La cita
Doña Juana lloraba día y noche, como la hija de Jefté.
Pero la doncella de Masfa iba a la muerte, y la muerte es el gran remedio para los grandes infortunios, y doña Juana veía delante de sus ojos un porvenir de luto, de llanto, de vacío; su tormento no debía durar sólo dos meses; aún era joven, y si la vida es dulce cuando el alma siente una esperanza o una ilusión, es espantosa cuando hay un vacío en el corazón, cuando el triste «mañana» no puede menos de ser igual al triste «hoy»; entonces el único consuelo es pensar en la muerte.
¡La muerte! Necia preocupación imbuida en los hombres por las generaciones que han pasado, es el terror que ella inspira.
La muerte es el paso a otra vida mejor; porque si fuera otra cosa, si la muerte fuera el supremo mal, como han querido hacernos creer desde niños, o no existiría Dios, o sería un Dios injusto, porque dando al hombre el amor a la existencia, al progreso, a la perfectibilidad, lo condena irremisiblemente a morir. Sería la más grande de las injusticias dar la vida por un tiempo tan corto a la criatura, sólo por el placer de verla morir, amargando los pocos días de su existencia con el terror de un mal inevitable.
¿Qué hay más allá de la muerte? Éste es el espanto de los corazones débiles. ¿Qué hay? Nadie lo sabe: las religiones todas hablan de otra vida, lo mismo la Cristiana que la de Mahoma, lo mismo la de Moisés que la de Confucio; hay un paraíso descrito en el Corán, entrevisto en la Biblia, prometido en los Vedas; los africanos esclavos mueren esperando ir a resucitar a su patria; los griegos, al expirar, creían partir para los campos Elíseos; los antiguos pobladores de la América hablaban del país de los espíritus; y todas las filosofías de Brahma, de Buda, de Fo-hi, de Platón, de los Cristianos, han encontrado en esas ideas el consuelo de los tristes pensamientos del último día del hombre.
Temer la muerte por lo que hay más allá, es pensar que este mundo es el mejor de los mundos y esta vida la mejor de las vidas; y tan ridícula y absurda es esa creencia como sería la del hombre que, viviendo en el interior de los bosques del África, de la América o de la Australia, se creyera desgraciado el día que tuviera necesidad de salir de allí para ir a vivir cómodamente en Londres, en París o en Nueva York; y es de suponerse cómo reirían los alegres vecinos de Regent Street, del Boulevard de la Magdalena o de Broadway, oyendo a ese hombre decir en tono de elegía:
«Se acabó para siempre mi felicidad: parto a un mundo desconocido que no puede ser mejor que mis bosques y mi ajoupa: amor, goces, todo, todo acabó ya para mí».
¿Y qué diría el hombre si pudiera contar, si guardara de ello memoria, de lo que sintió al venir al mundo?
Es claro que a medida que se aproximaba el día del nacimiento, tendría un espantoso terror, porque tan ignorado es este mundo para él como para nosotros el de ultratumba; creería que iba al «no ser», que era el último día de su existencia, y nace y sabe que por el contrario aquel fue el primero.
Meditando en esto, bien puede preguntarse: ¿la muerte es el último día, el fin de la existencia, o es el primero de otra vida? ¿Ese día nacemos para otro mundo o morimos para siempre?
La naturaleza, y bajo este nombre puede entenderse la Providencia, tiene su fórmula general, absoluta, eterna: esta fórmula es la «metamorfosis».
La ciencia alcanza la metamorfosis en toda la creación; el vulgo sólo la mira en la mariposa; las teogonías la adivinan en la vida de los espíritus.
Pero esa manifestación enérgica de la metamorfosis en la mariposa, es la lección de la naturaleza a los hombres: el lepidóptero comienza antes de ser huevo, por ser ese algo fecundante que propaga las razas; viene luego el huevo, que es la segunda metamorfosis; luego la larva; luego la ninfa, y por último el insecto perfecto, desplegando sus alas pintadas con los más brillantes colores, bañándose en los rayos del sol, vagando con las brisas, libando del cáliz de las flores la perfumada miel.
