Milán en 1796
El 15 de mayo de 1796, el general Bonaparte entró en Milán al frente del joven ejército que acababa de pasar el puente de Lodi y de mostrar al mundo que, después de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor. Los milagros de genio y valentía que Italia pudo contemplar en unos pocos meses despertaron a un pueblo que estaba dormido. Apenas ocho días antes de la llegada de los franceses, no eran éstos, para los milaneses, más que un puñado de bandidos acostumbrados a huir siempre ante las tropas de Su Majestad Imperial y Real; al menos eso es lo que repetía tres veces por semana un periodiquillo del tamaño de una mano, impreso en un papel sucio.
En la Edad Media los lombardos republicanos habían dado prueba de un valor igual al de los franceses, lo que les valió ver su ciudad enteramente arrasada por los emperadores de Alemania. Desde que se habían convertido en súbditos fieles, su ocupación mayor consistía en imprimir sonetos en unos pañuelitos de tafetán rosa cada vez que se casaba alguna muchacha perteneciente a una familia rica o noble. A los dos o tres años de aquel gran momento de su vida, la joven solía tomar un caballero servidor; en ocasiones el nombre de aquel caballero acompañante, elegido por la familia del marido, figuraba en un sitio destacado en el contrato matrimonial. Tales costumbres afeminadas fueron borradas por las intensas emociones que suscitó la imprevista llegada de los franceses; muy pronto surgieron otras nuevas y apasionadas. El 15 de mayo de 1796, un pueblo entero se dio cuenta de que todo lo que había respetado hasta entonces era soberanamente ridículo y, en ocasiones, odioso. La partida del último regimiento austriaco marcó la caída de las viejas ideas. Se puso de moda exponer la vida; los lombardos se dieron cuenta de que, tras siglos de sensaciones anodinas, para poder ser dichosos era necesario amar a la patria con amor verdadero y procurar llevar a cabo acciones heroicas. Con la prolongación del celoso despotismo de Carlos V y Felipe II, habían estado hundidos en una noche oscura; pero derribaron sus estatuas y, de súbito, se encontraron inundados de luz. Desde hacía unos cincuenta años, al tiempo que en Francia estallaban la Enciclopedia y Voltaire, los frailes predicaban al buen pueblo de Milán que aprender a leer, o aprender lo que fuere, era un esfuerzo perfectamente inútil, que bastaba con pagar escrupulosamente el diezmo al párroco y contarle minuciosamente todos los pecadillos para tener prácticamente asegurado un buen sido en el cielo. Para terminar de arrebatarle el nervio a un pueblo como éste, antaño tan terrible como inteligente, Austria le había vendido barato el privilegio de no tener que contribuir con levas a su ejército.
En 1796 el ejército milanés se componía de veinticuatro bergantes uniformados en color rojo, que guardaban la ciudad en colaboración con cuatro magníficos regimientos de granaderos húngaros. La libertad de costumbres era extrema, pero apenas alentaba la pasión. Por otra parte, además de la contrariedad de tener que contárselo todo al cura, so pena de condenación, incluso en este mundo, el buen pueblo de Milán estaba sometido a determinadas gabelas monárquicas, que no dejaban de ser humillantes. Por ejemplo, el archiduque, que residía en Milán y gobernaba en nombre de su primo el Emperador, había tenido la lucrativa ocurrencia de comerciar con trigo. En consecuencia, prohibición a los labradores de vender su grano mientras Su Alteza no tuviera sus silos llenos.
En mayo de 1796, tres días después de la entrada de los franceses, un joven pintor miniaturista llamado Gros, llegado con el ejército —que estaba un poco loco y que más tarde se haría célebre—, oyó contar en el gran café de los Servi (de moda por entonces) las hazañas del archiduque, quien, por más señas, era enorme. Cogió este pintor la carta de helados —una hoja de infame papel amarillo impresa por una sola cara— y pintó en el dorso al gordo archiduque: un soldado francés le clavaba un bayonetazo en el vientre y, en vez de sangre, de la herida brotaba una increíble cantidad de trigo. La cosa —un chiste o caricatura— no se conocía aún en aquel país de cauteloso despotismo. El dibujo, que Gros abandonó en la mesa del café de los Servi, pareció un milagro caído del cielo. Lo grabaron durante la noche y al día siguiente se vendieron veinte mil ejemplares.
