Toda esta aventura apenas había durado un minuto; las heridas de Fabricio eran poca cosa; le envolvieron el brazo con vendas cortadas de la camisa del coronel y quisieron instalarle una cama en el primer piso de la venta.
—Pero mientras yo esté aquí, en el primer piso, rodeado de cuidados, mi pobre caballo, solo, en la cuadra, se aburrirá y se irá con cualquier otro amo —le dijo Fabricio al sargento.
—No está mal para no ser más que un recluta —dijo el sargento—, e instalaron a Fabricio en una cama de paja fresca en el mismo establo en que estaba amarrado su caballo.
Luego, como Fabricio se sentía muy débil, el sargento le trajo una escudilla de vino caliente y se quedó un rato charlando con él. Ciertos elogios esparcidos por la conversación llevaron a nuestro héroe al séptimo cielo.
Fabricio no se despertó hasta el amanecer del día siguiente. Los caballos lanzaban unos relinchos larguísimos y hacían un ruido espantoso. La cuadra estaba llena de humo. Al principio Fabricio no entendía nada de toda aquella barahúnda; ni siquiera sabía dónde estaba; al fin, medio asfixiado por el humo, tuvo el atisbo de que la casa estaba ardiendo. En un abrir y cerrar de ojos estuvo fuera de la cuadra y a caballo. Alzó la mirada; salía muchísimo humo por las dos ventanas que estaban encima de la cuadra, y el tejado estaba cubierto de un humo negro y arremolinado. Durante la noche había llegado a la venta de El Caballo Blanco un centenar de fugitivos; gritaban y maldecían. Los cinco o seis que Fabricio vio de cerca le parecieron completamente ebrios. Uno de ellos quería detenerlo y le gritó:
—¿Adónde te llevas mi caballo?
Cuando Fabricio estuvo a un cuarto de legua, volvió la cabeza; no le seguía nadie, la casa estaba envuelta en llamas. Reconoció el puente; pensó en su herida y sintió el brazo envuelto apretadamente en las vendas y muy caliente. «¿Qué habrá sido del viejo coronel? Cedió su camisa para que vendaran mi brazo». Nuestro héroe experimentaba aquella mañana una serenidad total; la pérdida de sangre lo había liberado de todo lo novelesco que había en su carácter.
«¡A la derecha! —se dijo—, y larguémonos de aquí». Se puso a seguir tranquilamente el curso del río, que, a partir del puente, corría a la derecha de la carretera. Se acordó de los consejos de la cantinera. «¡Qué buena amiga —se dijo—, qué magnífico carácter!»
Tras una hora de marcha, se sintió sumamente débil. «¡Ay, ay, ay, que voy a desmayarme! —se dijo—; y si me desmayo, me robarán el caballo y, probablemente, también la ropa y, con la ropa, mi tesoro». Apenas podía dirigir el caballo y tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener el equilibrio en la silla. Un campesino que estaba cavando en un campo junto a la carretera, notó su palidez y se acercó a darle un vaso de cerveza y un trozo de pan.
—Cuando le he visto tan pálido, me he imaginado que era usted uno de los heridos de la gran batalla —le dijo el campesino.
No pudo ser más oportuna aquella ayuda. Estaba Fabricio masticando el trozo de pan negro, cuando notó que le dolían los ojos al mirar hacia delante. En cuanto se sintió con fuerzas dio las gracias y preguntó:
—¿Dónde estoy?
El campesino le informó que a tres leguas de allí estaba Zonders, un pueblo grande, donde lo cuidarían muy bien. Fabricio llegó a aquel pueblo sin saber muy bien cómo, tratando únicamente de no caerse del caballo. Vio un portón abierto y entró. Era la venta de La Almohaza. Enseguida acudió el ama, una mujer enorme y bondadosa, que llamó pidiendo ayuda con una voz alterada por la compasión. Dos muchachas ayudaron a Fabricio a desmontar, pero en cuanto echó pie a tierra se desmayó. Llamaron a un médico, que lo sangró. Ni ese día ni los que lo siguieron tuvo conciencia Fabricio de qué le estaban haciendo, pues los pasó durmiendo.
El sablazo en el muslo amenazaba con una infección considerable. En cuanto recobraba el sentido, pedía que cuidaran de su caballo, y no dejaba de repetir que pagaría bien, lo que no hacía sino ofender a la ventera y a sus dos hijas. Hacía ya quince días que lo cuidaban admirablemente y empezaba a tener ordenadas sus ideas, cuando, una noche, se dio cuenta de que sus hospederas tenían cara de preocupación. Al punto, entró en su cuarto un oficial alemán. En las contestaciones a aquel alemán se servían de una lengua que no entendía; se dio cuenta, de todas formas, de que hablaban de él y fingió estar dormido. Poco después, cuando pensó que el oficial ya habría salido llamó a las venteras:
—¿No habrá venido ese oficial a apuntarme en una lista y hacerme prisionero? —La ventera asintió con lágrimas en los ojos.
—Bueno, pues en mi dormán hay dinero —dijo, muy excitado, incorporándose en la cama—; vayan a comprarme ropa de paisano y esta misma noche me iré a caballo. Ustedes ya me han salvado la vida una vez, cuando me acogieron en el momento en que iba a caerme muerto en la calle; sálvenmela ahora una vez más, facilitándome los medios para que pueda volver a casa con mi madre.
Cuando dijo esto, las hijas de la ventera se echaron a llorar. Estaban asustadas por Fabricio, y, como apenas comprendían el francés, se acercaron a su cama para hacerle preguntas. Discutieron en flamenco con su madre, pero a cada instante volvían sus ojos a nuestro héroe con tiernas miradas. Éste creyó entender que su huida podría comprometerlas gravemente, pero que, aun así, estaban dispuestas a correr el riesgo. Se lo agradeció efusivamente juntando las manos. Un judío de la localidad proporcionó un traje completo; pero cuando lo llevó, a las diez de la noche, las muchachas pudieron ver, tras compararlo con el dormán de Fabricio, que había que estrecharlo muchísimo. Se pusieron a la obra inmediatamente, no había tiempo que perder. Fabricio les indicó dónde estaban escondidos en su uniforme los napoleones, y les pidió que los cosieran en la ropa que acababan de comprar. Además de la ropa, habían comprado unas buenas botas nuevas. Fabricio no dudó en pedirles a aquellas excelentes muchachas que cortaran las botas de húsar por donde él les dijera. Luego escondieron de nuevo los diamantes en el forro de las botas nuevas.
