Capítulo tercero

Al poco encontró Fabricio a unas cantineras y, movido por el intenso agradecimiento que sentía hacia la carcelera de B***, se acercó a hablar con ellas. Le preguntó a una de tales mujeres dónde estaba el cuarto regimiento, al que pertenecía.

—No corras tanto, soldadito —dijo la cantinera, impresionada por la palidez y por los bellos ojos de Fabricio—. Aún no tienes tú la mano lo bastante fuerte para los sablazos que se van a dar hoy. Si al menos tuvieras un fusil, no digo yo que no pudieras disparar tu bala como cualquier otro.

El consejo no le gustó nada a Fabricio, pero por más que arreaba a su caballo no conseguía que fuera más deprisa que la carreta de la cantinera. De vez en cuando, el estruendo de los cañonazos sonaba más cerca, lo que les impedía oírse, pues a Fabricio el entusiasmo y la alegría lo habían puesto tan fuera de sí, que había reanudado la conversación. Cada palabra de la cantinera redoblaba su felicidad, al hacérselo comprender. Salvo su nombre y su fuga de la prisión, acabó por contarle todo a aquella mujer que parecía tan buena. La mujer estaba asombrada y no entendía nada de lo que le contaba aquel joven y guapo soldado.

—Ya entiendo lo que pasa —gritó, al fin, con aire triunfal—. Usted es un señorito que se ha enamorado de la mujer de algún capitán del cuarto de húsares. Seguro que ese uniforme que lleva se lo ha regalado su enamorada y ahora corre tras ella. Que me caiga muerta aquí mismo si ha sido soldado alguna vez en la vida, pero como es un chico valiente y su regimiento está batiéndose, no quiere dejar de estar en la batalla ni que nadie pueda decir que no tiene usted redaños.

Fabricio asintió a todo. Le parecía que era el único medio para recibir buenos consejos. «No tengo ni idea de cómo son las costumbres de estos franceses —se decía—; si no me dejo guiar por alguien, me volverán a meter en la cárcel y me robarán el caballo».

—Mira, mi niño —dijo la cantinera, que iba tomándole cada vez más cariño—, tú no tienes veintiún años; no creo que llegues ni a los diecisiete.

Era la verdad y Fabricio no tuvo el menor inconveniente en reconocérselo.

—O sea, que tampoco eres un recluta, y sólo es la cara bonita de esa señora lo que te impulsa a hacerte matar. ¡Maldita sea; buena caprichosa debe estar hecha! Si aún te queda alguno de los amarillitos[12] que te ha mandado, lo primero que tienes que hacer es comprar otro caballo; mira cómo levanta las orejas ese penco cada vez que el cañón suena un poco más cerca. Ése es un caballo de aldeano que hará que te maten en cuanto te pongas a tiro. Ves el humo blanco que se levanta por encima de aquella barda: ¡es fuego de fusilería, mi niño! Prepárate para morirte de miedo cuando oigas silbar las balas. Harías bien en comer algo, ahora que todavía tienes tiempo.

Fabricio siguió el consejo. Le dio un napoleón a la cantinera, y le pidió que se cobrara.

—¡Qué pena de chico —exclamó la mujer—; ni siquiera sabe gastar el dinero el pobrecillo! Te habría estado bien empleado que hubiera agarrado tu napoleón y hubiera puesto a Cocotte a su mejor trote. ¡A ver si tu penco podía seguirme! ¿Qué habrías hecho tú, pipiolo, cuando hubieras visto que me las piraba? Más vale que te enteres de que no se enseña el dinero cuando gruñe la bestia. Toma —siguió—, ahí tienes: dieciocho francos con cincuenta céntimos, tu comida cuesta uno y medio. No tardaremos en poder comprar un caballo. Si el animal es pequeño, das diez francos por él y en ningún caso más de veinte francos, así sea el mejor caballo del mundo.

Al terminar el almuerzo, una mujer que venía cruzando los campos y que cruzó la carretera interrumpió a la cantinera, que no dejaba de hablar.

—¡Eh, eh —gritó la mujer—, eh Margot! ¡Tu sexto ligero está a la derecha!

—Voy a tener que dejarte, mi niño —dijo la cantinera a nuestro héroe—; me das mucha pena, de veras; te he cogido cariño, mira tú. No tienes ni idea y te van a enseñar. ¡Ya lo creo que sí! ¡Anda, vente al sexto ligero conmigo!

