Clara
—Sabe vuesa merced, madrina —decía Felipe a doña Fernanda— que teniendo nosotros en nuestra mano a la dicha doña Juana, y pudiendo presentarla al virrey, sería mal paso darle entrada en el negocio a don Cristóbal de Portugal para que fuese él quien mayor provecho sacase, y no le dijera al de Villena ni nuestros nombres.
—Pero ¿podemos estar seguros de que doña Juana amará al virrey?
—Que le ame o no en el fondo de su corazón, ni se necesita, ni es importante: pertenezca ella completamente al virrey; pueda él disponer de ella a su arbitrio, y tanto monta para nosotros y para él mismo que vaya a visitarle de grado o por compromiso.
—Eso precisamente quería yo decir: ¿irá ella a Palacio cuando se lo mande y cuando el virrey la espere?
—Irá, que respondo de ello con mi vida.
—¿Pero cómo la obligaremos?
—Ése es mi secreto: hay un hombre, amigo mío, que tiene poder para eso y mucho más.
—¿Un hechicero?
—¡Dios me ampare! Ya verá vuesa merced, madrina. Sólo desea saber qué ventajas obtendrá del virrey; por eso quiero que don Cristóbal no intervenga, y que vuesa merced misma, si posible no es que sea el virrey, habléis con mi amigo.
—Hablaré yo, que fácil es; tráele.
—Pero antes, vuesa merced trate con el virrey…
La viuda se puso a reflexionar, y después de un rato exclamó:
—Escribiré al marqués de Villena y después hablaré a tu hombre. Entretanto, vosotros no deis paso alguno.
—Perfectamente: ahora debo contaros otra cosa. Doña Juana tiene un amante que importa apartar de nuestro camino, porque es un hombre temible, según todos dicen…
—¿Temible? ¿Y quién puede serlo para nosotros, y más unidos con el virrey? ¿Cómo se llama ese amante?
—Don Guillén de Lampart.
—¡Jesús me asista! —exclamó doña Fernanda asombrada y dándose una palmada en la frente.
Aquella noticia la espantaba, porque don Guillén era el jefe de la asociación secreta a la que pertenecía también la viuda, y además ella recordaba que había referido como un hecho cierto los amores del virrey con doña Juana, cuando aún no estaban más que en proyecto y en proyecto que ignoraba completamente la joven.
Entonces la viuda se explicó la repentina palidez de don Guillén cuando ella le habló de aquella intriga.
Doña Fernanda se desesperaba, no tanto por lo que pasado había, sino por buscar una salida en aquel laberinto en que se encontraba metida de repente.
Desengañar a don Guillén, era para ella el ridículo, era perder aquella empresa en que empeñado estaba su amor propio, en la que creía obtener grandes ventajas para sí y para sus amigos; era, en fin, caer del trono que ella se había formado en aquel mundo galante y aventurero.
Seguir en el empeño, era atacar de frente a don Guillén, arrostrar su cólera.
La viuda se decidió por fin por este último extremo: el peligro le parecía más remoto y más fácil de conjurarse.
—Ya ve vuesa merced cómo el amante es poderoso —dijo Felipe después de haber guardado silencio, respetando por algún tiempo la meditación de doña Fernanda.
—No niego que lo sea; pero pensaba el medio de quitárnosle de nuestro paso.
—¿Y le encuentra su merced?
—Dos medios encuentro, y eficaces. El uno, que es el convencerle de que debe prescindir de la dama: yo le emplearé, y razones tengo, y tantas, que espero conseguir mi objeto.
—En eso vuesa merced sabe más que yo. ¿Y el otro?
—El otro, el procurar que se enamore de otra mujer, y tampoco me parece difícil: conozco demasiado a don Guillén para creer que sea constante en amores: muy al contrario, tengo para mí, que como hombre de gran imaginación, debe ser voluble.
—¿Y qué dama piensa vuesa merced que haga tal milagro?
—La elección es difícil, porque el hombre, como poeta, tiene raros caprichos.
—Alguna de las damas que concurren a la casa de vuesa merced.
—Las hay entre ellas extremadas en hermosura, y que tendrían a dicha ser por él cortejadas; pero don Guillén lleva en eso de amores curiosas reglas, y gusta muy poco o nada de mujeres muy vistas en saraos y reuniones públicas, y desprecia a las muy rodeadas de adoradores, y sueña en damas misteriosas y recatadas como las de los libros de caballería.
—Tipo difícil de encontrar entre mujeres, que todas, cual más cual menos, gustan de exhibir su belleza, y se mueren porque todos los hombres las inciensen…
—¡Ahijado!
