Capítulo cuarto

Nada pudo despertarlo, ni los disparos de fusil, que sonaban muy cerca del carrito, ni el trote del caballo, al que la cantinera fustigaba con todas sus fuerzas. El regimiento, tras haberse creído victorioso a lo largo de toda la jornada, había sido atacado por nutridas oleadas de caballería prusiana, y se batía en retirada o, mejor, huía hacia Francia.

El joven coronel, guapo y bizarro, que había sustituido a Macon, cayó abatido a sablazos; el jefe de batallón que lo reemplazó en el mando, un viejo de pelo cano, ordenó que se detuviese el regimiento.

—¡J… —gritó, dirigiéndose a los soldados—, en tiempos de la república tenía que obligarnos el enemigo para que echáramos a correr…! ¡Defended cada pulgada de terreno, dejaos matar —gritaba, maldiciendo—, es el suelo patrio lo que los prusianos quieren invadir!

El carrito se detuvo y Fabricio se despertó de golpe. Hacía ya tiempo que el sol se había puesto; le extrañó mucho ver que era ya casi de noche. Los soldados corrían de un lado para otro en un desorden que sorprendió a nuestro héroe, y le pareció que tenían aspecto de avergonzados.

—¿Qué pasa? —le preguntó a la cantinera.

—Nada, que nos han machacado, mi niño; que la caballería prusiana nos está corriendo a sablazos, nada más que eso, mi niño. El imbécil del general se había creído que ganábamos nosotros. Vamos, deprisa, ayúdame a arreglar ese tirante de Cocotte que se ha roto.

Sonaron algunos disparos de fusil a unos diez pasos de distancia. Nuestro héroe, ya descansado y dispuesto, pensó: «En realidad, no he combatido en toda la jornada. No he hecho otra cosa que escoltar a un general».

—Tengo que ir a luchar —le dijo a la cantinera.

—¡Tranquilo; ya lucharás, y más de lo que te imaginas! Estamos perdidos.

—Aubry, chico —gritó, dirigiéndose a un cabo que pasaba en aquel momento—, no dejes de echarle una ojeada, de vez en cuando, a mi carrito.

—¿Se dirige usted al combate? —preguntó Fabricio a Aubry.

—¡No, voy a cambiarme de zapatos para ir al baile!

—Lo sigo a usted.

—Cuídame al husarcillo —gritó la cantinera—; el señorito es valiente.

El cabo Aubry avanzaba sin decir palabra. Unos ocho o diez soldados se acercaron corriendo; él los condujo hasta una encina grande rodeada de matorral y, siempre en silencio, los dispuso en una línea muy extendida, en el lindero del bosque; cada uno de ellos estaba a más de diez pasos de su compañero.

—Y que no se os ocurra disparar —dijo el cabo, y era la primera vez que abría la boca para hablar— antes de oír la orden. Haceos a la idea de que no tenéis más que tres cartuchos.

«¿Qué estará pasando?», se preguntaba Fabricio. Luego, cuando tuvo delante al cabo, le dijo:

—No tengo fusil.

—¡Lo primero, te callas! Adelántate por allí, y a unos cincuenta pasos por delante del bosque, te encontrarás alguno de esos pobres soldados del regimiento que acaban de caer en la carga; cógele el fusil y la cartuchera. No vayas a despojar a un herido; quítaselos a uno que esté bien muerto; y aligera, no vayan a dispararte los nuestros. Fabricio partió a la carrera y enseguida volvió con un fusil y una cartuchera.

—Carga el fusil y ponte detrás de ese árbol y, sobre todo, no dispares antes de que yo te lo diga… ¡Ahí va, Dios! —exclamó, interrumpiéndose—, ¡ni siquiera sabe cargar el arma…! —Ayudó a Fabricio, sin dejar de hablar—. Si se te acerca un enemigo al galope con el sable en alto, rodea el árbol y no dispares hasta que no estés seguro de darle, hasta que no esté ni a tres pasos de ti; tienes que tocarle casi el uniforme con tu bayoneta. Y tira ese sable —gritó—, ¿o es que quieres enredarte con él y caerte? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué soldados nos mandan ahora!

Y diciendo esto, cogió él mismo el sable, y lo tiró con rabia lo más lejos que pudo.

—¡Seca la piedra del fusil con tu pañuelo! ¿Has disparado alguna vez con un fusil?

—Soy cazador.

—¡Alabado sea Dios! —suspiró el cabo—. Y, sobre todo —prosiguió—, no dispares antes de que yo lo ordene. —Y se fue.

