¿Por qué esa sombra?
Estamos en la casa del conde de Rojas y en el aposento que en ella ocupa doña Carmen.
La tarde va cayendo, y el sol tibio lanza oblicuamente sus dorados rayos, que penetran en la habitación derramando en ella una alegre claridad; por las abiertas ventanas se descubre un cielo azul, en el que flotan algunas nubecillas ligeras y de una deslumbrante blancura. En lontananza se divisan las altas montañas que forman el cinto de rocas que encierra al pintoresco Valle de México.
La primavera se anuncia con los alegres gorjeos de las inquietas golondrinas, y los árboles muestran ya las rojizas yemas de sus nuevas vestiduras.
Don Guillén y Carmen están solos.
—Guillén —decía Carmen— tú tienes alguna cosa que te preocupa profundamente; hay en tu semblante una sombra…
—Te engañas, Carmen; mi alma está tranquila, serena, como ese ciclo que se descubre desde aquí.
—¡Oh! no, amor mío, tú no sabes cuán noble es el corazón de una mujer apasionada. Como el remanso del agua cristalina que refleja la luz del sol, mi corazón, que no tiene más luz que la de tu amor, se turba cuando una nube viene a interponerse en tu felicidad: presiento tus alegrías, adivino tus pensamientos tristes. Yo no sé lo que te alienta ni lo que te abate; pero hay en mí algo que me hace sentir tu gozo o tu melancolía, sin que tú me lo comuniques, sin que me digas una palabra, sin que un solo movimiento tuyo me lo indique: mi alma es el espejo de la tuya, no necesita de los sentidos para sentir lo que en la tuya pasa. Guillén, tus glorias son mis glorias, tus penas son mis penas. ¿Y qué puedo decirte más, Guillén? Si tú gozaras olvidándome, a pesar de mi profundo dolor, yo sería dichosa, feliz, porque tú gozabas; porque no comprendo que haya para mí mayor ventura que saber que tú eres venturoso: mi cuerpo, mi alma, mi suerte, nada me importan; que tú seas feliz, y lluevan sobre mí los infortunios.
—Carmen ¡qué noble eres! Si yo pudiera hacerte dichosa…
—¿Y crees que no lo soy? Te engañas, Guillén: aquí, retirada del mundo, sin ver más que las montañas que se alzan a lo lejos, y la bóveda de los cielos, me encuentro feliz, porque tengo tu amor; tu recuerdo me acompaña durante las pesadas horas del día, y en las tristes horas de la noche me encanta: ese recuerdo es mi paraíso. Cuando vas a venir, soy feliz porque te espero; cuando te vas, lo soy porque te he visto; un hora que te tengo a mi lado todos los días, basta para perfumar las de tu ausencia: mi pasión inmensa presta cuerpo a mis ilusiones; me parece que realmente estás siempre a mi lado; siento tu ardiente mano entre las mías, quema tu beso mi ansiosa boca; acaricio tu cabeza que se apoya en mi seno; y si no eres tú el que realmente está a mi lado y enlaza mi cintura con su brazo, mi fantasía forja esa ilusión, esa quimera, con tan irresistible fuerza, que gozo como si todos esos sueños fueran una realidad, y soy feliz.
—Carmen ¿no has amado a nadie como a mí?
—¿Como a ti? No, Guillén; no es eso lo que debes preguntar, no: debes preguntar si he amado alguna vez en mi vida, y te diré que no; porque tú eres quien me ha enseñado lo que es amor; tú has despertado en mi alma pasiones y deseos, y goces que ignoraba yo que existiesen. Hasta que no te conocí, no supe que era capaz de amar tanto: tú sabes que fui casada; pero aquel hombre tuvo mi cariño casi filial, mi respeto, mi gratitud; le quise como mi amparo, como mi protector, como al padre de mi hijo; pero no le amé nunca como a ti, Guillén, porque él no supo despertar en mi alma esta pasión, o más bien, porque yo no había nacido para amar con tanta locura sino a ti. ¿Podría yo colocar al lado del sentimiento gigantesco que me inspiras, las pueriles escenas de amor de mis primeros años? Estoy orgullosa con que tú hayas fijado en mí tus ojos: te veo tan grande, tan noble, tan elevado sobre los demás hombres, que un trono me parece muy poco para ti.