—Ya sé que no sé nada —dijo Fabricio—; pero quiero luchar y he decidido ir hacia allí, hacia donde está el humo blanco.

—¡Mira cómo menea las orejas tu caballo! En cuanto llegue allí, a pocas fuerzas que le queden, te forzará la mano, se pondrá a galopar y sabe Dios a dónde te llevará. Hazme caso. En cuanto estés con los demás soldaditos, coge un fusil y una cartuchera, ponte a su lado y haz exactamente lo que hagan los demás. Aunque estoy segura de que ni siquiera sabes romper un cartucho.

Fabricio, no sin sentirse picado, le confesó a su nueva amiga que así era.

—¡Pobrecillo! ¡Como hay Dios que lo matan en menos que canta un gallo! ¡No va a durar nada! ¡Tú te vienes conmigo! —insistió con autoridad la cantinera.

—Pero yo quiero luchar.

—Claro que lucharás; ¿qué te crees?, el sexto ligero es muy conocido y, además, hoy va a haber para todos.

—¿Y tardaremos mucho en llegar a donde está tu regimiento?

—Un cuarto de hora, como mucho.

«Recomendado por esta buena mujer —se dijo Fabricio—, esta ignorancia mía sobre todas las cosas no dará pie a que me tomen por espía y podré combatir». En aquel mismo momento redobló el estruendo del cañón; las detonaciones se sucedían sin intervalos. «Es como un rosario», se dijo Fabricio.

—Ya se empieza a oír el fuego de fusilería —dijo la cantinera al tiempo que arreaba a su caballito que parecía animado con el fuego.

La cantinera viró a la derecha y tomó un camino que atravesaba los prados; había como unos treinta centímetros de barro; el carrito estuvo a punto de quedar embarrancado; Fabricio tuvo que empujar la rueda. Su caballo cayó dos veces. Luego, el camino, algo más seco, se convirtió en poco menos que una senda por entre el césped. No había avanzado ni quinientos pasos Fabricio, cuando su penco se paró de golpe: un cadáver atravesado en el sendero aterrorizaba al caballo y al caballero.

La cara de Fabricio, ya pálida de natural, se tomó verde. La cantinera, tras mirar al muerto, dijo como si hablara consigo misma:

—Ése no es de nuestra división.

Luego, tras dirigir la mirada hacia nuestro héroe, rompió a reír:

—¡Ja, ja, mi niño! ¿Has visto qué golosina?

Fabricio se había quedado helado. Lo que más le llamaba la atención era la suciedad de los pies del cadáver, que ya había sido despojado; no le habían dejado más que unos malos calzones sucios de sangre.

—Acércate —dijo la cantinera—, baja del caballo; más vale que te acostumbres; ¡mira —exclamó— le han dado en la cabeza!

Le había entrado una bala muy cerca de la nariz y le había salido por la sien opuesta, lo que desfiguraba espantosamente al cadáver, que tenía aún un ojo abierto.

—¡Anda, bájate del caballo, chico —dijo la cantinera—, y tiéndele la mano; a ver si te la da!

Sin dudarlo un instante, aunque muerto de asco, Fabricio echó pie a tierra, cogió la mano del cadáver y le dio un buen apretón. Luego quedó como anonadado, pensó que no tendría fuerzas para volver a montar. Lo que más horror le daba era aquel ojo abierto.

«La cantinera va a pensar que soy un cobarde» —se decía con desconsuelo—, pero se sentía incapaz de hacer un solo movimiento; estaba a punto de caer. Fue un momento espantoso; estuvo a punto de desmayarse. La cantinera se dio cuenta y bajó de su carro inmediatamente, para darle, sin decir palabra, un vaso de aguardiente que él bebió de un trago. Pudo entonces montar en su penco y siguió el camino en silencio. De vez en cuando, la cantinera le miraba por el rabillo del ojo.

—Ya combatirás mañana, mi niño —dijo finalmente—, hoy te quedas conmigo. Tú mismo te habrás dado cuenta de que aún tienes que aprender el oficio de soldado.

—Ni hablar, quiero pelear ahora mismo —prorrumpió nuestro héroe con un aire sombrío, que a la cantinera le pareció de buen augurio—. Se intensificó el ruido del cañón, como si se acercara. Los cañonazos empezaban a formar un sonido de base continuo; las detonaciones se sucedían sin intervalos, y por encima de aquel estruendo de fondo, que recordaba el fragor de un torrente lejano, se distinguía muy bien el fuego de fusilería.