Aquel mismo día aparecía en las paredes un edicto anunciando una contribución de guerra de seis millones, lo dictaban las necesidades del ejército francés que, tras ganar seis batallas y conquistar veinte provincias, no carecía más que de zapatos, pantalones, uniformes y sombreros.
Tan grandes eran la felicidad y el placer que habían llevado a Lombardía aquellos franceses tan pobres, que sólo los curas y algunos nobles se dieron cuenta de lo gravoso de aquella contribución de seis millones, a la que muy pronto seguirían muchas más. Los soldados franceses se pasaban el día riendo y cantando; tenían menos de veinticinco años y su general en jefe, que tenía veintisiete, era, al parecer, el hombre más viejo de aquel ejército. Tanta alegría, tanta juventud, tanta despreocupación eran la divertida respuesta a los furibundos sermones de los frailes que, desde hacía seis meses, anunciaban, desde lo alto del púlpito sagrado, que los franceses eran monstruos, obligados bajo pena de muerte a quemarlo todo y a cortarle la cabeza a todo el mundo, y que para esto último precisamente todos los regimientos avanzaban llevando al frente la guillotina.
En los campos, ante la puerta de las chozas, podía verse a soldados franceses meciendo al niño de la casa en que se alojaban, y casi no había noche en que algún tambor no empuñara el violín y se improvisara un baile. Como las contradanzas eran demasiado rígidas y complicadas y a los soldados, que, por otra parte, apenas las sabían bailar, les resultaba muy difícil enseñárselas a las mujeres del país, eran éstas las que les enseñaban la Monferina, la Saltarina y otros bailes italianos a los jóvenes franceses.
A los oficiales se los había alojado, en la medida de lo posible, en casas acomodadas; tenían mucha necesidad de reponerse. A un teniente, que se llamaba Robert, por ejemplo, se le dio una boleta de alojamiento en el palacio de la marquesa del Dongo. Toda la fortuna que poseía aquel oficial, un joven y resuelto requisador, cuando llegó al palacio, consistía en un escudo de seis francos que acababan de darle en Piacenza. Tras pasar el puente de Lodi, había cogido unos magníficos pantalones de nanquín completamente nuevos del cadáver de un guapo oficial austriaco, al que había matado una bala de cañón; nunca prenda alguna le había sentado mejor. Sus hombreras de oficial eran de lana, y el paño de su guerrera iba cosido al forro de las mangas para que no se le desprendieran los pedazos; pero aún concurría en él una circunstancia más lamentable: las suelas de sus zapatos estaban hechas con trozos de sombrero, recogidos también en el campo de batalla tras el paso del puente de Lodi. Tales suelas improvisadas iban fijadas al resto del zapato por debajo, mediante unas cuerdecillas perfectamente visibles, de modo que cuando el mayordomo de la casa se presentó en el cuarto del teniente Robert para invitarlo a cenar con la señora marquesa, éste sintió una desazón mortal. Él y su asistente se pasaron las dos horas que faltaban para la cena fatal intentando remendar un poco la guerrera y teñir con tinta negra los malhadados cordelillos de los zapatos. Finalmente llegó el momento terrible. «En la vida lo he pasado tan mal —me decía el teniente Robert—; aquellas señoras pensaban que yo iba a inspirarles miedo, pero yo temblaba mucho más que ellas. Miraba mis zapatos y no sabía cómo andar con una mínima soltura. La marquesa del Dongo —añadía— estaba entonces en el momento más esplendoroso de su belleza; usted se acordará de sus bellos ojos, dulces como los de un ángel, y de su precioso pelo rubio cenceño que dibujaba perfectamente el óvalo de su cara encantadora. Tenía en mi habitación una Herodías de Leonardo de Vinci, que parecía ser su retrato. Quiso Dios que me quedara tan impresionado con aquella belleza sobrenatural que me olvidé por completo de mi indumentaria. Hacía dos años que no veía más que fealdad y miseria en las montañas de la región de Génova; y me atreví a dirigirle alguna palabra sobre la emoción que sentía.
