La clave de un misterio
—Si os inspiro confianza —decía una mañana doña Fernanda a don Guillén— ruégoos que me expliquéis el misterio que encierra esa caja que tanto preocupa a nuestros hermanos, y que vos lograsteis encontrar.
—Señora, no por galantería, sino por obligación de hacerlo, voy a explicaros eso que llamáis un misterio. Sois, señora, una de las personas en quienes más confianza tenemos; estáis iniciada en nuestra sociedad; trabajáis por nuestros planes con más inteligencia y con más ardimiento que muchos de nuestros hermanos ¿qué cosa, pues, podrá guardarse de vos como secreto en los misterios de Urania? Oíd, señora, esa relación que deseáis.
Doña Fernanda se dispuso a escuchar: la escena pasaba en una de las salas de la casa de la viuda.
Doña Fernanda y don Guillén estaban enteramente solos, y una negrilla cuidaba de que no fueran sorprendidos.
—Hace poco más de tres años vivía en esta corte una mujer hermosísima, llamada doña Carmen, nieta de uno de los más poderosos caciques del Anáhuac.
—La he conocido —dijo la viuda.
—Esa dama era casada con un noble mexicano, descendiente también de un cacique de Ixtapalapa: el fruto de aquel matrimonio era un niño, que en la época a que se refiere lo que os voy a contar, tendría cuando más un año.
«Como podéis recordar, doña Carmen y su marido eran pobres, y si ella se distinguía en México, lo debía sólo a su belleza singular.
»Muchos pretendieron hacerse amar de doña Carmen; pero cuantos esfuerzos hicieron, tropezaron con el desdén de la noble india, y con el respeto que tenía a don Fernando, que así se llamaba su marido.
»Uno entre todos aquellos apasionados, después de ver rechazadas sus pretensiones, se conformó con el título de amigo de doña Carmen y don Fernando, y con tal carácter comenzó a estrechar relaciones con ellos, hasta que consiguió ser el hombre de todas las confianzas del dichoso matrimonio.
»Llamábase el tal, Domingo Carmona, y era natural de la Puebla de los Ángeles.
»Por aquel tiempo también comenzaron a celebrarse los misterios de Urania, más como trabajos para la libertad de México que como asociación de hombres de ciencia y de astrónomos.
»Don Fernando, el marido de doña Carmen, como cacique y persona tan principal en la nobleza de México, fue admitido a participar de nuestros planes y de nuestras esperanzas, con general contento de los hermanos.
»Como Domingo de Carmona frecuentaba la casa, y tal confianza tenían en él como en un verdadero amigo, don Fernando y su mujer no quisieron ocultarle por mucho tiempo el secreto, y le revelaron que había una corporación que sordamente avanzaba, minando el poder de sus conquistadores y preparando la Independencia.
»Carmona escuchó la noticia con júbilo; juró morir como leal si le admitían en la empresa; y tanto rogó y tanto ofreció, que, parte por el cariño que le profesaba y parte por el deseo de aumentar el número de nuestros parciales, don Fernando le presentó a nuestras reuniones como digno de ser hermano nuestro.
»Servía, en efecto, con inteligencia y actividad: él nos llevaba noticias de cuanto pasaba en Palacio; él iba hasta Veracruz para recibir cartas que llegaban en la flota y que no era prudente que vinieran con las del virrey; él, cuando de Europa nos enviaban libros de ciencias, que tan severamente son prohibidos, se encargaba de hacerlos conducir del puerto a México ocultamente; en fin, era un hombre muy a propósito para la asociación.
»Pero en medio de estas buenas cualidades tenía un vicio detestable: era avariento.
»No perdía ocasión de procurarse dinero, que atesoraba, privándose aun de lo más necesario por aumentar su capital; y la avidez y la codicia se retrataban en su rostro amarillento, y en sus ojos que tenían el color y la apariencia de los de un gato. Todos le creíamos capaz de un crimen, por codicia, y la experiencia probó que no estábamos engañados.
»Una de las noches en que se celebraban los misterios de Urania, don Fernando, que no había concurrido en varios días a nuestras reuniones, se presentó, pidiendo hablar de un negocio importante.
»Acompañábale Domingo de Carmona, quien, como se ha dicho, ya estaba admitido por los nuestros como hermano.