Fabricio estaba contentísimo. «¡Por fin voy a combatir realmente —se decía—, voy a matar a un enemigo! Esta mañana nos lanzaban cañonazos, y lo único que hacía yo era exponerme a que me mataran; vaya un oficio idiota». Miraba a todas partes con avidez. Al poco oyó siete u ocho tiros de fusil muy cerca de él. Pero, como no había recibido la orden de disparar, se mantuvo tranquilo detrás de su árbol. Era casi de noche; imaginó que estaba a la espera, en una cacería de osos, en el monte Tramezzina, más arriba de Grianta. Se le ocurrió una idea de cazador: sacó un cartucho de la cartuchera y le extrajo la bala, «no puedo fallar, si lo veo» —se dijo— y metió aquella segunda bala en el cañón del fusil. Oyó otros dos disparos al lado mismo de su árbol y, simultáneamente, vio un jinete con uniforme azul que pasaba al galope de derecha a izquierda por delante de él. «No está a tres pasos —pensó—, pero a esa distancia estoy seguro de darle»; siguió al jinete con la punta de su fusil y apretó el gatillo. Cayeron jinete y caballo. Nuestro héroe creyó estar de caza: corrió lleno de contento hacia la pieza que acababa de abatir. Estaba ya casi tocando al hombre que le pareció moribundo, cuando con increíble rapidez dos jinetes prusianos se le echaron encima con el sable levantado. Fabricio echó a correr lo más que pudo en dirección al bosque. Tiró su fusil para correr mejor. Tenía ya los jinetes prusianos a unos tres pasos cuando llegó a una plantación de encinas jóvenes, no más gruesas que un brazo, que crecían muy derechas al borde del bosque. Los arbolillos detuvieron por un instante el avance de los caballos, aunque pasaron enseguida y se precipitaron tras Fabricio que atravesaba un calvero. Estaban a punto de alcanzarlo otra vez, cuando llegó a un grupo de siete u ocho árboles grandes entre los que se metió. En aquel preciso momento casi le queman la cara las llamaradas de cinco o seis disparos de fusil hechos delante de él. Bajó la cabeza y, cuando volvió a levantarla, se encontró cara a cara con el cabo.

—¿Has matado al tuyo? —le preguntó el cabo Aubry.

—Sí, pero he perdido el fusil.

—No son fusiles lo que nos falta. A pesar de tu cara de panoli, tienes lo que hay que tener, te has ganado el jornal; esos soldados de ahí, en cambio, acaban de fallar a los dos que te perseguían y que venían derechos hacia ellos; yo no los he podido ver. Ahora, lo que hay que hacer es largarse cuanto antes. El regimiento debe de estar a medio cuarto de legua y, además, está ahí ese pradillo donde podrían sorprendernos fácilmente.

Sin dejar de hablar, el cabo avanzaba deprisa a la cabeza de sus diez hombres. A doscientos pasos de allí, al adentrarse en el prado al que acababa de referirse, se encontraron con un general herido que era transportado por su ayudante de campo y un criado.

—Va usted a darme cuatro hombres —dijo, dirigiéndose al cabo con voz apenas audible—, tienen que llevarme al hospital de campaña; tengo la pierna astillada.

—¡Vete a hacer p…! —respondió el cabo—, tú y todos tus generales. Hoy habéis traicionado todos al Emperador.

—¿Cómo? —dijo furioso el general—. ¿Desobedece usted mis órdenes? Sepa usted que yo soy el general conde B***, y que soy el jefe de su división… —siguió discurseando. El ayudante de campo se lanzó sobre los soldados. El cabo le tiró un bayonetazo al brazo y se alejó con sus hombres a un paso más ligero.

—Así se quedaran todos como tú —repetía el cabo, maldiciendo—, con los brazos y las piernas rotos. ¡Hatajo de badulaques! ¡Vendidos todos a los Borbones; traidores del Emperador!

Fabricio escuchaba impresionado tan terrible acusación.

A eso de las diez de la noche, el grupo alcanzó el regimiento a la entrada de un pueblo grande con callejuelas muy estrechas; Fabricio observó que el cabo Aubry evitaba dirigirse a ningún oficial.

—¡Es imposible avanzar! —exclamó el cabo.

Todas aquellas calles estaban atestadas de infantería y, sobre todo, de carros y furgones de artillería. El cabo se llegó a la salida de tres de aquellas calles; apenas podían avanzar veinte pasos sin tener que volver a detenerse. Todo el mundo estaba irritado, todo el mundo maldecía.

—¡También es un traidor el que manda aquí! —clamaba el cabo—, Si al enemigo se le ocurriera rodear el pueblo, nos haría prisioneros a todos como a perros. ¡Vosotros seguidme!

Fabricio miró en su derredor; ya no quedaban más que seis soldados con el cabo. Por un portón abierto pasaron a un corral grande; del corral a una cuadra, que tenía una puerta pequeña, por la que llegaron a un jardín. Allí estuvieron algún tiempo perdidos, errando de un lado para otro. Y, finalmente, tras cruzar un seto, se encontraron en una finca grande sembrada de trigo sarraceno. En menos de media hora, guiados por los gritos y la confusa barahúnda, llegaron a la carretera general al otro lado del pueblo. Las cunetas estaban llenas de fusiles abandonados; Fabricio escogió uno. Aunque muy ancha, la carretera estaba tan atestada de fugitivos y de carretas que, al cabo de media hora, el cabo y Fabricio apenas habían avanzado quinientos pasos. Decían que era la carretera de Charleroi. Cuando sonaron las once en el reloj del pueblo, el cabo ordenó:

—De nuevo, campo a través.

Ahora el pequeño pelotón sólo se componía del cabo, Fabricio y tres soldados más. Se habían alejado un cuarto de legua de la carretera.

—No puedo más —dijo uno de los soldados.

—Ni yo —dijo otro.

—¡Vaya una noticia! Estamos todos igual —contestó el cabo—; obedecedme y todo saldrá bien.

Estaban en un campo muy extenso sembrado de trigo, en medio había un ribazo con cinco o seis árboles.