»Pero tuve la suficiente sensatez como para no detenerme en galanterías. Mientras le daba vueltas a la construcción de mis frases, vi en el comedor, todo de mármol, a doce lacayos y criados vestidos con lo que me pareció el colmo de la magnificencia. Imagínese usted, ¡aquellos granujas no sólo iban bien calzados, llevaban, por si fuera poco, hebillas de plata en sus zapatos! Veía yo por el rabillo del ojo sus estúpidas miradas pendientes de mi ropa y seguramente también de mis zapatos, y se me llevaban los demonios. Me hubiera bastado una palabra para aterrorizarlos a todos, pero ¿cómo iba a ponerlos en su sitio sin asustar al mismo tiempo a las señoras? Porque la marquesa, para darse un poco de valor —y eso me lo ha contado cientos de veces después— había mandado que trajeran del convento en que estaba interna a Gina del Dongo, hermana de su marido, que luego sería la encantadora condesa Pietranera; nadie más alegre ni con un espíritu más amable en los momentos de prosperidad, como nadie más valiente ni que tenga mayor serenidad de espíritu en los tiempos adversos.
»Gina, que por entonces tendría unos trece años, aunque aparentaba dieciocho, y que era tan viva y espontánea como usted sabe, tenía tanto miedo a soltar la carcajada ante mi indumentaria, que no se atrevía ni a comer; por el contrario, la marquesa me abrumaba con una amabilidad forzada, y notaba perfectamente en mi mirada la impaciencia que me embargaba. En una palabra, yo estaba dando una imagen más bien estúpida y me estaba tragando el desprecio, algo imposible para un francés, según dicen. Entonces me vino del cielo una idea luminosa y me puse a contarles a aquellas señoras mis miserias y todo lo que habíamos sufrido desde hacía dos años en las montañas de la región de Génova, donde nos habían retenido unos generales viejos e imbéciles. Nos pagaban —les conté— con dinero republicano, que no tenía curso legal en la zona, y nos daban tres onzas de pan al día. No habían pasado ni dos minutos desde que empezara a referirles aquellas cosas, cuando a la buena marquesa se le inundaron los ojos de lágrimas y Gina se había puesto seria.
—¿Qué nos dice, señor teniente? —dijo ésta—, ¡tres onzas de pan!
—Sí señorita; pero, además, la distribución fallaba unas tres veces por semana y como los campesinos en cuyas casas nos alojábamos eran aún más pobres que nosotros, les dábamos parte de nuestro pan.
»Al levantarnos de la mesa le ofrecí el brazo a la marquesa hasta llegar a la puerta del salón, luego volví rápidamente sobre mis pasos y le di al criado que me había servido aquel único escudo de seis francos que tenía y con el que tantas veces había hecho mis cuentas de la lechera.
»Ocho días después —seguía contando Robert— cuando se tuvo la seguridad de que los franceses no guillotinaban a nadie, el marqués del Dongo volvió de su castillo de Grianta, a orillas del lago de Como, donde valerosamente se había refugiado ante la llegada del ejército, dejando expuestas a los azares de la guerra a su joven y hermosa mujer y a su hermana. El marqués nos tenía un odio tan grande como el miedo que le inspirábamos, o sea, inconmensurable; no dejaba de tener su gracia contemplar su rostro obeso, pálido y devoto cuando me hacía cumplidos. Al día siguiente de su llegada recibí tres varas de paño y doscientos francos de la contribución de los seis millones; me pude vestir y me convertí en el caballero de las dos señoras, pues empezaron los bailes».
La historia del teniente es, más o menos, la de todos los franceses; en vez de burlarse de la miseria de aquellos valientes soldados, los milaneses se apiadaron de ellos y les cogieron cariño.
Esta época de felicidad imprevista y de exaltación no duró más que dos cortos años; aquella locura fue tan general y tan excesiva que me resulta imposible dar una idea de la misma, si no es mediante la profunda reflexión histórica de que aquel pueblo se aburría desde hacia cien años.
La voluptuosidad natural de los países meridionales también había reinado antaño en las cortes de los Visconti y de los Sforza, las famosas familias ducales de Milán. Pero desde 1624, fecha en que los españoles se apoderaron del Milanesado y se convirtieron en sus señores, unos señores taciturnos, desconfiados, orgullosos y siempre temerosos de la rebelión, la alegría había desaparecido. La población había hecho suyas las costumbres de sus amos y, mucho más que a gozar del momento presente, se dedicaba a pensar en la puñalada con que vengar el menor insulto.