Por algún extraño efecto de la pérdida de sangre y de la consiguiente debilidad, Fabricio había olvidado prácticamente el francés y se dirigía en italiano a las venteras, que le respondían en un dialecto flamenco, de suerte que casi no se entendían más que por señas. Cuando las chicas, que no tenían nada de interesadas, vieron los diamantes, su entusiasmo por él se incrementó fuera de todo límite; pensaron que era un príncipe disfrazado. La más pequeña, Aniken, que era también la más ingenua, le dio un beso espontáneamente. Por su parte, a Fabricio le parecían encantadoras, y, hacia las doce de la noche, tras beber un poco de vino siguiendo la recomendación del médico en vista del camino que iba a emprender, casi hubiera preferido no marcharse. «¿Dónde iba a estar yo mejor que aquí?» —decía. Pero cuando fueron las dos de la madrugada, se vistió. En el momento de salir del cuarto, la ventera le dio la noticia de que su caballo se lo había llevado el oficial que había venido a la casa unas horas antes.
—¡El muy canalla! —exclamó, maldiciendo—, ¡robar a un herido!
No era lo suficientemente filósofo nuestro joven italiano como para recordar a qué precio había comprado él aquel mismo caballo.
Aniken le informó, entre sollozos, que habían alquilado un caballo para él; a ella le hubiera gustado que no se marchara. La despedida fue tierna. Dos jóvenes fornidos, parientes de la buena ventera, alzaron a Fabricio hasta la silla. Por el camino, se ocupaban de sostenerlo encima del caballo, mientras un tercero, que precedía a la pequeña expedición en unos centenares de metros, vigilaba por si había alguna patrulla sospechosa. Tras dos horas de marcha se detuvieron en casa de una prima de la ventera de La Almohaza. Por mucho que Fabricio insistiera, aquellos muchachos no consintieron en abandonarlo; argumentaban que ellos conocían mejor que nadie las sendas de los bosques.
—Pero, mañana por la mañana, cuando se den cuenta de mi huida y no os vean en el pueblo, vuestra ausencia os comprometerá —les decía Fabricio.
Volvieron a emprender la marcha. Por fortuna, cuando amaneció, el llano estaba cubierto de una niebla espesa. A eso de las ocho de la mañana llegaron a las afueras de una pequeña ciudad. Uno de los muchachos se adelantó a ver si habían robado los caballos de la posta. El encargado había tenido tiempo de ocultarlos y sustituirlos por unos pencos infames con los que había guarnecido sus cuadras. Fueron a buscar dos caballos a los pantanos en que los había escondido, y, tres horas más tarde, Fabricio montaba en un cabriolé pequeño y destartalado, pero tirado por dos buenos caballos de posta. Había recuperado fuerzas. El momento de la separación de aquellos jóvenes, parientes de la ventera, fue en extremo conmovedor; y de ninguna manera, por más que Fabricio se esforzó en buscar razones amables, consintieron en aceptar dinero.
—En su situación, señor, usted lo necesita mucho más que nosotros —contestaban sistemáticamente aquellos valerosos muchachos.
Por último, se fueron con unas cartas en las que Fabricio, a quien el ajetreo de la marcha lo había repuesto un poco, había tratado de transmitir a sus anfitrionas lo que sentía por ellas. Las había escrito con lágrimas en los ojos, y la que dirigía a la pequeña Aniken no carecía de amor.
En el resto del viaje no sucedió nada extraordinario. Al llegar a Amiens la herida del muslo le dolía mucho. Al médico del pueblo no se le había ocurrido desbridar la herida y, a pesar de las sangrías, se le había infectado. En los quince días que estuvo en la posada de Amiens, que era de una familia servil y codiciosa, los aliados invadieron Francia, y Fabricio, a raíz de las profundas reflexiones a que se entregó sobre cuanto le acababa de suceder, se convirtió en otro hombre. Como resto pueril le quedó el interrogante de si había sido una verdadera batalla todo aquello que había presenciado, y, en segundo lugar, si había sido la batalla de Waterloo. Por primera vez en su vida halló placer en la lectura; leía los periódicos, o los relatos de la batalla, en la esperanza de encontrar alguna descripción que le permitiera reconocer los sitios que había recorrido en el séquito del mariscal Ney y con el otro general, después. Mientras estuvo en Amiens escribió casi todos los días a sus buenas amigas de La Almohaza. En cuanto estuvo curado, viajó a París. En el hotel en que ya había estado albergado la vez anterior, encontró veinte cartas de su madre y de su tía en las que le pedían que volviera cuanto antes. En la última carta de la condesa Pietranera halló cierto tono enigmático que le inquietó mucho; aquella carta lo sacó de todas sus ensoñaciones sentimentales. Bastaba una palabra para hacerle temer las mayores desgracias, y su imaginación se encargaba inmediatamente de pintar tales desgracias con los detalles más horribles.