—¡A los árboles! —ordenó el cabo.

—Nos acostaremos aquí —dijo cuando hubieron llegado— y, por encima de todo, no hagáis el menor ruido. Antes de dormir, ¿cuál de vosotros tenía pan?

—Yo —dijo uno de los soldados.

—Trae —ordenó el cabo. Y con habilidad magistral, lo cortó en cinco trozos y se quedó con el más pequeño.

—Un cuarto de hora antes del amanecer —dijo mientras comía—, tendremos encima a la caballería enemiga. No hay que dejar que carguen sobre nosotros. En estos llanos, con la caballería detrás, uno solo está perdido; en cambio, cinco pueden escapar. Quedaos junto a mí, sin separaros para nada; no disparéis si no es a quemarropa; y mañana por la noche estaréis en Charleroi, estoy seguro.

El cabo los despertó una hora antes del alba; mandó que volvieran a cargar las armas. Se seguía oyendo el estruendo de la carretera, que había durado toda la noche; era como el fragor de un torrente lejano.

—Huyen como un rebaño de corderos —dijo Fabricio al cabo ingenuamente.

—¡Tú te callas, novato! —dijo éste indignado.

Y los tres soldados que con Fabricio formaban la tropa a su mando miraron a éste encolerizados, como si hubiera blasfemado. Había insultado a la nación.

«Ésta sí que es buena —pensó nuestro héroe—. Aunque esto ya lo había visto yo en la corte del virrey en Milán. ¡Ellos no huyen, no! A estos franceses no se les puede decir la verdad cuando toca a su vanidad. Me río yo de sus malas caras; se van a enterar».

Avanzaban siguiendo, a quinientos pasos, una línea paralela a aquel torrente de fugitivos que llenaba la carretera general. Tras haber marchado una legua, el cabo y su grupo atravesaron un camino que corría hacia la carretera, había allí muchos soldados echados en el suelo. Fabricio compró un caballo bastante bueno, que le costó cuarenta francos, y, entre todos los sables que había en el suelo, escogió cuidadosamente uno grande y recto. «Si hay que clavar, como dicen —pensó—, éste es el mejor». Así equipado, puso su caballo al galope hasta alcanzar, enseguida, al cabo, que había seguido andando. Se apoyó firmemente en los estribos, cogió con la mano izquierda la vaina de su sable recto, y les dijo a los cuatro franceses:

—Esos que huyen por la carretera general parecen un rebaño de corderos… van como corderos espantados…

En vano hacía hincapié Fabricio en la palabra «cordero», sus compañeros no se acordaban ya de que una hora antes les hubiera molestado tal palabra. En esto se pone de manifiesto uno de los contrastes entre los temperamentos francés e italiano; el francés tiene, sin duda, mejor carácter, resbala por los acontecimientos de la vida y no guarda rencor.

No ocultaremos que Fabricio se quedó muy satisfecho de sí mismo tras haber hablado de los corderos. Avanzaban charlando entre sí. A dos leguas de allí, el cabo, cada vez más sorprendido de no ver a la caballería enemiga, dijo dirigiéndose a Fabricio:

—Usted es nuestra caballería, galope hasta aquella granja, la del cerrillo, y pregúntele al amo si nos quiere vender comida, déjele claro que no somos más que cinco. Si ve que vacila, adelántele cinco francos de su dinero y quede tranquilo que los recuperaremos después de comer.

Fabricio miró al cabo; había en su cara una seriedad imperturbable, tenía un aspecto de auténtica superioridad moral. Obedeció. Todo sucedió como había previsto el comandante en jefe, salvo que Fabricio insistió en que no le arrebataran al campesino los cinco francos que le había dado.

—El dinero es mío —les dijo a sus compañeros—, y no pago lo vuestro sino la avena que le ha dado a mi caballo.

Fabricio pronunciaba tan mal el francés que sus camaradas creyeron percibir en sus palabras un tono de superioridad. Estaban muy molestos, y empezaron a pensar en una pelea para el final de la jornada. Lo encontraban muy diferente y eso les extrañaba. Fabricio, por el contrario, empezaba a sentir afecto por ellos.

Hacia dos horas que avanzaban en silencio, cuando el cabo, tras mirar hacia la carretera, gritó muy contento:

—¡El regimiento!

Enseguida llegaron a la carretera; pero ¡ay!, apenas había doscientos hombres en torno al águila. Fabricio distinguió enseguida a la cantinera; iba a pie, tenía los ojos enrojecidos y lloraba. Por más que miró, no vio Fabricio ni al carrito ni a Cocotte.

—¡Asaltados, perdidos, robados! —se quejó la cantinera en respuesta a la muda pregunta de nuestro héroe, quien, sin decir palabra, se bajó del caballo, le cogió la brida, y le dijo a la mujer:

—Monte.

Ella no se lo hizo repetir.

—Acórtame los estribos —le dijo.

Una vez bien acomodada en el caballo, se dispuso a contarle a Fabricio todos los desastres de la noche. Tras un relato infinitamente largo, que nuestro héroe, aun sin entender absolutamente nada, escuchó con avidez, pues le tenía verdadero afecto a la cantinera, ésta añadió:

—¡A quien se le diga que los que me han asaltado, pegado, armiñado eran, encima, franceses!