Entre el 15 de mayo de 1796, fecha en que entraron los franceses en Milán, y el mes de abril de 1799, en que fueron expulsados tras la batalla de Cassano, la alegría loca, la dicha, la voluptuosidad, el olvido de los pensamientos tristes, o simplemente razonables, se exaltaron hasta tal punto que hubo viejos comerciantes millonarios, viejos usureros, viejos notarios, que durante ese tiempo se olvidaron de ganar dinero y de su taciturnidad.
De todas formas, cabe citar algunas familias pertenecientes a la alta nobleza, que se retiraron a sus palacios de la provincia, en una muestra de reprobación de la alegría general y de la expansión de los corazones. También es verdad que estas familias aristocráticas y ricas habían sido enojosamente distinguidas en el reparto de los impuestos de guerra exigidos por el ejército francés.
El marqués del Dongo, molesto ante tanta alegría, había sido uno de los primeros en volverse a su magnífico castillo de Grianta, al otro lado de Como, adonde las señoras llevaron al teniente Robert. El castillo, situado en un paraje seguramente único en el mundo, elevado en una meseta a unos ciento cincuenta metros por encima de este lago sublime, al que en buena parte domina, fue en tiempos una fortaleza. Lo habían construido los del Dongo en el siglo quince, como lo atestiguaban los numerosos escudos de armas labrados en mármol. Aún se veían los puentes levadizos y el foso profundo, aunque sin agua. Con sus muros de más de veinticinco metros de altura y casi dos de espesor, el castillo estaba a salvo de cualquier golpe de mano; y eso era lo que más le gustaba al receloso marqués. Rodeado de veinticinco o treinta criados, a los que, al parecer, consideraba fieles a toda prueba, pues no había vez que les hablara que no les injuriara, se encontraba allí menos atormentado por el miedo que en Milán.
No era del todo gratuito este miedo, pues el marqués mantenía una intensa correspondencia con un espía que los austriacos habían apostado en la frontera suiza, a tres leguas de Grianta, con objeto de ayudar a escapar a los prisioneros hechos en el campo de batalla, lo que, de saberlo, hubiera podido ser tomado en serio por los generales franceses.
El marqués había dejado a su joven esposa en Milán, donde se ocupaba de los asuntos de la familia y se encargaba de hacer frente a las contribuciones impuestas a la casa del Dongo, como la llaman en la región; trataba de que les rebajaran tales impuestos, lo que la obligaba a frecuentar a aquellos nobles que habían aceptado cargos públicos e, incluso, a quienes sin ser nobles eran muy influyentes. Tuvo lugar, entonces, un acontecimiento importante en la familia. El marqués había dispuesto el casamiento de Gina, su hermana, con un personaje muy rico y de la más alta alcurnia; pero se daba la circunstancia de que se empolvaba el pelo[6], por lo que Gina lo recibía en medio de carcajadas; al poco tiempo, Gina cometió la locura de casarse con el conde Pietranera. Un caballero muy bien plantado y de excelente familia, aunque arruinado desde varias generaciones atrás, y, por si fuera poco, partidario ferviente de las nuevas ideas. Además, Pietranera era, para mayor desesperación del marqués, subteniente de la legión italiana.
Tras estos dos años de locura y de felicidad, el Directorio de París, considerando su soberanía bien asentada, empezó a manifestar un odio mortal por todo lo que no fuera mediocre. Los generales ineptos que destinó al ejército de Italia perdieron batalla tras batalla en los mismos llanos de Verona que dos años antes habían sido testigos de los prodigios de Arcole y de Lonato. Los austriacos llegaron hasta cerca de Milán; el teniente Robert, que estaba ya al frente de un batallón y que había sido herido en la batalla de Cassano, se alojó por última vez en casa de su amiga la marquesa del Dongo. La despedida fue triste; cuando partió Robert, con él se fue el conde Pietranera, que seguía a los franceses en su retirada hacia Novi. La joven condesa, a quien su hermano le había negado su legítima, siguió al ejército en una carreta.
Empezó entonces la época de reacción y de vuelta a las viejas ideas que los milaneses llaman «i tredici mesi» (los trece meses), porque, efectivamente, quiso su buena suerte que aquella vuelta a la estupidez no durara más que trece meses, hasta Marengo. La decadencia, la beatería, el mal humor volvió a ponerse al frente de todos los asuntos y se hizo con la dirección de la sociedad. Poco después, los fieles a la doctrina verdadera propalaban por las aldeas que a Napoleón lo habían ahorcado los mamelucos en Egipto, como tenía más que merecido.
