XVIII

El sacrificio de Jefté

Don Gaspar Henríquez ofreció a Daniel que cortaría las relaciones amorosas de doña Juana y don Guillén.

Aquella promesa era terrible para un padre como don Gaspar, que había prometido a su hija que sería la esposa de don Guillén; que comprendía el ardiente amor de la joven; que conocía que impedirle que siguiera amando a don Guillén era condenarla a la muerte.

Don Gaspar andaba preocupado. Por una parte el sacrificio era inmenso; por la otra, todos sus hermanos de religión, su hija y él mismo estaban amenazados por el tormento y por la hoguera.

Él había dejado penetrar a un extraño en un secreto que no era sólo suyo, y en lugar de echarle en cara esta imprudencia, sólo Daniel le había hablado de ella, y todos pagaban con religiosa exactitud la parte que les correspondía, para tener contento a don Martín de Malcampo.

Todas estas reflexiones se agrupaban y luchaban día y noche en el alma de don Gaspar, que sostenía el rudo embate de su amor de padre contra la obligación que tenía de sacrificar a doña Juana por salvar a sus correligionarios.

Muchos días duró aquella vacilación y aquel martirio; pero al fin, triunfó el deber.

Don Gaspar llamó una mañana a su hija y se encerró con ella en su aposento. Doña Juana notó que el semblante de su padre estaba como velado por una sombra, y sin saber por qué, se estremeció.

Don Gaspar, por su parte, quería hablar y no sabía por dónde dar principio a la conversación. Por fin, doña Juana fue la que primero rompió este silencio.

—Padre mío —dijo— estoy asustada. ¿Qué sucede? Tú me haces venir a tu aposento; cierras cuidadosamente las puertas; estás pálido, demudado, no quieres hablarme. ¡Padre mío!, ¿qué pasa? Dímelo, por Dios, que tal incertidumbre me pasma.

—¡Pobre hija mía! —contestó don Gaspar acariciando a Rebeca y atrayéndola hasta hacerla sentar sobre sus rodillas—. ¡Pobre hija mía! El Dios de Abraham y de Jacob dé a tu alma la fuerza necesaria para recibir este golpe.

—Pero ¡padre mío!

—Óyeme, Rebeca. ¿Recuerdas, hija mía, el terrible juramento de Jefté, uno de los jueces de nuestro pueblo?

—Sí, padre.

—Ofreció a Dios sacrificar, en acción de gracias, la primera criatura humana que encontrase al regresar a sus hogares, si le daba la victoria para salvar a su pueblo.

—¡Oh! y sí que me acuerdo; y la primera criatura que encontró fue a Seila, su hija única, y se horrorizó de su juramento; pero Dios le había dado la victoria, y él tuvo que cumplir lo que había ofrecido: bien me acuerdo de ese pasaje.

»Pero al volver Jefté a su casa en Masfa, su hija única, pues no tenía otros hijos, salió a recibirle con panderos y danzas.

»Y a su vista rasgó él sus vestidos, y dijo: ¡Ay de mí, hija mía! Tú me has engañado, y tú misma has sido engañada; porque yo he hecho un voto al Señor, y no podré dejar de cumplirle.

»Al cual respondió ella: Padre mío, si has dado al Señor tu palabra, haz de mí lo que prometiste, ya que te concedió la gracia de vengarte de tus enemigos y vencerlos.

»Dijo después a su padre: Otórgame esto sólo que te suplico, y es que me dejes ir dos meses por los montes a llorar mi virginidad con mis compañeras.

»Respondióle Jefté: Vete en hora buena. Y dejóla ir por dos meses. Habiendo, pues, ido con sus compañeras y amigas, lloraba en los montes su virginidad.

»Acabados los dos meses volvióse a su padre, que cumplió en su hija lo que había votado».

Y doña Juana repetía aquellas tiernas palabras de Seila con tanta dulzura, que los ojos de don Gaspar se nublaron con el llanto, y sus lágrimas comenzaron a correr.