—¡Pero cómo! ¿No ha sido el enemigo? —preguntó Fabricio con una expresión ingenua que hacía encantador su hermoso rostro serio y pálido.

—¡Qué tonto eres, mi niño! —dijo la cantinera, sonriendo en medio de las lágrimas—, ¡y qué simpático!

—Y, ahí, donde usted lo ve, se ha cargado su prusiano —dijo el cabo Aubry, que, en medio de aquella batahola, se encontraba casualmente al otro lado del caballo que montaba la cantinera—. Aunque también es orgulloso —continuó el cabo…

Fabricio hizo un gesto.

—En fin, ¿cómo te llamas? —prosiguió el cabo—, porque si tengo que hacer un informe, me gustaría mencionarte.

—Me llamo Vasi —contestó Fabricio, poniendo una cara rara—; o sea, Boulot —se corrigió rápidamente.

Boulot había sido el titular de las credenciales que la carcelera de B*** le había dado; la antevíspera se las había estudiado con todo cuidado mientras marchaba, pues empezaba a pensar un poco y ya no estaba tan alterado por todo lo que le rodeaba. Además de las credenciales del húsar Boulot, conservaba con todo cuidado el pasaporte del italiano, mediante el cual podía acceder al uso del noble nombre de Vasi, vendedor de barómetros. Cuando el cabo le había reprochado su orgullo, había estado a punto de contestar: «¿Orgulloso yo?, ¿yo? ¿Fabricio Valserra?, ¿marchesino del Dongo, que consiente en llevar el nombre de un Vasi, vendedor de barómetros?».

Mientras se hacía estas reflexiones y se decía a sí mismo «Tengo que acordarme de que me llamo Boulot, o acabaré en esa cárcel que el destino me depara», el cabo y la cantinera habían intercambiado entre sí un largo coloquio sobre él.

—No me tache de curiosa —le dijo la cantinera dejando de tutearle—, porque se lo pregunto por su bien, pero ¿quién es usted realmente?

Fabricio tardó en contestar. Pensaba que nunca encontraría amigos mejores a quienes pedir consejo y tenía verdadera necesidad de consejos. «Vamos a entrar en una plaza en estado de guerra, el gobernador querrá saber quién soy, y si por mis respuestas dejo ver que no conozco a nadie del cuarto regimiento de húsares, cuyo uniforme llevo, ¡lo que me espera es la cárcel!». Como súbdito austriaco sabía bien la importancia que hay que dar a un pasaporte. Los miembros de su familia, aunque nobles y leales, aun perteneciendo al partido de los vencedores, habían sido humillados en multitud de ocasiones por culpa de sus pasaportes; de suerte que no le extrañó nada la pregunta que le dirigía la cantinera. Pero como tardaba en contestar buscando las palabras francesas más claras, la cantinera, presa de una viva curiosidad, añadió para animarle:

—Tanto el cabo Aubry como yo podemos darle buenos consejos para que pueda arreglárselas.

—Estoy seguro de ello —respondió Fabricio—. Me llamo Vasi y soy de Génova; mi hermana, que es una mujer famosa por su belleza, está casada con un capitán. Como no tengo más que diecisiete años, me había invitado a que conociera Francia y me educara un poco; pero no la encontré en París, y, como sabía que estaba en este ejército, he venido; la he buscado por todas partes, pero no he podido dar con ella. Los soldados, extrañados por mi acento, hicieron que me arrestaran. Entonces yo tenía dinero, así que se lo di al gendarme, que me dio papeles y un uniforme y me dijo:

—Lárgate y júrame que jamás pronunciarás mi nombre.

—¿Cómo se llamaba? —le preguntó la cantinera.

—He dado mi palabra —dijo Fabricio.

—Tiene razón —medió el cabo—, el gendarme es un bellaco, pero el camarada no debe dar su nombre. ¿Y cómo se llama ese capitán, marido de su hermana? Sin su nombre, no podemos buscarlo.

—Teulier, capitán del cuarto de húsares —respondió nuestro héroe.

—¿Así que —dijo el cabo con perspicacia— los soldados lo tomaron por espía por su acento?

—¡Ésa fue la acusación denigrante! —exclamó Fabricio con ojos brillantes—. ¡A mí que quiero tanto al Emperador y a los franceses! Ese insulto fue lo que más me humilló.

—No había insulto, en eso se equivoca; el error de los soldados era muy natural —dijo el cabo con circunspección.

Luego le explicó con minucia pedante que en el ejército hay que pertenecer a una unidad y llevar un uniforme y, de no ser así, lo más fácil es que lo acusen a uno de espía.

—El enemigo nos cuela muchos. En esta guerra no hay más que traidores.

Fue entonces cuando se enteró Fabricio; cuando se dio cuenta de que se había equivocado en la interpretación de cuanto le había ocurrido desde hacía dos meses.

—Lo que hace falta es que el chico nos cuente todo —dijo la cantinera, a quien picaba cada vez más la curiosidad.

Fabricio obedeció; y cuando terminó, dijo la cantinera dirigiéndose al cabo con expresión seria:

—La verdad es que este niño no tiene nada de militar. Y ésta va a ser una guerra bien sucia, ahora que hemos sido traicionados y estamos derrotados. ¿Qué necesidad tiene de que le rompan el alma gratis pro Deo?

