XX

Escudilla

Escudilla era una muchacha de tan malas costumbres como de buen corazón. Hija de un infeliz artesano, quedó huérfana desde muy niña, y su historia es la de casi todas las mujeres perdidas.

Al principio quiso ganar honradamente su vida, y comenzó por servir en una casa rica; pero tenía la desgracia de lucir dos ojos negros, vivos y resplandecientes; una boca fresca y roja como un clavel humedecido por el rocío, y un garbo y una gracia, que hacía que los hombres la siguieran siquiera con la vista cuando salía por las calles.

Era tan risueña, tan lista, tan bien dispuesta, que todos los criados de la casa en donde servía le cantaron su amor. Ella estaba muy lejos de ser insensible; correspondió la pasión de un lacayo, que la abandonó luego por otra muchacha; y ella, por vengarse, entró en relaciones con el primero que se le presentó, con el cual sucedió lo mismo, y de una en otra caída llegó a ser una de las más constantes compañeras de don Martín de Malcampo en las alegres cenas que éste daba en su casa.

Escudilla, como todas las mujeres, tenía sus caprichos, y uno de ellos había sido el de atraer a su amistad a don Guillén, de quien era vecina, y a quien veía pasar muchas veces por delante de la puerta de su casa, sin haber conseguido nunca hacerle entrar en ella.

Aquel capricho tomó las proporciones de un verdadero cariño, ya que no de amor, pues Escudilla, con la ligereza propia de su carácter, no podía nunca apasionarse.

Don Guillén observó la insistencia de la muchacha; el empeño de salirle siempre al paso; escuchó algunas palabras provocativas que ella le decía muchas veces al cruzar a su lado; pero conociendo la clase a que pertenecía aquella mujer, jamás se preocupó de semejante aventura.

La noche en que Felipe y don Martín fraguaron el plan para entregar a doña Juana en poder del virrey, Escudilla les escuchó.

Escudilla sabía leer; de manera que, fingiendo ignorancia y aparentando una ligereza pueril, consiguió alejar las sospechas de Felipe, y enterarse de la carta que éste escribió a la hora de la cena.

Al separarse Felipe del comedor, llevándose a don Martín para comunicarle todo lo relativo a doña Juana, Escudilla les hubiera seguido inmediatamente; pero todas las demás se lo hubieran impedido, o la habrían querido también imitar, y nada de esto la convenía. Reflexionó, pues, que el medio más seguro para libertarse de tan importunos testigos era embriagarlas completamente; y como ya este camino estaba muy adelantado, consiguió muy pronto su objeto, y una tras otra fueron quedándose dormidas.

Escudilla entonces se entró, como un gato que caza, sin hacer ruido, hasta llegar muy cerca de la puerta cerrada del aposento en que tenían su plática Felipe y don Martín.

La natural inquietud del que espía; el sobresalto de que pudiera alguno de ellos salir de repente y sorprenderla; la precaución de ir algunas veces al comedor para ver si no habían advertido algo las otras, y si continuaban durmiendo, hizo que la muchacha no comprendiese bien de lo que se trataba; pero ella se creyó suficientemente instruida para hacer un servicio a don Guillén.

El día que siguió a esa noche, Escudilla esperó a don Guillén en la ventana de su casa, pero no le vio. Acostóse en la noche preocupada, suponiendo que el tiempo que se perdía era quizás irreparable.

Amaneció, y Escudilla se plantó muy temprano en su ventana: pasaron las horas, y cuando comenzaba a desesperar, vio venir a lo lejos al que aguardaba.

Don Guillén estaba pálido, y le pareció preocupado, porque caminaba con la cabeza inclinada y despacio; con razón, en verdad, porque el día anterior había sido su despedida de Rebeca.

Don Guillén, olvidando en aquel momento a todas las mujeres de quien era amado, no pensaba sino en la que le había despedido. Imposible era para él explicarse tan extraño misterio: la firmeza y resolución de Rebeca para terminar sus relaciones amorosas con él, le indicaban que había ya entre ellos un obstáculo insuperable, y que la judía tampoco se empeñaba en destruir, supuesto que no lo había descubierto a don Guillén; que este obstáculo fuera el amor del virrey, como había supuesto Lampart, no era ya creíble, supuesta la franca indignación que mostró Rebeca cuando comprendió que a esto atribuía don Guillén el rompimiento; y por último, lo que más hacía vacilar a éste era la expresión dolorosa de Rebeca y el ardiente beso que había estampado, al despedirse, en la mano de su amante.

Perdíase el hombre en un dédalo de conjeturas a cual más absurdas; y como todos los hombres de grande imaginación, forjaba una novela sobre cada idea; pero para ninguna de ellas encontraba un desenlace probable.

La mayor desgracia de un hombre o de una mujer, es tener una imaginación viva y ardiente; pues si en lo general los hombres sienten más horrible la realidad que la idea, en aquellos cuya imaginación es fecunda, el sufrimiento se multiplica y se aumenta y toma tan gigantescas proporciones, que se desea, se anhela la realidad; y por más terrible que ésta sea, nunca puede llegar hasta donde llega a cada momento la fantasía, desgarrando el corazón.

