Capítulo segundo

… Alors que Vesper vient embrunir nos yeux,

Tout épris d’avenir, je contemple les cieux,

En qui Dieu nous escrit, par notes non oscures,

Les sorts et les destins de toutes créatures.

Car lui, du fond des cieux regardant un humain,

Parfois mû de pitié, lui montre le chemin;

Par les astres du ciel qui sont ses caractères,

Les choses nous prédit et bonnes et contraires;

Mais les hommes chargés de terre et de trépas,

Méprisent tel écrit, et ne le lisent pas.

RONSARD[8]

El marqués profesaba un odio intenso a las luces. «Son las ideas —decía— lo que ha perdido a Italia». No sabía bien cómo conciliar el santo horror que le inspiraba la instrucción con el deseo de ver a su hijo Fabricio perfeccionar la educación tan brillantemente empezada con los jesuitas. Para correr el menor riesgo posible, le encargó al buen abate Blanes, el cura de Grianta, que le siguiera enseñando latín a Fabricio. Antes habría hecho falta que el cura supiera dicha lengua, a la que, por otra parte, despreciaba; sus conocimientos de la materia se limitaban a recitar de memoria las oraciones de su misal, cuyo sentido sólo de un modo aproximado podía explicarles a sus feligreses. No obstante, aquel cura era muy respetado, e incluso temido, en el lugar. Siempre había afirmado que no eran en absoluto trece semanas, ni siquiera trece meses, los que habrían de transcurrir para que se cumpliera la célebre profecía de San Giovita, patrón de Brescia. Y añadía, cuando hablaba de ello con amigos de su entera confianza, que aquel número trece debía interpretarse de un modo que asombraría a mucha gente, si se pudiera hablar con exactitud (1813).

El hecho es que el abate Blanes, un hombre de honradez y virtud primitivas, e inteligente además, se pasaba toda la noche en lo alto del campanario, pues era un entusiasta de la astrología. Tras haber pasado el día calculando conjunciones y posiciones de estrellas, empleaba la mayor parte de sus noches en seguirlas por el cielo. Como era pobre, no tenía más instrumento que un largo catalejo de cartón. Cabe imaginar el desprecio que a un hombre que dedicaba su vida a descubrir la época exacta de la caída de los imperios y de las revoluciones que cambian la faz de la tierra le inspiraba el estudio de las lenguas. ¿Qué añade a mis conocimientos sobre el caballo, le decía a Fabricio, enterarme de que en latín se le llama equus?

Los aldeanos temían al abate Blanes como se teme a un gran mago. Y él estaba convencido de que, mediante el miedo que les inspiraban los ratos que pasaba en el campanario, era él quien les impedía robar. Sus colegas, los curas de los alrededores, envidiosos de su influencia, lo detestaban; el marqués del Dongo se limitaba a despreciarlo, porque razonaba demasiado para ser un hombre de tan baja condición. Fabricio lo adoraba; algunas veces, para darle gusto, se pasaba tardes enteras haciendo sumas o multiplicaciones enormes. Luego subía al campanario. Era éste un grandísimo privilegio que el abate Blanes no había concedido a nadie, pero quería al niño por su ingenuidad. Si no te vuelves hipócrita, le decía, quizá llegues a ser un hombre.

Unas dos o tres veces al año, por lo menos, Fabricio, intrépido y apasionado en sus gustos, pasaba por el trance de estar a punto de ahogarse en el lago. Era el jefe de todas las grandes expediciones de los niños de Grianta y de la Cadenabia. Los chicos se habían hecho con unas llavecillas y, bien entrada la noche, intentaban abrir los candados de las cadenas que amarraban las barcas a alguna piedra grande o a algún árbol del borde del lago. Sépase que los ingeniosos pescadores del lago de Como colocan por las noches aparejos durmientes a bastante distancia de la orilla; atan el cabo superior de la cuerda a una tablilla que lleva un flotador de corcho, y en una ramita de avellano muy flexible, que va fijada a esta tablilla, ponen una campanilla que suena cuando pica el pez y sacude la cuerda.

El gran objetivo de las expediciones nocturnas, que tenían a Fabricio como comandante en jefe, era visitar aquellos aparejos nocturnos antes de que los pescadores oyeran el aviso de las campanillas. Solían esperar a que hubiera tormenta y zarpar de madrugada, una hora antes del amanecer. Creían los chicos que embarcándose corrían el mayor de los peligros y en ello estaba el aspecto más hermoso de su acción; así que, siguiendo el ejemplo de sus padres, recitaban con toda devoción un avemaría. Pues bien, a menudo, justamente en el momento de la partida, nada más terminar la oración, Fabricio sentía vivamente algún presagio. Tal era el fruto que había sacado de los estudios astrológicos de su amigo el abate Blanes, en cuyas predicciones, por otra parte, no creía en absoluto. Según su viva imaginación infantil, tal presagio le anunciaba con absoluta certeza el éxito o el fracaso de la expedición. Y como su voluntad era la más fuerte, poco a poco todo el grupo adquirió la costumbre de los presagios y, así, si en el momento de embarcar veían a un cura en tierra, o un cuervo volando por la izquierda, volvían a echar inmediatamente el candado a la cadena de la barca y se iba cada uno a su cama. De tal forma, el abate Blanes, que no había conseguido transmitir su complejo saber a Fabricio, le había infundido, sin quererlo, una ilimitada confianza en los signos que pueden predecir el futuro.