—Tú deliras, Carmen. El amor pone sobre tus ojos una venda; nada soy más que un hombre que te ama, y al través de tu ilusión me miras, y crees que puedes enorgullecerte de mi cariño; pero tiemblo, Carmen, al pensar que algún día, fatalmente caiga esa venda de tus ojos y mires pigmeo al que ahora contemplas coloso, y entonces…
—Imposible: caerá esa venda conmigo en el sepulcro. Lo único que me hace estremecer, Guillén, es pensar que habrá muchas mujeres, quizá más hermosas, más dignas que yo, que puedan hacerte olvidar de mi.
—¡Carmen!
—Sí, Guillén. ¿Crees que lo que a mí cautiva, no podrá cautivar a cuantas otras traten contigo? Lo conozco, lo conozco: ¿qué mujer podrá resistirte? ¿Qué mujer no se sentirá orgullosa de ser tuya? Pero óyeme, ten lástima de mí, no me olvides; yo no he tenido más amor que el tuyo en mi vida, y si éste me faltara, moriría; mis palabras, mis movimientos, mis acciones más insignificantes, mis pensamientos todos, no tienen más móvil ni más norte que tú; para todo pienso en ti, y siempre reflexiono si lo que voy a hacer será de tu agrado, porque tú, como Dios, estás siempre y en todas parte a mi lado, mirándome y recibiendo mi adoración.
—Si tú me amas tanto, Carmen, puedes estar segura de que ningún hombre en el mundo te ha amado como yo; como yo, que daría por ti cuanto puede tener un hombre sobre la tierra.
—Guillén, tú sabes que después de la muerte de don Fernando mi marido, uno de mis pariente murió, dejándome única heredera de un inmenso caudal; tú sabes mejor que yo, que escogí, desde entonces, para habitar, esta casa del conde de Rojas, en donde para mi ventura te conocí, por estar bajo la protección de nuestros hermanos; que no tengo en el mundo más que a mi hijo; que soy libre; que te adoro, y que todo mi porvenir se cifra en vivir a tu lado, en ser tuya, y nada más que tuya: ¿por qué no huir adonde nadie turbe la serenidad de tu ánimo?
—Carmen, ya sabes la causa que me lo impide.
—Óyeme: yo conozco que tal vez tú no quieras que yo sea tu esposa, que lleve tu nombre, que tal vez te repugne el matrimonio: pues bien, no te exijo que hagas por mí lo que no te agrada; no me importa que el mundo me crea deshonrada, perdida, si soy tuya y soy digna a tus ojos; que más alta que siendo la esposa de un príncipe, me sentiría siendo la dama de don Guillén de Lampart.
—Yo no sé, ángel mío, lo que nos guarda el porvenir; pero un siglo de penas me parecería dulce, si con él comprara yo uno de estos momentos de tu amor.
—¡Pero esa sombra! Esa sombra que ofusca tu semblante, Guillén ¿qué significa? ¿Qué te pasa, amor mío? ¿Por qué tienes secretos para mí?
—Carmen, tranquilízate, nada tengo. Si alguna sombra cruza ahora por delante de mí, quizá sea pasajera preocupación que embarga mi espíritu, porque tú sabes que en este momento el conde de Rojas, y seis más de nuestros hermanos, abren la caja misteriosa que tú entregaste, que ha costado la vida a don Fernando y a don Álvaro, y a tantos otros, y que contiene el secreto del tesoro que nos va a dar el triunfo.
—¿Pero eso por qué te preocupa? La caja, guardada religiosamente por mis antepasados, ha llegado hasta nosotros sin que nadie se haya atrevido a abrirla jamás, ni para saber siquiera lo que ella encierra: lo que la mano del que depositó allí el secreto colocó en el fondo de esa caja, lo hallarán intacto el conde y nuestros hermanos. ¿Estás impaciente por conocer el resultado?
—Sí, Carmen.
—¿Quieres ir? Ve, Guillén; no quiero que por mi causa sufras la más pequeña contrariedad; ve, te espero.
—Es inútil; el resultado debo saberle aquí, porque aquí vendrá el conde para que tú también le conozcas. Quizás se acerca, y aun me parece que oigo sus pasos.
En efecto, en el aposento inmediato sonaron los pasos graves de una persona que se acercaba.
Llamaron luego discretamente a la puerta, y el conde de Rojas se presentó en la estancia.
—Pasad, conde —dijo don Guillén— que deseo tenemos de saber lo que en la caja habéis encontrado.
—Toda esperanza está perdida —contestó el conde con la mayor sangre fría y como si no se tratara de un negocio de tan alta importancia para ellos.
—¡Perdida! —exclamó don Guillén.
