XV

Don Martín de Malcampo

Algunos días habían pasado desde que doña Juana recibió la carta de don Martín de Malcampo, y la joven, obedeciendo a su padre, se presentó en la ventana con la cinta verde en el peinado.

Pero don Gaspar no se atrevió a referir a su hija la escena que había pasado con Daniel, ni el terrible conflicto en que se encontraba.

Don Gaspar estaba triste y afligido, y la razón era muy clara. Don Gaspar y toda su familia seguían la religión de Moisés, y en la casa de él se reunían continuamente los principales judíos de México a celebrar sus ceremonias.

Un día, Daniel, el más anciano y el más respetable entre los judíos, observó que en la casa de Henríquez había un rostro desconocido entre la servidumbre: era un joven que estaba allí en calidad de sirviente.

—¿Quién es este joven? —preguntó Daniel.

—Un muchacho del Real de Taxco —contestó don Gaspar— huérfano, y a cuya familia estoy muy obligado por el cariño con que me trataron en los primeros años de mi permanencia en el mineral.

—¿Qué piensas hacer de él? —volvió a preguntar Daniel.

—Deseo protegerle, haciéndole entrar en el comercio, y entretanto permanecerá a mi servicio…

—Mal haces ¿por ventura pertenece a nuestra religión?

—Cristiano es; y por eso quiero tenerle a mi lado, para instruirle en nuestra ley.

—Peligroso camino es ese, que estando él dentro de tu casa, denunciarnos puede a todos.

—Respondo de él; conozco su discreción, y pues tanto o mayor peligro tengo yo que todos vosotros, a no conocerle tanto, no le introdujera en mi casa.

—Haz como quieras, que tuya es toda la responsabilidad. ¿Cómo se llama?

—Andrés.

—Tú lo sabes.

Don Gaspar no hizo aprecio de las sospechas de Daniel, y Andrés permaneció muchos meses en la casa, y aunque los judíos se reunían allí, él no daba indicios de advertir nada; por el contrario, manifestaba empeño de instruirse en la ley de Moisés, que don Gaspar le iba enseñando, aunque con mucha cautela.

Una ocasión buscaron en la casa a Andrés, y no pareció: había salido. Se le esperó, mas en vano; pasó un día, y otro y otro, y Andrés no volvió.

Don Gaspar comenzó a arrepentirse de su confianza; serios temores le asaltaban, estaba inquieto, temía que Andrés hubiera denunciado todo al Santo Oficio. Cada vez que llamaban a la puerta, sobre todo de noche, temblaba creyendo ver aparecerse la Inquisición. En cada hombre que encontraba en la calle veía un familiar: si uno de los judíos que le visitaban dejaba de venir, suponía que estaba ya en las cárceles secretas y que comenzaba a desatarse la persecución.

Sus días eran intranquilos, agitadas sus noches, apenas podía conciliar el sueño, y espantosas pesadillas le asaltaban y despertaba jadeante y con la frente inundada por el sudor de la angustia.

Tenía el terror de la Inquisición y el remordimiento de haber perdido a todos sus hermanos de religión.

Por supuesto que nada dijo de todo esto a los otros judíos, a pesar de que todos advirtieron el cambio que sufría, y conocían que su salud iba decayendo visiblemente, minada por un padecimiento moral.

El trabajo de destrucción que emprende una enfermedad del espíritu, es más lento pero más seguro, porque contra esos males el médico no ha encontrado el remedio.

Cada día el hombre sorprende el secreto de una ley de la naturaleza, y va depositando esos descubrimientos en esa caja que se llama la ciencia, y que como el tonel de las Danaides no tiene fondo ni puede colmarse jamás, porque el día que el hombre conociera toda la ciencia, sería Dios.

Pero respecto a eso que se llama el espíritu, la humanidad está hoy tan ignorante y tan ciega como hace veinte o treinta siglos; ni un paso adelante, ni una sola verdad nueva, ni siquiera una prueba más de aquello que creemos verdad, porque verdad lo han creído nuestros antepasados.

Hablar del espíritu como de lo que no es materia, y sentir y contemplar todos los días enfermedades del espíritu, es decir, desorganización, imperfección accidental en él, decaimiento, fragilidad, accidentes todos propios, naturales, inherentes a la materia, a los cuerpos orgánicos.

El espíritu no se ve, no es perceptible a nuestros sentidos ¿por qué es incapaz de percibirse por sí, o por qué nuestros sentidos son limitados y carecemos del que era necesario para ponernos en relación con ese mundo que se llama espiritual?

Don Gaspar enfermaba rápidamente del espíritu.

Aquella zozobra, aquel terror continuo, aquel pavoroso cuadro que se le presentaba a todas horas en el porvenir, eran para él mil veces más espantosos que la realidad, por terrible que ésta fuese.

