, que es mucho más maleable y mucho más bajo. Esos desventurados presos de la ciudadela lo son en el secreto más riguroso y se cuentan mil historias a propósito de ellos. Dicen los liberales que a Rassi se le ha ocurrido la idea de ordenar a carceleros y confesores que hagan creer a los presos que una vez al mes, más o menos, uno de ellos es ajusticiado. Ese día los presos tienen permiso para subir a lo alto de la torre, unos sesenta metros de altura, y desde allí ven desfilar un triste cortejo con un celador que finge ser el pobre desgraciado que se encamina a la muerte.

Estas historias y muchas otras del mismo estilo, no menos auténticas, interesaban vivamente a la señora Pietranera. Al día siguiente, le pedía más detalles al conde Mosca y le tomaba el pelo con agudezas. Le parecía un hombre divertido y le decía que en el fondo era un monstruo sin duda alguna. Un día, de vuelta en su hotel, el conde se dijo: «Esta condesa Pietranera es más que una mujer encantadora; cuando paso la velada en su palco, consigo olvidar algunas cosas de Parma cuyo recuerdo me rompe el corazón». «Este ministro, pese a su aspecto de ligereza y sus brillantes modales, no tenía un alma a la francesa; no sabía olvidar sus disgustos. Cuando en su almohada había una espina, se sentía obligado a romperla, a despuntarla a fuerza de clavar en ella sus carnes palpitantes». (Perdóneseme esta frase, que traduzco del italiano). Al día siguiente de tal descubrimiento, al conde le pareció que, pese a todos los asuntos que tenía que resolver en Milán, la jornada se le hacía enormemente larga; no se podía estar quieto; fatigó a los caballos de su coche. A eso de las seis, montó a caballo para ir al Corso. Tenía alguna esperanza de encontrar allí a la señora Pietranera. No la vio; recordó que el teatro de la Scala abría a las ocho; fue al teatro, pero no vio más que a diez personas en la inmensa sala. Le dio cierta vergüenza estar allí. «¿Será posible —se preguntó— que a mis cuarenta y cinco años cumplidos esté haciendo cosas que ruborizarían a un cadete? Por suerte, no parece que nadie se haya dado cuenta». Escapó y trató de matar el tiempo paseando por las hermosas calles de los alrededores de la Scala. Es una zona con muchos cafés que, a aquella hora, rebosaban de gente. Las mesas de fuera, en las aceras, estaban repletas de curiosos tomando helados y criticando a los que pasaban. El conde era un paseante muy conocido. También tuvo el placer de ser reconocido y abordado. Tres o cuatro inoportunos, a los que no podía ofender, aprovecharon la ocasión para tener una audiencia con un ministro tan poderoso. Dos de ellos le hicieron peticiones; el tercero se limitó a darle consejos, muy largos, a propósito de su política.

«Cuando uno es tan inteligente —dijo—, no duerme; si es tan poderoso, no pasea». Volvió al teatro y se le ocurrió tomar un palco en el tercer piso; desde allí podría ver bien, sin ser visto, el palco del segundo, que ocuparía, según esperaba, la condesa. Transcurrieron dos horas cumplidas, que no se le hicieron nada largas a aquel enamorado. Seguro de no ser visto, se entregaba feliz a su locura. «¿Acaso no es la vejez —se decía— otra cosa que ser incapaz de permitirse estas deliciosas niñerías?».

Por fin apareció la condesa. Armado de sus anteojos la observaba emocionado: «Joven, brillante, ligera como un pájaro —se decía—, no tiene veinticinco años. Su belleza es el menor de sus encantos. No puede haber otra alma como la suya, tan absolutamente sincera, nunca movida por la prudencia, entregada por entero a la impresión del momento, sin pretender otra cosa que ser arrastrada por algo nuevo. Comprendo perfectamente las locuras del conde Nani».

Cuando no pensaba nada más que en conquistar la dicha que tenía ante los ojos, el conde se daba a sí mismo excelentes razones para mantener su locura. Pero cuando consideraba su edad y las preocupaciones, en ocasiones muy tristes, que embargaban su vida, ya no las encontraba tan buenas. «Un hombre hábil, con la inteligencia ensombrecida por el miedo, me procura una magnífica existencia y mucho dinero por ser su ministro, pero si me despide mañana, me quedo pobre y viejo, o sea, lo que la gente desprecia más. ¡Menudo encanto de persona para ofrecer a la condesa!». Pero estos pensamientos eran muy negros, mejor volver a la señora Pietranera. No podía dejar de mirarla, y no bajaba a su palco para poder seguir recreándose en aquel pensar en ella. «Me han dicho que si aceptó a Nani no fue más que para rechazar a ese imbécil de Limercati, que no quiso ni oír hablar de tirar una estocada, o mandar darle una puñalada, al asesino de su marido. ¡Yo me hubiera batido veinte veces por ella!», exclamó, para sí, el conde enardecido. A cada momento miraba al reloj del teatro que, cada cinco minutos, mediante cifras iluminadas que se destacan sobre un fondo negro, advierte a los espectadores del momento en que pueden trasladarse al palco de algún amigo. El conde se decía: «No puedo estar más de media hora en su palco y eso como mucho; conociéndola desde hace tan poco, si me quedo más tiempo, con la edad que tengo y estos malditos pelos empolvados, me pongo en evidencia, pareceré un Casandro[17]». Una reflexión le decidió de súbito: «Si abandona su palco para hacer alguna visita, me lo tendré bien merecido por la avaricia con que me escatimo el placer de ir a verla». Pero, cuando se levantaba para bajar al palco en que estaba la condesa, súbitamente dejó casi de tener ganas de presentarse allí. «¡Ay —pensó, riéndose de sí mismo, mientras se paraba en la escalera—, esto no deja de tener su encanto: un auténtico ataque de timidez! ¡Hacía por lo menos veinticinco años que no me pasaba!».

Entró en el palco casi forzándose a sí mismo; y, aprovechando inteligentemente el estado en que se hallaba, no hizo el menor esfuerzo por mostrar soltura o por manifestar su ingenio lanzándose a contar alguna historieta divertida; tuvo el valor de ser tímido, aplicó su talento a dejar entrever su turbación sin caer en el ridículo. «Si lo toma en mala parte —se decía—, estoy perdido para siempre. ¡Un tímido con el pelo empolvado, que si no fuera por los polvos dejaría ver que es ya gris! Sea como fuere, el sentimiento es verdadero; no puede, por tanto, ser ridículo salvo si lo exagero o alardeo de él». La condesa se había aburrido tan a menudo en el castillo de Grianta ante las caras empolvadas de su hermano, de su sobrino y de algunos pelmas bien pensantes locales, que ni se le ocurrió fijarse en el peinado de su nuevo adorador.

Teniendo en esto su ingenio un escudo que evitaba la carcajada que, de otro modo, le hubiera pedido la entrada del conde, dedicó toda su atención a las noticias que de Francia, y sólo para ella, traía siempre Mosca, y que le comunicaba nada más entrar en el palco. Sin duda inventaba. Aquella noche, mientras discutían a propósito de tales noticias, le pareció que su mirada era bella y bondadosa.

—Me imagino —dijo ella— que en Parma no mirará usted a sus esclavos con esos ojos amables; lo estropearía todo, les daría alguna esperanza de no ser ahorcados.

La ausencia total de presunción en un hombre considerado como el primer diplomático de Italia le pareció singular a la condesa; pensó incluso que estaba dotado de gracia. Además, como hablaba bien y con entusiasmo, no le extrañó que, por una noche y sin otras consecuencias, a él le hubiera parecido oportuno adoptar una actitud solícita.

Fue aquel un paso importante y muy peligroso; por suerte para el ministro, que en Parma no tropezaba jamás con mujeres desdeñosas, hacía muy poco que la condesa había llegado de Grianta; su inteligencia estaba aún agarrotada por el aburrimiento de la vida campestre. Era como si hubiera olvidado el trato ingenioso; y todo aquello que caracteriza un modo de vida elegante y ligero había tomado a sus ojos un matiz de novedad que lo convertía en sagrado. No estaba dispuesta a burlarse de nada, ni siquiera de un enamorado de cuarenta y cinco años y tímido además. Ocho días más tarde, la temeridad del conde habría podido ser acogida de un modo completamente distinto.

Es costumbre en la Scala no alargar las visitas a los palcos más de veinte minutos. El conde pasó toda la velada en el que tenía la dicha de encontrarse con la señora Pietranera. «¡Esta mujer —se decía— me devuelve todas las locuras de la juventud!». Pero también era consciente del peligro que corría: «¿Servirá mi condición de todopoderoso pachá a cuarenta leguas de aquí para que se me perdone esta estupidez? ¡Me aburro tanto en Parma!». Y a cada cuarto de hora se prometía marcharse.

