Un secreto que mata
Don Guillén había pasado una noche horrible; una noche que hubiera sido capaz de trastornar la razón de otro hombre que no tuviera el cerebro tan bien organizado.
Amar a una mujer como él amaba a doña Juana; tener la inmensa fe que él tenía en la lealtad y en la pureza del corazón de la judía, y sentir de repente el aguijón venenoso de los celos: creerse el único dueño de aquella dama, y saber que estaba a punto de caer en los brazos del virrey; aquello le parecía un sueño.
Don Guillén llegó a su casa vacilante y sin saber casi lo que hacía; instintivamente se desnudó y se metió en el lecho; pero entonces conoció que iba a ser para él el lecho de Procusto. Quiso divagar su imaginación, y tomó un libro: intentó leer, pero en vano; los renglones se entretejían formando siniestras figuras; las letras parecían danzar, y nada comprendía. A veces el libro se alejaba, se alejaba casi hasta perderse; a veces crecía y se acercaba y tomaba las proporciones de un templo, y la luz de la bujía se hacía intensa y roja y cintilante, y luego se opacaba y volvía a crecer, y dibujaba en las paredes sombras fantásticas, que también se movían.
Y aquella excitación cerebral, no impedía, sin embargo, a don Guillén mirar por todas partes a Rebeca cruzando en brazos del marqués de Villena, y sonriéndose irónicamente al mirarle.
Arrojó el libro, apagó la bujía, y en la densa obscuridad que le rodeaba, seguía mirando al virrey y a la judía, y escuchando burlescas y estridentes carcajadas.
Así pasó toda la noche… ¡pero qué noche tan eterna!
Lampart abrió una ventana de su aposento y salió a aspirar aire, porque se sentía morir; y su frente ardía, y sus sienes golpeaban por dentro, como si fueran a reventar todas sus venas y todas sus arterias.
Aún era de noche, y las estrellas brillaban, y ni el más ligero rumor interrumpía el solemne silencio de aquellas horas. En medio de tan sublime calma de la naturaleza, el corazón de don Guillén sentía la más horrible de las tempestades: los celos.
Por fin, algunos pájaros comenzaron a anunciar la vuelta de la luz; las sombras fueron desvaneciéndose; el cielo tomó el color de la perla, que precede a las tintas rojas de la aurora, y luego el primer rayo del sol hirió las ligeras nubes que flotaban sobre la ciudad. Era ya de día.
Con la aurora llegó también la calma para don Guillén.
La noche no es en realidad más que la sombra de la tierra misma; y sin embargo, el hombre se siente otro durante la noche.
Hay naturalezas que no comprenden la vida sino en la noche; para esos hombres el día es triste: hay algo que pesa sobre el cerebro; las ideas brotan y se desarrollan con dificultad; la imaginación pierde su fecundidad y su poder creador; el entendimiento está débil para percibir la relación entre las ideas; la memoria languidece.
Otros, por el contrario, sienten la vida bañándose en las ondas luminosas del sol: para ellos la noche es el sueño, el pavor, la tristeza.
Los primeros viven la vida del espíritu; los segundos la de la materia: los poetas conocen la aurora cuando ella luce; pero se inspiran para cantarla cuando el día ha desaparecido; los novelistas admiran las campiñas a la luz del sol, y las describen al resplandor de una bujía.
La noche es el día para la inteligencia. Milton cantó la eterna luz envuelto en eterna obscuridad. La tradición nos ha traído a Homero, ciego.
¡Cuántas cosas notables, cuántos hechos heroicos, cuántos crímenes espantosos hubieran asombrado al mundo si, al brillar la claridad del día, conservaran los hombres la ardiente excitación de las noches de insomnio!
El amor y el remordimiento; el valor y la inspiración; el miedo y la audacia, todo palidece en el espíritu ante la luz del sol. El supersticioso nunca teme encontrarse con una alma errante, si las sombras de la noche no le rodean; el amante encuentra menos bella a su amada si no la bañan las tibias luces de las bujías.
Las mujeres y los poetas debían desear que las noches se prolongaran: aquéllas se verían más hermosas; éstos se sentirían más inspirados.
Don Guillén volvió a vestirse y se salió a la calle. Aún faltaban algunas horas para que llegase la en que acostumbraba ir a la casa de doña Juana, y él esperaba con ansia esa hora, y la temía: una ilusión perdida o un consuelo celestial le esperaban en la casa de Henríquez, y aquella duda le asesinaba y las horas se prolongaban, prolongándose también su agonía.
Anduvo errante por las calles, y fatigado y sin saber cómo, se encontró en la Plaza Mayor. Apenas eran las nueve de la mañana; faltaban dos horas aún para ir a la casa de Henríquez. En fin, sonaron las once, y don Guillén llegaba a la calle de la Merced.