En aquel lugar, la carretera se metía en un bosquecillo. La cantinera vio tres o cuatro soldados de los nuestros que venían corriendo a todo correr hacia ella; saltó con ligereza de su carro y corrió a esconderse a unos quince o veinte pasos del camino. Se acurrucó en el hueco que había dejado un gran árbol que acababa de ser arrancado. «¡Bueno, ahora veremos si soy o no un cobarde!» —se dijo Fabricio. Se detuvo junto a la carreta abandonada por la cantinera y sacó su sable. Los soldados no le prestaron la menor atención y pasaron corriendo, siguiendo el borde del bosque a la izquierda de la carretera.

—Son de los nuestros —dijo tranquilamente la cantinera, cuando volvía, muy sofocada, al carro—; si tu caballo fuera capaz de galopar, te diría que te acercases hasta el final del bosque y vieras si hay alguien en el llano.

Fabricio no esperó a que se lo repitiera, arrancó una rama de un álamo, le quitó las hojas y se puso a fustigar a su caballo con todas sus fuerzas; el penco se puso al galope unos momentos para volver enseguida a su trotecillo de costumbre; pero la cantinera había puesto al galope a su caballo. «Para, para» —gritaba Fabricio. Enseguida estuvieron los dos fuera del bosque, al borde de la llanura; se oía allí un estrépito infernal: el cañón y la fusilería tronaban por todas partes, a la derecha, a la izquierda, detrás… Como el bosquecillo de donde acababan de salir se alzaba unos dos metros o tres por encima del llano, podían ver bastante bien una parte del campo de batalla; pero en el prado que se extendía más allá del bosquecillo no se veía a nadie. El prado en cuestión estaba flanqueado, a unos mil pasos de distancia, por una larga fila de sauces muy frondosos, y por encima de aquella línea aparecía un humo blanco que en algunos sitios se elevaba hacia el cielo haciendo volutas.

—¡Si al menos supiera dónde está el regimiento! —decía la cantinera, sofocada—. No nos conviene atravesar ese prado por el medio. A propósito —dijo, dirigiéndose a Fabricio—, si ves a un soldado enemigo, clávale el sable de punta, no vayas a ponerte a hacer esgrima.

En ese momento, la cantinera vio a los cuatro soldados de hace un momento. Salían al llano desde el bosque, por la izquierda de la carretera. Uno de ellos iba a caballo.

—Ahí tienes tu oportunidad —dijo, dirigiéndose a Fabricio—. ¡Eh —gritó, dirigiéndose al que tenía el caballo—, acércate a echar un trago de aguardiente!

Los soldados se aproximaron.

—¿Dónde está el sexto ligero? —les preguntó a gritos.

—Por allí, a unos cinco minutos, más allá del canal que corre a lo largo de los sauces; precisamente acaban de matar al coronel Macon.

—Te doy cinco francos por el caballo, ¿hace?

—¡Cinco francos! Estás de broma, mamaíta, un caballo de oficial que pienso vender por cinco napoleones antes de un cuarto de hora.

—Dame uno de tus napoleones —dijo la cantinera a Fabricio, y luego, acercándose al soldado del caballo—: Baja ya, y toma, tu napoleón.

El soldado echó pie a tierra y Fabricio saltó alegremente a la silla, mientras la cantinera desataba el pequeño portamantas que llevaba atado el penco.

—¡Eh, vosotros! ¡Ayudadme! —dijo a los soldados— ¡Vais a dejar que trabaje una señora sin echarle una mano!

En cuanto el caballo notó el portamantas empezó a encabritarse y Fabricio, que montaba muy bien, tuvo que emplear toda su fuerza para contenerlo.

—¡Buena señal! —dijo la cantinera—, el señor no está acostumbrado a las cosquillas del portamantas.

—¡Un caballo de general! —exclamaba el soldado que lo había vendido—. ¡Un caballo que vale diez napoleones por cuatro perras!

—Toma veinte francos —le dijo Fabricio, que no cabía en sí de gozo teniendo entre sus piernas un caballo que se moviera.

En aquel preciso momento, una bala de cañón dio en la línea de sauces; el proyectil alcanzó los árboles al sesgo, y ante Fabricio se desplegó el espectáculo de una infinidad de ramitas volando a un lado y a otro como segadas por una hoz.

—Ya está aquí la bestia —dijo el soldado, guardándose los veinte francos. Serían las dos de la tarde.

