Zorro y Lobo
Alegres por demás estaban en la casa de don Martín de Malcampo. Hacía tiempo que habían sonado las once de la noche, y aún se escuchaban en el comedor ruidosas carcajadas de hombres y de mujeres; y el sonar de platos y copas se mezclaba con los acordes de una guitarra.
Aquélla era una verdadera orgía. Sentados estaban en derredor de una mesa, sobrecargada de viandas y de botellas, siete personas, de las cuales dos nada más eran varones y las demás mujeres.
Don Martín ocupaba el puesto de honor, y enfrente de él estaba Felipe, el hijo de Méndez.
Todas las mujeres eran jóvenes, hermosas y elegantemente vestidas; pero el menos diestro conocedor, no hubiera tomado a ninguna de ellas por una dama.
La alegría, casi feroz que brillaba en la mirada de todas ellas, sus movimientos bruscos y desenvueltos, y la poca honestidad de sus trajes, acusaban inmediatamente a la mujer perdida en cada una de aquellas mujeres.
Los dos hombres estaban en cada lado de la mesa, bloqueados por aquellas muchachas. Méndez tenía en las manos una guitarra que tañía con destreza, y don Martín llevaba el compás golpeando en una copa con un cuchillo.
Las libaciones eran frecuentes, y las mujeres comenzaban a perder la cabeza, mientras los dos hombres, quizá por más acostumbrados, estaban aún firmes en su juicio.
—Escudilla —gritó una de las que se hallaban más retiradas, dirigiéndose a una morena, que abrazaba cariñosamente a Malcampo—. Escudilla, si de tal manera te apoderas de Martín, vamos todas a quedar a la luna: no puede ya sino hablar contigo.
—Componeos como mejor os parezca —contestó Escudilla haciendo un dengue— que si esta noche me favoreció la suerte, vosotras habéis hecho lo mismo en otra vez.
—Eso no reza con nosotras —gritó una rubia que al lado de Felipe estaba— que Amarilis y yo estamos de enhorabuena con este buen mozo, que tan bien pulsa la guitarra.
—Bien haya esa boca —dijo la llamada Amarilis, que estaba al otro lado de Felipe—. Toque y cante este lucero; bebamos, y de aquí a la gloria.
—¡Viva, viva! ¡Que cante! —gritaron todas—. ¡Que cante!
—¡Verso, verso! —aulló Escudilla golpeando en la mesa.
—¿Verso a quién? —preguntó Felipe.
—A mí, a mí —dijeron todas levantándose para hacerse más visibles.
—A mí, a mí —gritaba Escudilla, subiéndose casi sobre la mesa.
—Silencio —dijo Méndez— va el verso.
—¿A quién? ¿A quién? —decían todas.
—Ya veréis; que capaz sería de componer uno a cada una de vosotras.
—Chist, chist —hicieron las muchachas y callaron.
Méndez tosió, escupió, y tras un preludio, que pareció eterno a todas ellas, cantó:
Son tus labios, morena,
como un granate;
y al mirarlos tan frescos
mi pecho late.
Diera toda Castilla
por un beso tronado
de la Escudilla.
Una verdadera tempestad contestó a la copla: las muchachas gritaban, aullaban de alegría. Don Martín aplaudía con frenesí, golpeando la mesa y haciendo bailar cuanto había en ella.
Escudilla, derribando el sitial en que estaba sentada, corrió hasta donde estaba Felipe, y le aplicó un sonoro beso en un carrillo. Entonces el desorden no tuvo límites, y todas cantaban; y abandonando la mesa, bailaban haciendo contorsiones y muecas al son de la guitarra, que tocaba Felipe con desesperación, y de las carcajadas de don Martín.
Repentinamente se abrió una puerta y entró un lacayo; las muchachas no lo apercibieron, y Méndez siguió tocando.
—¿Qué buscas aquí? —dijo don Martín al lacayo—. ¿No tengo dada orden de que nadie entre hasta que yo llame?
—Perdone su señoría —contestó humildemente el lacayo— pero Requesón, el criado de mi señor don Felipe, se ha empeñado en que entregara yo esta carta, que a su señoría importa.
—Dámela, y díle que espere; pero ante todo, vete.
El lacayo entregó la carta a don Martín y salió, no sin lanzar a hurtadillas una bellaca mirada a las chicas, que bailaban todavía.
—Felipe —dijo don Martín— una carta para ti.
Felipe colocó cuidadosamente la guitarra sobre la mesa, y tomando la carta, se disponía a abrirla.
Todas aquellas mujeres se agruparon en derredor de él, como para ver lo que contenía la carta.