El marqués era consciente de que cualquier percance que le ocurriera a su correspondencia cifrada podría ponerlo a merced de su hermana; así que todos los años, por Santa Ángela, onomástica de la condesa Pietranera, le daba permiso a Fabricio para que pasara ocho días en Milán; éste pasaba todo el año con la ilusión o con la añoranza de esos ocho días. Con ocasión de tanta importancia y para que pudiera llevar a cabo tal viaje político, el marqués le daba a su hijo cuatro escudos, y, siguiendo su costumbre, no le daba nada a su esposa, que acompañaba al muchacho, Pero la víspera del viaje eran enviados a Como un cocinero, seis lacayos y un cochero con dos caballos y todos los días, ya en Milán, la marquesa tenía a su disposición un coche y una mesa con doce cubiertos.

La vida de resentido que llevaba el marqués del Dongo era, sin duda alguna, muy poco estimulante; tal tipo de vida, sin embargo, tenía la ventaja de enriquecer a las familias que habían tenido el gusto de asumirlo. El marqués, que tenía una renta de más de doscientas mil libras, no llegaba a gastar ni una cuarta parte; vivía de esperanzas. Durante los trece años que transcurrieron entre 1800 y 1813, no dejó de creer en un solo momento y con toda firmeza que Napoleón caería antes de seis meses. ¡Considérese su regocijo cuando, a principios de 1813, se enteró del desastre de Beresina! La toma de París y la caída de Napoleón casi le hicieron perder la cabeza; se permitió entonces dirigir contra su mujer y su hermana los más ultrajantes comentarios. Por fin, tras catorce años de espera, experimentó el inefable gozo de volver a ver entrar al ejército austriaco en Milán. Siguiendo órdenes llegadas de Viena, el general austriaco recibió al marqués del Dongo con una consideración que rayaba en la reverencia; se apresuró a ofrecerle uno de los primeros puestos en el gobierno, que él aceptó como si se tratara del pago de una deuda. A su hijo mayor lo hicieron teniente de uno de los regimientos más lucidos de la monarquía; pero el segundo se negó a aceptar el empleo de cadete que le ofrecieron. Este triunfo, en que el marqués se complacía con sorprendente insolencia, apenas duró unos meses, y concluyó con un revés humillante. Nunca había tenido talento para los negocios, y los catorce años que había pasado en el campo sin otra compañía que sus criados, su notario y su médico, junto al mal humor de una vejez que le había sobrevenido de golpe, lo habían convertido en un hombre absolutamente incapaz. Y en los dominios austriacos es imposible conservar un puesto importante si se carece de la inteligencia que exige la lenta, complicada, pero sumamente razonable, administración de aquella vieja monarquía. Las meteduras de pata del marqués del Dongo escandalizaban a los empleados y llegaban a interrumpir el curso de los asuntos. Sus opiniones ultramonárquicas irritaban a los administrados, a quienes pretendía sumergir en el letargo y en la incuria. Un buen día, le comunicaron que Su Majestad se había dignado aceptar la dimisión que presentaba de su empleo en la administración, y que, al mismo tiempo, le concedía el cargo de segundo gran mayordomo mayor del reino lombardo-véneto. El marqués se indignó con la injusticia atroz que con él se cometía; y le pidió a un amigo que imprimiera una carta, él que abominaba de la libertad de prensa. Por último escribió al emperador comunicándole que sus ministros lo traicionaban y que no eran sino un hatajo de jacobinos. Hecho todo lo cual, se volvió tristemente a su castillo de Grianta. Aún tuvo un consuelo. Tras la caída de Napoleón, ciertos poderosos personajes de Milán hicieron matar a golpes, en la calle, al conde Prina, ex ministro del rey de Italia y hombre de verdadero mérito. El conde Pietranera expuso su vida para salvar la del ministro, que fue asesinado a paraguazos y que murió tras un suplicio de cinco horas. Hubo un sacerdote, confesor del marqués del Dongo, que hubiera podido salvar a Prina, si hubiera abierto la verja de la iglesia de San Giovanni, ante la que arrastraban al desventurado ministro, quien, al menos durante un instante, fue abandonado en mitad del arroyo por sus torturadores; pero se negó, entre burlas, a abrir su puerta y, seis meses después, el marqués tuvo el placer de conseguirle un jugoso beneficio.

Odiaba al conde Pietranera, su cuñado, quien, sin llegar apenas a percibir una renta de cincuenta luises, tenía la desfachatez de estar contento, la osadía de ser fiel a cuanto había amado toda su vida y la insolencia de preconizar un espíritu de justicia que alcanzara por igual a todas las personas, lo que al marqués no le parecía más que jacobinismo infame. El conde se había negado a entrar al servicio de Austria; no pasó desapercibido ese rechazo, y, algunos meses después de la muerte de Prina, los mismos personajes que habían pagado a los asesinos consiguieron que el general Pietranera fuera encerrado en la cárcel. Entonces, la condesa, su mujer, solicitó un salvoconducto y caballos de posta para ir a Viena a contarle la verdad al Emperador. Los asesinos de Prina tuvieron miedo, y uno de ellos, precisamente un primo de la señora Pietranera, fue a su casa a medianoche, una hora antes de su partida hacia Viena, a llevarle la orden de libertad para su marido. Al día siguiente, el general austriaco hizo llamar al conde Pietranera; lo recibió con la mayor deferencia y le aseguró que su pensión de retiro le sería liquidada en el plazo más breve de tiempo y en las mejores condiciones que le fuera posible. El valiente general Bubna, un hombre inteligente y bueno, parecía muy avergonzado del asesinato de Prina y del encarcelamiento del conde.