En la víspera de una gran batalla se siente una emoción más profunda que en el combate mismo.

Una mañana, Daniel se presentó en casa de don Gaspar más temprano de lo que acostumbraba. El semblante del viejo judío revelaba que algo extraordinario pasaba: Daniel estaba pálido, y parecía completamente turbado.

Al verle don Gaspar, procuró sonreírle amistosamente, pero la seriedad de Daniel le aterró.

Estaban los dos solos en el aposento de don Gaspar. Daniel registró con la mirada la estancia, y, convencido de que nadie había allí más que ellos, cerró misteriosamente las puertas. Todo sin hablar una sola palabra, y sin mirar siquiera a don Gaspar, que le contemplaba con terror.

Don Gaspar presentía que una escena violenta iba a representarse, y el recuerdo de Andrés estaba quemando su cerebro.

Daniel sacó del pecho una esquela y la presentó en silencio a don Gaspar, quien la tomó como instintivamente, como magnetizado por la mirada y el ademán del viejo.

Era una gruesa carta escrita al uso de aquellos tiempos, es decir, doblado el papel en el sentido de su longitud, lo que la hacía aparecer muy larga y muy angosta.

El papel en que venía escrita era de la peor clase, los caracteres de ella desiguales, indicando una mano poco experta, y aun se descubría en uno de los extremos del papel una gran oblea cuadrada y de color verde.

Don Gaspar comenzó a leer:

Sr. Daniel Montoya. —Secreta—.

En el tiempo que serví en la casa de don Gaspar, pude conocer que vuesa merced y don Gaspar, y otras muchas personas que allí concurrían, profesan la ley muerta de Moisés.

Hace pocos días nos han leído en la misa el edicto de la santa Inquisición, que manda, bajo pena de excomunión mayor, que todo el que sepa de judíos o herejes, ocurra a denunciarles.

Yo no sólo tengo noticia de que vuesas mercedes son judíos, sino que a mí me quisieron enseñar su ley, y tuve empeño en conocer las ceremonias, y puedo dar muchas luces sobre ellas a los señores inquisidores.

Tengo también la lista de todos los judíos que concurren a la casa de don Gaspar, y se holgarán mucho los señores inquisidores de que yo la entregue para hacer un ejemplar castigo en México, y un lucido auto de fe en nombre de Dios.

Como sé todo esto, sé que vuesa merced es el principal de todos, y que vuesa merced y casi todos son muy ricos: quisiera saber cuánto serían capaces vuesas mercedes de darme porque calle el secreto, para ver si me conviene.

Esta noche espero la respuesta, a las once, en el Portal de Santo Domingo, advirtiendo a vuesa merced que tengo por escrito mi denuncia, con la lista de vuesas mercedes, señas de sus casas y demás pormenores, y todo ello en pliego cerrado en poder de un mi amigo, escribano de esta ciudad, con especial encargo que bajo cargo de conciencia le tengo hecho, de entregar dicho pliego al señor inquisidor mayor tan luego como supiere que yo he desapareado de México o muerto de mala muerte, lo cual no puede estar oculto para él mucho tiempo, porque vivo en su mesma casa.

Dios guarde a vuesa merced muchos años.

ANDRÉS EL DE TAXCO

Don Gaspar leyó aquella carta con estupor, y al terminar su lectura alzó el rostro a mirar a Daniel, abriendo los ojos desmesuradamente y sin pronunciar una palabra.

Parecía que el hombre iba a perder la razón.

Daniel, de pie, pálido y severo, con los brazos cruzados sobre el pecho, permanecía inmóvil como una estatua.

Ninguno de los dos sabía o quería comenzar la conversación; pero aquello se prolongaba demasiado, y Daniel rompió por fin el silencio.

—¿Qué dices de todo esto? —preguntó con voz ronca y como dominando su cólera.

—¿Qué digo? —exclamó el desgraciado don Gaspar, permaneciendo después en silencio.

—Y bien ¿no comprendes que estamos perdidos, y perdidos por tu culpa, por no haber querido escuchar mi consejo? ¿Que más de veinte familias ricas, bien afamadas, y entre las cuales hay mujeres, viejos y niños, van a perecer por una criminal imprudencia tuya? Responde, Gaspar.

—¡Oh! Todo lo comprendo.

—Pero ahora, ya es tarde…

—No: yo soy el culpable, yo debo salvaros. Daniel, ese hombre lo que quiere es dinero, el oro le hará callar.