Entre todos los que se habían ido resentidos a sus tierras y que volvían ávidos de venganza, el marqués del Dongo se distinguía por su furia; su desmesura lo llevó, de un modo natural, a la cabeza del partido. Estos señores, muy buenas personas cuando no tenían miedo, pero que estaban siempre temblando, llegaron a convertirse en el círculo más próximo del general austriaco, quien siendo lo suficientemente propicio, se dejó convencer de que la severidad era alta política y, así, mandó detener a ciento cincuenta patriotas, la mejor gente de Italia en aquellos momentos.
Inmediatamente se los deportó a las bocas de Cattaro, donde se los arrojó a unas cuevas subterráneas, en las que la humedad y, sobre todo, la falta de pan dieron buena y rápida cuenta de todos aquellos «granujas».
El marqués del Dongo consiguió un puesto muy importante y, como, junto a otras hermosas cualidades, lo caracterizaba una avaricia sórdida, se jactaba públicamente de no enviar ni un solo escudo a su hermana, la condesa Pietranera, quien, locamente enamorada, no quería abandonar a su marido y con él se moría de hambre en Francia. La buena marquesa estaba desesperada; finalmente consiguió robar algunos diamantes pequeños de su propio joyero, que su marido le cogía todas las noches para encerrarlo en una caja de hierro que escondía debajo de la cama. La marquesa le había dado a su marido ochocientos mil francos en calidad de dote, pero éste no le daba a ella más que ochenta al mes para sus gastos personales. Durante los trece meses que los franceses estuvieron fuera de Milán, esta mujer tan tímida encontró siempre algún pretexto para no abandonar el color negro.
Debemos confesar que, siguiendo el ejemplo de muchos graves autores, hemos empezado la historia de nuestro héroe un año antes de su nacimiento. Este personaje esencial no es otro, en efecto, que Fabricio Valserra, marchesino del Dongo, como dicen en Milán[7] Acababa precisamente de tomarse el trabajo de nacer, cuando los franceses fueron expulsados; era, por azar de nacimiento, el segundo hijo de ese marqués del Dongo, ese gran señor, cuya cara pálida y fofa, falsa sonrisa y odio ilimitado a las ideas nuevas ya conoce el lector. El heredero universal de la fortuna familiar era su hermano mayor, Ascanio del Dongo, vivo retrato de su padre. Tenía ocho años y Fabricio dos, cuando, súbitamente, aquel general Bonaparte, que todo bien nacido creía ahorcado desde hacía tiempo, bajó del monte San Bernardo y entró en Milán. Ese momento sigue siendo único en la historia. Imagínese el lector todo un pueblo locamente enamorado. Pocos días más tarde, Napoleón ganó la batalla de Marengo. Lo que siguió no es para contarlo. El entusiasmo de los milaneses fue desbordante, pero esta vez estaba entreverado con ideas de venganza. A aquel buen pueblo le habían enseñado a odiar. Al poco, regresaron los pocos patriotas supervivientes de las bocas de Cattaro; su regreso fue celebrado con una fiesta nacional. Sus caras pálidas, sus enormes ojos asombrados, sus cuerpos demacrados, presentaban un raro contraste con la alegría que estallaba por todas partes. Su llegada fue la señal de partida para las familias más comprometidas. El marqués del Dongo fue uno de los primeros en huir y se refugió en su castillo de Grianta. Los cabezas de las grandes familias estaban llenos de odio y de miedo, pero sus mujeres y sus hijas recordaban los festejos de la primera estancia de los franceses y añoraban Milán y aquellos bailes tan alegres; e inmediatamente después de Marengo, volvieron a organizarse en la Casa Tanzi. Pocos días después de la victoria, el general francés encargado de mantener la paz en la Lombardía se dio cuenta de que todos los campesinos pecheros de los nobles y que todas las viejas del campo, lejos de seguir teniendo la imaginación ocupada con la asombrosa victoria de Marengo, que había cambiado los destinos de Italia y reconquistado trece plazas fuertes en un solo día, no pensaban más que en una profecía de San Giovita, el patrón de Brescia. Según aquel augurio sagrado, la ventura de los franceses y de Napoleón acabaría a las trece semanas justas de Marengo. Lo único que excusa un poco al marqués del Dongo y a todos aquellos nobles resentidos instalados en la provincia es que se creían verdaderamente la profecía. Todos ellos, que no habían leído arriba de cuatro libros en toda su vida, hacían abiertamente preparativos para volver a Milán al cabo de las trece semanas; pero el tiempo, en su transcurso, se iba jalonando con nuevos éxitos para la causa de Francia. A su vuelta a París, Napoleón salvaba la revolución en el interior mediante prudentes decretos, como la había salvado del enemigo exterior en Marengo. Entonces, los nobles lombardos, refugiados en sus castillos, se dieron cuenta de que habían interpretado mal la predicción del santo patrón de Brescia; el plazo no era de trece semanas, sino de trece meses. Pasaron los trece meses, y la prosperidad de Francia seguía aumentando de día en día.