Tras esta borrasca, conjurada por el carácter decidido de la condesa, ambos esposos vivieron —más bien modestamente— con la pensión del retiro que, gracias a la recomendación del general Bubna, no se hizo esperar.

Afortunadamente, desde hacía cinco o seis años, la condesa mantenía una estrecha amistad con un joven sumamente rico, íntimo amigo también del conde, que ponía a su disposición el más hermoso tiro de caballos ingleses que había en Milán, su palco en el teatro de la Scala y su castillo en el campo. El conde tenía una clara conciencia de su propio coraje y un alma generosa y se dejaba arrastrar por sus emociones; en tales ocasiones, se permitía decir cosas poco convencionales. Un día, estando de caza con unos jóvenes, uno de ellos, que había servido bajo banderas distintas a las suyas, se permitió bromear sobre la valentía de los soldados de la república cisalpina, el conde le dio una bofetada; se batieron inmediatamente y, siendo el único perteneciente al partido contrario del de todos aquellos jóvenes, el conde resultó muerto. Se habló mucho de aquel extraño duelo, y los implicados en él consideraron más prudente marcharse a Suiza.

No era propia de la condesa esa necia valentía que se denomina resignación, la valentía del tonto que se deja apresar sin decir palabra. Furiosa por la muerte de su marido, hubiera querido que Limercati, aquel joven rico e íntimo amigo suyo, tuviera el gesto de viajar a Suiza y dispararle un tiro al asesino del conde Pietranera, o abofetearlo.

Pero a Limercati semejante proyecto le pareció perfectamente ridículo; a partir de aquel momento, la condesa se dio cuenta de que en ella el desprecio había matado al amor. Así que empezó a hacerle mucho más caso a Limercati; pretendía, con ello, reavivar en él el amor para plantarlo inmediatamente y dejarlo sumido en la desesperación. Para que semejante plan pueda entenderse en Francia, diré que en Milán, tan lejos de nuestro país, aún se da la desesperación por amor. La condesa, a quien el luto sentaba espléndidamente y que eclipsaba con mucho a todas sus rivales, coqueteó abiertamente con los jóvenes más de moda, y uno de ellos, el conde N…, que ya había dicho tiempo atrás que Limercati le parecía más bien torpe y acartonado para una mujer tan inteligente, se enamoró perdidamente de la condesa. La condesa le envió la siguiente nota a Limercati:

¿Se portará usted, aunque sólo sea en esta ocasión, con un poco de sentido común?

Hágase a la idea de que no me ha conocido.

No sin cierto desprecio, queda suya,

GINA PIETRANERA

Cuando Limercati leyó la nota, se retiró a uno de sus castillos; su amor creció hasta la exaltación, se volvió loco y habló de volarse la tapa de los sesos, algo inusitado en un país que aún cree en el infierno. Al día siguiente de su llegada al campo, escribió a la condesa pidiéndole su mano y poniendo a su disposición sus doscientos mil libras de renta. Ella le envió al mozo de cuadra del conde N… con la carta sin abrir. A partir de entonces, Limercati pasó tres años en sus tierras; viajaba a Milán cada dos meses, sin tener valor para quedarse, y allí aburría a todos sus amigos con su apasionado amor por la condesa y el relato detallado de las bondades con que antaño le favorecía. En sus primeros viajes, añadía que ella se perdía con el conde N…, que con semejante relación se deshonraba.

En realidad, a la condesa el conde N… no le inspiraba ningún amor y, en cuanto estuvo segura de la desesperación de Limercati, así se lo dijo. El conde, hombre mundano al fin, le rogó que no divulgase aquella triste verdad que le confesaba: «Si tuviera usted la extrema bondad —añadió— de seguir recibiéndome con todos los signos externos que corresponden al amante reinante, me libraré de quedar mal ante todo el mundo».

Tras esta heroica declaración, la condesa ya no quiso ni los caballos ni el palco del conde N… Y, tras quince años de haber vivido en la sociedad más elegante, tuvo que enfrentarse al difícil o, mejor dicho, imposible problema de vivir en Milán con una pensión de mil quinientos francos. Dejó su palacio, alquiló dos habitaciones en un quinto piso y despidió a todo el personal de servicio, incluida su doncella, a la que reemplazó por una pobre vieja que le hacía las faenas de la casa. De hecho, este sacrificio era menos heroico y menos doloroso de lo que pueda parecemos a nosotros; en Milán la pobreza no tiene nada de ridícula y no se les plantea a los atribulados espíritus como ningún mal terrible. Tras algunos meses de esta honrada pobreza, asediada por las continuas cartas de Limercati y por las del conde N…, que también quería casarse con ella, acaeció que el marqués del Dongo, a quien normalmente caracterizaba una avaricia execrable, dio en pensar que sus enemigos podrían muy bien aprovecharse de la miseria de su hermana. ¡Lo que faltaba, una del Dongo reducida a vivir de la pensión que la corte de Viena —corte que también a él había dado motivos de queja— concede a las viudas de sus generales!

Le escribió diciéndole que en el castillo de Grianta le esperaban unas dependencias y un trato dignos de una hermana suya. El flexible espíritu de la condesa abrazó con entusiasmo la idea de este nuevo tipo de vida; hacía veinte años que no había estado en el venerable castillo que se alza majestuoso entre los viejos castaños plantados en tiempos de los Sforza. «Allí —se decía—, encontraré sosiego, ¿y, a mi edad, no es acaso lo mismo que la felicidad? (Como tenía treinta y un años, pensaba que le había llegado el momento de retirarse). Junto al lago sublime en que nací, me espera finalmente una vida feliz y tranquila».