—Ni siquiera sabe —dijo el cabo— cargar un fusil, ni en doce tiempos, ni a discreción. Fui yo quien le cargó el cartucho que liquidó al prusiano.

—Y, por si fuera poco, le enseña el dinero a todo el mundo —añadió la cantinera—; lo desplumarán en cuanto se separe de nosotros.

—El primer suboficial de caballería que lo encuentre —dijo el cabo—, le confisca lo que tiene para quedárselo y gastárselo en vino. Incluso pueden reclutarlo para el enemigo, ahora que no hay más que traidores. Seguirá al primero que le ordene que le siga. Lo mejor será que se quede en nuestro regimiento.

—¡No!, ¡por favor!, ¡mi cabo! —exclamó vivamente Fabricio—; es mucho más cómodo ir a caballo; yo no sé cargar el fusil, y, como usted ha visto, sí sé montar.

A Fabricio le gustó mucho su propio discursito. No reproduciremos la larga discusión sobre el futuro de nuestro héroe que mantuvieron cabo y cantinera. Fabricio observó que, en la discusión, aquellos dos repetían, hasta en cuatro ocasiones, las circunstancias de su historia: las sospechas de los soldados; el gendarme que le vendió credenciales y uniforme; la manera que había tenido, el día anterior, de formar parte de la escolta de un mariscal; el Emperador visto al galope; el caballo birlado…

Con curiosidad femenina, la cantinera volvía una y otra vez sobre el modo en que había sido desposeído del buen caballo que ella le había hecho comprar.

—¡Así que te sentiste cogido por los pies, te hicieron resbalar por encima de la cola del caballo y te sentaron en el suelo!

«¿Qué necesidad habrá de repetir tantas veces —se preguntaba Fabricio— lo que los tres sabemos perfectamente?». No sabía aún que tal es el modo que tienen las clases populares de Francia de ir en busca de ideas.

—¿Cuánto dinero tienes? —le preguntó de súbito la cantinera.

Fabricio no vaciló en contestar; estaba seguro de la nobleza de espíritu de la mujer: el lado bueno de Francia.

—En total, me quedarán treinta napoleones de oro y ocho o diez escudos de diez francos.

—¡Entonces tienes vía libre! —exclamó la cantinera—; abandona este ejército derrotado; despístate, toma la primera carretera un poco despejada que encuentres a tu derecha; pica tu caballo y aléjate todo lo que puedas de este ejército. En cuanto puedas, compra ropa de paisano. Cuando estés a ocho o diez leguas y ya no veas ningún soldado, toma la posta y vete a descansar ocho días seguidos, a comer buenos filetes en alguna buena ciudad. No le digas nunca a nadie que has estado en el ejército o los gendarmes te meterán en la cárcel por desertor; y, aunque eres muy simpático, mi niño, aún no sabes lo suficiente como para contestar a los gendarmes. En cuanto tengas puesta ropa de señorito, rompe tus credenciales en mil pedazos y recupera tu verdadero nombre; di que eres Vasi. —Y dirigiéndose al cabo, preguntó: «Y ¿de dónde dirá que viene?».

—De Cambrai del Escalda; es una buena ciudad, pequeñita, ¿sabes?, y tiene catedral y a Fénelon.

—Eso es —dijo la cantinera—, y no digas nunca que has estado en la batalla, no menciones B***, ni el nombre del gendarme que te vendió las credenciales. Cuando quieras volver a París, vete primero a Versalles, y entra en París por allí, paseando, a pie, como el que no quiere la cosa. Cósete los napoleones en el forro de los pantalones; y, sobre todo, cuando tengas que pagar algo, no enseñes nada más que el dinero justo. Lo que más siento yo es que te van a timar, te van a desplumar; ¿y qué será de ti cuando no tengas dinero, tú que no sabes arreglártelas?

La buena cantinera siguió hablando mucho tiempo todavía. El cabo corroboraba sus opiniones con inclinaciones de cabeza, pues no podía meter baza. De súbito, la multitud que llenaba la carretera general apretó el paso, primero, y luego, en un abrir y cerrar de ojos, cruzó la cuneta de la izquierda y huyó corriendo a todo correr por los campos.

—¡Los cosacos! ¡Los cosacos! —se oía gritar por todas partes.

—¡Toma tu caballo! —gritó la cantinera.

—¡Dios me libre! —dijo Fabricio—. ¡Corra, póngase al galope! ¡Huya! Se lo regalo. ¿Quiere usted volver a comprar un carrito? La mitad de lo que tengo es suyo.

—¡Que cojas tu caballo te digo! —gritó la cantinera enfadada—, y empezó a echar pie a tierra. Fabricio desenvainó el sable y con la parte plana le dio dos o tres golpes al caballo, que se puso al galope siguiendo a los que huían.