—Perdone vuesa merced, madrina, que no quise faltar al respeto que la debo; pero encontrar damas así, me parece difícil.
—Y tanto…
—Sin embargo, conozco una.
—¿Quién es ella?
—Si pareciere a vuesa merced bastante hermosa, los demás requisitos no le faltan.
—Pero di su nombre.
—Mi hermana Clara.
—¡Calle, pues! Magnífica: ¡cómo no me había ocurrido! Joven, linda, modesta, viviendo como una monja: está muy bien pensado; pero ella ¿querrá ayudamos?
—Es difícil, porque a fuerza de pasar por virtuosa, casi casi es una mojigata; pero le hablaré con cautela.
—¿Y don Guillén la conoce?
—Perfectamente; y aun he creído notar que él la mira con cariño, y que ella no le mira mal a él.
—¡Oh! a pedir de boca: has estado inspirado hoy. Pero se necesita no perder tiempo, impresionar a don Guillén de Clara, y hacerle olvidar a doña Juana.
—De aquí me voy a hablar a Clara. En este momento buena hora es; mi padre duerme en su sillón; ella le guarda el sueño, y mi madre estará en la iglesia. Le diré nuestro plan.
—No me parece bien…
—Sólo en la parte que convenga: fíe vuesa merced en mi prudencia.
—¿Y si ella admite?
—Yo tengo modo de hacer que don Guillén vaya a mi casa, y lo demás es cuenta de Clara; que si ella ayudarnos quiere, lo más fácil es para una mujer joven y bonita atraerse a un hombre joven y enamorado.
—Soberbio negocio: anda con Dios.
—Entretanto, vuesa merced arreglará lo del virrey.
—Pierde cuidado.
—Volveré a avisar el resultado a vuesa merced, y a saber lo que haya hecho.
—Bien.
Felipe salió de la casa de la viuda, y ella quedó meditando cómo pondría la carta para el marqués de Villena.
Felipe tenía razón en lo que había dicho a la viuda, porque cuando llegó a su casa, Méndez dormía profundamente y Marta había ido a la iglesia.
Clara sola velaba el sueño de su padre, cosiendo en un aposento anterior al en que Méndez dormía.
Felipe entró procurando no causar ruido, acercó cuidadosamente una silla, y se sentó al lado de su hermana.
—¿Duerme ha mucho tiempo padre? —preguntó Felipe en voz muy baja.
—No: hace poco que se acostó, y que mi madre se fue a la iglesia.
—Mejor, así tendremos tiempo de hablar.
Como era la vez primera que Felipe hablaba así a Clara, y ésta se había acostumbrado desde muy niña a mirarle casi como a un extraño, al escuchar que tenían tiempo para hablar, levantó el rostro y fijó con admiración los ojos en su hermano.
Felipe no perdía uno solo de sus movimientos, observando el efecto que iban produciendo sus palabras.
—No te asombres, hermana ¿por qué no ha de haber alguna cosa de que debamos hablar tú y yo a solas y en secreto?
Clara, cada vez más admirada, había dejado la costura y esperaba con ansiedad el principio de aquella conversación que anunciaba ser interesante para ella.
—¿Te acuerdas de don Guillén? —preguntó bruscamente Felipe, procurando por medio de la sorpresa adivinar los sentimientos de Clara.
—Sí me acuerdo —contestó la joven, quizá porque atacada repentinamente en su pensamiento, no pudo contestar otra cosa; pero poniéndose encendida.
—Bien pinta —pensó Felipe, y luego en alta voz agregó con tono compungido—: ¡Pobre caballero!
—¿Le pasa algo? ¿Esta herido, enfermo? ¿Le han preso? —preguntó atropelladamente Clara, sin poder contener su emoción.
—No: otra cosa peor.
—¿Ha muerto?
—Dios nos asista, no tal.
—Entonces, hermano, por Dios ¿qué pasa? Habla, no me tengas en este tormento; habla.
Quien hubiera conocido a Clara, ordinariamente tan dulce, tan humilde, tan silenciosa, y en aquel momento la oyera, comprendería sin duda que en su alma pasaba algo extraño, que así la hacía perder su carácter.
Conocería que estaba enamorada.
Felipe no necesitaba tanto para estar cierto de que al menos por la parte de Clara, su proyecto no tendría grandes obstáculos; pero aparentando que nada advertía continuó su conversación.
—No te alarmes tanto, no hay motivo. El mal de don Guillén es puramente moral: está enamorado, apasionado, loco.
—¿Y de quién? —preguntó Clara palideciendo espantosamente.
—Ésta es precisamente la desgracia, que la mujer a quien entrega su corazón, no sólo no le merece, sino que le deshonra.
—¿Pero quién es ella? —dijo Clara pudiendo apenas sostenerse.