Aún estaba Fabricio encandilado con el sorprendente espectáculo, cuando un grupo de generales, seguido de una veintena de húsares, cruzó al galope uno de los ángulos del extenso prado que se dilataba ante él. Su caballo relinchó, se encabritó dos o tres veces y empezó a dar fuertes cabezadas contra la brida que lo sujetaba. «¡Está bien! ¡Vayamos allá!» —se dijo Fabricio.

Nada más soltarle las riendas, el caballo arrancó al galope en dirección a la escolta que seguía a los generales. Fabricio contó hasta cuatro sombreros bordados. Un cuarto de hora más tarde, por algunas palabras que un húsar intercambió con su compañero, Fabricio se enteró de que uno de aquellos generales era el famoso mariscal Ney. Su dicha no podía ser mayor, aunque no podía adivinar cuál de los cuatro generales era el mariscal; hubiera dado todo el oro del mundo por saberlo, pero recordó que no podía hablar. La escolta se detuvo; había que atravesar una zanja bastante ancha que, con la lluvia del día anterior, se había llenado de agua. Estaba flanqueada por grandes árboles y a la izquierda terminaba en el prado en cuya entrada Fabricio había comprado el caballo. Casi todos los húsares habían echado pie a tierra. El borde de la zanja caía a pico y era muy resbaladizo; el agua estaba a un metro, o poco más, por debajo del nivel del prado. Fabricio, distraído en su alegría, pensaba más en el mariscal Ney y en la gloria que en su caballo, que, eufórico, saltó a la zanja; el agua salpicó a mucha altura. Uno de los generales quedó empapado y soltó una andanada: «¡Demonio de bestia j…!». Fabricio se sintió profundamente herido por la injuria. «¿Tendría que exigirle una disculpa?» —se preguntó—. Mientras tanto, para demostrar que no era tan torpe, intentó hacer que su caballo subiera por el borde opuesto de la zanja; pero también estaba cortado a pico y se alzaba como unos dos metros. Renunció. Remontó la corriente; el agua le llegaba al caballo casi a la cabeza. Finalmente encontró una especie de vado y pudo alcanzar el otro lado de la zanja inundada por una suave pendiente. Fue el primer hombre de la escolta que la cruzó. Se puso a trotar orgullosamente a lo largo de la orilla; mientras, en medio de la zanja, los húsares se debatían bastante apurados por su situación, pues en muchos sitios el agua tenía una profundidad de metro y medio. Dos o tres caballos se asustaron y trataron de echarse a nadar ocasionando un terrible chapoteo. Un sargento se dio cuenta de la maniobra que acababa de efectuar aquel novato de aspecto tan poco marcial.

—¡Atrás, atrás! ¡Hay un vado a la izquierda! —gritó. Y, poco a poco, pasaron todos.

Al llegar a la otra orilla, Fabricio se había encontrado con los generales solos. El estruendo del cañón le pareció mucho más intenso. Apenas podía oír al mismo general que había empapado, que le gritaba al oído:

—¿Dónde has cogido ese caballo?

Fabricio estaba tan nervioso que contestó en italiano:

—L’ho comprato poco fa. (Acabo de comprarlo hace poco).

—¿Qué dices? —gritó el general.

Pero el ruido se hizo tan atronador en aquel momento que Fabricio no pudo contestarle. Hemos de reconocer que en aquel momento nuestro héroe estaba muy poco heroico. Pero en él el miedo estaba en un segundo plano; lo que le alteraba, más que nada, era aquel ruido tan intenso que le producía dolor en los oídos. La escolta se puso al galope; atravesaban una extensa zona de tierra de labor, al otro lado del canal, y el campo estaba sembrado de cadáveres.

—¡Uniformes rojos! ¡Uniformes rojos! —gritaban alegres los húsares de la escolta.

En un primer momento Fabricio no entendía nada; luego se dio cuenta de que casi todos aquellos cadáveres llevaban uniformes de color rojo. Algo en ellos le hizo estremecerse de horror; muchos de aquellos desgraciados aún estaban vivos; se quejaban pidiendo socorro, pero nadie se detenía para prestárselo. Nuestro héroe, tan humano, se esforzaba denodadamente para que su caballo no pisara a ninguno de aquellos soldados de uniforme rojo. La escolta se detuvo; Fabricio, que no prestaba demasiada atención a sus obligaciones de soldado, seguía galopando, absorto en su cuidado de no patear a ninguno de aquellos desdichados.