Yo no sé si la condesa se equivocaba o no, pero lo que es absolutamente seguro es que aquella alma apasionada, que con tanta naturalidad acababa de rechazar el ofrecimiento de dos fortunas inmensas, llevó la dicha al castillo de Grianta. Sus dos sobrinas estaban locas de alegría. «Me has devuelto los días felices de la juventud —le decía la marquesa abrazándola—; el día anterior a tu llegada tenía cien años». La condesa se dedicó, en compañía de Fabricio, a volver a recorrer los encantadores parajes de las proximidades de Grianta, tan celebrados por los viajeros: la villa Melzi, al otro lado del lago, justo enfrente del castillo, desde la que se ofrece una magnífica vista del mismo; el bosque sagrado de los Sfondrata[9], más arriba, y el fiero promontorio que separa las dos ramas del lago, la de Como, tan voluptuosa, y la que se adentra hacia Leco, tan severa; unas vistas sublimes y llenas de gracia que el panorama más famoso del mundo, la bahía de Nápoles, puede igualar pero no superar. La condesa evocaba encantada los recuerdos de su primera juventud y los comparaba con sus sensaciones actuales. «El lago de Como —se decía— no tiene nada que ver con el de Ginebra, rodeado de grandes fincas, bien cercadas y labradas con los métodos mejores, que hacen pensar inmediatamente en el dinero y en la especulación. Aquí, mire a donde mire, no veo más que colinas de distintas alturas cubiertas de bosquecillos de árboles crecidos al azar, sin echar a perder por la mano del hombre, sin que nadie los fuerce a producir beneficios. En medio de estas colinas de maravillosas formas, que se alzan sobre el lago con pendientes tan singulares, puedo mantener la ilusión de las descripciones de Tasso y Ariosto. Todo es noble y dulce, todo habla de amor, nada recuerda la fealdad de la civilización. Los pueblos de las laderas se esconden bajo las frondas de los árboles y por encima de las copas se alza la graciosa arquitectura de los campanarios. De vez en cuando, algún campo pequeño, de no más de cincuenta pasos de anchura, rompe los bosquecillos de castaños y cerezos silvestres; entonces el ojo se complace a la vista de las plantas, que allí crecen más fuertes y hermosas que en otras partes. Más allá de las colinas, salpicadas en sus cumbres de ermitas, que invitan todas a vivir en ellas, ese mismo ojo ahora asombrado descubre los picos de los Alpes, siempre cubiertos de nieve, y su áspera austeridad trae a la imaginación sinsabores de la vida, lo que contribuye, en último término, a acrecentar la complacencia actual. Conmueve a la imaginación el sonido lejano de la campana de alguna aldea escondida bajo los árboles; estos sones, atenuados por las aguas que han sobrepasado, toman un timbre de dulce melancolía y de resignación, y parece que le dijeran al hombre: “La vida se escapa, no pongas trabas a la dicha que se te ofrece, apréstate a gozar”». El lenguaje de estos lugares de ensueño, sin igual en el mundo, devolvió a la condesa su corazón de los dieciséis años. No entendía cómo había podido pasar tantos años sin haber vuelto a ver el lago. «Ha sido ahora probablemente, al principio de la vejez —se decía—, cuando la felicidad ha encontrado su hueco». Compró una barca, que adornaron con sus propias manos entre Fabricio, la marquesa y ella, pues en aquella casa no había dinero para nada, aun cuando pasaba por uno de sus momentos de mayor esplendor. Efectivamente, tras su caída en desgracia, el marqués del Dongo había redoblado el fasto aristocrático. Para ganarle, por ejemplo, diez pasos de tierra al lago, cerca de la famosa avenida de plátanos, junto a la Cadenabia, estaba construyendo un dique cuyo coste se elevaba a ochenta mil francos. Al final del dique, construida con enormes sillares de granito, veíase alzarse una capilla, diseñada por el famoso marqués de Cagnola, y dentro, Marchesi, el escultor de moda de Milán, le erigía una tumba, en la que quedarían representadas, en numerosos bajorrelieves, las hazañas de sus antepasados.

El hermano mayor de Fabricio, el marchesino Ascanio, se apuntó a los paseos de las señoras, pero su tía le echaba agua a los cabellos empolvados, y todos los días tenía alguna pulla nueva con que zaherir su circunspección. Acabó, pues, por librar de la visión de su lívida carota a la alegre partida, que ni siquiera se atrevía a reírse en su presencia. Creían que era el espía de su padre, el marqués, y había que tratar con muchísimo cuidado a aquel déspota intransigente que estaba siempre de un humor imposible tras su dimisión forzada.

Ascanio juró vengarse de Fabricio.