—Una mujer perdida, una mujer «de picos pardos» —contestó Felipe, y procurando traer a su memoria el nombre de una de aquellas mujeres de esa clase que él conocía, el primero con que tropezó fue naturalmente el de Escudilla, y agregó entonces—: Una a quien el vulgo llama la Escudilla.
Clara estaba como soñando: para la vida tranquila y pura de aquella niña, todas esas emociones desconocidas, eran terribles.
Tenía ella una idea muy alta de la virtud, y muy baja del vicio, para que hubiera pensado jamás que un hombre que contemplaba a tanta altura como don Guillén, pudiera ni siquiera fijar una mirada en una dama «de picos pardos», como se les llamaba en aquellos tiempos a las mujeres perdidas.
—Y lo más espantoso —continuó Felipe— es que don Guillén, ese joven tan noble y tan generoso, tan sabio, tan valiente, tan sabio, tan querido de México, ha decidido, y se teme que lo lleve a efecto, casarse con esa mujer que le deshonraría con sólo ser criada de su casa.
—¡El señor nos favorezca! —exclamó llena de angustia Clara—. Y tú, hermano mío, que conoces el mundo ¿no encuentras algún medio para evitar esa catástrofe? Haremos un esfuerzo.
Clara, más que celos, sentía ese dolor noble y generoso que despedaza el alma de una mujer de corazón cuando ve al hombre que es dueño de su amor, y a quien consagra un misterioso altar en su pecho, descender hasta el nivel del vulgo más despreciable.
Águila que cierne en las nubes, y ve caer a su amante, y hundirse en las pesadas ondas de un pantano.
Clara en aquel momento, como todas las mujeres que se encuentran bajo el influjo de esas circunstancias, hubiera dado su vida por la honra del hombre a quien amaba, por mirarle ante el mundo a la misma altura en que ella le colocaba en su alma.
La mujer que ama, sufriría las mayores humillaciones por enaltecer al hombre que posee su amor.
El hombre seguramente no soportaría este sacrificio.
—Los amigos de don Guillén —dijo Felipe— y entre ellos yo, que más que todos debo estarle obligado, tenemos gran empeño en salvarle de la ruina, y sólo encontramos un medio.
—¿Cuál es?
—Don Guillén es variable en demasía, y aun cuando esa mujer le cautiva hoy, con ser él tan impresionable, por la gran fuerza de su fantasía, pudiera muy bien apasionarse de otra mujer que mereciera llevar su nombre y que le honrara.
—Dios lo permita —exclamó Clara, pensando más en la honra de don Guillén que en el amor que le tenía.
—Pero estudiando su carácter, hemos conocido que conviene que esa mujer forme contraste con la que él posee, y con la que pretende unirse; es decir: si aquella es morena, la otra debe ser rubia; si aquella es desenvuelta y libre, modesta y virtuosa debe buscarse la rival; si aquella es una mujer perdida, una virgen débele atraer al buen camino.
—¿Pero dónde encontraréis esa mujer? —replicó Clara, sin pensar siquiera que la descripción la indicaba a ella—. Y si llegáis a encontrarla ¿quién fía que ella y él se amarán?
—De encontrarla, te diré que la he encontrado ya; de que se amen, si ella quiere ayudarnos, aun cuando ella no le ame, puede hacerse amar de él, y es cuanto importa, que una vez olvidando a la Escudilla, puede abandonársele libremente, que no reincidirá más en su error.
—Dices que has encontrado la mujer que necesitas ¿se puede saber quién es?
—Tú —contestó Felipe.
—¡Yo! —exclamó Clara tan trémula y espantada, como si hubiera oído su sentencia de muerte.
—Sí, tú, que tienes todas las circunstancias que se requieren. Yo les propuse a nuestros amigos hablarte, y todos, llenos de gozo, dijeron que tú eres la más digna de salvar a don Guillén: ¿conque te negarás?
—¡Pero si él no me ama! —dijo candorosamente Clara, ya algo repuesta de su sorpresa—. Si nunca viene aquí.
—Poco mundo tienes, hermana. Dame tu consentimiento; comprométete conmigo a seguir el camino que yo te señale, y te respondo que antes de muchos días le verás a tus pies, y muy pronto quizá te llamarás su esposa.
—¡Oh! hermano, haré cuanto me mandes —dijo Clara con infantil alegría.
—Muy bien.
En este momento se oyeron los pasos de Marta que volvía de la iglesia.
Felipe afectó la mayor indiferencia; Clara tomó la aguja y procuró disimular; pero apenas podía contener los latidos de alegría de su corazón.
La pobre niña se sentía la más feliz de la tierra.