—¡Vamos, prendas! —dijo Felipe, cubriendo la carta con las manos, para ocultarla a las curiosas miradas de las muchachas—. Vamos de aquí; secretos son estos de hombres, que no deben conocer las mujeres.
—Ni ojo en carta, ni mano en arca —dijo Escudilla sentenciosamente.
—Eso dices, Escudilla —gritó Amarilis— y te sientas en las rodillas de Felipe, como si fueras tú a leer la carta.
—¡Bah!, poco cuidado que le dará a él, que bien sabe que no sé leer; y presentarme podía su confesión escrita, que no entendería una palabra.
—Será carta de alguna pobre a quien engaña —dijo la rubia.
—Que le envía a llamar —agregó Amarilis— pero no le dejaremos salir: que rabie la muy fea.
—Ea, chicas, dejadme leer —dijo Méndez apartando con el brazo a las más cercanas.
—Dejadle leer —exclamó don Martín— llegad acá que comienzo a estar celoso…
—No, no —gritaron todas corriendo a rodear a don Martín, 1 no quedando al lado de Felipe más que la Escudilla.
Felipe abrió la carta, y leyó para sí:
He buscado a vuesa merced para darle cuenta de su encargo; pero como no le encuentro, le escribo, pues quiere vuesa merced saber hoy mismo el resultado.
Estuve todo el día en la ratonera, y no tengo duda alguna: el dueño de la prenda es el llamado don Guillén de Lampart.
EL MUS
Escudilla había tomado un aire de seriedad extraño: sus hermosos ojos se clavaban sobre el papel, y él notaba algo de agitación en su semblante.
—¿Qué te pasa, morena? —le dijo Felipe cuando acabó de leer—. No parece sino que ves aquí una mala noticia…
—Lo que veo —contestó Escudilla con la mayor naturalidad— muchos palitos negros como flor de espinosilla seca, y me indigno contra mí misma porque no sé leer. Ha de ser muy bonito saber eso ¿es verdad, Felipe?
—¡Tanto monta! ¿Quieres que te enseñe?
—¡Ya es viejo Juan para cabrero! Prefiero morirme así.
—Martín, quisiera hablar contigo a solas —dijo Felipe.
—Vamos pues; estas lindas muchachas nos esperarán aquí, comiendo, bebiendo, cantando y riendo ¿es verdad?
—¿Pero tardaréis mucho? —dijo Escudilla.
—Poco tiempo —contestó Felipe.
Los dos hombres se entraron, y las mujeres, dueñas enteramente del campo, volvieron a la batahola. La rubia tomó la guitarra y comenzó a sonar todas sus cuerdas, y la Escudilla a servir sendas copas, en las cuales mezclaba de distintos vinos; y aquellas copas se vaciaban una tras otra con una rapidez admirable, y siempre volvían a llenarse, porque Escudilla servía con actividad; pero había una cosa extraña, y era que ella no había vuelto ni a probar el vino.
—Tengo un grave negocio que tratar contigo —dijo Felipe— si no estás impaciente por volver adonde están las chicas.
—¡Bah! —contestó con desprecio don Martín— tanto les da a ellas que yo vuelva a su lado, como a mí el no verlas: tráigolas a cenar en nuestra compañía por costumbre, y porque una cena entre hombres solos es bien triste. Habla, que te escucho.
—Sabes, Martín, que jamás te he dado un mal consejo, ni comprometido en negocios que no hayan dado buen resultado.
—Digo que es verdad.
Don Martín bostezó y se acomodó en el sitial como para dormir. Felipe continuó:
—Yo te he hecho rico, no porque te haya dado ni un solo maravedí de mi bolsillo; pero estabas pobre, muy pobre; te recogí en mi casa, me contaste cuanto sabías de los judíos, y me pediste consejo para ir con la denuncia al Santo Oficio ¿es cierto?
—Sí, valiente bruto que era yo.
—Yo te di por consejo escribir a los judíos, y pedirles en cambio de tu secreto, dinero, y mi plan dio magníficos resultados, y las cajas de todos los judíos de México, que en verdad son muchas y muy ricas, están a tu disposición.
—Me alegro que me lo recuerdes. Mañana necesito dos mil duros, y voy a enviar por ellos a la casa del viejo Daniel.
—El vulgo —continuó Felipe, sin atender a lo que decía don Martín—, el vulgo, que sabe más que los sabios, hubiera comenzado a murmurar de la riqueza de un hombre a quien nadie había oído nombrar, y la Inquisición hubiera metido la mano en el negocio, bajo el pretexto de que eras alquimista…
—De seguro.