Nuestro héroe extendió la mirada por la carretera; un momento antes se afanaban por ella unas tres o cuatro mil personas, apretadas como campesinos en una procesión. Tras la palabra cosacos, allí no quedaba nadie. En la huida habían quedado abandonados chacos, fusiles, sables… Sorprendido, Fabricio subió a un ribazo a la derecha de la carretera que se alzaba unos nueve o diez metros; dirigió la mirada en ambas direcciones de la carretera general y por el llano, y no vio ni rastro de cosacos. «¡Qué raros son estos franceses! —se dijo—. Si he de desviarme hacia la derecha, más vale que lo haga ya; es posible que esta gente tuviera alguna razón para correr que a mí se me escapa». Cogió un fusil, comprobó que estaba cargado, hurgó la pólvora del detonante y limpió la piedra; luego escogió una cartuchera bien provista y volvió a mirar otra vez a todos los lados. Estaba completamente solo en medio de aquel llano tan lleno de gente hacía poco. Muy lejos, aún podía ver a los que huían, que empezaban a desaparecer detrás de los árboles sin dejar de correr. «¡Esto sí que es raro!» —se dijo—, y, acordándose de la maniobra del cabo, el día anterior, fue a sentarse en medio de un campo de trigo. No se iba porque quería volver a ver a sus buenos amigos, la cantinera y el cabo Aubry.

Cuando estuvo entre el trigo, comprobó que, en vez de los treinta napoleones que creía tener, no tenía más que dieciocho; aunque sí tenía los diamantes que había escondido en la vuelta de las botas del húsar, cuando aún estaba en la habitación de la carcelera, por la mañana, antes de marcharse de B***. Escondió los napoleones lo mejor que pudo, pensando intensamente en tan repentina desaparición. «¿Será esto un mal presagio?» —se decía—. Con todo, lo que más le inquietaba era no haberle preguntado al cabo Aubry: «¿Pero de verdad he estado en una batalla?». Creía que sí, pero para él habría supuesto el colmo de la felicidad estar seguro de ello.

«Aun así —se dijo—, ¡he estado con el nombre de un preso, tenía en mi bolsillo las credenciales de un preso y, lo que es más, llevaba encima sus ropas! Esto es fatal para el futuro. ¿Qué diría el abate Blanes? ¡Y ese pobre Boulot murió en la cárcel! Todo esto es un augurio siniestro; el destino me llevará a la cárcel». Fabricio hubiera dado todo el oro del mundo por saber si el húsar Boulot había sido realmente culpable; esforzándose, le parecía recordar que la carcelera de B*** le había dicho que al húsar no lo habían detenido sólo por unos cubiertos de plata, sino también por haberle robado una vaca a un campesino y haberle dado una descomunal paliza. A Fabricio no le cabía la menor duda de que un día lo meterían en la cárcel por una falta que estaría en relación con la del húsar Boulot. Se acordaba de su amigo el cura Blanes, ¡lo que hubiera dado por poder consultarle! Luego se acordó de que no había escrito a su tía desde que había salido de París. «¡Pobre Gina!» —pensó—; y se le llenaron los ojos de lágrimas. De repente oyó un ruido muy cerca de donde estaba; era un soldado que había llevado tres caballos al campo de trigo a que comieran; les había quitado el bocado y los tenía sujetos por las riendas; parecían muertos de hambre. Fabricio se levantó del trigo como una perdiz, el soldado se asustó. Nuestro héroe lo advirtió y cayó en la tentación de hacer el papel de húsar por un rato.

—¡Uno de esos caballos es mío, c…! —exclamó—, pero, mira, voy a darte cinco francos por el trabajo que te has tomado de traérmelo hasta aquí.

—¿Estás de broma, no? —dijo el soldado.

Fabricio se echó el arma a la cara y le apuntó con ella; estaba a seis pasos de distancia.

—¡Suelta el caballo o te dejo frito!

El soldado llevaba el fusil en bandolera e hizo ademán de volver el hombro para cogerlo.

—¡Si haces el menor movimiento eres hombre muerto! —gritó Fabricio, echándosele encima.

—¡Bueno, bueno! Deme los cinco francos y coja uno de los caballos —dijo el soldado, confundido, tras echar una mirada a la carretera general donde no había absolutamente nadie—. Fabricio, sosteniendo el fusil con la mano izquierda, le arrojó con la derecha tres monedas de cinco francos.

—Baja o eres hombre muerto… embrida al negro y lárgate con los otros dos… si haces un movimiento en falso, te frío.

El soldado obedeció con el gesto torcido. Fabricio se acercó al caballo, le pasó la brida con el brazo izquierdo, sin perder de vista al soldado que se alejaba lentamente; cuando vio que estaba a unos cincuenta pasos, saltó ágilmente al caballo. Estaba buscando el estribo derecho con el pie para afirmarse en la montura, cuando una bala le silbó muy cerca. Le había disparado el soldado. Presa de cólera, Fabricio se lanzó al galope tras él, que corría todo lo que podía; lo vio montar en uno de los dos caballos y ponerse a galopar. «Vaya, ya está fuera de alcance» —se dijo—. El caballo que acababa de comprar era magnífico, pero parecía estar muerto de hambre. Fabricio volvió a la carretera, donde seguía sin haber un alma viviente; la cruzó y puso el caballo al trote para llegar a una ondulación del terreno, en el lado izquierdo, donde esperaba encontrar a la cantinera; pero cuando estuvo en lo alto del cerrillo, no vio más que algunos soldados aislados a una legua de distancia. «¡Debe de estar escrito que no la veré más —se dijo suspirando—; una mujer buena y valiente!». Se acercó a una granja que había visto desde lejos, a la derecha de la carretera. Sin apearse y tras haber pagado por adelantado, mandó que trajeran avena para su caballo; el pobre animal estaba tan hambriento que mordía el comedero. Una hora después, Fabricio trotaba por la carretera general, sin dejar de alentar la vaga esperanza de encontrar a la cantinera o, al menos, al cabo Aubry. Sin detenerse y sin dejar de mirar a todos lados, llegó hasta un río pantanoso que cruzaba un puente de madera bastante estrecho. Al otro lado del puente, a mano derecha, había una casa aislada con un rótulo en que podía leerse El Caballo Blanco. «Cenaré ahí» —se dijo Fabricio—. Había un oficial de caballería, a la entrada del puente; llevaba un brazo en cabestrillo; iba montado y tenía un semblante muy triste; a diez pasos de él, tres soldados de caballería, a pie, estaban cargando sus pipas.