—¡Ay, padre mío! no llores, no me entristezcas más —decía la joven acariciándole y limpiando los ojos del anciano.

—¿Comprendes, Rebeca, cuánto sufriría aquel padre infeliz, cómo destrozarían su corazón los gemidos de su hija única, de su hija idolatrada, a quien él mismo tenía que sacrificar?

—Sí, padre; pero cumplía su deber con Dios, y Dios ha de haber dado resistencia al padre y resignación a la hija.

—Y si tú estuvieras en un caso semejante al de Seila y yo en lugar de Jefté ¿tendrías valor para inmolarte por el bien de tu pueblo, y por la fe de las promesas de tu padre?

Doña Juana palideció espantosamente, y clavó en don Gaspar sus ojos extraviados, como si no comprendiera bien lo que acababa de oír.

—Morir yo —exclamó de repente— morir ¿y por qué, padre mío?

—No, Rebeca, no se trata de tu muerte, ni yo tendría valor para pensar en eso. Tienes, hija mía, que hacer un sacrificio grande, inmenso, un sacrificio que pudiera costarte la vida, si Dios que ve tu corazón, no te diera fuerzas para soportar un dolor tan intenso.

—Pues entonces ¿qué se exige de mí, padre mío? —preguntó cada vez más sorprendida Rebeca.

—Rebeca, es preciso que olvides para siempre a don Guillén.

—¡Dios mío! —gritó la joven deslizándose de las rodillas de su padre, en donde estaba sentada, y cayendo de hinojos delante de él.

—Es fuerza, es fuerza, Rebeca, mi Rebeca; mi amor, hija de mi corazón, es preciso.

Y el viejo, casi sollozando, besaba la cabeza de su hija, y la empapaba con su llanto.

—Pero eso que me mandas es imposible; es decirle al sol que no alumbre… ¡Oh!… no me pidas eso… no, por Dios; yo te lo suplico de rodillas. Mírame… abrazando tus pies… ¿Tú no me amas? ¿No eres mi padre?… ¡Ah!, ¿pues cómo quieres que le olvide para siempre?… ¿No ves que preferiría yo morir?… Padre… óyeme… mírame…: vuelve a mí tu rostro.

Y Rebeca, de rodillas, levantaba las manos tomando entre ellas el rostro de su padre, para obligarle a que la mirase; mas el anciano, conmovido y llorando, apartaba su vista de ella.

—No, padre mío, tú no querrás que yo muera; tú no exigirás de tu hija única un sacrificio imposible. Padre ¿qué te he hecho yo para eso? ¿Qué te ha hecho don Guillén? Tan noble, tan leal, tan generoso… Tú me permitiste que le amara; tú ensalzaste delante de mí sus bellas cualidades, y ahora quieres arrebatarme ese amor que es mi vida, mi aliento… ¿Es verdad que ya no piensas en eso? ¡Ah! díme, padre de mi corazón, que ya no me mandas dejarle de amar; que ya no me mandas olvidarle: dímelo, porque me siento capaz de no obedecerte.

—Hija, Rebeca mía, el dolor te ciega; yo tengo, más que tú, el alma hecha pedazos. Al exigirte ese sacrificio, yo he luchado mucho, y he llorado mucho antes de resolverme a decirte esto; pero, resígnate, hija mía; ten valor, porque este sacrificio tiene que consumarse: ¿acaso olvidas a la hija de Jefté?

—No: yo, como ella, daría mi vida porque mi padre cumpliera su promesa; yo, como ella, moriría resignada por la salvación de mi pueblo; pero no es la vida lo que tú me pides, padre mío; esa aquí la tienes; mátame, dispuesta estoy. Tú me exiges más: me mandas un imposible, porque es mandar que mi cuerpo siga viviendo sin alma; siga existiendo sin vida; siga teniendo ser sin el amor de don Guillén, y esto es imposible, imposible.

—Ámale, hija mía, si quieres, en secreto; pero corta para siempre tus relaciones con él.

—Pero, padre ¿para qué tengo que hacer tan inaudito sacrificio? ¿Quién lo exige?…

—Rebeca, lo he ofrecido, y es fuerza que me obedezcas.