—He de confesarle, señora —le dijo a la condesa, riéndose—, que en Parma me muero de aburrimiento, así que debe permitírseme emborracharme de placer cuando lo encuentro en mi camino. Déjeme, pues, que, sin más consecuencias y por una noche, interprete ante usted el papel del enamorado. ¡Ay!, dentro de nada estaré muy lejos de este palco que me hace olvidar todos los disgustos y también, permítame que le diga, todas las conveniencias.

Ocho días después de esta desmedida visita al palco de la Scala, y tras multitud de nimios incidentes cuya relación podría parecer larga, el conde Mosca estaba locamente enamorado y la condesa empezaba a pensar que la edad no tenía por qué ser obstáculo, cuando, por otro lado, parecía tan amable. En tales estaban, cuando Mosca fue llamado a Parma mediante un correo. Se diría que a su príncipe le entrase miedo al quedarse solo. La condesa volvió a Grianta y, esta vez, como su imaginación no adornó tan bello lugar, le pareció desierto. «¿Me estaré enamorando de este hombre?» —se preguntó—. Mosca le escribió; sin interpretar ya ningún papel: estando ella ausente, estaba ausente la fuente de todos sus pensamientos. Sus cartas eran divertidas, e incurriendo en una leve singularidad que no fue mal recibida, con objeto de evitar los comentarios del marqués del Dongo, a quien no le gustaba nada pagar los portes de las cartas, enviaba correos que dejaban las cartas en la posta de Como, o de Leco, o de Varese, o de cualquier otra de las encantadoras pequeñas ciudades de los alrededores del lago. De este modo, además, buscaba conseguir que el mismo correo le llevase las respuestas, y lo logró.

Muy pronto los días de correo se convirtieron en días especiales para la condesa. Aquellos correos le traían flores, frutas, pequeños regalos sin valor, que la complacían, a ella y a su cuñada. Con el recuerdo del conde se mezclaba el de su enorme poder; a la condesa le inspiraba una viva curiosidad todo lo que se decía de él; incluso los liberales reconocían y admiraban su talento.

La mala reputación del conde provenía principalmente del hecho de que se le considerara el jefe del partido ultra en la corte de Parma y del hecho de que al frente del partido liberal estuviera la marquesa Raversi, inmensamente rica, intrigante y capaz de todo, incluso de triunfar. El príncipe ponía el mayor cuidado en no desalentar al partido que no estuviera en el poder; sabía perfectamente que él siempre sería el amo, incluso con un gabinete procedente del salón de la señora Raversi. En Grianta hablaban mucho de tales intrigas. La ausencia de Mosca, a quien todos tenían por un ministro de inteligencia privilegiada y un hombre de acción, facilitaba el olvido de sus cabellos empolvados, símbolo de todo lo triste y pesado; era un detalle sin importancia, una de las obligaciones de la corte, donde él además desempeñaba tan buen papel.

—Una corte es siempre ridícula —le decía la condesa a la marquesa—, pero divertida; es un juego lleno de interés, aunque es imprescindible aceptar sus reglas. ¿Se le ocurre a alguien indignarse con el carácter ridículo de las reglas del whist? Y, sin embargo, en cuanto uno se acostumbra a esas reglas, resulta de lo más agradable hacerle chlemm[18] al adversario.

La condesa pensaba a menudo en el autor de tantas cartas amables; el día que recibía carta era un día agradable para ella; subía a su barca e iba a leerlas a alguno de los hermosos parajes del lago, a la Pliniana, a Belan, al bosque de los Sfondrata. Aquellas cartas parecían consolarla un poco de la ausencia de Fabricio. No podía, en cualquier caso, reprocharle al conde que estuviera tan enamorado; apenas había transcurrido un mes y ella pensaba en él con amistosa ternura. Por su parte, el conde Mosca era casi sincero cuando le ofrecía presentar la dimisión, dejar el ministerio e ir a pasar el resto de sus días con ella en Milán o en cualquier otra parte. «Tengo cuatrocientos mil francos —añadía—, lo que no dejaría de darnos una renta de quince mil libras». «¡Otra vez palco, caballos…!» —pensaba la condesa—. Era un amable ensueño. La belleza sublime y cambiante del lago de Como volvía a cautivarla otra vez. Se iba a la orilla a soñar con la vuelta a la vida brillante y singular que, contra todo cuanto pudiera pensarse, volvía a ser posible. Se veía en el Corso, en Milán, dichosa y alegre como en los tiempos del virrey. «¡Sería como volver a la juventud o, por lo menos, a la vida activa!».

Algunas veces su imaginación ardiente le ocultaba la realidad, pero en ella no se daban nunca esas ilusiones que se forjan deliberadamente los pusilánimes. Era, sobre todo, una mujer sincera consigo misma. «Ya soy un poco mayor para hacer locuras —se decía—, y la envidia que, como el amor, engendra fantasías, puede envenenarme la vida en Milán. Cuando murió mi marido, mi pobreza resultó un éxito, como también lo fue que rechazara dos grandes fortunas. Mi pobre condesito Mosca no tiene ni la vigésima parte de la riqueza que ponían a mis pies aquellos dos majaderos de Limercati y Nani. La ridícula pensión de viuda, tan penosamente obtenida; el despido de los criados, que fue un bombazo; el pisito en una quinta planta, que atraía hasta veinte carrozas a la puerta, todo ello supuso, antaño, un espectáculo singular. Pero, por hábil que sea, tendré que pasar por momentos muy desagradables si, no teniendo más fortuna que la pensión de viudedad, vuelvo a vivir a Milán con el discretito acomodo burgués que pueden proporcionarnos las quince mil libras que le quedarán a Mosca tras su dimisión. Una objeción muy importante, que la envidia aprovechará como un arma terrible, es que el conde está casado, aunque se haya separado de su mujer hace ya mucho tiempo. En Parma la separación es algo muy sabido, pero en Milán será una noticia, y me harán a mí responsable de ella. Así que, precioso teatro mío de la Scala, divino lago de Como…, ¡adiós!, ¡adiós!».

Pese a todas estas anticipaciones, si la condesa hubiera tenido una mínima fortuna personal, hubiera aceptado el ofrecimiento de dimisión de Mosca. Se creía ya de cierta edad, y la corte le daba miedo; ahora bien, lo que parecerá verdaderamente increíble a este lado de los Alpes es que el conde habría ofrecido dicha dimisión con alegría. Por lo menos, consiguió convencer a su amiga de ello. En todas las cartas, con cada vez mayor insistencia, pedía una segunda entrevista en Milán; la consiguió.

—Si yo le jurara que me inspira una pasión loca, le mentiría —le dijo la condesa un día en Milán—, me haría muy feliz amar hoy, con treinta años cumplidos, como amaba a los veintidós, ¡pero he visto caer tantas cosas que había creído eternas! Usted me inspira una amistad llena de ternura y una confianza sin límites; es usted el hombre al que prefiero entre todos los demás.

La condesa se creía perfectamente sincera, aunque, en la última parte de esta declaración, había deslizado una pequeña mentira. Probablemente, si Fabricio hubiera querido, se habría impuesto en su corazón. Pero a los ojos del conde Mosca, Fabricio no era más que un niño. El conde llegó a Milán tres días después de la partida del atolondrado joven a Novara y se apresuró a interceder por él ante el barón Blinder; era de la opinión de que el destierro era algo irremediable.

No había venido solo a Milán, le había acompañado en el coche el duque Sanseverina-Taxis, un viejecito guapo de sesenta y ocho años, entrecano, muy atildado, muy correcto, inmensamente rico, pero de nobleza reciente. Había sido su abuelo quien había amasado millones en el oficio de arrendatario general de las rentas del Estado de Parma. Su padre se había hecho nombrar embajador del Príncipe de Parma en la corte de ***, tras argumentar del siguiente modo a su soberano:

—Vuestra Alteza tiene asignados treinta mil francos a su representante en la corte de ***, que está desempeñando su función de manera muy mediocre. Si Vuestra Alteza se dignara concederme ese puesto a mí, aceptaré unos honorarios de seis mil francos. Mis gastos en la corte de *** no sobrepasarán nunca los den mil francos al año y mi administrador ingresará anualmente veinte mil francos en la caja de Asuntos Exteriores de Parma. Con dicha suma se podrá dotar mi embajada con el secretario que se considere más oportuno y yo no mostraré el menor interés en los secretos diplomáticos que pueda haber. Lo que pretendo con ello es conseguir lustre para mi casa, aún nueva, realzarla con uno de los grandes cargos del país.