—»Mi esposa doña Carmen —nos dijo don Fernando—, posee el secreto de un tesoro que perteneció al emperador Moctezuma: la ascendencia de doña Carmen ha ido guardando este secreto y trasmitídole de padres a hijos, sin que nadie se haya atrevido a tocar ese tesoro, porque es condición que sólo se emplee en conseguir la libertad de México, y, además, por temor a los españoles. La relación del lugar en que se encuentra y modo de encontrarle, escrita está y guardada en una pequeña caja que mi esposa conserva cuidadosamente. La hora ha llegado de hacer uso de esas riquezas, ya que decididos estamos a acometer empresa tan grande. Cuando vosotros, hermanos míos, lo dispongáis, la caja vendrá a vuestro poder; consagrada está a este objeto, y sobre ella he escrito con la punta de un puñal la palabra de reconocimiento para nosotros: Helios. Dos llaves tiene; las dos enteramente iguales: he aquí una, la otra la conserva mi esposa: de vosotros y para nuestra empresa es este tesoro; disponed de él.
»Don Fernando entregó al conde de Rojas la llave de la caja, y todos estuvimos de acuerdo en que no se tocaría el tesoro hasta que la oportunidad llegase y no tuviésemos peligro de que nos fuese arrebatado.
»Era en aquellos días el jefe de nuestra sociedad secreta don Álvaro de Trucíos, padre de Antonia, a quien vos conocéis, y don Álvaro profesaba gran cariño a don Fernando y a doña Carmen.
»Pocos días después de aquel en que don Fernando nos habló del tesoro, una noche llamaron violentamente a la puerta de la casa de don Álvaro, y solicitó con mucho empeño el hablarle un indio joven, casi niño, que lloraba y temblaba.
»La curiosidad y el interés que inspiró aquel muchacho a los criados de don Álvaro, les movió a darle el recado a su amo, quien hacía ya más de una hora que dormía.
»Don Álvaro pensó que podía ser cosa interesante; vistióse y salió a recibir al muchacho.
»Los criados le rodeaban, ansiando por saber qué negocio sería aquel, que así obligaba a don Álvaro a levantarse de la cama a media noche.
»El chico era, a lo que parece, muy avisado, porque tan luego como vio a don Álvaro, se adelantó a él, diciéndole:
—»Quiero hablar a solas a su señoría, y en este momento.
»Don Álvaro le hizo entrar en su aposento, y cerró las puertas.
—»Señor —dijo el chico— ha sucedido una gran desgracia en la casa de mi señor don Fernando: esta noche se presentaron repentinamente varios hombres armados, que sin hablar una palabra, ataron a don Fernando y a doña Carmen; entonces llegó allí Domingo de Carmona, y dirigiéndose a mi señora, la dijo: —O me entregáis la caja que sé que tenéis, o tengo de daros muerte—. La señora contestó que antes prefería morir que entregarla; disputaron sobre esto mucho, y al fin la dijo qué medios tenía para obligarla; pero que en castigo de su resistencia, ya no se contentaría con la caja, sino que además la obligaría a corresponder a su amor, que había ella despreciado en otros tiempos. Dio entonces orden a los que le acompañaban, y sacando atados a don Fernando y a doña Carmen, montaron a cada uno en un caballo, subiendo en la grupa de cada uno de ellos un hombre: el Domingo de Carmona tomó entre sus brazos al niño de la señora, montó también a caballo, y todos echaron a caminar.
—»Pero ¿y los criados? —preguntó don Álvaro.
—»Creo que estaban de acuerdo, porque a ninguno vi luego en la casa; yo, como sabe su señoría, soy un huérfano, que de caridad me tenía hace algunos años don Fernando en su casa. Al ver a esos hombres me oculté bajo una cama, y quiso la fortuna que, aunque ellos registraron los armarios, adonde yo estaba no llegaron, quizá porque delante de esa cama estaban atados mis amos. En un momento, mientras disponían llevárseles y registraban la casa, acerquéme arrastrando y dije a la señora que si podía yo hacer algo por ella. —Bajo el cuadro de la Virgen de los Dolores, rasca: allí está una cajita y una llave: llévala a don Álvaro y dile cuanto pasa—. Llegaron los hombres, cargaron con los señores, y cuando me vi solo fui adonde estaba el cuadro de la Virgen, colgado en la pared: subíme sobre una mesa, apartóle, y rompí con un clavo un tabiquillo muy delgado: allí había una caja y una llave. La llave aquí está; la caja, por temor de que me la quitaran, la enterré, en donde puedo llevar a su señoría.
—»¿Pero adónde se llevaron a doña Carmen?