En una ocasión les sorprendió una tempestad y pasaron algún peligro; aunque no tenían dinero, pagaron generosamente a los dos barqueros para que no le dijeran nada al marqués, a quien no le gustaba nada que llevaran con ellos a sus dos hijas. Aún se vieron en medio de otra tempestad. En aquel hermoso lago, las tormentas son terribles e imprevisibles; las ráfagas de viento surgen inesperadamente de las dos gargantas de montañas que se abren en direcciones opuestas y luchan entre sí encima de las aguas. En aquella segunda ocasión, la condesa quiso desembarcar en medio del huracán y del estruendo de los truenos. Decía que, en una roca aislada en medio del lago, no mayor que una habitación pequeña, disfrutaría del espectáculo único de verse asediada por todas partes por olas furiosas. Pero al saltar de la barca, cayó al agua. Fabricio se lanzó tras ella para salvarla y las aguas los arrastraron a los dos bastante lejos. Sin duda alguna no tiene nada de bonito morir ahogado, pero tampoco hay duda de que el aburrimiento había sido fulminantemente desterrado de aquel castillo feudal. A la condesa le apasionaba el carácter primitivo y la astrología del abate Blanes. Y el poco dinero que le quedaba después de comprar la barca lo dedicó a la adquisición de un pequeño telescopio de ocasión; casi todas las noches, en compañía de sus sobrinas y de Fabricio, se instalaba en lo alto de una de las torres góticas del castillo. Fabricio era el experto del grupo. Allí pasaban muchas horas muy divertidas, a salvo de los espías.

Preciso es reconocer que había días en que la condesa no le dirigía la palabra a nadie; se la veía pasear bajo los altos castaños, abstraída en sombrías ensoñaciones. Era una mujer demasiado inteligente como para no sentir a veces el tedio que produce no poder intercambiar ideas. Al día siguiente, no obstante, volvía a reír como la víspera; eran las quejas de la marquesa, su cuñada, las que inducían aquel sombrío humor en su espíritu de natural activo.

—¡Y tener que pasar lo que nos queda de juventud en este triste castillo! —se lamentaba la marquesa.

Antes de la llegada de la condesa ni siquiera tenía valor para quejarse.

Así pasaron los inviernos de 1814 y 1815. En dos ocasiones, a pesar de su pobreza, la condesa fue a Milán a pasar unos días; el motivo era asistir a las funciones de ballet del sublime Vigano, en el teatro de la Scala, y el marqués no se opuso a que su mujer acompañara a su hermana. Aprovechaban para cobrar la exigua pensión de la condesa, lo que daba ocasión para que la pobre viuda del general cisalpino prestara unos cequíes a la riquísima marquesa del Dongo. Estos viajes fueron deliciosos; invitaron a cenar a viejos amigos y se animaron riendo, como niños, por cualquier cosa. Esa alegría italiana, llena de brío y espontaneidad, les hacía olvidar la sombría tristeza que las miradas del marqués y de su primogénito extendían en su derredor en el castillo de Grianta. Fabricio, que apenas tenía dieciséis años, representaba muy bien el papel de señor de la casa.

El 7 de marzo de 1815, dos días después de que hubieran vuelto de un agradabilísimo viaje a Milán, estaban las dos señoras dando un paseo por la hermosa avenida de los plátanos —prolongada, hacía muy poco, hasta la misma orilla del lago—, cuando vieron llegar una barca que venía de la parte de Como y desde la que les hacían extrañas señas. Enseguida saltó al dique un agente del marqués: Napoleón acababa de desembarcar en el Golfo-Juan. Toda Europa tuvo la ingenuidad de sorprenderse ante el acontecimiento; no así, en absoluto, el marqués del Dongo, que escribió a su soberano una carta efusiva en la que volcaba su corazón: ponía a su disposición todo su talento y unos cuantos millones, y volvía a repetirle que sus ministros eran unos jacobinos aliados con los cabecillas de París.

El día 8 de marzo, a las seis de la mañana, el marqués, con todas sus condecoraciones puestas, se hacía dictar por su hijo mayor el borrador de un tercer informe político; se entregaba solemnemente a la tarea de transcribirlo con su preciosa, y más esmerada, caligrafía en un papel que llevaba en filigrana la efigie del soberano. En aquel mismo momento, Fabricio se hacía anunciar ante la condesa Pietranera.

—Me marcho —le dijo—, voy a reunirme con el Emperador, que es también el rey de Italia; ¡quería tanto a tu marido! Iré por Suiza. Anoche, en Menagio, mi amigo Vasi, el vendedor de barómetros, me dio su pasaporte; dame tú ahora algunos napoleones[10], porque yo no tengo más que dos; aunque, si no queda más remedio, iré a pie.

La condesa lloraba de angustia y alegría:

—¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué se te habrá ocurrido semejante idea? —exclamaba, emocionada, tomando entre las suyas las manos a Fabricio.

Se levantó y fue a coger en el ropero una bolsita adornada con perlas, que tenía allí cuidadosamente escondida. Era todo lo que poseía en el mundo.

—¡Toma —le dijo—, pero, por Dios, no dejes que te maten! ¿Qué haríamos tu pobre madre y yo si tú nos faltaras? El éxito de Napoleón, querido mío, es imposible; ya se las arreglarán nuestros señores para hacerlo perecer. ¿No oíste, hace ocho días, en Milán, la historia de las veintitrés confabulaciones para asesinarlo, todas ellas bien urdidas, y de las que sólo un milagro le permitió escapar? Y eso que entonces era todopoderoso. Si algo no les falta a nuestros enemigos, y tú lo sabes muy bien, es la voluntad de acabar con él. Francia no ha vuelto a ser nada desde su marcha.

La condesa le hablaba del destino de Napoleón vivamente emocionada.

—Y al dejar que vayas a reunirte con él —le decía—, le sacrifico lo que más quiero en el mundo.

A Fabricio se le llenaron los ojos de lágrimas y abrazó a la condesa, pero su determinación de partir no flaqueó ni un instante. Le contó entonces, enardecido, a aquella amiga tan querida, todas las razones por las que tomaba su decisión, que a nosotros, permítasenos decirlo, no dejan de parecemos divertidas.