—¿Quieres pararte, novato? —gritó el sargento.

Fabricio se dio cuenta de que estaba a veinte pasos a la derecha, y por delante, de los generales, en la misma dirección precisamente en que estaban mirando con sus anteojos. Cuando volvió a colocarse a la zaga de los otros húsares, que se habían detenido algunos pasos atrás, se fijó en que el más gordo de aquellos generales estaba hablando con el que tenía al lado, con aire de autoridad, casi como si le estuviera regañando; maldecía. Fabricio no pudo contener su curiosidad, y, a pesar del consejo de mantener la boca cerrada de su amiga la carcelera, articuló mentalmente una frasecita muy francesa y muy correcta, dirigiéndose al que tenía al lado:

—¿Quién es el general que le lee la cartilla al otro?

—¡Jobar! ¡El mariscal!

—¿Qué mariscal?

—¡El mariscal Ney, idiota! ¿Pero, tú, dónde has servido hasta ahora?

A Fabricio, aun siendo muy susceptible, ni siquiera se le ocurrió enfadarse por el insulto; se había quedado mirando, extasiado en una admiración infantil, al famoso príncipe del Moskowa, al valiente entre valientes.

De súbito todos se pusieron a galope tendido. Y pocos momentos después, a veinte pasos por delante, Fabricio vio un campo labrado cuya tierra estaba siendo removida de un modo singular. El fondo de los surcos estaba totalmente encharcado y la tierra que formaba los lomos, muy húmeda, volaba en pequeños fragmentos negros que saltaban hasta un metro, o más, de altura. No dejó de observar tan singular efecto Fabricio, aunque de pasada, pues su pensamiento volvió enseguida a sumergirse en la gloria del mariscal. Oyó un grito seco junto a él: eran dos húsares que caían alcanzados por las balas de cañón, y, cuando se volvió para mirarles, estaban ya a veinte pasos de la escolta. Lo que le pareció horrible fue un caballo envuelto en sangre que forcejeaba en la tierra labrada, con las pezuñas enredadas en sus propias entrañas; quería seguir a los demás; la sangre corría por el barro.

«¡Por fin! ¡Estoy en medio del fuego! —se dijo—. ¡He visto el fuego! —se repetía a sí mismo con satisfacción—. ¡Ya soy un verdadero soldado!». Iba entonces la escolta a galope tendido, y nuestro héroe se dio cuenta de que lo que levantaba la tierra por todas partes eran las balas de cañón. Por más que aguzaba la vista para ver de dónde venían aquellas balas, no veía más que el humo blanco de la batería a una distancia enorme, y, en medio del estruendo uniforme y continuo de los cañonazos, creyó oír descargas mucho más cerca. No entendía nada.

En aquel momento, los generales y la escolta bajaron a un sendero anegado, que estaba rehundido como metro y medio.

El mariscal se detuvo y volvió a mirar con el catalejo. Esta vez, Fabricio pudo contemplarlo a su antojo. Le pareció muy rubio, con una gran cabeza rojiza. «No tenemos rostros así en Italia —se dijo—. Con mi palidez y mi pelo castaño, nunca seré como él» —siguió pensando con tristeza—. Y con ello quería decir: «Nunca seré un héroe». Luego miró a los húsares; menos uno, todos tenían bigotes rubios. Cuando Fabricio miró a los húsares, éstos le miraron a él. Lo ruborizó aquella mirada, y, para acabar con su apuro, volvió la cabeza hacia el enemigo. Eran líneas muy largas de hombres uniformados de rojo; pero lo que más le extrañó fue que los hombres le parecieran muy pequeños. Aquellas filas tan largas, que eran regimientos o divisiones, no le parecían más altas que cercados. Una línea de jinetes de rojo trotaba para acercarse al camino rehundido que el mariscal y la escolta seguían ahora al paso, chapoteando en el lodo. Por delante, en la dirección en que avanzaban, el humo no dejaba ver nada; de vez en cuando, se vislumbraban jinetes al galope que surgían entre el humo blanco.

De pronto, Fabricio vio a cuatro hombres que venían del lado enemigo a galope tendido.