«No firmes las cartas que nos envíes dándonos noticias tuyas —le decía la condesa—. Cuando regreses, no vengas directamente al lago de Como, detente en Lugano, en territorio suizo». Debía llegar a aquella pequeña ciudad con el nombre de Cavi. En el hotel más importante de la localidad se encontraría con el criado de la condesa, que le indicaría lo que debía hacer. Su tía terminaba con las siguientes palabras: «Por encima de todo, oculta la locura que has hecho y no se te ocurra conservar ningún papel impreso o escrito; en Suiza acabarás rodeado de los amigos de Santa Margarita[14]. En cuanto tenga dinero —seguía diciéndole la condesa—, te enviaré a alguien al hotel de Las Balanzas, que te informará de los detalles que no puedo poner por escrito y que, sin embargo, es imprescindible que sepas antes de llegar. Pero, por Dios bendito, no te quedes un solo día más en París, donde te reconocerían nuestros espías». La imaginación de Fabricio voló a las cosas más extraordinarias, y, a partir de aquel momento, fue incapaz de ningún placer que no fuera tratar de adivinar qué era aquello tan extraño que tenía que comunicarle su tía. Al atravesar Francia, fue detenido en dos ocasiones; aunque supo salir del paso. La causa de ambos arrestos estuvo en su pasaporte italiano y en la extraña profesión de vendedor de barómetros que figuraba en él y que no tenía nada que ver con su cara de chico y su brazo en cabestrillo.
Finalmente, en Ginebra, se encontró con un hombre de la condesa que tenía el encargo de informarle de que él, Fabricio, había sido denunciado en Milán como comisionado ante Napoleón con las proposiciones adoptadas por una vasta conspiración organizada en el ex reino de Italia. Pues, de no haber sido éste el objeto de su viaje —se preguntaba la denuncia—, ¿qué otro motivo podía haber tenido para tomar un nombre supuesto? A todo ello respondería su madre tratando de demostrar la verdad de los hechos, a saber:
1.° Que nunca había ido más allá de Suiza;
2.° Que si había abandonado repentinamente el castillo había sido a causa de una disputa con su hermano mayor.
Estas noticias suscitaron en Fabricio un sentimiento de orgullo. «¡Si ello hubiera sido así, habría sido una especie de embajador ante Napoleón! —se dijo—. ¡Habría tenido el honor de hablar con el gran hombre! ¡Ojalá!». Y se acordó de su séptimo abuelo, el nieto del que llegó a Milán con Sforza, que tuvo el honor de ser decapitado por los enemigos del duque cuando lo sorprendieron camino de Suiza con propuestas para los encomiables cantones y la misión de reclutar soldados. Veía con los ojos del alma el grabado, uno de los que ilustraba la genealogía de la familia, en que se representaba aquel hecho. Fabricio insistió en sus preguntas al criado y acabó por enterarse de algo que tenía indignado al hombre y que acabó por confesar pese a las órdenes expresas y reiteradas de la condesa. El que le había denunciado a la policía de Milán había sido Ascanio, su hermano mayor. La cruel noticia produjo en nuestro héroe una especie de acceso de locura. El camino de Ginebra a Italia pasa por Lausana. Fabricio quiso partir a pie de inmediato, y hacer así, andando, diez o doce leguas, aunque la diligencia de Ginebra a Lausana saldría dos horas más tarde. Antes de salir de Ginebra tuvo un altercado en uno de los tristes cafés de la ciudad con un joven que le miraba, según él, de una manera rara. Nada más lejos de la verdad; el joven y flemático ginebrino, que no pensaba en otra cosa que en el dinero, debió de pensar que estaba loco. Al entrar en el local, Fabricio había lanzado miradas furibundas a todos lados, luego se había derramado en los pantalones la taza de café que le servían. En esta riña, la primera reacción de Fabricio fue enteramente siglo XVI; en vez de proponerle un duelo al joven ginebrino, sacó el puñal y se lanzó contra él para clavárselo. En aquel momento de apasionamiento, Fabricio había olvidado cuanto había aprendido sobre las reglas del honor, y había respondido únicamente a su instinto o, mejor dicho, a los recuerdos de la primera infancia.
Cuando el hombre de absoluta confianza que le aguardaba en Lugano le dio más detalles, su furia aumentó. Fabricio era muy querido en Grianta, nadie hubiera mencionado su nombre; si no hubiera sido por la amable intervención de su hermano, todo el mundo habría fingido que estaba en Milán y la policía de dicha ciudad jamás habría reparado en su ausencia.
—Seguro que los aduaneros tienen su descripción —le dijo el enviado de su tía—, y si vamos por la carretera general lo detendrán en la frontera del reino lombardo-véneto.
Fabricio y sus acompañantes conocían todos los vericuetos de la montaña que separa Lugano del lago de Como. Se disfrazaron de cazadores, es decir de contrabandistas, y como eran tres y tenían aspecto de gente decidida, los aduaneros con que se encontraron se limitaron a saludarlos. Fabricio se las arregló para llegar al castillo a medianoche. A aquella hora, su padre y todos sus empolvados criados dormían desde hacia mucho rato. No le costó ningún trabajo bajar al hondo foso; entró en el castillo por el ventanuco de una bodega, donde le estaban esperando su madre y su tía y adonde no tardaron en acudir sus hermanas. Transcurrió un buen rato de lágrimas y abrazos y, apenas habían empezado a hablar, cuando las primeras luces del día vinieron a advertir a aquellos seres, que tan desafortunados se sentían, que el tiempo volaba.
—Espero que tu hermano no haya sospechado tu llegada —le dijo la señora Pietranera—; desde su hazaña, apenas le he dirigido la palabra y, dado su amor propio, me ha honrado con muestras de estar muy ofendido. Esta noche, durante la cena, he tenido la deferencia de dirigirle la palabra; necesitaba una argucia para esconder la alegría loca que me embargaba y que podía inducirle a sospechar. Luego, cuando he visto que esa aparente reconciliación lo llenaba de orgullo, he aprovechado para hacerle beber más de la cuenta; no creo que se le haya podido ocurrir ponerse al acecho en desempeño de su oficio de espía.
—Que nuestro húsar se esconda en tus habitaciones —dijo la marquesa—; no puede marcharse ahora. En este momento estamos muy trastornadas y hay que pensar muy bien la manera de despistar a esa terrible policía de Milán.