Doña Juana, que había pasado también una noche espantosa, después de la promesa que había hecho a su padre, esperaba temblando la llegada de su amante.
Ella había aceptado el sacrificio, y quería apurar el dolor de un solo trago, y estaba resuelta a romper aquel día con don Guillén, prefiriendo esto a sufrir la tortura de verle y no poder desahogar con él su pena.
Cada uno de aquellos amantes se acercó al otro con el mismo terror con que se hubieran acercado a oír su sentencia de muerte: los dos estaban pálidos.
—Dios os guarde, señora —dijo don Guillén, procurando sonreír, pero hablando a Rebeca como no acostumbraba hacerlo cuando estaban solos.
—Seáis bien venido —contestó la joven; y los dos quedaron en silencio, sin osar siquiera mirarse.
—Rebeca —dijo don Guillén después de un largo silencio— aquí pasa alguna cosa extraordinaria.
—¿Por qué lo decís? —contestó ella procurando disimular.
—Rebeca, en vano procuráis ocultármelo; no sois para mí la misma que erais ayer: os encuentro desdeñosa, turbada en mi presencia; en fin, sería preciso haber perdido el juicio para no conocer que un cambio extraordinario se ha efectuado en vuestro corazón. Rebeca ¿ya no me amas? ¡Díme la verdad! No me engañes: prefiero la muerte a esta horrible duda.
—Don Guillén, no me preguntéis nada.
—¿Pero tú ya no me amas, Rebeca?
—Olvidad ese amor que es imposible ya.
—¡Imposible! Rebeca ¿imposible? ¿En una sola noche se hace imposible lo que me jurabas ayer que era una realidad? ¿Tú me dices eso, Rebeca? ¿Tú, que ayer mismo, llena de fuego, me halagabas llamándome tu único amor, tu sola ilusión? ¿Tú me lo dices? ¿Tú, la que al hablarme de ti, me decías con tanta pasión, «tu Rebeca»? ¡Oh! Díme que quieres burlarte de mí, que eso no es verdad.
—Don Guillén, os repito que ese amor de ayer, hoy es imposible ya.
—No lo creo, no lo puedo creer. Lo que es imposible es que una sola noche haya bastado para cambiar tu corazón; lo que es imposible es que se arrancara tan violentamente de tu alma ese cariño: eso, eso es lo imposible.
—Y sin embargo, don Guillén, todo ha concluido.
—¿Pero yo que te he hecho, ángel mío? ¿En qué puedo haberte ofendido? ¿Por qué me desdeñas? ¿Qué crimen tan inmenso, tan inaudito he cometido que merece que tú arrojes mi amor de tu corazón, así, sin decirme siquiera la causa de mi desgracia? Díme, ángel mío; díme, aquí estoy de rodillas a tus pies: si no me vuelves tu amor, díme siquiera por qué me lo arrebatas.
El corazón de Rebeca palpitaba como si quisiera romper el pecho; sentía que su resolución vacilaba; que amaba a aquel hombre más que nunca. Alzó los ojos como buscando valor en el cielo, y sus miradas se fijaron en un retrato de don Gaspar que en la sala había: la faz de su padre le pareció que tenía una expresión de súplica, y haciendo un esfuerzo supremo se levantó diciendo a don Guillén:
—Es inútil prolongar más esta escena y atormentamos en balde: todo ha concluido entre nosotros.
Don Guillén fue entonces el que sufrió una repentina mudanza. Levantóse sereno, pero con un aire de resolución que hizo estremecer a la doncella; y con voz tranquila, pero solemne dijo tomando su sombrero:
—Señora, perdonad si mi amor me ha hecho ser exigente, pidiéndoos una explicación que no me creéis digno de merecer. Me voy para siempre; pero sabed, señora, que si creyera en vuestra pasión de ayer, me sería imposible creer en vuestra indiferencia de hoy: me decís que todo ha concluido entre nosotros; mas al decir esto con tanta energía, comprendo que habláis con vuestro corazón, y que el amor que ayer me jurabais era mentira, engaño, falsedad.
—¡Guillén! —exclamó aterrada la judía.
—Sí, señora, me engañabais; y no se me oculta la causa de este cambio tan repentino. Y prescindiendo yo de lo que en ello pierdo, no puedo menos de daros el parabién: vais a ser muy feliz; el cambio es muy ventajoso; el amor no será tan intenso, pero el honor que vais a conseguir es grande: apruebo vuestra elección, y os felicito. Que sea, señora, para muchos años.