—»Oí decir a Domingo que para el monte de Ajusco.
»Don Álvaro se puso a reflexionar. Inútil era pensar en auxilio extraño: el tiempo volaba, y quizá un minuto perdido decidía de la suerte de los dos prisioneros.
—»Espérame —dijo de repente don Álvaro, y salió.
»Poco después, sus armas y su caballo estaban listos, y guiado ya por el chico, caminaba por las calles de México.
»Primero fueron a recoger la caja; cosa que fue muy fácil, porque aquel muchacho era verdaderamente listo; después, subiéndose éste a la grupa, tomaron el rumbo de Ajusco.
»Allí se separaron para explorar el terreno, llevando cada uno de ellos un silbato.
»Perdiéronse dos o tres horas, hasta que al fin el chico, que es quien me ha hecho esta relación, dio con el lugar en que estaba Domingo con sus prisioneros. Fuese luego en busca de don Álvaro, y le encontró con un desconocido: desde este momento ya sabéis, señora, porque os he relatado la historia que contó Méndez, todo lo que aconteció.
»Doña Carmen me ha referido que Domingo hizo atar a don Fernando a un árbol, y mandó a uno de sus cómplices que cortara leña y la amontonara en derredor de él para quemarle, accediese o no doña Carmen a su pretensión.
»Hizo poner a ésta en libertad, amenazándola con arrojar a su hijo al abismo si no le entregaba la caja y satisfacía sus lúbricos deseos.
»Doña Carmen, indignada, tomó el hacha con que sus verdugos habían cortado la leña y se lanzó furiosa sobre Domingo; pero éste alzó entre sus manos al niño y le balanceó en el aire, como para arrojarle al abismo.
»La madre, trémula, se arrodilló a los pies de aquel monstruo, y ofrecióle hacer cuanto él mandase con tal de salvar a su hijo.
»Sabéis, señora, lo demás: don Fernando perdió el juicio y murió pocos meses después; don Álvaro murió también allí y doña Carmen y el muchacho indio, ocultos entre la maleza, pudieron oír lo que don Álvaro, ya moribundo, decía a Méndez, y ellos me lo refirieron. He aquí por qué llevé a prevención la llave cuando fui a visitar a éste.
»Doña Carmen vino a vivir a la casa del conde de Rojas, y nosotros hicimos extraordinarias diligencias por encontrar al hombre que tenía la caja, hasta que la casualidad me hizo salvarle la vida a Méndez».
—Curiosa historia.
—Dentro de pocos días deben examinarse esos papeles.
—Cuidad de avisarme el resultado.
—Con mucho gusto.
—Ahora, oíd lo que he hecho en pro de nuestros planes, y de lo que no había querido hablaros hasta estar segura del éxito.
—Señora, os escucho con interés.
La viuda acercó el sitial en que estaba sentada para poder hablar más bajo a don Guillén.
—Pues habéis de saber —le dijo— que de todos los planes que tenéis meditados, el que me parece mejor y más acertado, es el de apoderarse, por astucia o fuerza, del virreinato, y preparándoos el camino estoy, y en verdad con buen éxito. Tengo ya de mi parte a don Gerónimo Robreda y a don Ramiro de Fuensanta, que con ser allegados al virrey, por vivir el uno de ellos en Palacio, nos servirán más de lo que vos podéis imaginar. Por otra parte, he hecho un gran descubrimiento: el virrey está enamorado.
—¿Enamorado?
—Apasionado, loco.
—¿Y quien enciende esa cuasi real pasión? —preguntó riendo don Guillén.
—Una dama a quien quizá conozcáis, y a la que tiene ya casi en sitio. Llámase doña Juana Henríquez.
La viuda ignoraba los amores de don Guillén con la judía, y dijo aquello sin comprender el efecto que produciría en su interlocutor.
Don Guillén se estremeció, como si hubiera caído a sus pies un rayo; pero demasiado fuerte para dominarse, apenas él mismo conoció que se había conmovido porque oyó latir con violencia su corazón.
—El protector de esos amores —continuó doña Fernanda— es don Cristóbal de Portugal, que ha tenido la feliz ocurrencia de venir a mí para pedir mi alianza; y a fe que obró como sabio; que yo, tanto por probarles a él y al de Villena de cuánto soy capaz, como por tener con esto un medio de influir en los negocios de Palacio en bien de nuestra causa, he dispuesto de tal manera las cosas, que cuento ya como seguro el triunfo, y que antes de muchos días, el virrey gozará en los brazos de su Dalila, como Sansón, mientras nosotros le cortamos la cabellera, y luego bien puede llevársela a su destierro.