«Éstos —pensó Fabricio— tienen toda la pinta de querer comprarme el caballo bastante más barato de lo que me ha costado». El oficial herido y los tres de a pie miraban hacia él mientras se acercaba; parecían estar esperándolo. «No debería pasar ese puente; mejor sería seguir la orilla del río por la derecha. Eso es lo que me habría aconsejado la cantinera para salir del apuro… Ya —siguió diciéndose nuestro héroe—, y mañana me moriré de vergüenza. En cualquier caso, mi caballo es buen corredor y seguro que el del oficial está cansado; si hace ademán de desmontarme, me pondré a galope». Mientras se hacía estas reflexiones, Fabricio sujetaba su montura y avanzaba al paso más corto que podía.

—¡Acérquese de una vez, húsar! —le gritó el oficial con autoridad.

Fabricio avanzó unos pasos y se detuvo.

—¿Va usted a quitarme el caballo? —preguntó, también a gritos.

—¡De ninguna manera! ¡Acérquese!

Fabricio se fijó en el oficial. Tenía el bigote blanco, y una cara de absoluta honradez; el pañuelo que le sujetaba el brazo izquierdo estaba empapado de sangre y llevaba la mano derecha envuelta también en un paño ensangrentado.

«Van a ser los de a pie los que agarren mi caballo por la brida» —pensó Fabricio—; pero cuando estuvo más cerca, vio que también ellos estaban heridos.

—¡Por su honor! —dijo el oficial, que llevaba charreteras de coronel—, quédese aquí de guardia y ordene a todos los dragones, cazadores y húsares que vea que se reúnan conmigo, con el coronel Le Baron; yo estaré en la venta.

El viejo coronel tenía el rostro crispado de dolor. Desde sus primeras palabras había ganado la voluntad de nuestro héroe, que muy razonablemente le contestó:

—Soy muy joven, señor, para hacerme obedecer; mejor sería que tuviera una orden escrita por usted.

—Tiene razón —dijo el coronel, observándolo con atención; La Rose, tú que tienes la mano en condiciones, escribe la orden.

Sin decir nada, La Rose sacó del bolsillo un cuadernillo de pergamino; escribió en él unas líneas, arrancó la hoja y se la dio a Fabricio. El coronel le repitió la orden y añadió que, como era justo, a las dos horas sería relevado de la guardia por uno de los tres de caballería que estaban allí. Tras decir esto, entró en la venta con sus hombres. Fabricio los vio ir y se quedó inmóvil a la entrada del puente de madera, impresionado por el dolor silencioso y taciturno de aquellos tres personajes. «Parecen genios encantados» —se dijo—. Luego desplegó el papel doblado y leyó la orden, redactada en los siguientes términos:

El coronel Le Baron, del 6.° de dragones, al mando de la segunda brigada de la primera división de caballería del 14.° cuerpo, ordena a todos los hombres de caballería, dragones, cazadores y húsares que no crucen el puente y que se reúnan con él en la venta de El Caballo Blanco, junto al puente, donde está su cuartel general.

En el cuartel general, junto al puente de La Sainte, el 19 de junio de 1815.

En nombre del coronel Le Baron, herido en el brazo derecho, y por orden suya, el sargento

LA ROSE

Apenas llevaba media hora de guardia en el puente Fabricio, cuando vio llegar seis cazadores montados y tres a pie. Les comunica la orden del coronel.

—Ahora volvemos —dicen cuatro de los cazadores montados. Y pasan el puente a un trote largo. Fabricio se dirige entonces a los otros dos. En medio de la discusión que se produce, los tres de a pie pasan el puente. Uno de los dos cazadores montados que quedan le pide la orden para verla; se la lleva diciendo:

«Se la voy a llevar a mis camaradas, que no dejarán de venir; tú espera sin moverte». Parte a galope. Su camarada le sigue.

Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos.

Fabricio estaba furioso; llamó a los de la venta; uno de los soldados heridos se asomó a la ventana. El soldado, que tenía galones de sargento, bajó hasta donde estaba y le gritó al llegar:

—¡Sable en mano! Está usted de guardia.

Fabricio obedeció, luego dijo:

—Se han llevado la orden.

—Están así de soliviantados por lo que pasó ayer —dijo el otro con cara sombría—. Le voy a dar una de mis pistolas; si vuelven a desobedecer la orden, dispare al aire y vendré, o se presentará el propio coronel.

Fabricio se fijó en el gesto de sorpresa que puso el sargento cuando le dijo que le habían robado la orden; se dio cuenta de que aquello había sido un insulto personal y se prometió a sí mismo no dejarse burlar otra vez.