—¿Qué queréis dar a entender? —preguntó doña Juana con extrañeza.
—Señora —contestó don Guillén procurando mostrar una calma que estaba bien lejos de sentir— me comprendéis mejor de lo que aparentáis.
—No sé qué quieran decir esas palabras.
—¿No lo sabéis, señora? Pues no seré yo el primero que lo diga en la ciudad, y quizá vuestra misma conciencia os esté advirtiendo, que el hombre que como yo habla, descubierto ha la falsedad de vuestro corazón.
—¡Don Guillén! me insultáis, sin yo merecerlo.
—Perdonadme, señora, hice mal; pero la disculpa de mi falta será sin duda el desconcierto de mi ánimo, en trance, que os confieso, no esperaba ayer. Estoy ya tranquilo; y sólo deseo, señora, pues no os he perdido la voluntad, que seáis muy feliz con el nuevo y muy noble amante en quien os habéis fijado para sustituirme.
—¿Eso pensáis de mí, don Guillén? ¡Ah! ¡Qué bien se conoce que ni me amasteis, ni supisteis comprenderme, cuando tal suponéis que fuera capaz de pensar!
Y Rebeca, sollozando, ocultó el rostro entre sus manos.
Parece increíble; pero el llanto de una mujer, que en ciertas circunstancias, es capaz de desarmar al hombre más irritado, en otras enciende más la ira.
Las apariencias condenaban a Rebeca delante de don Guillén: él estaba profundamente preocupado, y aquellas lágrimas, que para él eran un femenil ardid, un nuevo engaño, le exaltaron terriblemente.
Entonces tomó una de las manos de la doncella, y apartándola del rostro que cubría, exclamó con voz trémula:
—Señora ¿aún os atrevéis a invocar ese amor que vos misma habéis apagado? ¿Aún habláis de lo poco que os comprendí? ¿Aún os atrevéis a culparme, cuando erais mi religión, mi idolatría? Señora, una mujer que me abandona porque ha fijado en ella los ojos un virrey; una mujer que siente ambición en vez de amor; que despedaza un pecho amante por conseguir el valimiento de un magnate, no es digna, señora, de una pasión como la que yo sentía por vos.
Rebeca se levantó como una leona herida; sus ojos despedían rayos; la palidez de su semblante se había hecho mortal; se dilataban los poros de su nariz como indicio de cólera terrible, y sus dientes apretados crujían.
—Don Guillén —exclamó— me calumniáis, me insultáis, y me hacéis sufrir horriblemente destrozando mi corazón. Miente quien tal cosa os haya dicho: pura y noble y leal soy; ni una sombra cruza sobre mi conciencia. Os perdono, don Guillén; os perdono, porque estáis celoso; porque conozco ¡mísera de mí! que las apariencias me condenan; os perdono, don Guillén, porque todo eso prueba que me habéis amado como yo os amé, como os amo quizá aún; pero no lancéis así el baldón sobre el honor limpio de una dama desgraciada. Retiraos, don Guillén, os lo suplico: nuestro amor es imposible; no me atormentéis más. Retiraos: olvidad que me habéis conocido; olvidadme para siempre.
—Rebeca, fácil debe ser para vos el olvidarme a mí, cuando así me exigís que os olvide. ¿Creéis, señora, que puedo arrancar tan fácilmente ese amor de mi corazón? ¡Ah! decidme al menos el motivo que os aleja de mí: quiero conservar pura la fe que tuve en vuestra lealtad.
—Don Guillén, nada más exijáis: debo callar este secreto; y si mi silencio es parte para que vos penséis mal de mí, libre sois para hacerlo.
—¡Rebeca!…
—Adiós, don Guillén —dijo la joven indicando que la conferencia había concluido.
Don Guillén permaneció un momento indeciso; y luego, tomando con precipitación su sombrero, se dirigió resueltamente a la puerta, exclamando:
—Adiós para siempre.
—Para siempre —contestó Rebeca, cayendo de rodillas cerca de un diván.
El acento dolorido con que la joven pronunció aquellas palabras, hizo volver el rostro a don Guillén.
El amante conoció cuánto debía sufrir aquella mujer, y retrocedió violentamente; llegó a su lado, y tomó una de sus manos.
Rebeca llevó con pasión a sus labios la mano de don Guillén; permaneció así un momento, y luego, levantándose, le mostró majestuosamente la puerta.
Todo lo comprendió don Guillén; y enjugándose una lágrima que corría por sus mejillas, se lanzó fuera del aposento.
Rebeca se dejó caer desvanecida en un sitial.
Una puerta se abrió en este momento, y don Gaspar entró precipitadamente exclamando:
—¡Pobre hija mía!