El actual duque, hijo de aquel embajador, había cometido la torpeza de mostrarse medio liberal, y, desde hacía dos años, estaba desesperado. En la época de Napoleón había perdido dos o tres millones por su obstinación en quedarse en el extranjero y, aun así, tras el restablecimiento del orden en Europa no había podido conseguir el gran cordón que adornaba el retrato de su padre. No tener aquel cordón lo atormentaba.

Dado el grado de intimidad que acompaña al amor en Italia, entre los dos amantes no había lugar a ningún óbice generado por la vanidad. Y, así, Mosca, con la más absoluta sencillez, le dijo un día a la mujer que adoraba:

—Tengo dos o tres planes de actuación que proponerle, todos bien armados; no pienso en otra cosa desde hace tres meses:

1.° Presento mi dimisión y nos vamos a vivir como buenos burgueses a Milán, a Florencia, a Nápoles o a donde prefiera. Tendremos quince mil libras de renta, aparte de los beneficios que el príncipe quiera concederme, que durarán más o menos.

2.° Usted acepta venir al país en que tengo cierto poder; compra una finca, Sacca, por ejemplo, que tiene una casa encantadora, en mitad de un bosque que domina el curso del Po; tendría el contrato de compraventa firmado en ocho días. El príncipe la aceptará en su corte. Pero aquí se plantea un grave problema. Será bien recibida en la corte; nadie se atreverá a pestañear en mi presencia; por otra parte, la princesa se cree desgraciada, y yo acabo de prestarle algunos servicios pensando en usted. El problema a que me refiero estriba en que el príncipe es muy devoto y, como también usted sabe, para mi desgracia, yo estoy casado. De todo ello se seguirá una infinidad de pequeños trastornos. Usted es viuda, es ésa una hermosa condición que convendría cambiar por otra, y en ello está mi tercera propuesta.

Consistiría en encontrar un nuevo marido que no diera ninguna molestia. Sería imprescindible que fuera de edad muy avanzada, porque ¿se negará usted a que abrigue la esperanza de sustituirlo algún día? Pues bien, he cerrado este trato peculiar con el duque Sanseverina-Taxis, que, naturalmente, no sabe el nombre de la futura duquesa. Sólo sabe que ella lo hará embajador y le proporcionará un gran cordón que tenía su padre y cuya carencia lo hace el más desgraciado de los mortales. Aparte de esto, no es ningún imbécil; se hace traer la ropa y las pelucas de París, y no es, en absoluto, un hombre que premeditadamente le haga ningún mal a nadie; está convencido de que el honor consiste en tener un cordón, y se avergüenza de su riqueza. Vino a verme hace un año con la propuesta de fundar un hospital para ganar el tal cordón; yo me burlé de él, pero él no se ha burlado ni un ápice de mí cuando le he propuesto un matrimonio; mi primera condición ha sido naturalmente que no volvería a pisar Parma.

—¿Pero se da cuenta de que lo que me propone es sumamente inmoral? —dijo la condesa.

—No más inmoral que cuanto se hace en nuestra corte y en tantas otras. Lo bueno del poder absoluto es que lo santifica todo a los ojos del pueblo. Y, además, ¿dónde está el ridículo que la gente no percibe? Nuestra política, de aquí a veinte años, va a consistir en tener miedo de los jacobinos, ¡y qué miedo! Año tras año pensaremos que estamos en vísperas del 93[19]. ¡Ya oirá —eso espero— las frases que hago al propósito en las recepciones que doy! ¡Precioso! Todo lo que pueda aminorar un poco ese miedo será altamente moral a los ojos de los nobles y de los devotos. Y, en Parma, todo el que no es noble o devoto está en la cárcel, o camino de ella. Tenga la seguridad de que este matrimonio no le parecerá raro a nadie hasta el día en que yo caiga en desgracia. El arreglo no hace mal a nadie y eso es lo principal, creo yo. El príncipe, cuyo favor es nuestro oficio y beneficio, no ha puesto más condición para permitir tal matrimonio que la futura duquesa fuera noble de nacimiento. El año pasado, mi cargo, contándolo todo, me ha supuesto ciento siete mil francos; en total, mi renta habrá sido de ciento veintidós mil francos; he colocado veinte mil en Lyon. En fin, escoja: o bien, 1.°, una alta posición, fundada en una cantidad para gastar de ciento veintidós mil francos (lo que, en Parma, equivale por lo menos a cuatrocientos mil en Milán), aunque con ese matrimonio que le dará el apellido de ese hombre aceptable, a quien usted sólo verá en el altar; o bien, 2.°, una discretita vida burguesa, con quince mil francos, en Florencia o en Nápoles, pues (estoy de acuerdo con usted) ha sido demasiado admirada en Milán como para que no nos persiguiera allí la envidia y nos causara más de un disgusto. La alta posición que puede tener en Parma supondrá, espero, alguna novedad, incluso para usted que vivió en la corte del príncipe Eugenio; sería prudente conocerla antes de cerrarse esa puerta. Y no piense que quiero influir en su opinión; para mí, la elección está decidida: prefiero vivir en un cuarto piso con usted a seguir solo con mi categoría actual.

Los dos amantes analizaron día tras día la posibilidad de aquel extraño matrimonio. La condesa vio al duque Sanseverina-Taxis en el baile de la Scala y le pareció muy presentable. En una de las últimas conversaciones que mantuvieron al respecto, Mosca resumió así su propuesta:

—Si lo que queremos es pasar el resto de nuestras vidas de una manera alegre y no convertimos en unos viejos antes de tiempo, hay que tomar una decisión clara. El príncipe ha dado su aprobación; no se puede decir que Sanseverina esté mal; su palacio es el más hermoso de Parma y su fortuna es inmensa; tiene sesenta y ocho años y no quiere otra cosa en el mundo que conseguir el gran cordón; hay, de todas formas, una mancha importante en su vida: hace tiempo compró un busto de Napoleón, de Canova, que le costó diez mil francos. Su segundo pecado, que si usted no lo remedia le costará la vida, es haber prestado veinticinco napoleones a Ferrante Palla[20], un parmesano loco y algo genial, a quien condenamos a muerte, aunque, afortunadamente, en rebeldía. Ese Ferrante ha escrito en su vida unos doscientos versos inigualables; ya se los recitaré; es tan bueno como Dante. El príncipe envía a Sanseverina a la corte de ***, se casa con usted el mismo día de su partida, y al segundo año de su marcha, a la que él llamará embajada, recibe el cordón de ***, sin el cual no puede vivir. Será para usted como un hermano que no resultará en modo alguno desagradable; Sanseverina firma por adelantado todos los papeles que yo quiera, y, por otra parte, usted lo verá poco o nunca, como prefiera. Lo único que pide es no ser visto en Parma donde su abuelo, el recaudador, y su supuesto liberalismo le abruman. Rassi, nuestro verdugo, dice que el duque ha estado suscrito, en secreto, a Le Constitutionnel, por mediación de Ferrante Palla, el poeta, y esta calumnia ha sido durante mucho tiempo un serio obstáculo para el consentimiento del príncipe.

¿Por qué culpabilizar al historiador que se limita a reproducir fielmente el relato que le han hecho hasta en sus detalles más nimios? ¿Tiene él la culpa de que los personajes, arrastrados por unas pasiones que, desgraciadamente para él, no comparte, incurran en actos gravemente inmorales? Es cierto, además, que tales cosas no se hacen ya en un país en el que la única pasión que queda es la del dinero, instrumento de la vanidad.

Tres meses después de los acontecimientos contados hasta aquí, la duquesa Sanseverina-Taxis asombraba a la corte de Parma con su amabilidad natural y con la serenidad noble de su ingenio. Su casa se convirtió en la más agradable de la ciudad sin comparación posible. Tal era lo que el conde Mosca había prometido a su soberano. Ranucio Ernesto IV, el príncipe reinante, y la princesa, su esposa, a quienes fue presentada por dos de las más importantes damas del país, la recibieron con mucha consideración. A la duquesa le inspiraba una gran curiosidad aquel príncipe, dueño del destino del hombre que amaba, quiso gustarle y lo consiguió con creces. Se encontró con un hombre alto, aunque un poco grueso; el pelo, el bigote y las enormes patillas eran, para sus súbditos, de un hermoso color rubio, aunque en cualquier otro lugar, aquel color se hubiera comparado con la innoble estopa. En medio del grueso rostro se levantaba, muy poco, una nariz sumamente pequeña, casi femenina. Pese a todo, la duquesa observó que, para darse cuenta de aquellos elementos de fealdad, hacía falta buscarlos, analizar los rasgos del príncipe. Su aspecto general era el de un hombre inteligente con un carácter firme. Su porte y sus maneras no carecían de majestad, si bien, a menudo, cuando pretendía imponerse a su interlocutor, se aturdía e incurría en un casi continuo balanceo sucesivo de una pierna a la otra. Por lo demás, Ernesto IV tenía una mirada penetrante y dominadora; los ademanes de sus brazos tenían nobleza y sus palabras, mesura y concisión.