—Yo he hecho correr la voz en el comercio de que eres un propietario riquísimo; que tienes ingenios y dehesas, y quién sabe cuántas patrañas.
—Y no mientes, que cuanto tienen los judíos es para mí, so pena de que a todos ellos les tuesten en el brasero. ¡Ay Felipe, qué admirable y sabia es la institución del Santo Oficio! Merced a él, todos los judíos son tributarios míos. Benditos sean de Dios el rey Felipe II que mandó establecer la Inquisición en México, y el cardenal Espinosa, inquisidor general de España en ese tiempo, y don Pedro Moya de Contreras, primer inquisidor de México: ya Dios los habrá premiado…
—Escúchame, que aún hay más provecho que sacar.
—Te escucho.
—Entre esos judíos a quienes tenemos bajo nuestro yugo, hay uno, tu antiguo amo, don Gaspar Henríquez…
Don Martín comenzó a escuchar con atención.
—Ese don Gaspar tiene una hija hermosísima, doña Juana.
—La conozco ¿y qué hay con ella? —preguntó conmovido.
—Por esa mujer tendrás tú, y tendré quizá yo mucho valimiento en la corte, si quieres hacer lo que yo te aconseje.
—Explícate.
—El virrey está locamente apasionado de doña Juana.
—¡Rayo de Dios! —exclamó don Martín furioso, levantándose—. ¿De dónde sabes eso?
—¿Qué te ha pasado? No parece sino que doña Juana te interesa.
—¿Quién te ha dicho que el virrey está enamorado de esa mujer? —repetía con enojo don Martín, oprimiendo la mano de Felipe.
—Ea —dijo éste desprendiéndose bruscamente de don Martín— déjame, ¿qué te piensas que soy un niño para que quieras espantarme?
—Perdona —contestó tranquilizándose don Martín— pero te confieso que estoy enamorado como un loco de doña Juana.
—La cual doña Juana no se fija en ti, porque tiene un amante a quien corresponde de veras, o de quien es correspondida, como lo dicen otros.
—Sabía yo que tenía un amante, pero ignoraba quién fuese. Cuéntame…
—Después será; pero ahora ten calma y escúchame. Supuesto que ella no te ama, bueno será que de ella prescindas…
—¡Imposible!
—Si no me dejas concluir, me retiro, y perderemos un buen negocio.
—A ese precio no quiero negocios: dinero me sobra. ¿Cuánto necesitas mañana? Le tendrás, te daré una carta para el viejo Daniel.
—Martín, no es dinero únicamente lo que vamos a tener: se trata nada menos de conseguir que tú, don Martín de Malcampo, seas el privado del virrey, el favorito del marqués de Villena.
—Bien ¿y qué ganaré con eso?
—Toma, pues hoy te encuentro tonto. En primer lugar, ocuparás un buen lugar entre la nobleza; luego grandes puestos, riquezas, honores. Si te fastidia México, iremos a Madrid: allí serás bien recibido por los parciales del marqués; y ¡qué mujeres las de España, Martín! ¡Qué mujeres! ¡Nada vale junto a ellas doña, Juana!…
—Mira, eso ya comienza a interesarme. ¿Conque tú crees que por medio de ese plan que me propones podré ir a Madrid y pasarme allí una gran vida?
—¡Créolo como si lo viese!
—Pero entonces pierdo la mina de los judíos.
—Nunca: al partir exiges que te recomienden a los judíos que haya en España…
—¿Habrá?
—¿Qué?
—Judíos en España.
—Sí que los hay, y ricos, como no lo son los de aquí.
—Bueno: dime tu proyecto, que ya me parece que me veo rodeado de españolas. Porque la verdad es que Escudilla y Amarilis, y la rubia, y todas ellas, me fastidian soberanamente, y que la misma doña Juana me cansa por desdeñosa y por soberbia.
—Pues escúchame, y ten por seguro que antes de un año estás en la corte, y tienes quince o veinte chicas tan lindas, que la menos bella pueda ser la señora de doña Juana.
—Veamos.
—Tú tienes, Martín, en tu mano la suerte de todos esos judíos, pero principalmente la del padre de doña Juana.
—Es verdad.
—Te obedecerán todos ellos ciegamente, porque una palabra tuya puede llevarles al brasero.
—Tan cierto es todo eso —dijo Martín pavoneándose orgullosamente—, que escribí a doña Juana ordenándole que prescindiera de un galán con quien trata de amores, y obedeció.
—¿Te lo dijo ella así?
—Decírmelo no; pero envíele una cinta verde que debía colocar en su tocado, si estaba dispuesta a obedecer.
—¿Púsosela?
—Sí que se la puso, y yo con ella la he visto…
—¿Sabe, por ventura, que tú posees el secreto de los suyos?