«Nos atacan» —pensó—, pero enseguida vio que dos de aquellos hombres hablaban con el mariscal. Uno de los generales que lo acompañaban partió al galope hacia el lado enemigo, seguido de dos húsares de la escolta y de los cuatro hombres que acababan de llegar. Tras atravesar un pequeño canal con todos los demás, Fabricio se encontró al lado de un sargento que tenía cara de buena persona. «Voy a hablarle a éste —pensó—; a lo mejor, así, dejan de mirarme». Estuvo pensándolo un buen rato.

—Señor —dijo, finalmente, dirigiéndose al sargento—, ésta es la primera vez que entro en batalla; ¿es esto una auténtica batalla?

—Más o menos. Y ¿usted quién es?

—Soy hermano de la mujer de un capitán.

—Y ¿cómo se llama ese capitán?

Nuestro héroe se sintió en un buen aprieto, pues no había previsto en absoluto semejante pregunta. Afortunadamente, el mariscal y la escolta reemprendieron entonces el galope. «¿Qué nombre francés puedo decirle?» —se preguntaba. Finalmente se acordó del nombre del dueño del hotel en que se había alojado en París; acercó su caballo al del sargento y gritó con todas sus fuerzas:

—¡El capitán Meunier!

En medio del estruendo del cañón, no le oyó bien y le contestó:

—¡Ah! ¿El capitán Teulier? Pues lo han matado.

«¡Bravo! —pensó Fabricio—, el capitán Teulier. Habrá que poner cara de pena».

—¡Dios mío! —gritó, con un gesto de consternación.

Acababan de abandonar el camino rehundido, cruzaban un pequeño prado, iban al galope y las balas de cañón volvían a caer en torno a ellos. El mariscal se dirigió hacia una división de caballería. La escolta estaba otra vez en medio de cadáveres y de heridos, pero a nuestro héroe aquel espectáculo no le causaba ya tanta impresión; tenía otras cosas en que pensar.

Mientras estaba parada la escolta, vio el carrito de una cantinera y, dejándose llevar de su tierno afecto por este cuerpo respetable, partió al galope hacia donde estaba.

—¡Párese, c…! —gritó el sargento.

«¿Qué puede hacerme aquí?» —pensó Fabricio. Y siguió galopando hacia la cantinera. Cuando espoleaba a su caballo, había tenido cierta esperanza de que fuera su buena cantinera de la mañana; el caballo y el carrito eran muy parecidos, pero la dueña era otra muy distinta; a nuestro héroe le pareció que ésta tenía cara de mala persona. Cuando llegaba a donde estaba, le oyó decir:

—¡Era tan guapo!

Un espectáculo nada agradable le esperaba al nuevo soldado: estaban cortándole la pierna, a la altura del muslo, a un coracero, un guapo joven de un metro noventa de estatura. Fabricio cerró los ojos y se bebió, uno tras otro, cuatro vasos de aguardiente.

—¡Qué manera de beber, mequetrefe! —exclamó la cantinera.

El aguardiente le dio una idea: «No estará de más que me gane la simpatía de mis compañeros los húsares de la escolta».

—Deme usted el resto de la botella —le dijo a la cantinera.

—¿Ya sabes tú que, hoy, el resto de la botella —respondió ella— cuesta diez francos?

Al acercarse a la escolta, oyó al sargento exclamar:

—¡Vaya, nos traes de beber! ¿Por eso desertabas? Trae acá.

Corrió la botella; el último de la ronda la tiró al aire tras haber bebido:

—¡Gracias, camarada! —gritó, dirigiéndose a Fabricio.

Todos los ojos lo miraban con simpatía. A Fabricio aquellas miradas le quitaron del corazón un peso de cien libras. Era el suyo uno de esos corazones delicados, hechos para el afecto de cuanto los rodea. ¡Por fin dejaba de estar mal visto por sus compañeros, había establecido lazos con ellos! Fabricio respiró hondo. Luego, en un tono desenvuelto le dijo al sargento:

—Si han matado al capitán Teulier, ¿cómo podré encontrar a mi hermana?

Se creía un pequeño Maquiavelo por decir Teulier en vez de Meunier.

—Esta noche podrás enterarte —le contestó el sargento.

La escolta reemprendió la marcha, ahora se dirigía hacia unas divisiones de infantería. Fabricio se sentía completamente embriagado; había bebido demasiado aguardiente y se tambaleaba en la silla. Se acordó muy oportunamente de un dicho del cochero de su madre: «Si empinas el codo, mira entre las orejas del caballo y haz exactamente lo que haga tu vecino». El mariscal estuvo mucho tiempo ocupado con algunas unidades de caballería a las que mandó cargar; y, durante una hora o dos, nuestro héroe apenas tuvo conciencia de lo que pasaba a su alrededor. Se sentía muy cansado, y cuando galopaba su caballo, en cada tranco, caía a plomo sobre la silla.