—¿Pero cómo puedes haber ofrecido, señor, una cosa que yo misma, con toda la fuerza y la energía de mi espíritu, no me siento capaz de cumplir?

—Rebeca, en esto va tu vida, la vida de tu padre, la de todos nuestros hermanos, la salvación del pueblo judío: tuyo es nuestro porvenir. Piénsalo, hija mía; en tu mano está la vida de tu padre y la de los ancianos de nuestra religión. Rebeca, tú no puedes comprender el terrible, el espantoso misterio que encierra todo esto; pero óyeme bien: si persistes en no obedecerme; si tu amor a don Guillén se sobrepone al amor de tu padre y de los tuyos, y al deber que tienes de salvarnos; tú serás, Rebeca, la que nos arrastre a todos a la hoguera; y cuando oigas nuestros gemidos en el tormento, y el crujir de nuestras carnes devoradas por las llamas, entonces dirás: yo les entregué a sus verdugos; estoy maldita.

Don Gaspar, como fuera de sí, se levantó de su asiento y comenzó a caminar por el aposento a grandes pasos.

—Padre mío, mi señor, no me digas esas cosas tan horribles —exclamaba Rebeca arrastrándose de rodillas a los pies de don Gaspar, y abrazando sus piernas y besando sus pies, pálida, convulsa, con el tocado descompuesto—. ¡Óyeme, padre! ¡Padre, padre! ¡Dios de Israel! ¿Por qué eres tan cruel, padre mío? ¿Por qué no me matas antes que exigirme semejante sacrificio? ¿Por qué no ofreciste mejor mi vida?…

—Rebeca, Rebeca —exclamó don Gaspar tendiendo los brazos a su hija, que se precipitó en ellos—. Rebeca, tú conoces mi corazón; tú sabes que no hay en él más amor que para ti, hija mía: pues si sabes eso ¿por qué me atormentas así? Hija de mis entrañas, la promesa que por ti tengo hecha no puedo dejar de cumplirla más que de una manera: muriendo. Pues bien, hija mía; tú no tienes valor para sacrificar por tu padre y por tus hermanos esa pasión; yo sí le tendré para perder la vida por la tranquilidad de mi hija adorada, y lo haré: ¡los muertos no tienen obligaciones!

Y don Gaspar, desprendiéndose violentamente de los brazos de Rebeca, se lanzó a una gaveta que abrió con rapidez y tomó un puñal que dentro de ella había; pero antes que hubiera tenido tiempo de desenvainarle, Rebeca se lo había arrebatado.

La hermosa judía ya no lloraba: pálida, serena y altiva, contemplaba a su padre, que próximo ya a desmayarse, se apoyaba en la misma gaveta que acababa de abrir.

—Padre mío: tremendo debe ser el misterio que encierra tu promesa, cuando antes que faltar a ella y antes de consumarse mi sacrificio, quieres atentar contra tu existencia. El espíritu del Señor ha tocado mi alma: estoy resuelta. Hoy mismo haré comprender a don Guillén que nada de común existe ya entre nosotros; y aunque le siga adorando desde el fondo de mi corazón, jamás llegarán a comprenderlo ni él ni el mundo; sólo Dios y yo.

—Gracias, hija mía —exclamó el viejo abrazando a Rebeca y sollozando— gracias: tú salvas a los hijos de Israel: un día comprenderás este terrible misterio, y un día, tal vez, quedarás libre y podrás amar a don Guillén.

—Quizá entonces será tarde, más no importa; por ahora, padre mío, el sacrificio está consumado; sólo te pido, como la doncella de Masfa, que me dejes llorar, no dos meses, sino toda mi vida.

—¡Llora, hija mía! ¡Llora! Tu dolor es inmenso, y bien que le comprendo.

Rebeca se separó de los brazos de su padre, y salió del aposento serena y resignada.

—¡Jefté! ¡Jefté! —dijo don Gaspar, y cayó desplomado en un sitial.