Temer la muerte, sería dudar de que la tumba es para el hombre lo que el capullo para el insecto: el último trabajo de su formación; sería creer que la naturaleza faltó a su eterna ley.
Se ama la vida porque se cree que fuera de ella no hay goce; y la prueba de ello es que, cuando no se espera gozar, se desea la muerte.
El suicidio es criminal, porque anticipar la muerte es querer adelantar el trabajo de la naturaleza, que no tiene sazonada su obra de perfeccionamiento, aún no está entonces completo ese trabajo de metamorfosis que se indica por la muerte.
Pero como todo ser desgraciado piensa en el fin de su existencia, doña Juana, que sufría todas las angustias de su situación, no soñaba sino en morir.
Algunas noches, cuando el rumor de la calle había cesado completamente, cuando no se escuchaba más que el zumbido del viento entre sus rejas, abría su ventana y se ponía a llorar, mirando más brillante la luz de las estrellas al través de sus lágrimas.
Allí recordaba a don Guillén; repasaba en su memoria las palabras ardientes que siendo feliz había oído de su boca; se le presentaba a su imaginación más galán, más hermoso, más amante que nunca; y la pobre judía lloraba, y luego se ponía a pensar cuál sería el terrible secreto que había obligado a su padre a sacrificarla tan cruelmente, porque él jamás había querido revelárselo.
Así pasaba doña Juana las noches; su faz estaba marchita; sus ojos perdían el brillo; su salud amenazaba decaer.
Una de estas noches, un hombre se deslizó a lo largo de los muros de la calle y, aprovechándose de la oscuridad, llegó hasta delante de las rejas y arrojó una carta.
Doña Juana se estremeció; pero sintiendo que algún objeto había caído cerca de ella, buscó, y encontró la carta.
Los desgraciados, y sobre todo los desgraciados por el amor, en la cosa más insignificante creen encontrar relación con la causa de su tormento. Doña Juana pensó que aquella carta contenía algo que tuviera relación con don Guillén, y cerrando precipitadamente la ventana se llegó a una bujía para leer.
La letra no era desconocida para ella. Decía la carta:
Doña Juana:
Mañana, al sonar la medianoche, salid a hablar conmigo a la reja.
Si intentáis negaros a esta cita, consultad a vuestro padre, y él os dirá cuánto os importa acceder.
Vuestro,
DON MARTÍN DE MALCAMPO
Una luz repentina iluminó el cerebro de doña Juana: aquel hombre, a quien había olvidado en medio de su profundo dolor, era indudablemente la causa de su desgracia. La cinta verde que don Gaspar la había hecho poner en su tocado; el secreto de que él hablaba; el orgullo y la altivez de don Martín, sus amenazas, todo, todo indicaba que él era el origen de aquella horrible situación.
¿Pero por qué ese hombre tenía tan negra y decisiva influencia sobre don Gaspar? Eso era lo que doña Juana ignoraba, y lo que estaba decididamente resuelta a saber tan pronto como pudiera hablar con su padre.
Como otras noches, la judía no pudo dormir; pero en ésta, no era sólo la pena de su alma, sino un terror vago, un presentimiento sombrío. ¿Qué mayores males podía temer? Había perdido su porvenir, su amor, todo; y sin embargo, presentía que aún le amagaba el peligro.
Tan luego como ella conoció que su padre estaba ya levantado, se dirigió a su aposento para hablarle y enseñarle la carta de don Martín; pero al llegar cerca de la puerta, y en el momento que iba a llamar, oyó que su padre hablaba con una persona, cuya voz, sin caberle duda, le pareció la de Daniel.
Esto no hubiera excitado tanto su curiosidad, porque Daniel acostumbraba visitar todas las mañanas a don Gaspar; pero en la conversación que tenían ambos creyó escuchar su nombre.
Entonces no pudo resistir; aquella conversación podía aclararle quizá el misterio, y se puso a escuchar.