Así lo hicieron pero, al día siguiente, el marqués y su primogénito se dieron cuenta de que la marquesa pasaba todo el rato en el cuarto de su cuñada. No nos entretendremos en relatar los raptos de ternura y de alegría en que aquellos seres tan dichosos pasaron aquel día. El corazón de los italianos se atormenta mucho más que el nuestro con las sospechas y los delirios que les pinta su ardiente imaginación, pero en compensación sus alegrías son mucho más intensas y duraderas. Aquel día la condesa y la marquesa estaban absolutamente enloquecidas. Obligaron a Fabricio a volver a contar una y otra vez toda su historia. Finalmente decidieron ir a esconder su común alegría a Milán, pues les parecía dificilísimo ocultarse por más tiempo a la policía del marqués y de su hijo Ascanio.
Tomaron la barca de la casa para ir a Como; si hubieran actuado de otro modo hubieran suscitado mil sospechas; pero cuando llegaron al puerto de Como, la marquesa recordó que había olvidado en Grianta unos papeles de la mayor importancia, así que envió inmediatamente por ellos a los barqueros; de tal suerte, aquellos hombres no pudieron dar ningún informe de cómo emplearon su tiempo en Como las dos señoras. Nada más llegar alquilaron al azar uno de los coches que esperaban a la posible clientela al pie de la alta torre medieval que se alza un poco más arriba de la puerta de Milán. Partieron inmediatamente sin que el cochero tuviera ocasión de hablar con nadie. A un cuarto de legua de la ciudad, se encontraron con un joven cazador, conocido de las señoras, quien, como no iban acompañadas de ningún hombre, se ofreció galantemente a escoltarlas hasta las puertas de Milán, hacia donde se dirigía cazando. Todo discurría normalmente; las damas conversaban alegremente con el joven viajero; de súbito, tras una curva que describe la carretera para rodear la deliciosa colina y el bosque de San-Giovanni, tres gendarmes disfrazados se abalanzaron a las riendas de los caballos.
—¡Ay! ¡Mi marido nos ha traicionado! —exclamó la marquesa, y se desmayó. Un sargento que se había quedado un poco rezagado se acercó trastabillando al coche y con una voz que delataba un reciente paso por la taberna dijo:
—Me disgusta la misión que debo cumplir, pero queda usted arrestado, general Fabio Conti.
Fabricio pensó que el sargento se mofaba de él llamándole general. «Ya me las pagarás» —se dijo—. No dejaba de mirar a los gendarmes disfrazados, dispuesto, al menor descuido, a saltar del coche y escapar campo a través.
La condesa sonrió por lo que pudiera pasar —creo yo— y luego le dijo al sargento:
—Pero, mi querido sargento, ¿de verdad cree usted que este niño de dieciséis años es el general Conti?
—¿No es usted la hija del general? —dijo el sargento.
—Le presento a mi padre —dijo la condesa, señalando a Fabricio. A los gendarmes les entró una risa loca.
—Enséñenme sus pasaportes sin contestar —continuó el sargento molesto con el regocijo general.
—Estas damas no lo llevan nunca para ir a Milán —dijo el cochero de un modo frío y filosófico—; vienen del castillo de Grianta. Ésta es la señora condesa Pietranera, y esta otra es la señora marquesa del Dongo.
El sargento, muy desconcertado, se adelantó un poco y consideró la situación con sus hombres. Llevarían unos cinco minutos largos de consejo, cuando la condesa Pietranera pidió a aquellos señores que les permitieran adelantar el coche unos pasos hasta colocarlo a la sombra; aunque no fueran todavía más que las once de la mañana, el calor era asfixiante. Fabricio, que miraba con la mayor atención a un lado y a otro buscando el modo de escapar, vio que de un senderillo que a través de los campos confluía en la carretera, llena de polvo, salía una muchachita de catorce o quince años que lloraba tímidamente ocultando el rostro tras un pañuelo. Venía a pie, entre dos gendarmes uniformados; detrás, también entre dos gendarmes, iba un hombre alto y seco que afectaba aires de dignidad, como un gobernador en una procesión.
—¿Dónde los habéis encontrado? —preguntó el sargento, completamente borracho ya a aquellas alturas.
—Escapando por el campo y sin pasaporte alguno.
El sargento dio la impresión de haber perdido completamente la cabeza; tenía ante sí cinco prisioneros en lugar de los dos que necesitaba. Se alejó unos pasos, dejando sólo a un hombre para guardar al prisionero que afectaba majestad y otro para impedir que avanzaran los caballos.
—Espera —le dijo la condesa a Fabricio, que había ya saltado a tierra—; todo va a arreglarse.
Oyeron que un gendarme gritaba:
—¿Y qué importa? Si no tienen pasaporte, el arresto está bien hecho.
Pero el sargento no parecía estar tan decidido. El nombre de la condesa Pietranera lo inquietaba; había conocido al general, de cuya muerte no estaba enterado. «El general no es hombre que vaya a dejar de vengarse, si arresto a su esposa sin justificación» —se decía.
Mientras tenía lugar esta deliberación, que fue larga, la condesa había trabado conversación con la muchacha, que estaba de pie en la carretera, en medio del polvo, junto a la calesa. Estaba impresionada con su belleza.
—Le va a sentar mal el sol, señorita; seguro que ese valiente soldado —añadió, dirigiéndose al gendarme que se había colocado delante de los caballos— le permite subir a la calesa.
Fabricio, que andaba por allí en torno a la calesa, se acercó para ayudar a la muchacha a subir al coche. Tenía ésta ya un pie en el estribo y el brazo sostenido por Fabricio, cuando el solemne caballero, que estaba a unos seis pasos detrás del coche, gritó con una voz impostada en el deseo de parecer digna:
—¡Quédese usted en la carretera! ¡No suba a un coche que no le pertenece!
Fabricio no había oído esta orden; la muchacha, en vez de subir a la calesa, quiso volver a bajar, pero Fabricio seguía sosteniéndola; cayó en sus brazos. Él sonrió; ella se ruborizó intensamente; se quedaron un instante mirándose después de que ella se desprendiera de sus brazos.