—Pues bien, yo soy rico, tú lo sabes; tú conoces mi capital: si crees que basta para saciar la codicia de Andrés, ofrécele todo para comprar su silencio; todo: yo volveré a trabajar como antes; yo mantendré a mi hija, como en otros tiempos, con el sudor de mi rostro; porque a costa de mi sangre quiero alejar la desgracia de vosotros; porque es preferible vivir en la miseria a sufrir esa angustia que tanto tiempo ha que me atormenta. Con gusto cederé todos mis bienes, si esto me vuelve la tranquilidad…

—Ese rasgo te honra, y te reconcilia con nosotros. Eres el culpable; pero tus hermanos no te abandonarán como tú no les abandonas: entre todos, y proporcionalmente, pagaremos a ese hombre lo que exija…

—Gracias, hermano mío.

—Esta noche le veré, y mañana sabrás lo que he convenido con él. Dios te guarde.

Daniel salió, y desde ese momento don Gaspar se dedicó a poner en orden todos sus papeles y arreglar sus cuentas, como si al siguiente día tuviera que hacer entrega de toda aquella fortuna, que ya reputaba él como ajena.

El golpe era rudo; y sin embargo, aquella noche durmió don Gaspar con una tranquilidad que no había conocido hacía mucho tiempo.

Se creía desgraciado; pero por fin el momento había llegado. La realidad había sido menos terrible de lo que él se pensaba: Andrés se contentaba con dinero; salvaban todos los judíos; salvaba don Gaspar de la Inquisición; veía también libre a su hija. Se perdían los bienes; pero en otro caso el Santo Oficio se hubiera apoderado de ellos.

Don Gaspar durmió hasta bien entrada la mañana, y quizá no hubiera despertado, si a la puerta de su aposento no hubieran llamado.

Levantóse a abrir violentamente.

Era Daniel, que llegaba tranquilo y con semblante halagüeño.

—¿Qué pasa? —preguntó con inquietud don Gaspar.

—Que el hombre —contestó Daniel revisando la puerta por dentro— exigió menos de lo que yo me esperaba.

—Cuéntame.

—Anoche le busqué yo mismo en el Portal de Santo Domingo, y no me fue difícil encontrarle, porque era el único que allí había. Reconocíle, reconocióme él, y comenzamos a tratar. Te hago gracia de los pormenores, porque comprendo tu impaciencia; el contrato quedó arreglado así: recibirá diez mil duros para establecer su casa, porque quiere pasarla de gran señor, y después se le darán mil duros cada mes durante su vida.

—Cumpliré lo que has ofrecido.

—Escúchame: en primer lugar, dándole esa mesada, le tenemos siempre seguro; que a recibir una sola suma, por grande que fuese, la gasta y nos pide otra con nuevas amenazas, y capaz sería de arruinarnos a todos en poco tiempo.

—Tienes razón.

—Luego el capital que podía haber exigido, produce en nuestras manos mayor rédito que mil duros.

—Nada más digas, Daniel; pagaré, pagaré contento; eso es muy poco…

—Aguarda: finalmente, tanto los diez mil duros como las mesadas, las pagaremos entre todos…

—No lo consentiré, Daniel; soy el único culpable.

—Obedece y calla. Reflexiona cuántos males te vienen por negarte a mis consejos.

—Haré cuanto me digas.

—Bien; pues mesadas y demás serán entregados puntualmente en mi casa a don Martín de Malcampo.

—No le conozco.

—Ojalá: don Martín de Malcampo no es otro que Andrés que toma ese nombre para hacer su aparición en el mundo…

—¿Y los papeles?

—¿Qué papeles?

—Su denuncia y las listas ¿no exigiste que te las entregara?

—No.

—Entonces…

—¡Qué niño eres, Gaspar! ¿Qué conseguía yo con que me hubiera dado esa lista, si tiene otras semejantes en su poder, y sobre todo, en la memoria? ¿La denuncia? ¿No podía escribir otra o hacerla de palabra?

—Tienes razón.

Poco tiempo después de estos sucesos, apareció en México un hombre sin familia, que pasaba por muy rico, y se llamaba don Martín de Malcampo.

Puntualmente ocurría el mayordomo de don Martín el día último de cada mes a la casa de Daniel, y recibía para su señor mil duros.

Algunas veces don Martín gastaba más de lo que tenía y le faltaba dinero, o tenía el capricho de comprar alguna alhaja o carruaje, o caballo de gran valor; entonces ponía una esquelita «suplicando cariñosamente» a Daniel le proporcionase la suma que necesitaba, y enviaba su esquela con el mayordomo, sin que jamás éste hubiera vuelto sin llevar consigo el dinero.

Todos los que conocían a Malcampo, creían, o que tenía grandes sumas en poder de Daniel, o que gozaba de un crédito ilimitado; aunque esto último no era probable, porque nadie podía decir que un solo maravedí saliera de casa de Malcampo para entrar en la de Daniel.

El resultado de todo era que don Martín se daba una vida de príncipe.