Armado con la pistola de arzón del sargento, Fabricio había vuelto orgullosamente a su guardia, cuando vio que llegaban siete húsares a caballo. Se había colocado impidiendo el paso al puente. Les informa de la orden del coronel; reaccionan con ademán de contrariedad; el más atrevido trata de pasar; Fabricio, siguiendo el consejo sabio de la cantinera que la mañana anterior le había dicho que había que clavar y no esgrimir, baja la punta de su gran sable recto y hace ademán de asestar un golpe al que quiere saltarse la orden.

—¡Vaya hombre! ¡El novato quiere matarnos! —gritan los húsares—. ¡Como si no nos hubieran matado bastante ayer!

Desenvainan todos sus sables y caen sobre Fabricio. Se vio muerto, pero recordó la sorpresa del sargento y no quiso ser despreciado otra vez. Retrocediendo en el puente, trataba de asestar estocadas de punta. Ofrecía un aspecto tan gracioso manejando aquel sable de coracero tan grande y recto, demasiado pesado para él, que los húsares se dieron cuenta enseguida de con quien se las tenían y procuraron limitarse a cortarle la ropa sin llegar a herirlo. Recibió, así, tres o cuatro sablazos ligeros en los brazos. Él, a su vez, que no olvidaba el consejo de la cantinera, lanzaba estocadas de punta con toda su alma. Por desgracia, uno de tales puntazos hirió a un húsar en la mano, y éste, encolerizado de que le hiriera semejante soldado, respondió con una estocada a fondo que le alcanzó en la parte alta del muslo. Contribuyó a favorecer esta estocada el caballo de nuestro héroe, que, lejos de rehuir la pelea, parecía que le gustara lanzarse contra los asaltantes. Éstos, al ver correr la sangre de Fabricio por su brazo derecho, pensando que habían llevado el juego demasiado lejos, lo empujaron contra la barandilla de la derecha del puente y escaparon al galope. Cuando Fabricio tuvo un momento de respiro disparó su pistola al aire para avisar al coronel.

Cuando sonó el disparo llegaban al puente cuatro húsares a caballo y otros dos a pie del mismo regimiento que los anteriores; estaban a unos doscientos pasos, y observaban cuidadosamente lo que ocurría en el puente. Pensando que Fabricio había disparado a sus camaradas, se lanzaron contra él a galope enarbolando los sables; era una auténtica carga. El coronel Le Baron, que había oído el pistoletazo, abrió la puerta de la venta y corrió al puente; llegó al mismo tiempo que los húsares y les ordenó que se detuvieran.

—¡Aquí ya no hay coroneles que valgan! —gritó uno de ellos picando su caballo.

El coronel, irritado, interrumpió la reprimenda que les estaba dirigiendo, y cogió con la mano derecha, herida, la rienda de aquel caballo un poco más arriba del bocado.

—¡Detente, mal soldado! —ordenó al húsar—; te conozco, eres de la compañía del capitán Henriet.

—¡Pues que me dé la orden el capitán! Lo mataron ayer —añadió con tono sarcástico—; vete a hacer p…

Diciendo esto intenta pasar y empuja al viejo coronel, que cae sentado en el puente. Fabricio, que estaba también en el puente, dos pasos más allá, pero mirando hacia la parte de la venta, pica su caballo y, mientras el pecho del caballo del húsar empuja al coronel, que no ha soltado la rienda del caballo a la altura del bocado, Fabricio, indignado, le tira a aquel un puntazo a fondo. Por fortuna, el caballo del húsar, sintiéndose derribado hacia el suelo por la rienda que tenía agarrada el coronel, da un brusco respingo hacia un lado, de suerte que toda la hoja del gran sable de caballería de Fabricio resbala por el chaleco del húsar, pasando, entera, ante sus ojos. Furioso, el húsar se revuelve y le tira una estocada con todas sus fuerzas, que atraviesa la manga de Fabricio y entra, honda, en su brazo. Nuestro héroe cae.

Uno de los húsares de a pie, al ver por tierra a los dos defensores del puente, aprovecha la ocasión, monta el caballo de Fabricio e intenta apoderarse de él, lanzándolo a galope por el puente adelante.

El sargento, que había salido corriendo de la venta y que había visto caer a su coronel e imaginado que estaba herido de gravedad, corre tras el caballo de Fabricio y hunde la punta de su sable en los riñones del ladrón, que cae. Los demás húsares, cuando ven que en el puente no queda en pie más que el sargento, pasan al galope y se pierden en la lejanía. El que iba a pie corre por los campos.

El sargento se acercó a los heridos. Fabricio se había levantado ya; no le dolía mucho la herida, pero perdía mucha sangre. El coronel se levantó lentamente; estaba aturdido por la caída, pero no le habían herido.

—No me duele nada más que la herida vieja de la mano.

El húsar herido por el sargento agonizaba.

—¡El diablo se lo lleve! —exclamó el coronel. Luego llamó a los otros dos de caballería y al sargento y les ordenó que se ocuparan de Fabricio:

—Ocupaos de ese chico a quien tan inoportunamente he expuesto. Yo me quedaré en el puente para intentar detener a estos perturbados. Llevad al chico a la venta y vendadle el brazo; coged una de mis camisas.