—Ésta sería una encantadora compañera de cárcel —se dijo Fabricio—: ¡qué hondura de pensamiento tras esa frente! Seguro que sabría amar.
El sargento se acercó con ademán autoritario:
—¿Cuál de estas señoras se llama Clelia Conti?
—Yo —dijo la muchacha.
—Y yo —gritó el hombre de edad— soy el general Fabio Conti, gentilhombre de cámara de S.A.S. monseñor el príncipe de Parma; y me parece en extremo impropio que un hombre de mi condición sea perseguido como un vulgar ladrón.
—¿No mandó usted a paseo anteayer, cuando estaba embarcándose en el puerto de Como, al inspector de policía que le pidió el pasaporte? ¡Pues bien! Hoy, es el inspector quien le impide pasearse.
—Me iba ya en mi barca; tenía prisa; amenazaba temporal; un hombre de paisano me gritó desde el muelle que volviera a puerto; le di mi nombre y seguí mi viaje.
—Y esta mañana, ¿ha huido usted de Como?
—Un hombre como yo no coge el pasaporte para ir de Milán a ver el lago. Esta mañana, en Como, se me ha dicho que seria detenido en la puerta, he salido a pie con mi hija; esperaba encontrar en la carretera algún coche que me llevara a Milán, donde, téngalo usted por seguro, lo primero que haré será ir a exponer mis quejas al general comandante en jefe de la provincia.
Pareció como si al sargento lo libraran de un gran peso.
—Pues bien, General, queda usted arrestado, yo seré quien lo lleve a Milán. Y usted, ¿quién es? —dijo dirigiéndose a Fabricio.
—Mi hijo —contestó la condesa—: Ascanio, hijo del general de división Pietranera.
—¿Sin pasaporte, señora condesa? —preguntó el sargento en un tono mucho más suave.
—Dada la edad que tiene, no lo lleva nunca encima; jamás viaja solo; siempre va conmigo.
Durante este diálogo el general Conti había ido adoptando unos aires de dignidad cada vez más ofendida con los gendarmes.
—¡Menos cuento —le dijo uno de ellos—; está usted detenido y no hay más que hablar!
—Dese usted con un canto en los dientes —dijo el sargento— si le permitimos que alquile un caballo a cualquier campesino; porque, si no, con todo el calor que hace y el polvo que hay, y con todo el grado de Gentilhombre de Parma, irá usted a pie en medio de nuestros caballos.
El general se puso a maldecir.
—¡Te quieres callar! —volvió a decirle el gendarme—. ¿Dónde está tu uniforme de general? ¡Cualquiera puede decir que es general!
El general se enfadó aún más. Mientras, en la calesa las cosas iban mucho mejor.
La condesa trataba a los gendarmes como si estuvieran a su servicio. Acababa de dar un escudo a uno de ellos para que fuera a por vino y, sobre todo, a por agua fresca a una casilla que se veía a unos doscientos pasos de allí. Había conseguido calmar a Fabricio, que a toda costa quería escaparse al bosque que poblaba la colina: «Tengo dos buenas pistolas» —decía éste—. También había conseguido que el irritado general permitiera a su hija subir al coche. Con ocasión de lo cual, el general, a quien le gustaba mucho hablar de sí mismo y de su familia, contó a aquellas señoras que su hija no tenía más que doce años, pues había nacido en 1803, el 27 de octubre; pero que era tan sensata todo el mundo le suponía catorce o quince.
«Un hombre de lo más corriente» —decía la mirada que la condesa dirigió a la marquesa—. Gracias a la condesa, tras una hora de razonamientos, todo acabó por arreglarse: uno de los gendarmes, que casualmente tenía un asunto que resolver en el pueblo más cercano, alquiló su caballo al general Conti, no sin que antes la condesa le hubiera dicho: «Le daré a usted diez francos». El sargento se fue solo con el general; los otros gendarmes se quedaron a la sombra de un árbol en compañía de cuatro enormes botellas de vino, una especie de damajuanas que el gendarme había traído de la casilla ayudado por un aldeano. El digno gentilhombre concedió su autorización a Clelia Conti para que aceptara un sitio en el coche de las señoras para volver a Milán, y a nadie se le ocurrió detener al hijo del valiente general Pietranera. Tras unos momentos dedicados a la cortesía y a los comentarios sobre el pequeño incidente que acababa de zanjarse, Clelia Conti se dio cuenta del tono entusiasta con que una señora tan guapa como la condesa hablaba de Fabricio; evidentemente no era su madre. Lo que más le llamó la atención, de todas formas, fueron las repetidas alusiones a algo heroico, audaz, extremadamente peligroso que él había hecho hacía muy poco; pero, pese a su aguda inteligencia, la joven Clelia no consiguió adivinar de qué se trataba.
Miraba con asombro a aquel héroe joven en cuyos ojos parecía arder aún todo el fuego de la acción. Y él…; él estaba aturdido por la tan singular belleza de aquella muchachita de doce años y enrojecía cada vez que se cruzaban sus miradas.
Cuando estaban a una legua de Milán, Fabricio dijo que tenía que ir a ver a su tío y se despidió de las señoras.
—Si consigo salir de ésta —dijo, dirigiéndose a Clelia—, iré a ver los hermosos cuadros de Parma, ¿querrá usted acordarse entonces del nombre de Fabricio del Dongo?
—¡Magnífico! —dijo la condesa—. ¿Así es como guardas tú el incógnito? Señorita, tenga usted a bien, se lo ruego, recordar que este tunante es mi hijo y que se llama Pietranera y no del Dongo.
Aquella noche, ya muy tarde, Fabricio entró en Milán por la puerta Renza, que lleva a uno de los paseos de moda. El viaje de los dos criados a Suiza había esquilmado el muy escaso peculio de la marquesa y de su hermana; por suerte, a Fabricio aún le quedaban algunos napoleones y uno de los diamantes, que decidieron vender.