Don Guillén sentía el infierno en su alma. Una pasión que apenas conocía se levantaba en ese momento con todo el aparato de una tempestad en su corazón: sentía celos.
El amor es el apoteosis del espíritu: los celos son el infierno.
Los celos son los verdugos del amor, pues como el buitre de Prometeo, devoran el corazón de su víctima haciéndole crecer más a cada momento, para poder saciar en él su encono.
Nunca es más intenso el amor, que en el momento en que los celos son más terribles.
Pero ¡ay del que no ha tenido nunca celos! Ése nunca ha sabido amar.
El amor y los celos son el anverso y el reverso de una medalla; tienen por precisión que andar siempre juntos, y el que tiene lo uno nunca puede dejar de tener lo otro.
Y no ofenden los celos a la persona amada, ni son parte para impedirlos pruebas de constancia y de lealtad, no: el que ama con pasión, con intensidad, tiene celos del aire que pasa entre los rojos labios de su dama, de la luz que resbala sobre su turgente cuello, del perfume favorito, del color preferido, del libro que lee, de la música que la halaga, del pensamiento mismo de aquella mujer, que pueda llevar su vuelo a regiones distantes.
Y el hombre que así se encela es un loco, pero que ama con pasión; loco es, y fuera de este estado, no existe lo que verdaderamente se llama amor.
Terrible debe ser el reverso, es decir, el celo, para que el anverso, el amor, sea grande.
Don Guillén, para sofocar su emoción, metió la mano a su pecho por debajo de la ropilla y se hincó las uñas con tal fuerza, que la sangre manchó la fina tela de su camisa.
Gran confianza tenía en su Raquel; pero el virrey era poderoso rival, y, además, el hombre que ama con pasión, siempre se siente pequeño, indigno, delante de la mujer querida.
Sin embargo, aún logró dominarse, y para apurar de una vez todo el cáliz de la amargura, preguntó a doña Fernanda:
—¿Y la dama sabe ya la pretensión del virrey, y se muestra benigna?
Doña Fernanda tuvo vergüenza de confesar que aún nada había hecho; quiso conservar a todo trance su papel de irresistible en cuantos negocios tomaba a su cargo, y no vaciló en mentir.
—Sábelo ella perfectamente, y no sólo se muestra benigna, sino casi amorosa, que un virrey no es un galán que pueda despreciarse así no más. Cuando yo digo que tal cosa se hará, se hace: prometí al de Villena que esa mujer sería suya, y si no lo es ya, poco tardará en serlo.
Don Guillén se puso espantosamente pálido, y doña Fernanda lo advirtió.
—¡Dios mío! Os ponéis malo, don Guillén…
—Sí, señora; sentí un vértigo, pero ha pasado; continuad, os lo ruego.
—No; estáis pálido; voy a llamar…
—Dejad, señora; ha pasado.
—¿Queréis una copa de vino, agua?
—No, gracias; estoy bien: continuad, que esa historia me interesa.
—Os vuelve el color; estoy tranquila. Conque os decía que doña Juana será muy pronto la favorita del de Villena, y como todo se ha hecho por consejos y con auxilio mío, don Cristóbal tendrá que guardarnos mil consideraciones, y el virrey conservarnos mucha gratitud.
—¿Pero cómo habéis alcanzado tan pronto y con tal secreto rendir a esa dama?
—¡Ah! —dijo doña Fernanda sonriendo con malicia— ése es mi secreto, y por ahora perdóneme don Guillén de Lampart que no se lo diga, que prometo revelárselo tan pronto como yo sepa que el de Villena no tiene ya más que desear de su encantadora Juana de Henríquez.
La viuda no tenía tal secreto, supuesto que nada había entre el virrey y doña Juana, y que ésta ignoraba aún la pasión de aquél.
—Sois muy hábil —dijo don Guillén levantándose de su asiento y tendiendo la mano a la viuda.
—¿Os vais?
—En verdad no me siento bien; perdonad que me retire.
Don Guillén se despidió y salió de la estancia. Llevaba el alma hecha pedazos, y varias veces tuvo que apoyarse en el muro, porque sentía que iba a caer.
Cualquiera que le hubiera visto caminar tan vacilante, le hubiera tomado por un hombre ebrio.
Pero aquélla era la debilidad de un moribundo.