Don Guillén pasó distraído por delante de la ventana de Escudilla, que le observaba sin perder uno solo de sus movimientos: felizmente para la muchacha, la calle estaba en aquellos momentos completamente sola; de modo, que ella pudo, sin sentir rubor, si acaso era capaz de sentirle, dirigir la palabra a don Guillén.

—Caballero —dijo, que no se atrevió a llamarle por su nombre, temiendo que fuera esto juzgado como demasiada confianza— caballero, una palabra.

Don Guillén continuó su camino, como si nada absolutamente hubiese oído, o como si estuviera seguro de que Escudilla se dirigía a otra persona.

—Caballero —dijo más alto Escudilla— caballero ¿quiere vuesa merced oírme?

Don Guillén seguía de frente sin hacer caso, y se alejaba, y la muchacha, desesperada, tenía que levantar más la voz a cada momento.

Entonces se resolvió a llamarle por su nombre.

—Don Guillén de Lampart, escúcheme vuesa merced, que al fin y al cabo, mujer soy yo, y caballero vuesa merced.

Don Guillén se detuvo, vaciló un momento, y volvió adonde le llamaban; pero ocurrióle una reflexión muy natural, en él, que conocía quién era aquella muchacha.

—¡Pobre mujer! —pensó— mucha necesidad debe ser la suya, cuando con tanto descaro se atreve a llamarme, sabiendo que jamás he querido ni aun mirarla: daréle algunas monedas, y pase ella un día tranquilo ya que yo le estoy pasando tan terrible.

Y sin reflexionar más, y sin decir una palabra, llegóse hasta donde Escudilla estaba y casi sin mirarla, le alargó la mano presentándole una bolsa con dinero.

Otra mujer hubiera lanzado un grito de espanto, se hubiera indignado por aquella acción; Escudilla se contentó sencillamente con tomar la bolsa de mano de don Guillén y arrojarla al medio de la calle, diciéndole con una sonrisa graciosa:

—La atención de vuesa merced pido, y no su dinero, que ahí donde ha ido a caer puede servir para que le encuentre un pobre, y quede vuesa merced castigado de su poca galantería.

Si don Guillén no hubiera estado tan preocupado, quizá hubiera reído de aquello; pero absorto su pensamiento con Rebeca, contestó con indiferencia:

—¿Pues qué quieres entonces?

—Que pase un momento vuesa merced a mi casa.

—Vamos, estás loca —dijo él con desdén y alejándose.

—Óigame vuesa merced, que quizá le tenga cuenta entrar.

—Hija, Dios te dé juicio y te vuelva por buen camino.

Y al decir esto, don Guillén volvió a caminar, dirigiéndose para su casa.

—Pues se aleja vuesa merced, pocas o ningunas ganas tendrá de saber lo que tanto interesa a la hermosa dama doña Juana Henríquez.

—¿Qué sabes tú de todo eso? —preguntó a Escudilla.

—Entre vuesa merced y lo sabrá también.

A pesar de su resistencia, don Guillén estaba vencido, conoció que era necesario obedecer aquella indicación: quizá aquella muchacha nada sabía, o tal vez iba a darle la solución del enigma que tanto le preocupaba; en todo caso ¿cómo podía haber llegado a noticia de Escudilla que don Guillén amaba a doña Juana, y que algo extraño pasaba entre ellos?

Todas estas reflexiones, que se agolparon a la cabeza de don Guillén, le hicieron decidirse: exploró con la mirada la calle para ver si alguien le observaba, y seguro de que no era visto, atravesó violentamente el portal de la casa, y se encontró frente a una puerta abierta, donde le esperaba ya Escudilla.

—Loado sea Dios, señor caballero —dijo ella dejando ver la sonrisa más seductora que encontrar pudo en su coquetería— loado sea Dios, que me permite ver así honrada mi pobre casa.

Y al decir esto, tomó graciosamente de la mano a don Guillén y le condujo hasta hacerle sentar en un sitial.

Él la dejaba hacer, y maquinalmente se había quitado el sombrero, cuya pluma iba casi barriendo el suelo.

—Déme vuesa merced ese sombrero —decía ella— que sobre aquella mesa le pondré para que no le incomode.

Y haciéndolo así, sin resistencia, volvió a sentarse al lado de don Guillén, que la contemplaba entre admirado y contento, porque la verdad era que la Escudilla podía trastornar, aunque no fuese más que por un corto tiempo, el cerebro de un hombre.

—Ya que tal honra me hace vuesa merced, como entrar a mi casa —decía Escudilla teniendo familiarmente una mano de su interlocutor entre las dos suyas— justo será que departamos un rato como buenos amigos, que bien deseara serlo de vuesa merced, acerca del negocio de doña Juana Henríquez.