—«Ayer por la tarde, ya sabes, estábamos paseando por la avenida de los plátanos, a orillas del lago, un poco más abajo de la Casa Sommariva, íbamos hacia el sur y eran las seis menos siete minutos. Ése fue el momento exacto en que vi de lejos el barco que venía de Como trayendo la gran noticia. Cuando miré hacia el barco no pensaba en el Emperador, sino en la envidia que me daba la gente que puede viajar; enseguida, me sobrecogió una honda emoción. El barco atracó, mi padre habló con el agente en voz baja, se le cambió el color de la cara y nos llamó aparte para anunciarnos la “terrible noticia”. Yo tuve que volverme hacia el lago para que no se me vieran las lágrimas de alegría que se me escapaban. En aquel mismo momento, altísima, a mi derecha, vi un águila, el ave de Napoleón; volaba majestuosamente en dirección a Suiza, es decir, en dirección a París. Yo también —me dije inmediatamente— atravesaré Suiza con la rapidez del águila e iré a ofrecer al gran hombre todo lo que tengo, aunque sea muy poco, la contribución de mi débil brazo. Él intentó darnos una patria y quería mucho a mi tío. Súbitamente, teniendo aún la vista puesta en el águila, por un extraño fenómeno, mis lágrimas se secaron; y prueba de que esta idea me vino de lo alto es que, en el mismo momento, sin vacilación alguna, tomé la decisión y vi los medios que tenía que poner para hacer este viaje. En un abrir y cerrar de ojos, esa tristeza que —tú ya lo sabes— envenena mi vida, sobre todo los domingos, se me disipó como por un soplo divino. Vi esa gran imagen de Italia alzarse desde el fango en que la tienen hundida los alemanes[11]; alargaba sus mortificados brazos aún cargados de algunas cadenas hacia su rey y libertador. Y yo —me dije—, hijo aún desconocido de esta desventurada madre, partiré e iré a morir o a vencer con ese hombre señalado por el destino, que ha intentado purificarnos del desprecio en que nos tienen incluso los más humillados y viles de los habitantes de Europa.

»Verás —añadió en voz baja, acercándose más a la condesa y fijando en ella unos ojos que llameaban—, ¿te acuerdas del castaño que plantó mi madre con sus propias manos el invierno en que nací, junto a la fuente grande, en nuestro bosque, a dos leguas de aquí? No tenía nada que hacer y lo fui a ver. Apenas ha empezado la primavera, me dije, bueno, pues si mi árbol tiene hojas, será una señal. También yo tengo que salir del estado de letargo en que vegeto en este triste y frío castillo. ¿No te parece a ti que estos muros viejos y renegridos, símbolo hoy —e instrumento antaño— del despotismo, son la imagen misma del triste invierno? Para mí son lo que el invierno es para mi árbol.

»¿Te lo creerás, Gina? Ayer, a las siete y media, fui hasta el castaño; ¡tenía hojas, unas preciosas hojitas, ya bastante crecidas! Las besé muy suavemente y, después, con el mayor respeto, ahuequé la tierra alrededor de mi querido árbol. Y, sin pensarlo más, fortalecido con un nuevo entusiasmo, crucé el monte y llegué a Menagio; necesitaba un pasaporte para entrar en Suiza. El tiempo se me había pasado volando y ya era la una de la madrugada cuando llegué a casa de Vasi. Pensé que tendría que llamar muchas veces para despertarlo, pero estaba levantado, con tres amigos suyos. Apenas había empezado a hablar cuando gritó: “¡Te vas! ¡A unirte a Napoleón!”, y me abrazó. Los otros también me abrazaron emocionados. “¡Si no estuviera casado!”, decía uno de ellos».

La señora Pietranera se había quedado pensativa; se creyó en la obligación de oponer algunas objeciones. Si Fabricio hubiera tenido una mínima experiencia, se hubiera dado cuenta de que ni la condesa misma se creía las razones que insistía en plantearle. Pero, a falta de experiencia, era resuelto y no se dignó ni siquiera escuchar tales razones. La condesa se conformó enseguida con obtener de él que, al menos, hiciera partícipe del proyecto a su madre.

—Pero ella se lo dirá a mis hermanas, ¡y éstas, mujeres al fin y al cabo, me traicionarán sin darse cuenta!

—Habla con más respeto del sexo que hará tu fortuna —dijo la condesa, sonriendo entre lágrimas—, porque a los hombres siempre los contrariarás, eres demasiado apasionado para los espíritus prosaicos.

Cuando se enteró del sorprendente plan de su hijo, la marquesa se deshizo en lágrimas; no era sensible al heroísmo, e hizo todo lo posible por retenerlo. Cuando se convenció de que nada en el mundo, salvo los muros de una prisión, le impediría partir, le dio el poco dinero de que disponía; luego se acordó de que, desde el día anterior, tenía de ocho a diez diamantes pequeños que le había confiado el marqués para que los hiciera montar en Milán y que podrían valer hasta diez mil francos. Fabricio devolvió entonces a aquellas menesterosas mujeres sus míseros napoleones, y cuando la condesa estaba cosiendo los diamantes en la casaca de viaje de nuestro héroe, entraron sus hermanas. Las muchachas se entusiasmaron con el plan, lo abrazaban con un alborozo tan escandaloso, que él cogió los pocos diamantes que quedaban por disimular y quiso marcharse sin más dilación.

—Me vais a traicionar sin —les dijo—. Llevando tanto dinero, me parece innecesario cargar con ropa, que puedo encontrar en cualquier parte.