Las dos señoras eran muy queridas y conocían a todo el mundo en la ciudad. Unas personas de la mayor consideración en el partido austriaco fueron a interceder por Fabricio ante el jefe de la policía, el barón Binder. Aquellos señores no concebían —le decían al barón— cómo se podía tomar en consideración la trastada de un niño de dieciséis años que riñe con su hermano mayor y se escapa de la casa paterna.
—En mi oficio, hay que tomar en consideración todo —respondió con suavidad el barón Binder, que era un hombre prudente y triste.
Estaba entonces organizando la famosa policía de Milán, con la finalidad de prevenir una revolución como la de 1740, que expulsó a los austriacos de Génova. Esta policía de Milán, célebre luego por las aventuras de los señores Pellico y Andryane, no fue precisamente cruel; se limitó a aplicar tan razonable como implacablemente unas leyes severas. El emperador Francisco II quería que se grabara el terror en aquellas imaginaciones italianas tan atrevidas.
—Denme una información debidamente probada de lo que ha hecho día a día el joven marquesino del Dongo, desde el momento de su salida de Grianta, el 8 de marzo, hasta el momento de su llegada ayer por la noche a esta ciudad, donde está escondido en una de las habitaciones de la casa de su madre, y yo lo trataré como el más amable y travieso de los jóvenes de la ciudad. Pero si ustedes no pueden facilitarme el itinerario del muchacho a lo largo de los días que siguieron a su marcha de Grianta, aun siendo muy alta la nobleza de su casa y muy grande el respeto que profeso a los amigos de su familia, ¿no será, acaso, mi deber mandar que lo detengan? ¿Y no será menos mi deber retenerlo en la cárcel hasta tanto no me haya dado prueba de que no ha ido a llevar a Napoleón ningún mensaje de parte de los descontentos que pueda haber en la Lombardía entre los súbditos de Su Majestad Imperial y Real? Y reparen aún, señores míos, en que si el joven del Dongo llega a justificarse sobre este particular, será aún culpable de haber salido al extranjero sin un pasaporte debidamente concedido, y, lo que es más grave, habiendo tomado un nombre falso y portando a sabiendas un pasaporte expedido a un simple menestral, es decir, a un individuo de una clase muy inferior a la suya.
Aquellas consideraciones, cruelmente razonables, iban acompañadas de todos los signos de deferencia y respeto que el jefe de policía debía a la alta posición de la marquesa del Dongo, y a la de los personajes que acudían a interceder por ella.
La marquesa cayó en la desesperación cuando se enteró de la respuesta del barón Binder.
—¡Van a detener a Fabricio! —exclamó entre sollozos—; y una vez en la cárcel, ¡Dios sabe cuándo saldrá! ¡Su padre renegará de él!
La señora Pietranera y su cuñada se reunieron, para aconsejarse, con dos o tres amigos íntimos, pero independientemente de cuál fuera su parecer, la marquesa decidió a toda costa que su hijo huyera a la noche siguiente.
—Pero no te das cuenta —le decía la condesa— de que el barón Binder sabe que tu hijo está aquí; tienes que pensar que ese hombre no es malo.
—No, no es malo, pero quiere complacer al emperador Francisco.
—Si a él le pareciera conveniente para su carrera meter a Fabricio en la cárcel, ya estaría allí; y hacer que se escape es mostrar una desconfianza injuriosa.
—Pero al revelarnos que sabe dónde está Fabricio, nos está diciendo: «¡Que se escape!». No, no viviré mientras pueda decirme «Dentro de un cuarto de hora mi hijo puede estar entre cuatro paredes». Sean cuales fueren las ambiciones del barón Binder —añadía la marquesa—, cree útil para su posición personal en este país mostrar alguna deferencia para con un hombre de la condición de mi marido y veo una prueba de ello en la rara confianza con que revela que sabe dónde puede encontrar a mi hijo. Por si no bastara, el barón se complace en detallar las dos infracciones de que se acusa a Fabricio, tras la denuncia de su indigno hermano; y explica que ambas infracciones acarrean la pena de prisión; ¿no es todo ello un modo de decimos que, si preferimos el destierro, podemos elegir?
—Si eliges el destierro —volvía a repetir la condesa—, ya no lo veremos más en la vida.
Fabricio, que había estado presente durante toda aquella entrevista mantenida con uno de los viejos amigos de la marquesa —consejero, entonces, del tribunal formado por Austria—, era firme partidario de la huida. Y, en efecto, aquella misma noche salió del palacio escondido en el coche en que su madre y a su tía fueron a la Scala. El cochero, que no les inspiraba mucha confianza, se fue a hacer su habitual visita a la taberna y, mientras que el lacayo, un hombre fiel, guardaba los caballos, Fabricio, disfrazado de campesino, se deslizó fuera del coche, y salió de la ciudad. Al día siguiente, por la mañana, pasó la frontera con la misma fortuna, y, unas horas más tarde, estaba ya instalado en una finca que tenía su madre en el Piamonte, cerca de Novara, en Romagnano, el lugar en que halló la muerte Bayard.
No es difícil imaginar el grado de atención con que las dos señoras asistían a la función desde su palco de la Scala. En realidad, habían ido allí únicamente para consultar a algunos de sus amigos, pertenecientes al partido liberal, cuya presencia en el palacio del Dongo hubiera sido mal interpretada por la policía. En el palco se acordó hacer una nueva gestión cerca del barón Binder. No cabía pensar en ningún ofrecimiento de dinero a aquel magistrado honrado a carta cabal; por otra parte, aquellas señoras eran muy pobres y habían obligado a Fabricio a que se llevara cuanto quedaba de la venta del diamante.