Mosca ya le había contado a la duquesa que el príncipe tenía en el gran gabinete de audiencias un retrato de cuerpo entero de Luis XIV y una preciosa mesa florentina de Scagliola. A ella le pareció que la imitación era sorprendente: era evidente que trataba de que la mirada, noble, y el modo de hablar fueran los de Luis XIV y que el ademán, cuando se apoyaba en la mesa de Scagliola, fuera el de José II. Él se sentó enseguida, tras unas primeras palabras dirigidas a la duquesa, para darle ocasión de sentarse en el taburete que correspondía a su rango. En aquella corte, las duquesas, princesas y las esposas de los grandes de España se sentaban a su arbitrio, mientras que las demás mujeres debían esperar a que el príncipe o la princesa las invitaran a ello. Las augustas personas se cuidaban siempre de dejar pasar un cierto tiempo antes de invitar a las señoras no duquesas a que se sentaran para subrayar la diferencia de rangos. A la duquesa le pareció que, en ocasiones, la imitación que de Luis XIV hacía el príncipe era un poco exagerada, como, por ejemplo, cuando sonreía bondadosamente echando hacia atrás la cabeza.

Ernesto IV llevaba un frac a la moda de París; todos los meses le enviaban de aquella ciudad, que aborrecía, un frac, una levita y un sombrero. El día en que recibió a la duquesa, en una extraña mezcla de costumbres, llevaba un calzón rojo, medias de seda y unos zapatos muy cerrados como los que pueden verse en los retratos de José II.

Recibió a la señora Sanseverina con gentileza, le dijo cosas inteligentes y delicadas, pero ella se dio cuenta perfectamente de que no se había esforzado en recibirla de un modo especial.

—¿Sabe usted por qué? —le dijo el conde Mosca cuando regresaron de la audiencia—. Porque Milán es una ciudad más grande y más bella que Parma. Si la hubiera recibido a usted con la especial atención que yo creía, y que él me había hecho esperar, habría temido parecer un provinciano en éxtasis ante el encanto de una hermosa señora venida de la capital. Estoy seguro de que ahora sigue molesto por un detalle que casi no me atrevo a confesar: el príncipe no encuentra en su corte a ninguna mujer que pueda superar su belleza. Ése fue el único tema de que hablaba anoche, a la hora de acostarse, con Pernice, su primer ayuda de cámara, que tiene muchas deferencias conmigo. Preveo una pequeña revolución en la etiqueta; mi mayor enemigo en esta corte es un tonto a quien llaman general Fabio Conti. Imagínese un excéntrico que no ha estado en la guerra más que un día en toda su vida y que eso le da pie para imitar el empaque de Federico el Grande. Tiende también a copiar la noble afabilidad del general Lafayette, esto porque es el jefe del partido liberal (¡Dios mío, qué liberales!).

—Conozco a ese Fabio Conti —dijo la duquesa—. Lo vi cerca de Como, en una ocasión en que discutía con los gendarmes —y le contó al conde la anécdota que seguramente también recuerde el lector.

—Algún día, señora, cuando su inteligencia consiga ahondar en los abismos de nuestra etiqueta, sabrá usted que las jóvenes no pueden hacer acto de presencia en la corte hasta después de su matrimonio. Pues bien, la obsesión patriótica de nuestro príncipe de que Parma sea en todo superior a todas las demás es tan exagerada, que apostaría lo que fuera a que va a encontrar el modo de que le sea presentada la pequeña Clelia Conti, la hija de nuestro Lafayette. Es verdaderamente encantadora y, hasta hace ocho días, se la consideraba la persona más bella de los estados del príncipe.

No sé —siguió diciendo el conde— si los horrores que los enemigos del soberano han difundido sobre él habrán llegado a Grianta. De él han dicho que es un monstruo, un ogro. La verdad es que Ernesto IV estaba lleno de pequeñas virtudes, y puede añadirse que, si hubiera sido invulnerable como Aquiles, habría llegado a convertirse en un modelo de soberanos. Pero, en un momento de irritación y de cólera —y también, un poco, en su afán de imitar a Luis XIV cuando mandó decapitar a no sé qué héroe de la Fronda al que descubrieron viviendo tranquila e insolentemente en una finca junto a Versalles, cincuenta años después de la Fronda—, Ernesto IV mandó ahorcar un día a dos liberales. Al parecer, aquellos imprudentes se reunían a fecha fija para hablar mal del príncipe e invocar al cielo ardientemente para que enviara la peste a Parma y los librara del tirano. Se pudo probar el uso de la palabra «tirano». Rassi calificó esto como conspiración; los hizo condenar a muerte, y la ejecución de uno de ellos, el conde L***, fue atroz. Todo esto sucedió antes de que yo llegara al ministerio. Desde ese momento fatal —añadió el conde, bajando la voz—, el príncipe padece unos accesos de miedos indignos de un hombre, pero que son la fuente única del favor de que gozo. Sin ese miedo soberano, mi mérito parecería demasiado brusco, demasiado áspero en esta corte, donde abunda el imbécil. Aunque cueste creerlo, el príncipe mira debajo de las camas de sus habitaciones antes de acostarse, y gasta un millón (que en Milán vienen a ser cuatro millones) en tener una buena policía; pues bien, tiene usted delante, señora duquesa, al jefe de esa policía terrible. Gracias a la policía, es decir gracias al miedo, he llegado a ser ministro de la Guerra y de Hacienda. Como el ministro del Interior es mi superior nominal, puesto que la policía es una de sus atribuciones, he hecho que le dieran esa cartera al conde Zurla-Contarini, un imbécil, obseso del trabajo, para quien escribir ochenta cartas al día constituye un placer. Esta misma mañana he recibido una en la que el propio conde Zurla-Contarini ha tenido la satisfacción de escribir de su puño y letra el número 20.715.

La duquesa Sanseverina fue presentada a la triste princesa de Parma, Clara Paulina, que se creía la persona más desgraciada del universo porque su marido tenía una amante (una mujer bastante guapa, la marquesa Balbi) y, así, se había convertido seguramente en la persona más aburrida del mundo. La duquesa se encontró con una mujer muy alta y muy delgada, que no llegaba a los treinta y seis años y parecía tener cincuenta. Tenía un rostro regular y noble que, si no lo hubiera abandonado, hubiera parecido hermoso, a pesar de tener unos ojos demasiado redondos, saltones y que apenas veían. Recibió a la duquesa con una timidez tal, que algunos cortesanos enemigos del conde Mosca se atrevieron a comentar que quien parecía la persona presentada era la princesa, mientras que la duquesa parecía la soberana. Sorprendida, desconcertada casi, la duquesa no sabía qué palabras utilizar para colocarse en un plano inferior a aquel en que la princesa se colocaba. Con idea de transmitir alguna confianza en sí misma a aquella pobre princesa, que, en realidad, no carecía en absoluto de inteligencia, a la duquesa no se le ocurrió nada mejor que emprender, y prolongar, una disertación sobre botánica. La princesa era una verdadera entendida en el asunto; tenía invernaderos preciosos con muchas plantas tropicales. La duquesa, que no pretendía otra cosa que salir de una situación apurada, se ganó para siempre a la princesa Clara Paulina, que de tímida y parada que se había mostrado al principio de la audiencia, pasó al final a estar tan a gusto que, contra todas las reglas de etiqueta, prolongó aquella primera audiencia no menos de cinco cuartos de hora. Al día siguiente la duquesa mandó comprar plantas exóticas y fingió ser una gran aficionada a la botánica.

La princesa se pasaba la vida con el venerable padre Landriani, arzobispo de Parma, hombre de ciencia, inteligente incluso y absolutamente honesto, pero que, sentado en la silla de terciopelo carmesí (prerrogativa de su rango), frente al sillón de la princesa, rodeada de sus damas de honor y de sus dos damas de compañía, daba un singular espectáculo. El viejo prelado, de largos cabellos blancos, era aún más tímido, si cabe, que la princesa; se veían todos los días, y todas las audiencias empezaban con un silencio de un cuarto de hora largo. Esta eventualidad había convertido a la condesa Alvizi, una de las damas de compañía, en una suerte de favorita, pues tenía el arte de animarlos a hablar, de conseguir que rompieran el silencio.

Para terminar con el programa de presentaciones, la duquesa fue recibida por S.A.S. el príncipe heredero, más alto que su padre y más tímido que su madre. Era un experto en mineralogía y tenía dieciséis años. Cuando la duquesa entró en la estancia se puso intensamente colorado y se aturdió tanto que no fue capaz de decir una sola palabra a aquella hermosa señora. Era muy guapo y se pasaba la vida en los bosques con un martillo en la mano. En el momento en que la duquesa se levantaba para poner fin a aquella silenciosa audiencia, el príncipe heredero exclamó:

—¡Dios mío, qué guapa es usted, señora! —lo que a la dama presentada no le pareció de mal gusto.

