Era yo niño, y estudiaba Filosofía en el Colegio de San Gregorio, cuando uno de mis compañeros, poco más o menos de mi edad, me contó que muchos años antes de que el cura Hidalgo hubiera proclamado la independencia de México, un hombre, de nación irlandés, había pretendido alzarse como rey de Anáhuac, libertando a México de la dominación española; pero que la conspiración había sido descubierta y el irlandés había muerto a manos de la justicia.
No puedo recordar quién fue aquel de mis condiscípulos que me refirió esto, y sólo sí que, con toda la buena fe de un niño, creí que era una verdad histórica aquel sencillo relato, suponiendo que él lo habría leído en alguna parte o lo habría oído contar a sus padres, que sin duda debían ser más instruidos que él, sobre todo en materia de historia. De todos modos, la narración me preocupó tanto y me impresionó de tal manera, que durante toda mi vida, siempre que oía hablar de la historia de México, o que meditaba yo sobre ella, el recuerdo del irlandés acudía a mi memoria al momento.
En vano busqué en lo que se ha escrito hasta hoy sobre la historia de los tres siglos de la dominación española en México, algo que pudiera darme alguna luz sobre este punto. Confieso, ingenuamente, que nada encontré, y que llegó un momento en que creí que toda la historia del irlandés no era sino una tradición, destituida de fundamento o una leyenda fantástica, inventada por un desconocido novelista.
Dice el célebre Hoffman «que proponiéndose un fin, aunque sea un ideal imposible; explorando lo desconocido para llegar hasta él, se encuentra siempre el camino para lo mejor». Esto puede pasar por un axioma, y puede asegurarse también que hay una providencia especial para los hombres que andan siempre en busca de lo maravilloso; porque, visionarios para el mundo, son audaces exploradores de los conocimientos humanos, que van fijando puntos, si se quiere aislados muchas veces, sin aplicación científica otras, y algunas en contradicción con los que se llaman principios absolutos y de eterna verdad. El tiempo y el trabajo de los sabios se encarga de dar a aquel casual descubrimiento el lugar que debe tener en la historia, en las artes o en las ciencias.
Por un camino semejante llegó a mis manos el proceso del irlandés que quiso coronarse rey de México.
Buscaba yo no sé qué, porque yo mismo no me lo explico nunca, algo de nuevo, algo de maravilloso, sin conocer quizá las cosas más comunes, y expuesto como el astrónomo que por mirar al cielo cayó a un pozo, cuando encontré un muy voluminoso proceso seguido contra «don Guillén de Lampart», por astrólogo, sedicioso, hereje, etc. Devoré sus páginas con ansiedad, porque aquélla era la historia que yo buscaba hacía tanto tiempo: aquél era el irlandés que había querido hacer independiente a la Nueva España; y por una providencia especial, yo, que quizá era el único que pensaba en esa historia sin encontrarla, la encontré impensadamente y sin buscarla.
Don Guillén de Lampart era un hombre de profundos y vastos conocimientos, de una inteligencia clarísima y de una audacia poco común. Existen en su proceso composiciones suyas en prosa y verso, escritas en francés, en inglés, en alemán, en español, en latín y en italiano, y en ellas multitud de citas en griego, escritas por él dentro de la prisión, en donde no puede ni suponerse que las hubiera podido copiar. Poseía grandes conocimientos en derecho, en teología y en todas las ciencias naturales. Por eso no se admirarán los lectores si le pinto como un sabio en el discurso de mi novela.
La evasión de don Guillén y las circunstancias que la acompañaron, en nada cede por lo interesante, lo bien combinada y lo audazmente ejecutada, a esas romancescas evasiones que nos cuentan los novelistas franceses.
Me preguntarás, lector, dos cosas: la primera, cuando veas preso a don Guillén en la Inquisición ¿por qué en la mayor parte de mis novelas hablo de la Inquisición? Te contestaré que en toda la época de la dominación española en México, apenas puede dar el novelista o el historiador un solo paso sin encontrarse con el Santo Tribunal, que todo lo abarcaba y todo lo invadía; y si encontrártelo en una novela te causa disgusto, considera qué les causaría a los que vivieron en aquellos tiempos, encontrar al Santo Oficio en todos los pasos de su vida, desde la cuna hasta el sepulcro, desde la memoria de sus ascendientes hasta el porvenir de su más remota generación.
La segunda pregunta que harás, es: ¿cómo teniendo datos auténticos e interesantes sobre un tan curioso hecho histórico, escribo una novela y no un libro serio? Lector, puedes con toda confianza tomar a lo serio esta novela en su parte histórica, prescindiendo de su forma, como se prescinde del estilo en esas obras en que la verdad viene presentándose con el triste vestido de un desaliñado lenguaje.
Los libros, aunque se escriben con el carácter de científicos, pueden no tomarse a lo serio, o al contrario. El padre Anastasio Krircher escribió su Viaje estático celeste, entre astronómico y teológico, y cada uno lo ha tomado como mejor le ha parecido. Sucedió lo mismo con Cyrano de Bergerac en sus novelas científicas. Julio Verne, Figuier y el mismo Flammarion, en nuestros días, todos ellos han escrito libros que pueden tomarse o no a lo serio; pero que en todo caso prestan el insigne servicio de popularizar los conocimientos científicos, evitando el escollo del fastidio: tal es mi deseo.