Esta novela fue escrita en el invierno de 1830 y a trescientas leguas de París, lo que explica que no haya en ella ninguna alusión a las cosas de 1839.
Muchos años antes de 1830, cuando nuestros ejércitos recorrían Europa, la casualidad me deparó una boleta de alojamiento para la casa de un canónigo. Era en la encantadora ciudad italiana de Padua. La estancia se prolongó y el canónigo y yo nos hicimos amigos.
Cuando, a finales de 1830, volví a pasar por la ciudad, lo primero que hice fue ir a casa del buen canónigo. Como me había imaginado, no vivía ya, pero yo quería volver a ver aquel salón en que habíamos pasado tantas y tan agradables veladas, y que tanto había añorado después. Vivían entonces en la casa el sobrino del canónigo y su mujer, que me recibieron como a un viejo amigo. Aquel mismo día acudieron también algunas otras personas y la visita se prolongó hasta muy tarde. El sobrino hizo traer un excelente zabayón[5] del café Pedroti; aunque lo que alargó tanto la reunión fue la historia de la duquesa Sanseverina, que yo había mencionado en la conversación, y que el sobrino tuvo la deferencia de contar entera en mi honor.
—En el país al que voy —les dije a mis amigos— no tendré ocasión de pasar ratos como éste, así que para entretener las largas horas de la noche escribiré una novela con esta historia.
—En ese caso —dijo el sobrino— le voy a dar las memorias de mi tío. Tienen un apartado dedicado a Parma, en el que cuenta algunas de las intrigas de aquella corte en la época en que la duquesa hacía y deshacía a su antojo. Pero tenga mucho cuidado, la historia no tiene nada de moral y podría crearos fama de asesino, ahora que ustedes en Francia hacen gala de pureza evangélica.
Publico esta novela sin cambiar nada del manuscrito de 1830, lo que puede acarrear dos inconvenientes:
El primero para el lector, pues los personajes son italianos y quizá no acaben de interesarle; tienen un corazón muy distinto del de los franceses. Los italianos son sinceros, buenas personas y, nada tímidos, dicen siempre lo que piensan y sólo en ocasiones tienen ataques de vanidad; se convierte entonces en pasión y recibe el nombre de «puntiglio». Por último, para ellos la pobreza no es motivo de ridículo.
El segundo inconveniente se refiere al autor.
Debo confesar que he tenido el atrevimiento de dejar en los personajes las asperezas de sus caracteres; en compensación, y lo declaro abiertamente, condeno desde la moral más rigurosa muchos de sus actos. ¿Por qué conferirles la alta moralidad y la delicadeza del carácter de los franceses, que aman el dinero por encima de todas las cosas y que casi nunca pecan ni por odio ni por amor? Los italianos de esta novela son, más o menos, todo lo contrario. Tengo la impresión, por otra parte, de que, cuando uno se desplaza desde el sur hacia el norte, cada doscientas leguas, se da tanto un cambio de paisaje como una nueva novela. La amable sobrina del canónigo, que conoció a la duquesa Sanseverina y la quiso mucho, me ruega que no cambie nada de sus aventuras, que, desde luego, son censurables.
23 de enero de 1839.