Dos o tres años antes de que llegara a Parma la duquesa Sanseverina, la marquesa Balbi, una joven de veinticinco años, podía haber pasado aún por el modelo más perfecto de belleza italiana. Ahora, seguía teniendo unos ojos extraordinariamente bellos y haciendo unos gestitos de lo más graciosos, pero, vista de cerca, su piel estaba surcada por una infinidad de arruguillas finas, que la convertían en una joven vieja. A cierta distancia, en el teatro por ejemplo, en su palco, seguía siendo una belleza; a la gente del patio de butacas le parecía que el príncipe tenía muy buen gusto. Pasaba éste todas las veladas en casa de la marquesa Balbi, aunque a menudo sin abrir la boca; y el aburrimiento que percibía en el príncipe tenía a la pobre mujer consumida en una delgadez extrema. Pretendía tener una sutileza sin límites, y sonreía con malicia constantemente; tenía los dientes más bonitos del mundo y en cualquier circunstancia, viniera o no a cuento, mediante una sonrisa traviesa, intentaba dar a entender que sus palabras tenían un doble sentido. El conde Mosca decía que todas aquellas arrugas se debían a que sonreía continuamente mientras bostezaba por dentro. La Balbi participaba en todos los asuntos, y no había transacción estatal de mil francos que no incluyera un souvenir para la marquesa (tal era el eufemismo que se utilizaba en Parma). Se murmuraba que había colocado seis millones de francos en Inglaterra, pero su fortuna, muy reciente por cierto, no llegaba al millón y medio de francos. Precisamente para ponerse al abrigo de sus sutilezas y tenerla bajo su control, el conde Mosca se había hecho nombrar ministro de Finanzas. La única pasión de la marquesa era el miedo revestido de sórdida avaricia: «Moriré en la miseria», le decía a veces al príncipe, a quien aquellas frases lo sacaban de quicio. La duquesa observó que en la antesala del palacio de la Balbi, resplandeciente de dorados, sólo alumbraba una vela que chorreaba en una mesa de mármol precioso, y en las puertas del salón había manchas negras de dedos de los criados.

—Me ha recibido —le dijo la duquesa a su amigo— como si estuviera esperando de mí una propina de cincuenta francos.

La cadena de éxitos de la duquesa se rompió de algún modo con la recepción que le dio la mujer más hábil de la corte, la célebre marquesa Raversi, intrigante consumada y al frente del partido opuesto al del conde Mosca. A toda costa quería que éste fuera destituido, y con más ahínco aún de unos meses a aquella parte, pues era sobrina del duque Sanseverina y temía que las gracias de la nueva duquesa supusieran un peligro para su herencia.

—La Raversi no es de ningún modo una mujer que quepa despreciar —le decía el conde a su amiga—, yo la tengo por capaz de todo, hasta el punto de que si me separé fue sólo porque mi mujer se empeñó en tomar como amante a uno de sus amigos, el caballero Bentivoglio.

Aquella señora, hombruna, alta, con el pelo muy negro, famosa por los diamantes que llevaba desde por la mañana, y por el carmín con que se maquillaba las mejillas, se había declarado de antemano enemiga de la duquesa, y, recibiéndola, emprendía la tarea de una guerra declarada. El duque Sanseverina, por las cartas que enviaba desde ***, parecía tan encantado con su embajada y, sobre todo, con la esperanza del gran cordón, que su familia temía que dejara parte de su fortuna a su mujer, a la que colmaba de pequeños obsequios. La Raversi, aunque bastante fea, tenía por amante al conde Baldi, el hombre más guapo de la corte. Por lo general, conseguía todo lo que se proponía.

La condesa vivía del modo más suntuoso. El palacio Sanseverina había sido siempre uno de los más grandiosos de la ciudad de Parma, y el duque, con ocasión de su embajada y su futuro gran cordón, gastaba sumas enormes en redecorarlo; la duquesa dirigía las reformas.

El conde había acertado en su presunción: a los pocos días de la presentación de la duquesa, la joven Clelia Conti entró en la corte, la habían hecho canonesa[21]. Con objeto de parar el golpe contra el prestigio del conde que esta distinción pudiera parecer, la duquesa dio una fiesta con el pretexto de inaugurar el jardín de su palacio, y, con su elegancia sutil, convirtió a Clelia, a la que se refería llamándola su joven amiga del lago de Como, en la reina de la velada. Sus iniciales se encontraban, como por casualidad, en los principales transparentes[22]. La joven Clelia, aunque un poco pensativa, habló con amabilidad de la pequeña aventura a orillas del lago y de su vivo agradecimiento. Decían que era muy devota y muy solitaria.

—Estoy seguro —decía el conde— de que es lo suficientemente lista como para avergonzarse de su padre.

La duquesa hizo amiga suya a la muchacha; le gustaba; no quería parecer celosa y la invitaba a todas sus fiestas; su sistema consistía, en suma, en atenuar los odios de que era objeto el conde.

Todo sonreía a la duquesa, le divertía la vida en la corte donde siempre hay que temer que se desencadene alguna tormenta; sentía que de nuevo empezaba a vivir. Se sentía tiernamente unida al conde, quien estaba literalmente loco de contento. Tan amable situación le había conferido una perfecta imperturbabilidad ante cuanto pudiera afectar a su ambición. Y, así, al cabo de dos meses de la llegada de la duquesa, obtuvo el nombramiento y los honores de primer ministro, que lo acercaban mucho a los que se tributan al soberano. El conde era el dueño del discernimiento de su señor y buena prueba de ello es un suceso que se dio en Parma, y que asombró a todo el mundo.

A diez minutos de la ciudad, en dirección sudoeste, se alza la famosa ciudadela, tan renombrada en Italia, cuya gran torre de sesenta metros de altura se ve desde muy lejos. Esa torre construida por los nietos de Paulo III a comienzos del siglo XVI, siguiendo el modelo del mausoleo de Adriano, en Roma, es tan grande y masiva, que en la plataforma que la corona se ha podido construir un palacio para el gobernador de la ciudadela y una nueva prisión, conocida como la torre Farnesio. Esta prisión construida en honor del primogénito de Ranucio Ernesto II, que se había convertido en amante correspondido de su madrastra, está considerada en el país como bonita y singular. La duquesa la quiso visitar. El día que fue hacía en Parma un calor asfixiante; allí arriba, estando tan alta, pudo respirar; se sintió tan a gusto, que se quedó unas horas, y en su honor abrieron las salas de la torre Farnesio.

En la plataforma de la gran torre, la duquesa conoció a un pobre prisionero liberal que había ido allí a gozar de la media hora de paseo que cada tres días tenía permitido. De vuelta a Parma, y no teniendo aún la discreción requerida en una corte absolutista, habló de aquel hombre que le había contado toda su historia. El partido de la marquesa Raversi aprovechó aquellas frases y las repitió profusamente, esperando que molestaran al príncipe. Ernesto IV repetía a menudo que lo esencial era impresionar la imaginación.

—La palabra «siempre» es una gran palabra —decía—, y aún más terrible en Italia que en ninguna otra parte.

Siguiendo tal principio, nunca había concedido un indulto. Ocho días después de su visita a la fortaleza, la duquesa recibió una carta de conmutación de pena, firmada por el príncipe y por el ministro, con el nombre del beneficiario en blanco. Al prisionero que decidiera la duquesa se le restituirían sus bienes y se le permitiría pasar el resto de sus días en América. La duquesa escribió el nombre del prisionero con quien había estado hablando. Por desgracia, este hombre resultó ser un poco canalla, débil, más bien, responsable, por sus declaraciones a la policía, de la condena a muerte del célebre Ferrante Palla.

El carácter extraordinario de esta concesión suponía el punto culminante del favor concedido a la posición de la señora Sanseverina. El conde Mosca estaba loco de contento; ésta fue una buena época de su vida y ello tuvo una influencia decisiva en el destino de Fabricio. Seguía éste en Romagnano, cerca de Novara, cumpliendo con el sacramento de la confesión, cazando, no leyendo nada en absoluto y cortejando a una mujer noble, como rezaban las instrucciones que se le habían dado. A la duquesa no dejaba de resultarle chocante la necesidad de aquella última instrucción. Había aún otro signo, que pasaba desapercibido al conde, y era que, aun teniendo con él una franqueza sin límites sobre todas las cosas del mundo, hasta el punto de que, teniéndolo delante, pensaba en voz alta, nunca le hablaba de Fabricio sin haber antes pensado muy bien las palabras que iba a pronunciar.