—Soy muy desgraciado, Daniel —decía don Gaspar—. Rebeca sufre, llora, y su vida se va extinguiendo por la fuerza del dolor; soy más infeliz que Jefté; aquel vio morir a su hija de un solo golpe, y yo miro prolongarse la agonía de mi Rebeca y su martirio, y quizá me culpe, y no puedo siquiera, como Jefté, decirla por qué la sacrifico.
—Pobre padre, y pobre hija. Sólo de Dios puede venirnos la salvación; pero algún día, cuando ella sepa que salva la vida de su padre y de todos los de su tribu; cuando ella conozca que por condescender con las exigencias de Malcampo, ella y tú y todos nosotros hemos escapado del tormento y de la hoguera, entonces bendecirá su sacrificio, y comprenderá que vale más morir de amor que ver expirante en el patíbulo a un padre tan amoroso como tú.
Doña Juana tuvo que apoyarse en la pared para no caer; le parecía un sueño espantoso lo que estaba oyendo; un velo se descorrió en su inteligencia, y comprendió todo.
—En medio de mi desgracia, aún tengo un consuelo, y es que don Martín se conforma con que Rebeca no ame a don Guillén. ¿Qué hubiera sido de mí si me hubiera exigido que se la entregase?
—Ése sí hubiera sido un triste sacrificio.
—Óyeme, Daniel; si a tal llegase la audacia de ese hombre, yo no le mataría, porque tú sabes que entonces todos seríamos víctimas; pero yo mismo me daría la muerte antes de proponer a mi hija que se sacrificase de esa manera, y el suicidio sería mi consuelo.
—Con lo cual no conseguirías salvar a tu hija de las garras de don Martín o de la Inquisición.
—La mataría yo también.
—Y así nos entregabas al Santo Oficio, tras el doble crimen de matarla y matarte.
—Pero esto es espantoso: no hay remedio en el mundo para semejante situación.
—Ninguno; y por desgracia, en las manos de tu hija, en su abnegación, en su valor, está cifrada nuestra suerte. Ella tiene sobre nosotros el derecho de vida y muerte, y quizás ignorándolo, ella misma puede ser parricida y causar la desgracia de todos nosotros.
Doña Juana no quiso y no pudo escuchar ya más; las fuerzas le faltaban, y casi arrastrándose volvió a su estancia, cerró tras sí la puerta y se sentó desvanecida en un sitial, exclamando:
—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¿Qué cosa no seré capaz de hacer por salvarte?
Aquel día doña Juana pareció haber recobrado la salud y el vigor; las lágrimas no asomaron ya en sus ojos; habló cariñosamente con su padre se sentó a la mesa y comió con tranquilidad; hasta los colores volvieron a aparecer en sus mejillas.
Don Gaspar estaba encantado: un bálsamo celestial bañaba su corazón; casi lloró de alegría al notar aquel cambio repentino.
Era que doña Juana, resignada completamente al sacrificio, quería apurar ella sola su amargura y endulzar las horas de su padre; era el santo engaño del amor filial; la hija que sonreía en medio de sus atroces dolores, por evitar la pena a su viejo padre.
Cerró la noche las tinieblas, bañando toda la ciudad, y la casa de don Gaspar quedó en silencio.
Doña Juana, sola en su aposento, sentada al lado de una mesa, oía sonar las horas sin temor, pero sin impaciencia: se iba a decidir su suerte, mas ella estaba dispuesta a todo por salvar a su padre. Creía que don Martín pensaba hacer de ella su dama, su esposa, o su querida: tratándose de un hombre a quien aborrecía, cualquiera de estos títulos le era indiferente: no hay cosa más terriblemente inflexible que la resolución de una mujer, por más que la mujer sea el tipo de la vacilación y el emblema de la volubilidad.
Sonó la media noche, y serena y sin manifestar la menor emoción, levantóse doña Juana, mató la luz del candil, y abriendo la ventana se asomó a la reja.
Había más claridad en la calle que en el aposento, y podía ella mirar más fácilmente que ser vista.
Sin embargo, pocos momentos después se oyeron los pasos de un hombre que se acercaba con precaución.
—¿Doña Juana? —llamó un hombre en voz muy baja.
—Héme aquí —contestó la judía con voz tranquila.