Nos saltamos los diez años de progreso y felicidad que van de 1800 a 1810. Fabricio pasó la primera parte de esa época en el castillo de Grianta, jugando con los chicos de la aldea, dando y recibiendo puñetazos y sin aprender nada, ni siquiera a leer. Luego, lo enviaron al colegio de los jesuitas de Milán. El marqués, su padre, exigió que le enseñaran latín, pero que de ninguna manera fuera con aquellos autores antiguos que no hacen más que hablar de repúblicas; tenía que ser en la genealogía latina de los Valserra, marqueses del Dongo, publicada en 1650 por Fabricio del Dongo, arzobispo de Parma; un magnífico volumen ilustrado con más de cien grabados, obras maestras de artistas del siglo XVII. Habiendo sido los Valserra gente de armas en su mayoría, los grabados reproducían sobre todo batallas, y casi todos tenían como motivo algún héroe de ese nombre dando enormes estocadas. El libro le gustaba mucho al pequeño Fabricio. Su madre, que lo adoraba, conseguía de vez en cuando permiso para visitarlo en Milán, pero su marido no le daba nunca dinero para tales viajes; se lo prestaba su cuñada, la amable condesa Pietranera. Tras el regreso de los franceses, la condesa se había convertido en una de las mujeres más brillantes de la corte del virrey de Italia, el príncipe Eugenio.
Cuando Fabricio hizo la primera comunión, la condesa consiguió que el marqués, que seguía en su exilio voluntario, le permitiera sacarlo alguna vez del colegio. Le pareció un chico singular, inteligente, muy serio, pero guapo; un muchacho que no desentonaría en absoluto en el salón de ninguna mujer de moda. En otro orden de cosas, su ignorancia era pasmosa, hasta el punto de que apenas sabía escribir. La condesa, que en todo cuanto hacía manifestaba su carácter entusiasta, le prometió al jefe del establecimiento escolar que si su sobrino Fabricio hacía progresos notables, si a fin de curso obtenía muchos premios, podría contar con su protección. Y precisamente para proporcionarle al chico instrumentos que contribuyeran a hacerlo merecedor de tales premios, enviaba a buscarlo todos los sábados por la noche y, a menudo, no lo devolvía a sus profesores sino hasta el miércoles o el jueves. Aunque el príncipe virrey quería mucho a los jesuitas, éstos habían sido ilegalizados en Italia por las leyes del reino, y el superior del colegio, un hombre hábil, se dio cuenta de todo el partido que podía sacar de su relación con una mujer todopoderosa en la corte. No se le ocurrió quejarse de las ausencias de Fabricio, quien, más ignorante que nunca, al final del año obtuvo cinco primeros premios. Cumpliendo su palabra, la brillante condesa Pietranera, acompañada de su marido, general de una de las divisiones de la guardia, y de cinco o seis de los más grandes personajes de la corte del virrey, asistió a la ceremonia del reparto de premios en el colegio de los jesuitas. El superior fue felicitado por sus jefes.
La condesa llevaba a su sobrino a todas las brillantes fiestas que fueron rasgo distintivo del reinado, demasiado corto, del amable príncipe Eugenio. Sin encomendarse a nadie más que a su propia autoridad, lo había hecho oficial de húsares, y Fabricio, que contaba entonces doce años, lucía uniforme de tal. Un día, la condesa, encantada con el magnífico tipo del muchacho, le pidió al príncipe una plaza de paje para él, lo que significaba que la familia del Dongo acataba finalmente el nuevo régimen. Al día siguiente tuvo que desplegar toda su influencia para conseguir que el virrey no tuviera en cuenta la petición, a la que no faltaba otro requisito que el consentimiento paterno del futuro paje, consentimiento que hubiera sido negado ostensiblemente. Como consecuencia de esta locura, que hizo temblar las carnes del desabrido marqués, éste encontró un pretexto para llamar al joven Fabricio a Grianta. La condesa despreciaba soberanamente a su hermano; lo tenía por un necio triste, que hubiera sido malo si hubiera tenido capacidad para ello. Pero estaba loca por Fabricio y, aunque llevaba diez años sin dirigir la palabra al marqués, le escribió para reclamar a su sobrino. La carta no obtuvo respuesta.