—Si usted quiere —le dijo un día el conde—, escribo a ese hermano suyo tan amable que vive junto al lago de Como; no me costará mucho, con la ayuda de mis amigos de ***, forzarle a pedir perdón para su querido Fabricio. Estoy seguro —me cuidaré mucho de dudarlo— de que Fabricio vale algo más que todos esos jóvenes que sacan a pasear sus caballos ingleses por las calles de Milán, porque ¡qué vida la de quien con dieciocho años no hace nada y no tiene otra perspectiva que seguir sin hacer nada! Si el cielo le ha concedido alguna verdadera pasión, sea la que fuere, aunque sea la de la pesca con caña, se la respetaría; mas ¿qué puede hacer él en Milán, incluso tras haber obtenido el perdón? A una hora determinada, montará un caballo que se habrá hecho traer de Inglaterra; a otra, la ociosidad lo llevará a la casa de su amante, a la que querrá menos que a su caballo… De todas formas, si usted me lo ordena, trataré de conseguirle ese género de vida a su sobrino.

—Me gustaría que fuera oficial —dijo la duquesa.

—¿Aconsejaría usted a un monarca que confiara un cargo que, llegado el día, podría ser de cierta importancia, a un joven, primero, susceptible de entusiasmo y, segundo, que ha manifestado su entusiasmo por Napoleón hasta el punto de ir a reunirse con él a Waterloo? ¡Imagínese qué habría sido de todos nosotros si Napoleón hubiera ganado Waterloo! No tendríamos liberales que temer, es verdad, pero los jefes de las viejas familias reales no podrían reinar si no se casaran con las hijas de sus mariscales. No lo dude, la carrera militar para Fabricio sería como la vida de una ardilla metida en una jaula con un tambor giratorio: mucho movimiento para no avanzar nada. Viviría con el disgusto de quien se ve postergado por todos aquellos que saben ser serviles. La primera cualidad que debe tener un joven de hoy —o sea, de aquí a cincuenta años, probablemente, mientras nos dure el miedo y la religión no sea restablecida— es no ser capaz de entusiasmo y carecer de talento.

Se me ha ocurrido una cosa que, en un primer momento, le hará poner el grito en el cielo, y que a mí me costará un terrible disgusto para más de un día; se trata de una locura que yo haría por usted. Pero ¿qué locura no haría yo para conseguir una sonrisa suya?

—¿Y qué es? —preguntó la duquesa.

—¡Bueno!, en Parma hemos tenido tres arzobispos de su familia: en 16…, Ascanio del Dongo, que escribía; en 1699, Fabricio, y en 1740, un segundo Ascanio. Si Fabricio quiere acceder a la prelatura y hacerse notar por unas virtudes de primer orden, lo hago obispo de cualquier sitio y, luego, arzobispo aquí, siempre que dure mi influencia. La objeción más importante reside precisamente en esto último: ¿seguiré siendo ministro el tiempo suficiente como para llevar a término este plan, que es bueno pero que exige unos cuantos años? El príncipe puede morir, o puede tener el mal gusto de echarme. En cualquier caso, es el único medio que tengo para hacer por Fabricio algo que sea digno de usted.

Discutieron mucho el asunto. La idea no le gustaba nada a la duquesa.

—Demuéstreme una vez más —le dijo ella al conde— que Fabricio no tiene otra posibilidad de carrera.

El conde se lo demostró.

—A usted le habría gustado —añadió él— el uniforme brillante, pero a ese respecto no puedo hacer nada.

Al cabo del mes de reflexión que la duquesa había solicitado, aceptó, suspirando, el sensato punto de vista del ministro.

—O montar, muy estirado, un caballo inglés en cualquier gran ciudad —repetía el conde—, o tomar un estado que no está reñido con su cuna; no veo que quepa término medio. Desgraciadamente, un aristócrata no puede hacerse ni médico ni abogado, y éste es el siglo de los abogados.

Piense además, señora —insistía el conde—, que siempre puede proporcionar a su sobrino, en las calles de Milán, la misma condición de que gozan los jóvenes de su edad a los que se tiene por más afortunados. Una vez obtenido el perdón, le da quince, veinte o treinta mil francos, qué más da, ni usted ni yo nos planteamos hacer economías.

La duquesa era sensible a la gloria; no quería que Fabricio fuera un simple despilfarrador; accedió, pues, al plan de su amante.

—Tenga en cuenta —le decía el conde— que no pretendo hacer de Fabricio un clérigo ejemplar como hay tantos. No, él, ante todo, es un gran señor. Si quiere podrá seguir siendo un perfecto ignorante y eso no quitará nada para que sea obispo y arzobispo, siempre que el príncipe siga considerándome útil.

Si usted me ordena convertir en decreto inmutable lo que ahora es simple propuesta —añadió el conde—, no será nada conveniente que nuestro protegido sea visto en Parma, siendo poca cosa. Su éxito chocaría si se le hubiera visto cuando no fuera más que un simple cura. No conviene que aparezca por Parma a no ser que lleve ya medias moradas[23] y tenga una posición económica adecuada. Todo el mundo intuirá entonces que su sobrino debe ser obispo y a nadie le extrañará que llegue a serlo.

Si está de acuerdo conmigo, enviará a Fabricio a hacer sus estudios de teología a Nápoles, donde pasará tres años. En las vacaciones del seminario, si quiere, puede ir a París o a Londres, pero ño aparecerá nunca por Parma.

Esta prescripción le produjo un escalofrío a la duquesa.

Envió un correo a su sobrino y le dio una cita en Piacenza; ocioso será decir que aquel correo era portador de todos los medios económicos y pasaportes que eran necesarios.

Fabricio llegó el primero a Piacenza, y cuando salió al encuentro de la duquesa, la cubrió de besos con tanta efusión que la hicieron prorrumpir en llanto. Se alegró ella de que el conde no estuviera presente; desde que habían entablado sus relaciones, era ésta la primera vez que experimentaba semejante sensación.

A Fabricio lo sorprendieron y, enseguida, lo afligieron los planes que la duquesa había hecho para él; estaba persuadido de que, una vez resuelto el asunto de Waterloo, acabaría haciéndose militar. Hubo una cosa que sorprendió a la duquesa y que acrecentó lo novelesco de la idea que se había formado de su sobrino, y fue su radical rechazo a llevar una vida de café en alguna de las grandes ciudades de Italia.

—¡Imagínate en el Corso de Florencia o de Nápoles —le decía la duquesa— con caballos ingleses de pura sangre! Un coche para las tardes, un bonito piso… —se complacía ella en insistir en la descripción de esta felicidad vulgar que veía a Fabricio rechazar con desdén—. «Es un héroe» —pensaba la duquesa.

—Y al cabo de diez años de esta vida agradable, ¿qué habré hecho? —decía Fabricio—; ¿qué seré? Un joven maduro que tendrá que dejar paso al primer adolescente guapito que debute en el gran mundo también él con un caballo inglés.

Al principio, Fabricio también rechazó de plano el plan eclesiástico; habló de ir a Nueva York y hacerse ciudadano y soldado republicano en América.

—¡Qué equivocado estás! Allí no tendrás guerras y recaerás en la vida de café, pero sin elegancia, sin música, sin amores —replicó la duquesa—. Créeme, para ti, como para mí, la de América no puede ser más que una vida triste.

Le explicó el culto al dios dólar y el respeto que hay que tener por los menestrales, quienes con su voto lo deciden todo. Volvieron a considerar el plan eclesiástico.

—Antes de enfurecerte —le dijo la duquesa—, entiende bien lo que te plantea el conde. No se trata en absoluto de que seas un pobre cura más o menos ejemplar y virtuoso como el abate Blanes. Recuerda lo que fueron tus tíos los arzobispos de Parma; relee sus vidas en el suplemento de la genealogía. Un hombre con tu apellido tiene que ser un gran señor, noble, generoso, protector de la justicia, destinado de antemano a ser el primero entre los de su condición… sin hacer en toda su vida más que una sola trastada, aunque eso sí, perfectamente útil.

—¡O sea que todas mis ilusiones, al traste! —decía Fabricio suspirando profundamente—. ¡El sacrificio es cruel! No se me había ocurrido pensar —lo confieso— en ese horror al entusiasmo y a la inteligencia, aun ejercidos en beneficio propio, que van a tener los monarcas absolutistas.

—¡Piensa que una proclama, un impulso, precipitan al hombre entusiasta en el partido contrario al que ha servido toda su vida!

—¡Entusiasta yo! —repitió Fabricio—. ¡Extraña acusación para mí que ni siquiera puedo enamorarme!

—¿Cómo? —preguntó la duquesa.