—¿Pero qué sabes de eso, y por dónde lo sabes?

—Por dónde lo sé, ése es mi secreto, que pido humildemente a vuesa merced no me le pregunte, porque callarle me conviene, y no será parte a arrancármele ningún esfuerzo humano. Ahora, lo que sé, voy a referirlo.

—Escucho con toda atención.

—Pues sepa vuesa merced que una noche sorprendí una conversación entre dos hombres, que aunque ricos, no me atrevo a llamar caballeros ni hidalgos, en la cual conversación se trataba de que doña Juana fuese la dama del marqués de Villena, que al parecer pena por ella, y que aun cuando ella se resista, modo tienen de obligarla a ir por sí misma hasta el aposento del virrey.

Don Guillén palideció horriblemente: la idea de que doña Juana, a quien él había respetado, a quien había visto como un ángel de pureza, estuviera en el aposento de un hombre que la pretendía, le pareció espantosa.

Sintió que el corazón le ahogaba, que zumbaban sus oídos, y que una nube negra cruzaba por delante de sus ojos.

—¡Cómo la quiere! —pensó Escudilla notando que se demudaba— ¡qué envidia la tengo!

—¿Y qué medio tenían para obligarla? —preguntó don Guillén dominando su emoción.

—Eso es lo que no pude escuchar, porque no hablaban muy alto y yo tenía otra cosa a que atender; pero debe ser un medio infalible, porque uno de ellos preguntó: «¿Y si se resiste?» a lo que contestó el otro con seguridad: «Su mismo padre la llevará». Quizá sea que el padre esté vendido al virrey.

—¡Imposible!

—Nada hay imposible con el dinero —dijo ella haciendo una mueca.

Y luego:

—Nada más pude sacar en limpio: hablaban de dinero, de judíos, de Madrid; el demonio que los entienda, que buenos bellacos que son ellos.

—¿Pero cómo supiste que me interesaba a mí doña Juana?

—¡Vaya! porque vi una carta que decía que era vuesa merced el amante de esa dama, y la tal carta, a lo que parece, es de un espía que tienen ellos.

—¿Quiénes son ellos?

—Ésos que hablaban.

—Sus nombres.

—No me pregunte vuesa merced, no me pregunte; son amigos míos, y no les venderé. Bastante hago con dar estas noticias para que vea vuesa merced lo que hace, porque el peligro es grave y está cercano.

Don Guillén no adelantaba gran cosa con esas noticias; pero conocía que doña Juana era víctima de un poder desconocido para él, y del cual no podía libertarse.

Inclinó la cabeza y quedó abismado en sus meditaciones.

Escudilla le contempló con interés, y poco a poco se fue acercando hasta rodearle el cuello con su torneado brazo, al extremo de quedar casi unidos los dos rostros.

Don Guillén nada advertía, y la muchacha se atrevió a darle suavemente un beso.

Al contacto de aquella boca, don Guillén se estremeció y se puso en pie.

—¡Oh! no te vayas, señor —dijo con exaltación Escudilla— no te vayas tan pronto, ya que tanto trabajo me ha costado mirarte aquí.

—Tengo necesidad de salir —contestó él con dulzura.

—Óyeme: soy una mujer perdida, bien lo sabes, y conozco que no soy digna de que fijes en mí tus ojos; pero no lo pretendo tampoco: no quiero que me ames. Quizá no me permitirás siquiera que yo te ame a ti, porque mi amor mancha; pero acompáñame un momento más: cuando te veo, comprendo que aún podía yo ser buena, sólo porque así no te repugnaría yo. Si tú tuvieras compasión de esta pobre muchacha, serías mi redentor. Aliéntame con una palabra de esperanza: abandonaré esta vida infame; cuando pienso en ti, señor, maldigo el día en que me entregué al mundo: ni tu criada puedo ser, porque te deshonraría; pero puedo ser más que todo eso; puedo ser salvada por ti, como María Magdalena lo fue por Jesucristo. Abreme las puertas de la redención: ten compasión de mí; tomaré el hábito de las arrepentidas: no seré de nadie, porque no puedo ser tuya; pero estaré contenta porque sabré que no me desprecias.

—Pobre flor, arrebatada por el torrente envenenado del mundo: los pies que te han hollado son más infelices que tú, porque de ellos es el crimen. Vives en el vicio; pero hay en tu alma un fondo puro que basta a regenerarte: la mujer que se arrepiente de su vida pasada, por infame que haya sido, renace pura de sus cenizas; y aunque la sociedad hipócrita e intolerante la señale, todos los corazones nobles asisten con júbilo a su redención. Pobre mujer: huye de mí, porque un destino infernal te ataría a mi suerte; pero sacude las cándidas alas de tu esperanza, y ten fe en que tú sola te bastas para purificarte. Adiós.

Y sin esperar respuesta, don Guillén se lanzó a la calle.

Escudilla quedó inmóvil y sin atreverse a seguirle ni a detenerle.