En cualquier caso, era sumamente importante saber cuál era la última palabra del barón. Los amigos de la condesa le recordaron la existencia de un tal Borda, un canónigo joven y muy amable, que, tiempo atrás, le había hecho la corte, si bien valiéndose de artimañas más bien infames. Como no lo había logrado, había descubierto al general Pietranera la amistad de la condesa por Limercati; el general lo había arrojado de su presencia como indeseable. Por aquellos días, el canónigo jugaba al tarot todas las tardes con la baronesa Binder, y, naturalmente, era el amigo íntimo del marido. La condesa decidió acometer la tarea, en extremo ingrata, de visitar al canónigo. Y al día siguiente, muy temprano, antes de que el clérigo saliera de su casa, se hizo anunciar.
Cuando el criado, el único que tenía el canónigo, pronunció el nombre de la condesa Pietranera, aquel hombre se emocionó hasta el punto de quedarse sin voz; ni siquiera pensó en cambiarse la muy elemental ropa de casa que llevaba.
—Hazla pasar y vete —dijo con una voz casi inaudible.
Cuando entró la condesa, Borda se arrojó al suelo de rodillas.
—Sólo así puede un desventurado loco recibir sus órdenes —dijo a la condesa, que aquella mañana, muy sencillamente vestida, casi disfrazada, tenía un atractivo irresistible. Tanto el enorme disgusto que le producía el destierro de Fabricio, como la violencia que se hacía para ir a la casa de un hombre que había actuado tan insidiosamente con ella, contribuían a dar a su mirada un brillo increíble.
—Así es como quiero recibir sus órdenes —exclamó el canónigo—, porque es evidente que tiene usted algún servicio que pedirme; ninguna otra razón la hubiera inducido a honrar la pobre casa de un desdichado loco, que, antaño, perturbado por el amor y los celos, al ver frustrados sus deseos de complacerla, se condujo ante usted como un cobarde.
Aquellas palabras eran sinceras y el gran poder que tenía entonces el canónigo las hacía más hermosas aún, A la condesa la emocionaron hasta el punto de hacerle saltar las lágrimas. A la humillación y al miedo que helaban su alma les sucedió al instante el enternecimiento y, también, un poco de esperanza. En un abrir y cerrar de ojos, pasaba de un estado de extrema desgracia a casi la dicha.
—Bésame la mano —le dijo al canónigo, al tiempo que se la ofrecía— y levántate. (Conviene saber que en Italia el tuteo tanto es señal de amistad cordial y franca, como de otros sentimientos más tiernos). Vengo a pedirte gracia para mi sobrino Fabricio. Te cuento la verdad entera, sin el menor engaño, como se cuentan las cosas a un viejo amigo. No tiene más que dieciséis años y medio y acaba de hacer una locura enorme. Una tarde que estábamos en el castillo de Grianta, en el lago de Como, a eso de las siete, nos enteramos por un barco procedente de Como de que el Emperador había desembarcado en el Golfo-Juan. Al día siguiente, por la mañana, Fabricio se marchó a Francia, tras haberle pedido el pasaporte a uno de sus amigos del pueblo, un vendedor de barómetros llamado Vasi. Como no tiene precisamente el aspecto de un vendedor de barómetros, no había hecho ni diez leguas en Francia, cuando lo arrestaron, precisamente por culpa de su aspecto. Sus entusiastas efusiones en mal francés les parecieron sospechosas. Al cabo de un tiempo, escapó y pudo llegar a Ginebra; enviamos por él a Lugano…
—O sea, a Ginebra —dijo el canónigo sonriendo.
La condesa concluyó su relato.
—Haré por usted lo humanamente posible —dijo el canónigo efusivamente—; me pongo enteramente a sus órdenes. Incluso cometeré imprudencias —añadió—. Y dígame, ¿qué debo hacer cuando este pobre salón se vea privado de esta aparición del cielo, que hace época en la historia de mi vida?
—Tiene que ir a casa del barón Binder a decirle que quiere a Fabricio desde que nació, que lo vio nacer en la época en que nos visitaba, y que, en fin, en nombre de la amistad que se profesan, le suplica que encargue a todos sus espías que comprueben si Fabricio tuvo el menor contacto con cualquiera de los liberales que tiene bajo vigilancia antes de que partiera hacia Suiza. Por poco eficaces que sean los hombres del barón, le mostrarán con toda claridad que no se trata más que de un desatino juvenil. Como usted sabe, en las bonitas dependencias del palacio Dugnani tenía yo colgados los grabados de las batallas ganadas por Napoleón. Mi sobrino aprendió a leer en los pies de tales imágenes. Desde que tenía cinco años, mi pobre marido le contaba aquellas batallas; le poníamos en la cabeza el casco de mi marido; el niño arrastraba por la casa su enorme sable. ¡Pues bien, un buen día se entera de que el dios de mi marido, el Emperador, ha vuelto a Francia!; atolondradamente corre a reunirse con él, pero no lo consigue. Pregúntele a su barón qué pena puede aplicar a ese momento de locura.
—Olvidaba algo —dijo el canónigo—, verá usted que no soy del todo indigno de su perdón. Aquí tiene —dijo buscando entre los papeles de la mesa—, aquí tiene la denuncia de ese infame collotorto (hipócrita), mire, firmada por Ascanio Valserra del DONGO, que ha empezado todo este asunto; la cogí ayer en las oficinas de la policía, y fui a la Scala, en la esperanza de ver a alguno de los habituales de su palco, para que se lo hiciera llegar a usted. Hay una copia de este documento en Viena desde hace mucho. Éste es el enemigo con quien hemos de lidiar.
El canónigo leyó la denuncia con la condesa, luego convinieron que, aquel mismo día, él le haría llegar una copia con alguien de su confianza. La condesa volvió al palacio del Dongo con el corazón alegre.
—Imposible ser más caballero que este antiguo bribón —dijo a la marquesa—. Esta noche en la Scala, cuando el reloj del teatro marque las once menos cuarto, diremos a todo el mundo que se vaya de nuestro palco, apagaremos las luces y cerraremos la puerta; a las once vendrá el canónigo en persona a contarnos qué ha podido hacer. Eso es lo que nos ha parecido menos comprometedor para él.