—Cuando tengo el honor de cortejar a una belleza, aun de buena familia y devota, no puedo pensar en ella más que cuando estoy con ella.

Esta confesión produjo una extraña impresión a la duquesa.

—Te pido un mes —continuó Fabricio— para despedirme de la señora C. de Novara y, lo que me resultará mucho más difícil, para decir adiós a las ilusiones de toda mi vida. Escribiré a mi madre, que, como es tan buena, irá a verme a Belgirate, en la orilla piamontesa del lago Mayor, y dentro de treinta y un días iré de incógnito a Parma.

—¡Te guardarás mucho de hacerlo! —exclamó la duquesa, que no quería que el conde Mosca la viera hablando con Fabricio.

Volvieron a verse en Piacenza. Esta vez la duquesa estaba muy agitada. En la corte había estallado la tormenta. El partido de la marquesa Raversi estaba a punto de ganar. Cabía la posibilidad de que el conde Mosca fuera sustituido por el general Fabio Conti, jefe de lo que en Parma se llamaba partido liberal. Menos el nombre del rival que estaba granjeándose el favor del príncipe, la duquesa se lo contó todo a Fabricio. Volvió a discutir con él las posibilidades de su futuro, incluso en el caso de que le faltara la todopoderosa protección del conde.

—Voy a pasar tres años en el seminario de Nápoles —exclamó Fabricio—; pero si, ante todo, debo comportarme como un joven aristócrata y tú no me obligas a llevar la rígida vida de un seminarista virtuoso, Nápoles no me da el menor miedo; no será peor que vivir en Romagnano, donde los bienpensantes empezaban a considerarme un jacobino. En mi destierro me he dado cuenta de que no sé nada, ni siquiera latín, ni siquiera ortografía. Había planeado recuperar mi educación en Novara, así que me gustará estudiar teología en Nápoles, que, al parecer, es una ciencia complicada.

La duquesa estaba encantada.

—Si nos echan —le dijo—, iremos a verte a Nápoles. Y, puesto que hasta nueva orden aceptas el partido de las medias moradas, el conde, que conoce muy bien la Italia actual, me ha encargado que te transmita una sugerencia. Creas o no en lo que te enseñen, no opongas nunca la menor objeción. Hazte a la idea de que te enseñan las reglas del whist; ¿pondrías objeciones a las reglas del whist? Ya le he comentado al conde que tú eres creyente, y eso le ha parecido muy bien; es algo útil en este mundo y en el otro. Pero aunque seas creyente, no caigas en la vulgaridad de hablar horrorizado de Voltaire, Diderot, Raynal, y de todos esos descerebrados franceses precursores de las dos cámaras. Lo mejor es que ni pronuncies sus nombres; pero si no te queda más remedio que hacerlo, habla de tales señores con ironía tranquila; hace mucho tiempo que sus ideas han sido rebatidas, así que los ataques que puedan serles dirigidos no tienen ya la menor consecuencia. Cree ciegamente en todo lo que te digan en el seminario. Piensa que habrá personas que anotarán minuciosamente hasta tus más nimias objeciones. Te perdonarán una pequeña intriga galante, si está bien llevada, pero nunca una duda, porque con la edad se acaban las intrigas pero las dudas aumentan. Acógete a este principio en el tribunal de la penitencia. Tendrás una carta de recomendación para un obispo que es el factótum del cardenal arzobispo de Nápoles; sólo a él puedes confesarle tu escapada a Francia y tu presencia, el 18 de junio, en los alrededores de Waterloo. De todas formas, resume mucho, quítale toda la importancia a la aventura, cuéntala únicamente para que no puedan reprocharte que la has ocultado; ¡eras tan joven entonces!

La segunda sugerencia del conde es la siguiente: si se te ocurre un argumento brillante, una réplica victoriosa que cambie el curso de la conversación, no cedas jamás a la tentación de lucirte; guarda silencio; las personas avisadas verán tu talento en tu mirada. Ya llegará el tiempo de ser agudo cuando seas obispo.

Fabricio empezó a vivir en Nápoles con un coche modesto y cuatro criados, buenos milaneses, que le había enviado su tía. Tras un año de estudios, nadie decía de él que fuera un hombre entregado al intelecto, se le consideraba un gran señor, aplicado, muy generoso y un poco libertino.

Aquel año, bastante divertido para Fabricio, fue terrible para la duquesa. El conde estuvo en tres o cuatro ocasiones a punto de caer en desgracia. El príncipe, más atemorizado que nunca, pues aquel año estaba enfermo, pensaba que si lo despedía se libraría del horror de las ejecuciones llevadas a efecto antes de la llegada del conde al ministerio. En su corazón prefería a Rassi y quería conservarlo todo. Aquellos peligros que corrió el conde lo ligaron apasionadamente a la duquesa, ella ya no pensaba en Fabricio. Para darle cierto aire de naturalidad a su posible retiro, convinieron que el aire de Parma, realmente algo húmedo, como el de toda Lombardía, no era nada bueno para su salud. Al final, tras algunos intervalos de desgracia ante el soberano, en los que el conde —y primer ministro— llegó a pasar periodos de más de veinte días sin entrevistarse a solas con su señor, Mosca ganó la partida. Hizo nombrar al general Fabio Conti, el pretendido liberal, gobernador de la ciudadela donde se encarcelaba a los liberales juzgados por Rassi.

—Si Conti es indulgente con los prisioneros —le decía Mosca a su amiga—, se buscará su desgracia por mostrarse como un jacobino que antepone sus ideas políticas a sus deberes de general; si actúa con severidad y despiadadamente —y eso es lo que yo creo que hará—, dejará de ser el jefe de su propio partido, y se ganará la enemistad de todas las familias que tienen a alguno de los suyos en la ciudadela. Ese pobre hombre sabe adoptar una actitud de absoluto respeto en cuanto se acerca al príncipe; si hace falta, se cambia de ropa cuatro veces al día; lo sabe todo sobre la etiqueta, pero no tiene cabeza para seguir el difícil camino que pueda conducirle a buen puerto; haga lo que haga, yo me quedo en mi puesto.

Al día siguiente del nombramiento del general Fabio Conti, que cerraba la crisis ministerial, se supo que en Parma aparecía un periódico ultramonárquico.

—¡Qué de conflictos va a suscitar este periódico! —comentó la duquesa.

—Este periódico es seguramente mi obra maestra —respondió el conde entre risas—. Poco a poco dejaré, a mi pesar, que los ultras más furibundos me arrebaten su dirección. He dispuesto unos sueldos muy buenos para los puestos de redactor, y las solicitudes para ocuparlos van a venir de todas partes. Este asunto nos va a tener ocupados un mes o dos y servirá para que se olviden los peligros por los que acabo de pasar. P. y D., esos sesudos varones, están ya en la línea de salida.

—Pero ese periódico va a ser un desatino insoportable.

—Con ello cuento —le contestó el conde—. El príncipe lo leerá todas las mañanas y admirará mi doctrina; mía, pues yo soy el fundador. Habrá detalles que aprobará y detalles que le molestarán; por de pronto, le ocupará dos horas de su jornada de trabajo. El periódico tendrá problemas, pero, para cuando empiecen a llegar las quejas serias, dentro de ocho o diez meses, el periódico estará enteramente en manos de los ultras más furibundos. Será ese irritante partido el que tenga que responder de ellas; también yo elevaré quejas contra el periódico. En el fondo, prefiero cien disparates atroces a un solo ahorcado. Nadie se acuerda de un disparate a los dos años de su publicación. En cambio, los hijos de un ahorcado me profesarán un odio que durará lo que dure mi vida; y, ¿quién sabe?, puede incluso acortármela.

—La duquesa, siempre apasionada por algo, siempre activa, jamás ociosa, tenía más talento que toda la corte de Parma, pero carecía de la paciencia y de la frialdad necesarias para triunfar en las intrigas. No obstante, había llegado a seguir apasionadamente los intereses de las distintas camarillas, e incluso empezaba a tener una influencia personal ante el príncipe. Clara Paulina, la princesa, rodeada de honores, aunque aprisionada en una rancia etiqueta, se tenía a sí misma por la más desgraciada de las mujeres. La duquesa Sanseverina procuró acercarse a ella, y emprendió la tarea de demostrarle que no era tan desgraciada. Debo decir que el príncipe no veía a su mujer más que a la hora de la cena; duraba esta comida treinta minutos, y, en ocasiones, pasaban semanas enteras sin que el príncipe dirigiera la palabra a Clara Paulina. La señora Sanseverina trató de cambiar todo esto; sabía divertir al príncipe y más aún por el hecho de haber conservado toda su independencia. Aunque hubiera preferido que no sucediera, no habría podido dejar de herir a alguno de los tontos que pululaban en aquella corte. Aquella absoluta falta de habilidad suya la convertía en execrable para el común de los cortesanos, todos ellos condes o marqueses y generalmente beneficiarios de rentas en torno a las cinco mil libras. Ella se dio cuenta de aquella insuficiencia suya desde los primeros días y se dedicó exclusivamente a complacer al soberano y a su mujer, que dominaba absolutamente al príncipe heredero. La duquesa sabía divertir al soberano y aprovechaba el crédito que éste concedía a sus palabras más insustanciales para ridiculizar a los cortesanos que la odiaban. Desde aquellos lamentables errores en que había incurrido por instigación de Rassi (y las torpezas de sangre no se reparan jamás), el príncipe tenía miedo a veces y se aburría a menudo, lo cual le había precipitado en la tristeza de la envidia. Tenía la sensación de que no se divertía apenas, y le afligía pensar que los otros se divertían. El que alguien tuviera aspecto de ser feliz lo ponía furioso.