Abrazó a aquellos seres, a los que tanto quería, y se fue, sin entrar siquiera en su habitación. Con el temor constante de que le persiguiera gente a caballo, anduvo tan deprisa que llegó a Lugano aquella misma noche. Gracias a Dios, estaba en una ciudad suiza; se sintió libre del miedo a ser cogido en algún camino solitario por gendarmes pagados por su padre. Le escribió desde allí una hermosa carta, una debilidad filial que dio consistencia a la cólera del marqués. Fabricio tomó la posta y pasó el San Gotardo; el viaje fue rápido y entró en Francia por Pontarlier. El Emperador estaba en París. Allí empezaron las desgracias de Fabricio. Había partido con la firme intención de hablar con el Emperador; nunca imaginó que esto pudiera ser difícil. En Milán veía al príncipe Eugenio diez veces al día y, en cualquier momento, hubiera podido dirigirle la palabra. En París iba al patio de las Tullerías todas las mañanas para estar presente cuando el Emperador pasaba revista, pero jamás pudo acercarse al Emperador. Nuestro héroe estaba convencido de que todos los franceses estaban tan hondamente conmovidos como él por el gravísimo peligro que corría la patria. Y en el comedor del hotel en que se alojaba no ocultó en ningún momento su consagración a la causa. Había allí unos jóvenes amables, tan entusiastas como él, que en pocos días le robaron todo el dinero que tenía. Afortunadamente, y sólo por modestia, no había hablado de los diamantes que le había dado su madre. La mañana en que, después de una orgía, se dio cuenta definitivamente de que le estaban robando, compró dos hermosos caballos, tomó como criado al mozo de cuadra del mismo tratante que se los vendió, un ex soldado, y henchido de desprecio hacia los facundos jóvenes parisienses fue a unirse al ejército. Lo único que sabía es que se estaba concentrando en la zona de Maubeuge. Cuando llegó a la frontera le pareció ridículo alojarse en una casa y calentarse junto a una buena chimenea, mientras los soldados vivaqueaban. Así que, pese a los consejos de su criado, que no carecía de sentido común, corrió a mezclarse imprudentemente con los vivaques de la última línea fronteriza, en la carretera de Bélgica. Cuando llegó al primer batallón al lado de la carretera, los soldados no dejaban de mirar a aquel joven burgués, en cuya indumentaria no había nada que recordara un uniforme. Caía la noche y soplaba un viento frío. Fabricio se acercó a una de las hogueras y pidió hospitalidad a cambio de algún dinero. Los soldados se miraron extrañados, sobre todo de la idea de pago, y le hicieron con amabilidad sitio junto al fuego; su criado le preparó un refugio. Cuando, una hora después, el ayudante del batallón pasó por allí, los soldados fueron a informarle de la llegada de aquel joven extranjero que hablaba mal el francés. El ayudante interrogó a Fabricio, que le habló con entusiasmo del Emperador con un acento sumamente sospechoso, por lo que el suboficial le pidió que le acompañara a una granja cercana, donde estaba alojado el coronel. El criado de Fabricio se acercó con los dos caballos. Cuando los vio, el ayudante suboficial se mostró muy sorprendido e inmediatamente cambió de idea y se puso a interrogar también al criado. Éste, que había sido soldado, adivinando enseguida las ideas de su interlocutor, habló de los protectores de su amo, y añadió que, desde luego, nadie le iba a birlar sus hermosos caballos. Inmediatamente, un soldado al que había llamado el ayudante le echó mano al cuello, mientras otro se hacía cargo de los caballos; con gesto severo, el ayudante le ordenó a Fabricio que le siguiera sin rechistar.

Tras hacerle andar más de una legua en medio de una oscuridad que las hogueras que brillaban por todas partes hacían parecer más densa, el ayudante entregó a Fabricio a un oficial de la gendarmería; éste le pidió los papeles con severidad. Fabricio le mostró su pasaporte que lo acreditaba como vendedor de barómetros «transportando su mercancía».

—¡Pero qué imbéciles —exclamó el oficial—; esto es demasiado!

Interrogó entonces a nuestro héroe, que se explayó sobre el Emperador y la libertad con el más vivo entusiasmo, lo que suscitó en el oficial de la gendarmería grandes carcajadas.

—¡Dios mío, qué tonto eres! —le interrumpió—. ¡Cómo se atreverán a enviarnos niñatos como tú! Y por mucho que dijo Fabricio, que se esforzó en explicar que, ciertamente, no era un vendedor de barómetros, el oficial lo envió a la cárcel de B***, una pequeña ciudad que había cerca de allí, adonde nuestro héroe llegó a eso de las tres de la madrugada, irritado a más no poder y muerto de cansancio.

Aturdido primero, furioso después, Fabricio pasó treinta y tres largos días en aquella mísera prisión, sin entender absolutamente nada de lo que le estaba ocurriendo. No hacía más que escribir cartas al comandante de la plaza, que entregaba, para que las remitiera, a la mujer del carcelero, una guapa flamenca de treinta y seis años; pero como ésta no tenía ninguna gana de que fusilaran a un chico tan guapo, que además le pagaba bien, las echaba al fuego a medida que se las daba. Por la noche, ya tarde, se acercaba a escuchar las quejas del prisionero; le había dicho a su marido que el pipiolo tenía dinero, con lo que el avisado carcelero le había dado carta blanca. Ella utilizó tal permiso y se hizo con algunos napoleones de oro, pues el ayudante sólo se había apoderado de los caballos y el oficial de la gendarmería no le había confiscado nada. Una tarde del mes de junio, Fabricio oyó un fuerte cañoneo, bastante lejos. ¡Al fin se combatía! El corazón le saltaba de impaciencia. También oyó mucho ruido en la ciudad; había, en efecto, un intenso movimiento, tres divisiones estaban atravesando B***. Cuando a las once de la noche la mujer del carcelero vino a escuchar sus penas, Fabricio se mostró más amable aún que de costumbre, y tomándole las manos le decía:

—Sácame de aquí, te juro por mi honor que volveré a la cárcel en cuanto haya terminado el combate.