El canónigo era un hombre inteligente; ni por un momento se le ocurrió faltar a la cita. Demostró la bondad sin fisuras y la franqueza sin reservas que apenas se encuentran fuera de los países en los que la vanidad no es el sentimiento dominante. Su denuncia de la condesa al general Pietranera, su marido, era uno de los grandes remordimientos de su vida; ahora encontraba un medio de borrarlo.
Aquella mañana, cuando la condesa dejó su casa, se quedó pensando no sin amargura, pues no estaba curado todavía:
«Mira tú por dónde, ahora hace el amor con su sobrino. ¿Cómo se explica, si no, que, con lo orgullosa que es, venga a verme a mi casa?… Cuando murió el pobre Pietranera rechazó horrorizada el ofrecimiento de mis servicios, aun habiéndoselo hecho del mejor y más cortés de los modos, por intermedio del coronel Scotti, antiguo amante suyo. ¡La bella Pietranera viviendo con 1.500 francos! —añadía el canónigo, paseando briosamente por su cuarto—. Y tener que vivir en el castillo de Grianta con el marqués del Dongo, ese secatore[15] inaguantable… Es la única explicación. Al fin y al cabo, ese chico, Fabricio, es de lo más guapo, alto, con tipo magnífico, un cara siempre sonriente… y, lo que es más, una mirada cargada de tierna voluptuosidad… una fisonomía de Correggio» —añadía el canónigo con desasosiego.
«Tampoco es tan grande la diferencia de edad… Fabricio debió de nacer después de la entrada de los franceses, me parece que en el 98. La condesa tendrá veintisiete o veintiocho años. Ninguna más guapa que ella, ninguna más adorable. En este país donde hay tantas mujeres bellas, ella las gana a todas; la Marini, la Gherardi, la Ruga, la Aresi, la Pietragua, ninguna como ella… Seguro que vivían felices escondidos en ese hermoso lago de Como hasta que el muchacho decidió ir a reunirse con Napoleón… ¡Aún quedan corazones valerosos en Italia, hagan lo que hagan! ¡Patria amada!… No —proseguía aquel corazón arrebatado por los celos—, no cabe otra explicación a que se haya resignado a vegetar en el campo, a soportar el asco de ver día tras día, comida tras comida, la repugnante cara del marqués del Dongo y, peor aún, la indigna y descolorida del marchesino Ascanio, que va a ser mucho peor que su padre. ¡Bueno, pues le haré el favor lo mejor que pueda! Así, al menos, tendré el placer de verla de cerca y no tan sólo por el anteojo».
El canónigo Borda explicó con toda claridad la situación a aquellas señoras. En el fondo, Binder no podía estar mejor dispuesto; estaba encantado con el hecho de que Fabricio se hubiera escapado antes de que pudieran llegar órdenes de Viena, pues no tenía ninguna capacidad para decidir sobre nada; para este asunto, como para cualquier otro, tenía que esperar a que llegaran instrucciones. Todos los días enviaba a Viena una copia exacta de cada uno de los informes; luego, se limitaba a esperar.
En su destierro en Romagnano Fabricio tenía que:
1.° No faltar a misa ni un solo día; tomar como confesor a algún hombre inteligente, entregado a la causa de la monarquía, a quien, en el tribunal de la penitencia, no confesaría más que sentimientos irreprochables.
2.° No frecuentar a nadie que tuviera fama de inteligente y, siempre que se le presentara la ocasión, hablar de la revolución con horror y dando por supuesta su ilicitud.
3.° No dejarse ver en el café; no leer nunca otros periódicos que las gacetas oficiales de Turín y de Milán; mostrar en general hastío ante la lectura; mejor, no leer nunca nada, sobre todo ningún libro impreso antes de 1720, con la excepción, en todo caso, de las novelas de Walter Scott.
4.° Por último —añadió el canónigo, no sin cierta malicia—, es muy, muy conveniente que corteje descaradamente a alguna de las guapas mujeres del pueblo, de la nobleza local, naturalmente. Esto demostrará que no tiene el talante sombrío y resentido del aprendiz de conspirador.
Antes de acostarse, la condesa y la marquesa escribieron a Fabricio sendas interminables cartas, en las que le daban razón, con encantadora ansiedad, de todos los consejos dados por Borda.
Fabricio no tenía la menor gana de conspirar. Amaba a Napoleón, pero, en su condición de noble, se creía nacido para ser más dichoso que los demás, y los burgueses le parecían ridículos. Desde la salida del colegio no había vuelto a abrir un libro; y aun allí no había leído nada más que libros retocados por los jesuitas. Se instaló a cierta distancia de Romagnano, en un palacio magnífico, una de las obras maestras del famoso arquitecto San Micheli; aunque hacía treinta años que nadie lo había habitado: todas las habitaciones tenían goteras y no cerraba ninguna ventana. Se apoderó de los caballos del encargado y no hacía otra cosa que montarlos durante todo el día; no hablaba con nadie y pensaba mucho. El consejo de buscar una amante que perteneciera a alguna de las familias ultra le pareció divertido y lo siguió al pie de la letra. Eligió como confesor a un cura joven e intrigante que quería llegar a obispo (como el confesor de Spielberg)[16]. Pero caminaba a pie tres leguas y se envolvía en un misterio, que a él le parecía impenetrable, para leer Le Constitutionnel, que le parecía sublime; «¡Es tan bueno como Alfieri o como Dante!» —se decía a menudo— En esto, Fabricio se parecía a los jóvenes franceses: se ocupaba mucho más de su caballo y de su periódico que de su bien pensante querida. Pero en aquel espíritu ingenuo y firme aún no había sitio para el «haz lo que vieres», y no hizo amigos en la buena sociedad de la ciudad de Romagnano; su sencillez fue interpretada como altanería; no sabían bien a qué atenerse con aquella forma de ser: «Es un segundón descontento de no ser el primogénito», sentenció el cura.