Súbitamente el sargento gritó a sus hombres:

—¡Es que no veis al Emperador, c…!

Al instante la escolta prorrumpió en un ensordecedor «¡Viva el Emperador!». No es difícil imaginar cómo abrió los ojos nuestro héroe y con qué intensidad miró, pero no vio más que a unos generales que galopaban seguidos, a su vez, de una escolta. Las largas crines colgantes que llevaban en sus cascos los dragones del séquito del Emperador no le dejaron ver las caras. «¡Y no he podido ver al Emperador en el campo de batalla por culpa de los malditos vasos de aguardiente!». Este pensamiento le despejó completamente.

Volvieron a meterse en un camino lleno de agua, los caballos querían beber.

—¿Entonces, el que ha pasado era el Emperador? —preguntó al que tenía al lado.

—¡Pues claro! Era el que no llevaba la guerrera bordada; ¿es que no lo has visto? —le contestó su compañero en un tono cariñoso.

Fabricio tuvo el impulso de galopar tras la escolta del Emperador para unirse a ella. ¡Qué ventura combatir de verdad tras el héroe! A esto había venido a Francia. «Podría hacerlo perfectamente —se dijo—, pues, en realidad, la única razón para seguir en el servicio este en que estoy ha sido la voluntad de mi caballo, que se ha puesto a galopar tras los generales».

Lo que le decidió a quedarse donde estaba era que los húsares, sus compañeros, le miraban con buena cara. Empezaba a creerse íntimo amigo de todos aquellos soldados con quienes galopaba desde hacía unas horas. Veía entre ellos y él la misma noble amistad que reinaba entre los héroes de Tasso y Ariosto. Si se unía a la escolta del Emperador tendría que conocer nuevos soldados; probablemente le pondrían mala cara, pues tales jinetes eran dragones, y él llevaba uniforme de húsar, como los que seguían al mariscal. Y la manera en que los húsares le miraban colmaba de felicidad a nuestro héroe; lo hubiera dado todo por sus camaradas; su corazón y su inteligencia estaban en las nubes. Le parecía que todo había cambiado de aspecto desde que estaba entre amigos; se moría de ganas de hacer preguntas. «Pero aún estoy un poco borracho —se dijo—, más vale que me acuerde de la carcelera». Cuando abandonaron el camino, se dio cuenta de que el mariscal Ney ya no estaba con ellos; ahora seguían a un general alto, delgado, con un rostro seco y una mirada terrible.

Aquel general era el conde de A***, el teniente Robert del 15 de mayo de 1796. ¡Cómo se hubiera alegrado de encontrarse con Fabricio del Dongo!

Hacía ya tiempo que Fabricio no veía volar la tierra en terroncillos negros por obra de las balas de cañón; llegaron hasta donde estaba un regimiento de coraceros, oyó claramente el ruido del choque de la metralla contra las corazas y vio caer a algunos hombres.

El sol estaba ya muy bajo. Empezaba a oscurecer. La escolta dejó un camino hundido y subió una pequeña pendiente de un metro o metro y medio para entrar en un sembrado. Fabricio oyó un ruido singular, no muy fuerte, cerca de él; volvió la cabeza y vio cuatro hombres caídos con sus monturas. También el general había sido arrojado a tierra, pero se estaba levantando completamente cubierto de sangre. Fabricio miraba a los húsares derribados; tres de ellos hacían aún algún movimiento convulsivo, el cuarto gritaba: «Sacadme de aquí debajo». El sargento y dos o tres hombres habían echado pie a tierra para ayudar al general que, apoyándose en su ayudante de campo, intentaba dar algunos pasos; trataba de alejarse de su caballo que pugnaba en el suelo y tiraba unas coces furiosas.

El sargento se acercó a Fabricio. Nuestro héroe oyó entonces que, detrás de él, muy cerca, alguien decía: «Es el único que puede galopar». Sintió que le cogían por los pies y se los alzaban al tiempo que alguien lo aferraba por los sobacos; lo hicieron pasar por la grupa del caballo y lo dejaron caer, sentado, a tierra.