—¿Sois vos? —volvió a preguntar el de la calle.
—Os lo he dicho. ¿Y vos quién sois?
—Don Martín de Malcampo.
—Pues me habéis citado, espero me digáis vuestro intento.
Malcampo, a pesar de su repugnante audacia, se sentía tímido delante de doña Juana: sentía la superioridad de la virtud; el terrible secreto que le hacía dueño de aquella mujer, no impedía que él se sintiera pequeño en su presencia: era un cuervo guardando la prisión de una águila.
El hombre no sabía por dónde comenzar: era tan bajo el papel que representaba que, con todo su cinismo, hubiera dado algo por no haberse comprometido en el negocio del virrey, y poder hablarle a doña Juana por sí: quizá esto sería más disculpable.
—Hablad —dijo con enfado doña Juana, mirando que él nada decía— que no está bien que una doncella esté a tales horas de la noche en la reja y con un hombre.
—Pues, señora, seré breve.
—Os escucho.
—En dos palabras: el virrey está apasionado de vuestra hermosura; he prometido que la noche que esté dispuesto a recibiros, iréis vos sola a verle, y vengo a advertíroslo para que estéis dispuesta a ir a Palacio tan luego como os diga el día y la hora.
Doña Juana escuchó aquello sin inmutarse.
—¿Hay más? —preguntó.
—No, señora: supongo que estaréis dispuesta a obedecer.
—Decid a S. E. que estoy a sus órdenes; pero que mi padre no sepa de esto ni una palabra.
Aquella respuesta de doña Juana tenía la apariencia de una orden dada a un lacayo. Don Martín, a pesar suyo, se sintió humillado.
—¿Y cómo podré avisaros con seguridad el día que debéis de ir, y por dónde debo esperaros?
—Al sonar la plegaria de las ánimas, llamad a esta ventana con un golpecito ligero la noche que tengáis que decirme algo de parte de S. E., y no me habléis, nos entenderemos por escrito: yo os diré por dónde habéis de esperarme para ir a Palacio.
—Está bien.
—Ah, os prevengo, que yo también, como todas las mujeres, tengo mis caprichos. Del virrey seré, puesto que él lo desea así; pero hacedme la gracia de decirle, que me sería grato verle pasar por aquí el día en que debo ser suya, en un caballo negro, y trayendo él mis colores.
—¿Y cuáles son vuestros colores?
—Verde y negro: esperanza muerta.
—Malos colores para un amante como el marqués de Villena.
—Son los míos, y es cuanto él tiene que ver si agradarme quiere.
—Se lo diré, y vereisle pasar por aquí. ¿A qué hora?
—A las ocho de la mañana.
—A las ocho de la mañana del día en que vais a ser suya, pasará: caballo negro, colores verde y negro.
—Pues buenas noches, que siento frío —dijo doña Juana retirándose.
—Buenas noches —contestó con humildad don Martín.
Malcampo se sentía lacayo delante de aquella mujer, a la cual obligaba a ser la dama del virrey.
Doña Juana volvió a su aposento y encendió el candil.
Su rostro estaba radiante de alegría: iba a sacrificarse, a perder hasta la esperanza del amor de don Guillén; pero no tenía que sufrir la espantosa humillación de pertenecer a Malcampo.
Quizá en el noble virrey encontraría un protector que la respetase y obligara a los demás a respetarla.
El sacrificio no era tan degradante: aún había esperanza de que el virrey fuera un hombre de corazón; y en todo caso, no era lo mismo ser la dama del marqués de Villena que la del miserable don Martín.
Morir, siempre es morir; pero el noble que no temblaba ante el hacha del verdugo, quizá hubiera perdido su serenidad al saber que iban a darle garrote vil.
El condestable don Álvaro de Luna subiendo a una horca, hubiera muerto quizá como un cobarde.
El mortífero fuego de la fusilería no amedrenta como el siniestro brillo del puñal de un asesino.
La humanidad es idólatra de la forma.
En la muerte y en el crimen busca esa forma, y cuando le halaga, le llama nobleza. ¡Vanitas vanitatum!