—¡Venga ya! ¿Tienes pasta?

Fabricio se sintió turbado, no entendía la palabra «pasta». La carcelera tomó aquella vacilación por carencia de fondos y, en lugar de hablarle de napoleones de oro, como había pensado, mencionó sólo francos.

—Mira —le dijo—, si me das unos cien francos, yo pondré un doble napoleón en cada ojo del cabo que venga a relevar la guardia esta noche. No podrá ver cómo te vas de la cárcel y, si su regimiento se va mañana mismo, seguro que acepta.

Cerraron el trato inmediatamente. La carcelera, incluso, escondió a Fabricio en su cuarto, desde donde escaparía más fácilmente a la mañana siguiente.

Antes de que amaneciera, la mujer, enternecida, le dijo a Fabricio:

—Mira, mi niño, aún eres muy joven para tan mal oficio; créeme, no te metas en esto.

—¿Pero qué dices? —protestaba Fabricio—, ¿acaso es un crimen querer defender la patria?

—Está bien. Acuérdate siempre de que te he salvado la vida. Tu caso estaba clarísimo, te habrían fusilado; no le cuentes nada a nadie, porque nos harías perder el empleo a mi marido y a mí. Y sobre todo no vuelvas a repetir esa historia tan mala del noble milanés disfrazado de vendedor de barómetros, es demasiado estúpida. Te voy a dar el uniforme de un húsar que murió anteayer en la cárcel. Procura no abrir la boca; pero, si un sargento o algún otro oficial te interroga y no te queda más remedio que contestar, di que has estado enfermo en casa de un campesino que te recogió por caridad cuando estabas tiritando de fiebre en una zanja del camino. Si no les satisface la respuesta, añade que vas a reunirte con tu regimiento. Es muy probable que te arresten por tu acento; diles, entonces, que eres del Piamonte, que te reclutaron y que te quedaste en Francia el año pasado, etcétera, etcétera.

Fue entonces, tras treinta días de rabia, cuando Fabricio entendió lo que le estaba pasando. Lo habían tomado por un espía. Se explicó con la carcelera, que aquella mañana estaba muy tierna. Y, mientras, armada de aguja e hilo, ella le arreglaba la ropa del húsar, él le contó minuciosamente su historia a la asombrada mujer. Por un momento le creyó; ¡tenía un aspecto tan ingenuo y estaba tan guapo vestido de húsar!

—Si tenías tantas ganas de luchar —le dijo, aún no muy convencida—, lo que tenías que haber hecho al llegar a París era haberte enrolado en un regimiento. Te hubiera bastado con invitar a cualquier sargento a unos vasos.

La carcelera siguió dándole muchos buenos consejos para el porvenir, y, cuando se hicieron las primeras luces, puso a Fabricio en la puerta de su casa, no sin haberle hecho jurar antes, cientos de veces, que, pasara lo que pasara, no volvería a pronunciar su nombre jamás.

Cuando Fabricio estuvo fuera de la ciudad, caminando gallardamente con su sable de húsar bajo el brazo, le asaltó un vago temor. «Aquí estoy —se decía—, con el uniforme y las credenciales de un húsar muerto en prisión, adonde le había llevado, al parecer, el robo de una vaca y unos cubiertos de plata. De algún modo, sin pretenderlo ni haberlo podido prever, he heredado su entidad… ¡Ojo con la cárcel… El presagio está claro, aún he de padecer mucha cárcel!».

No haría aún una hora que Fabricio había dejado a su bienhechora, cuando empezó a llover con tanta violencia que el nuevo húsar apenas podía andar; aquellas botazas que llevaba y que evidentemente no habían sido hechas para él se lo impedían. Se encontró con un campesino montado en un caballo matalón, y se lo compró por señas, siguiendo el consejo de la carcelera de hablar lo menos posible no fuera a traicionarlo su acento.

Aquel día, el ejército, que acababa de ganar la batalla de Ligny, marchaba en pleno hacia Bruselas; era la víspera de la batalla de Waterloo. Al mediodía seguía lloviendo a cántaros, Fabricio oyó el ruido de los cañones; la dicha le hizo olvidar los horribles momentos de desesperación que acababa de pasar en aquel cautiverio tan injusto. Siguió caminando hasta muy entrada la noche y, como empezaba a ser algo más prudente, fue a buscar acomodo a una casa de campesinos muy alejada del camino. Aquel labriego, gimoteando, juraba que le habían quitado todo; Fabricio le dio un escudo a cambio de avena. «No es nada bonito este caballo mío —se dijo—, pero eso no quita para que pueda antojársele a cualquier ayudante», y se fue a la cuadra a dormir a su lado. Al día siguiente, una hora antes de que amaneciera, Fabricio estaba ya de camino; a fuerza de caricias, había conseguido poner al trote a su caballo. Hacia las cinco oyó el cañoneo; eran los preliminares de la batalla de Waterloo.