A su regreso al formidable palacio, construido por sus antepasados más belicosos, Fabricio no tenía otra clase de saber que la que pueda corresponder al ejercicio físico y a montar a caballo. El conde Pietranera, tan encariñado con el muchacho como su mujer, le hacía montar muy a menudo y se lo llevaba consigo a los desfiles.
Cuando Fabricio llegó al castillo de Grianta, con los ojos aún enrojecidos por el llanto que le produjo tener que abandonar los preciosos salones de su tía, sólo encontró las caricias tiernas de su madre y de sus hermanas. El marqués se encerraba en su despacho con el marchesino Ascanio, el primogénito. Elaboraban allí cartas cifradas que tenían el honor de ser enviadas a Viena; padre e hijo no salían del aposento más que a las horas de las comidas. El marqués repetía con afectación que enseñaba a su sucesor a llevar por partida doble las cuentas de la producción de cada una de sus tierras. En realidad, el marqués era demasiado celoso de su poder como para hablar de tales asuntos con un hijo, aunque fuera el heredero de todas las tierras del mayorazgo. Lo tenía dedicado a cifrar los despachos, de quince a veinte páginas, que dos o tres veces por semana hacía llegar a Suiza, desde donde se remitían a Viena. El marqués pretendía informar a sus soberanos legítimos de la situación interior del reino de Italia, situación que ignoraba por completo, y, aun así, sus cartas tenían mucho éxito. Véase cómo lo hacía. El marqués enviaba a algún agente de su confianza a contar el número de soldados de tal o cual regimiento francés o italiano que cambiaba de guarnición y que se desplazaba por la carretera general; en su informe a la corte de Viena tenía buen cuidado de disminuir en más de una cuarta parte el número de los soldados en cuestión. Estas cartas, por ridículas que fueran, tenían el mérito de desmentir otras más verdaderas, por lo que eran recibidas con agrado. Y, así, poco antes de la llegada de Fabricio al castillo, el marqués había recibido la placa de una orden famosa, la quinta que adornaba su uniforme de chambelán. A decir verdad, tenía la pesadumbre íntima de no atreverse a lucir dicho uniforme fuera de su gabinete; aunque no se permitía dictar un solo despacho sin llevar puesta su casaca bordada, con todas sus órdenes prendidas. Le habría parecido una falta de respeto actuar de otro modo.
A la marquesa la dejaron maravillada las gracias de su hijo. Había mantenido la costumbre de escribir dos o tres veces al año al general, conde de A***, como era conocido por entonces el teniente Robert. La marquesa aborrecía mentir a las personas que quería; interrogó a su hijo y se quedó espantada de su ignorancia. «Si a mí me parece poco instruido —se decía—, a mí que no sé nada, a Robert, que es tan sabio, le parecerá que su educación ha sido un desastre; y más ahora que tan necesario es el mérito personal». Otra cosa que le produjo casi tanta extrañeza como la ignorancia de Fabricio, fue que el chico se hubiera tomado en serio todas las creencias religiosas que le habían imbuido los jesuitas. Aun siendo ella muy piadosa, el fanatismo del muchacho la estremeció; «si el marqués tiene la perspicacia de intuir esta vía de influencia, me va a arrebatar el amor de mi hijo» —pensó. Lloró mucho por estas cosas, y con ello su pasión por Fabricio aumentó.
La vida en aquel castillo, donde había una servidumbre de treinta a cuarenta criados, era fúnebre, y Fabricio pasaba los días enteros cazando o navegando en barca por el lago. Enseguida estrechó lazos con los cocheros y los mozos de cuadra, que, partidarios acérrimos de los franceses, se burlaban abiertamente de los devotos criados asignados a la atención personal del marqués o de su hijo mayor. El principal motivo de las bromas dirigidas contra tan graves personajes era que llevaban el pelo tan empolvado como sus amos.