—Lo ignoro: quizá consultó con su padre…
—Quizá te engañe.
—¡Ay de ellos!
—Por hoy no importa. Oye, el virrey está locamente apasionado de doña Juana: lo sé, porque mi madrina doña Fernanda, que en todos esos enredos interviene, me hizo llamar para que averiguara la vida de esa dama y si tenía galán, y cuanto más fuera posible. Engañé a mi madrina, diciéndole que la doña Juana no trataba de amores con nadie; ella entonces me dijo que el marqués de Villena haría la felicidad del hombre que le consiguiera la correspondencia de la doña Juana, y que yo procurase un medio para alcanzarlo.
—Y bien ¿qué pensaste?
—Al principio, como no estaba seguro de que la joven tuviese un amante, presumí que no podría resistir a la seducción de un virrey; pero ahora sé que está enamorada, y el plan debe ser muy diferente.
—Sabes el nombre del que ha alcanzado su amor…
—Llámase don Guillén de Lombardo, o de Lampart, como le dicen otros.
—Poderoso enemigo —dijo don Martín meneando la cabeza.
—No para nosotros, a pesar de que obligado le estoy por haber salvado a mi padre del incendio; pero cúlpese a sí mismo de atravesarse en mi camino; además, que no se trata de matarle, sino de quitarle una dama que puede sustituir con otra.
—Pero yo ¿qué tengo de hacer, y cómo voy a conseguir todo eso que me has ofrecido?
—Sencillamente: yo digo a mi madrina que hay un hombre que se compromete, bajo pena de la vida, a obligar a doña Juana a ir hasta el aposento mismo del virrey a entregarse a su amor.
—¡Demonio! —dijo don Martín haciendo un gesto—. Eso es muy duro para mí, que estoy enamorado de la muchacha; y si tal me hubiera ocurrido, la habría hecho venir a cenar conmigo.
—Sigues siendo tonto, Martín. ¿Qué más te importa esa mujer que otras? Todas ellas son iguales, y lo que les da valor o estimación, es nuestro capricho: después de un mes de tratarla, te parecerían más hermosas Escudilla y Amarilis, mientras que con la posición que vas a ocupar, podrás tener una más linda cada semana.
—Bien dicho: adelante.
—La madrina se volverá loca de contento. Diréla que necesitas hablar al virrey a solas: ella le hará ir a su casa; yo te llevaré a ti: hablaremos, y tú y el marqués por un lado, y la madrina y yo por el otro.
—¿Y qué diré al virrey? ¿Qué pediré?
—Ya veremos después. Entonces pides a doña Juana una cita, advirtiéndole que consulte con su padre si puede concedértela, y la concederá. Trataremos más tarde de lo que tienes que decirla; pero el resultado será, que una noche, una silla de manos la llevará, según tu promesa, hasta la estancia misma del virrey.
—¿Y si ella resiste?
—Su mismo padre la llevará; lo verás.
—Estoy conforme, aunque la muchacha me tiene enamorado.
—Mira: después de ser la dama del virrey, será la tuya más fácilmente ¿convienes?
—Magnífico; mejor que mejor.
—Mañana mismo voy a ver a mi madrina.
—Y yo estoy decidido a todo.
—Voime, que es ya muy noche. No oigo ruido ¿qué harán esos diablillos?
—Se habrán dormido.
Aquellos dos hombres volvieron al comedor.
Todas las mujeres dormían en el mayor grado de la embriaguez.
—Buena noche pasarán —dijo Felipe.
—Ahí las dejo, y me voy a mi alcoba —contestó don Martín.
—Pues hasta mañana, y Dios te guarde.
—Él vaya contigo.
Don Martín se entró, cerrando por dentro la puerta de su habitación, y Felipe se dirigió a la calle, escuchándose sus pasos al bajar la escalera, y luego el abrir de la gran puerta de la casa.
Entonces, a la moribunda luz de las bujías, se levantó cautelosamente una cabeza: era la de Escudilla.
La muchacha volvió por todas partes sus negros y lindos ojos, y viéndose enteramente sola, se puso en pie.
—Bribones —dijo a media voz— ya veremos mañana… Esta noche es preciso pasarla bien.
Y acomodándose en un diván, se cubrió la cabeza con un mantón que en él había, y que no podía asegurarse si era suyo o de alguna de las otras perdidas.
Diez minutos después, las pocas bujías, que aún ardían, lanzaron sus últimos resplandores, y aquella estancia se hundió en la más profunda oscuridad.
Los ronquidos de Escudilla se mezclaban ya con el coro de sus dormidas compañeras.