—Debemos ocultar nuestro amor —le dijo la duquesa a su amigo; e hizo todo lo posible para que el príncipe creyera que sólo estaba a medias enamorada del conde, aun siendo éste un hombre tan estimable.

Cuando hizo este descubrimiento, Su Alteza tuvo un día feliz. De vez en cuando, la duquesa dejaba caer la idea de que debería tomar unas vacaciones anuales de algunos meses que emplearía en viajar por la Italia que no conocía; iría a visitar Nápoles, Florencia, Roma. Pues bien, nada en el mundo podía molestar más al príncipe que tales proyectos; y ello, por su apariencia de deserción. Era una de sus debilidades más palmarias, los viajes que pudieran ser vistos como un desprecio por su ciudad capital le rompían el corazón. Se daba cuenta de que no había ningún medio de retener a la señora Sanseverina, y la señora Sanseverina era, con mucho, la mujer más brillante de Parma. Sus jueves, que eran verdaderas fiestas, tenían tanto éxito que la gente dejaba sus casas de campo de los alrededores para acudir a sus salones, lo que choca clamorosamente con la tradicional pereza italiana; casi siempre ofrecía la duquesa algo nuevo y apasionante. El príncipe se moría de ganas de ver uno de aquellos jueves; pero ¿cómo proceder? ¡Ir a casa de un simple particular! ¡Eso era algo que ni su padre ni él habían hecho jamás!

Uno de aquellos jueves hacía una noche fría y lluviosa y el príncipe oía el constante resonar en el pavimento de la plaza de palacio de los coches que pasaban camino de la casa de la señora Sanseverina. Se sintió mal: otros se divertían y él, príncipe soberano, señor absoluto, que debía divertirse más que nadie en el mundo, ¡él se aburría! Llamó a su ayuda de campo; fue necesario esperar a que se dispusiera una docena de hombres de confianza en la calle que llevaba del palacio de Su Alteza al palacio Sanseverina. Finalmente, al cabo de una hora, que al príncipe le pareció un siglo, y durante la cual estuvo más de veinte veces tentado a desafiar los puñales y salir por las bravas, sin ninguna precaución, hizo acto de presencia en el salón principal de la señora Sanseverina. Si hubiera caído un rayo en aquel salón no hubiera producido una sorpresa mayor. En un abrir y cerrar de ojos, a medida que el príncipe avanzaba, se hacía un silencio de estupor en aquellos salones tan ruidosos y alegres. Todos los ojos, abiertos como platos, estaban fijos en el príncipe. Los cortesanos parecían desconcertados, únicamente la duquesa parecía no estar asombrada. Cuando finalmente recobraron el habla, la mayor preocupación de todos los presentes consistió en dilucidar la siguiente e importante cuestión: ¿estaba advertida la duquesa de aquella visita o había sido sorprendida como todo el mundo?

El príncipe se divirtió, y juzgue el lector, por lo que sigue, hasta qué punto era impulsivo el carácter de la duquesa y hasta qué punto aquellas vagas ideas de hacer un viaje hábilmente lanzadas le habían dado un poder infinito.

Cuando acompañaba hasta la puerta al príncipe, que le dirigía frases sumamente amables, se le ocurrió una idea singular y decidió expresarla con toda naturalidad como si fuera una cosa de lo más corriente:

—Si Vuestra Alteza Serenísima se dignara a dirigirle a la princesa tres o cuatro de esas encantadoras frases que a mí me prodiga, me haría mucho más feliz que diciéndome lo guapa que soy. Por nada del mundo quisiera que a la princesa le disgustara la insigne muestra de favor con que acaba de honrarme Vuestra Alteza.

El príncipe la miró fijamente y le replicó con sequedad:

—Me parece que soy muy dueño de ir a donde quiera.

La duquesa enrojeció.

—Sólo quería —replicó al instante— ahorrarle a Su Alteza un desplazamiento inútil, pues éste será el último jueves. Pienso ir a pasar unos días a Bolonia o a Florencia.

Al regresar a sus salones, todo el mundo la creía en la cúspide del favor del soberano, aunque acababa de aventurar lo que nadie en Parma recordaba que hubiera podido ponerse en juego nunca. Hizo una seña al conde, que dejó la mesa en que jugaba al whist y la siguió a un saloncito iluminado, pero en el que no había nadie.

—Ha sido muy arriesgado lo que acaba de hacer —le dijo—; yo no se lo habría aconsejado. Pero en los corazones enamorados la dicha aumenta el amor —añadió riendo— y, si usted se va mañana por la mañana, yo la seguiré por la noche. No me retrasaré más que lo que me ocupe esa pesadez del ministerio de Hacienda del que he cometido la estupidez de hacerme cargo, pero en cuatro horas bien aprovechadas se pueden cerrar muchos asuntos. Volvamos, querida amiga, y exhibamos la fatuidad ministerial con toda libertad, no nos contengamos. Quizá sea ésta la última representación que damos en esta ciudad. Si ese hombre se siente desafiado, es capaz de todo, dirá que se trata de dar un escarmiento. Cuando la gente se haya ido, decidiremos cuáles son los mejores medios para protegerla esta noche; quizá lo mejor sea marcharse sin más dilación a su casa de Sacca, junto al Po; tiene la ventaja de que está sólo a media hora de los estados austriacos.

La duquesa sintió en su amor, y en su amor propio, un momento de delicia. Miró al conde y sus ojos se inundaron de lágrimas. ¡Un ministro tan poderoso como aquel, rodeado de aquella muchedumbre de cortesanos que lo homenajeaba con una solicitud semejante a la que dedicaban al mismo príncipe, iba a dejarlo todo por ella y con aquella naturalidad!

Cuando volvía a los salones iba henchida de gozo. Todo el mundo se inclinaba ante ella.

—¡Cómo cambia la felicidad a la duquesa! —comentaban por todas partes los cortesanos—, está casi irreconocible. ¡Al fin esa alma romana y siempre por encima de todo se digna apreciar el desmesurado favor que le ha concedido el soberano!

Hacia el final de la velada se le acercó el conde.

—Tengo noticias que darle.

Inmediatamente las personas que estaban cerca de la duquesa se alejaron.

—Al volver a palacio, el príncipe se ha hecho anunciar en las habitaciones de su mujer. ¡Imagínese qué sorpresa! «Vengo a contaros —le ha dicho— la velada tan agradable que he pasado en casa de la Sanseverina. Ha sido ella quien me ha pedido que le explicara cómo ha redecorado ese viejo palacio renegrido». Luego, el príncipe se ha sentado y ha hecho una descripción de cada uno de sus salones.

Ha pasado más de veinticinco minutos en las habitaciones de su mujer, que lloraba de alegría; a pesar de lo inteligente que es, no ha sabido dar con las palabras que dieran la réplica al tono ligero que Su Alteza quería imprimir a la conversación.

Aquel príncipe no era tan mala persona, por más que lo acusaran de tal los liberales de Italia. Es verdad que había arrojado a las cárceles a un buen número de ellos, pero había sido por miedo —en ocasiones repetía, como para consolarse de ciertos recuerdos: «Más vale matar al diablo que el diablo te mate a ti»—. Al día siguiente de la velada a que acabamos de referirnos, estaba sumamente contento; había hecho dos buenas acciones: ir al jueves y hablar con su mujer. A la hora de cenar le dirigió la palabra. En definitiva, aquel jueves de la señora Sanseverina supuso una revolución doméstica que resonó en toda Parma; la Raversi estaba consternada, y la duquesa doblemente dichosa; había podido serle útil a su amante y lo había visto más enamorado que nunca.

—¡Todo por habérseme ocurrido una idea más que imprudente! —le decía ella al conde—. En Roma o en Nápoles sería más libre, no hay duda, pero ¿me encontraría allí con un juego tan apasionante? Seguro que no, mi querido conde; me hace usted muy feliz.