—En el fondo de esa caja no hemos encontrado más que un desengaño; una prueba de que las ilusiones de los hombres son humo; quizá menos que humo.
—¿Se han perdido acaso los papeles que contenía? —preguntó Carmen con ansiedad.
—No, señora; todo existe, tal como fue colocado allí; pero es imposible descifrar lo que, esos que llamáis papeles, contienen.
—¡Imposible decís, conde! —exclamó don Guillén—. ¡Imposible! ¿Hay alguna cosa que sea imposible para la ciencia?
—Sí, adivinar el pensamiento de un hombre —contestó el conde— y tanto como eso sería descifrar estos jeroglíficos, aun cuando el tiempo no les hubiera alterado tan cruelmente.
Y al decir esto, el conde extendió delante de don Guillén una especie de plano, dibujado sobre un papel tosco y oscuro, que más bien parecía una pasta delgada, con filamentos. Había allí figuras extrañas; en pie unas, rígidas como momias egipcias; otras sentadas; cabezas solas, y encima de ellas, pero unidos, pájaros y serpientes y flores; huellas que indicaban caminos y árboles y perfiles de montañas, y signos extraños.
Y todo con ese estilo propio de la infancia del arte: exageración de ángulos, rigidez en las líneas, nada de proporción; hombres cuyas cabezas eran mayores que todo el cuerpo, pájaros cuyas alas semejaban garras de grifo, montañas con el invariable aspecto de conos; y los colores sin mezcla, sin medias tintas, como el tablero de un juego de ajedrez, como las rayas de la piel de un tigre.
Parecía un cuadro bizantino pintado para un niño.
Don Guillén miró aquello con asombro, y lo contempló largo tiempo, queriendo penetrar con el espíritu la significación de alguna siquiera de aquellas figuras.
Carmen veía con esa curiosidad de mujer, que se fatiga tan luego como encuentra una dificultad.
El conde, como una estatua de bronce, sostenía el plano entre sus dos manos mientras don Guillén y Carmen le examinaban.
—¿Pero qué quiere decir todo esto, conde? —preguntó don Guillén, olvidando en su impaciencia que el conde lo ignoraba tanto como él.
—He ahí lo que creo imposible que llegue a descifrarse.
—¿Ninguno de nuestros hermanos comprende?
—Ninguno: hay figuras cuya significación se alcanza, pero que no dan sino palabras aisladas, de las cuales nada se puede inferir. Mirad aquí, por ejemplo, esta pequeña colina sobre la cual se posa una langosta gigantesca; pues no cabe duda de que representa el cerro de Chapultepec, «cerro de la Langosta». Esta cabeza, encima de la cual se mira una flecha hiriendo al cielo, representa al emperador Moctezuma I. Pero todos estos son conocimientos vulgares, insignificantes, piezas de un gran todo, cuyas relaciones nos son desconocidas; falta la clave, y sin ella, todos los esfuerzos serán perdidos. No ahora, que aún estamos cerca de los días en que esto se escribió, sino en el porvenir, dentro de dos o tres siglos, habrá muchos hombres, que de buena o mala fe, queriendo pasar por sabios entre sus contemporáneos, forjarán una leyenda de cada una de esas figuras; explicarán lo que significa cada uno de los relieves de esas piedras que se encuentran a cada paso, labradas por los antiguos pobladores de México; pero todas esas interpretaciones serán más ingeniosas que verdaderas, y más convencionales que exactas; y todos ellos convendrán en que cierto signo quiere decir tributo, y por tributo pasará, y será como si ellos inventaran y no como si interpretaran, y querrán que la gramática española y la construcción española resulten de esos jeroglíficos, estampados por la mano de hombres cuyo idioma no tenía gramática, y eso sólo porque los jesuítas han fabricado gramáticas para los idiomas del Anáhuac, pretendiendo que todos ellos siguen las reglas del latín. ¿Comprendéis bien la dificultad insuperable de descifrar estos jeroglíficos ahora y en el porvenir?
—La comprendo, conde.
—Veis que tenía razón al deciros que era un desengaño, y que este secreto se perdió para siempre.
—¿Y qué pensáis que debe hacerse?
—Guardar este plano como un objeto curioso, y continuar en nuestra empresa como si tal cosa no hubiese habido.
—Tenéis razón: nuestra voluntad es inquebrantable, y los obstáculos nos animan. Nada se ha perdido; adelante.
Y don Guillén tendió su mano al conde, quien la estrechó con fuerza entre las suyas.
Aquello equivalía a un nuevo juramento de constancia.