El ayudante de campo cogió de la brida al caballo de Fabricio y el general, con la ayuda del sargento, montó y salió al galope; los seis hombres que quedaban le siguieron. Fabricio se puso en pie rabioso y se puso a correr detrás de ellos gritando: «¡Ladri!, ¡ladri!» (¡Ladrones!, ¡ladrones!). No dejaba de ser gracioso correr detrás de los ladrones en medio de un campo de batalla.

La escolta y el general, conde de A***, desaparecieron enseguida tras una hilera de sauces. También Fabricio, ciego de ira, llegó hasta los sauces y se encontró allí con un canal muy profundo, que cruzó. Cuando llegó al otro lado, aún vio al general y a la escolta, muy lejos, perdiéndose entre los árboles, y de nuevo prorrumpió en maldiciones. «¡Ladrones!, ¡ladrones!», gritaba, ahora en francés. Desesperado, mucho más por la traición que por la pérdida del caballo, se dejó caer al borde de una zanja, cansado y muerto de hambre. Si hubiera sido el enemigo quien le hubiera quitado su precioso caballo no le habría importado; pero que lo hubiera traicionado y robado aquel sargento a quien tanto quería y aquellos húsares que eran como hermanos para él le rompía el corazón. No podía consolarse de tanta infamia, y, con la espalda apoyada en un sauce, vertió lágrimas amargas. Todos sus hermosos sueños de amistad caballeresca y sublime, como los de la Jerusalén libertada, se diluían. Ver la llegada de la muerte no tenía ninguna importancia si uno estaba rodeado de almas heroicas y tiernas, de nobles amigos que le apretaran la mano en el momento del último suspiro, ¡pero cómo mantener el ánimo rodeado de unos viles bribones! Como todo hombre indignado, Fabricio exageraba. Al cuarto de hora de aquel abandono, vio que las balas de cañón empezaban a llegar hasta la línea de los árboles a cuya sombra meditaba. Se levantó y trató de orientarse. Observó aquellos prados bordeados por un canal ancho y por la hilera de sauces frondosos y creyó saber dónde estaba. A un cuarto de legua por delante de donde estaba, una unidad de infantería estaba atravesando la zanja y adentrándose en los prados. «Ya iba a dormirme; no puedo dejar que me cojan prisionero» —se dijo—, y se puso a caminar muy deprisa. A medida que avanzaba se tranquilizó, reconoció el uniforme; los regimientos por los que había temido ser apresado, eran franceses. Torció a la derecha para llegar hasta ellos.

Además del dolor moral de haber sido tan indignamente traicionado y robado, aún tenía otro que cada vez se le hacía más patente: se estaba muriendo de hambre. Su alegría fue, pues, inmensa cuando, después de haber andado, o corrido, mejor dicho, durante más de diez minutos, vio que la unidad de infantería, que también avanzaba muy deprisa, se detenía como para tomar posiciones. Unos minutos después estaba entre los primeros soldados.

—Camaradas, ¿podríais venderme un poco de pan?

—¡Mira, hombre! ¡Uno que nos toma por panaderos!

La frase y las burlas generalizadas que la siguieron dejaron a Fabricio hundido. ¡La guerra ya no era aquel noble y común impulso de almas sedientas de gloria que había imaginado a partir de las proclamas de Napoleón! Se sentó o, más bien, se dejó caer en la hierba; estaba muy pálido. El soldado de la primera chacota, que se había parado a unos diez pasos a limpiar el fusil con un pañuelo, se acercó hasta donde estaba y le tiró un trozo de pan; luego, al ver que no lo recogía, se lo puso en la boca. Fabricio abrió los ojos y comió aquel pan; no tenía fuerzas para hablar. Cuando buscó con la mirada al soldado para pagarle, se dio cuenta de que estaba solo; los soldados más cercanos estaban a cien pasos, habían reemprendido la marcha. Se levantó maquinalmente y los siguió. Entró en un bosque; no podía más de cansancio; estaba buscando con la mirada un sitio donde dejarse caer, cuando tuvo la súbita alegría de reconocer el caballo, primero, el carrito, después, y a la misma cantinera de aquella mañana, por último. Corrió la mujer hasta él y se quedó asustada al verle la cara.

—Aún hay que andar un poquito, mi niño —le dijo—, ¿estás herido?, ¿dónde está tu bonito caballo?

Así, con aquellas palabras, lo llevó hasta el carro y lo ayudó a subir sujetándolo por las axilas. En cuanto estuvo arriba, nuestro héroe, extenuado, se quedó profundamente dormido[13].