XIV

Los planes de Don Guillén[1]

—Si el ardiente deseo —dijo don Guillén— que me anima para conquistar la independencia de esta tierra, y sacar a sus hijos del cautiverio en que gimen, no embargara mi espíritu completamente, sin dar lugar a otra reflexión, sin duda que me asombraría la magnitud de la empresa que vamos acometiendo y la suprema dignidad con que me habéis investido.

»Reyes y emperadores, cuenta la historia que ascendieron al solio por la voluntad de los pueblos y por el esfuerzo de su brazo, antes que por derechos de la sangre y de la herencia.

»Habéis fiado en mí; me habéis elegido para que os conduzca. Ha llegado el momento de obrar y necesito que conozcáis mis planes: quizá en ellos encontréis algo que no os parezca lícito poner en ejecución; pero reflexionad que todos los medios son buenos, y justificables todos los arbitrios, y permitidas todas las armas, cuando se trata de defender una causa tan santa y de combatir enemigos que no se detienen ante ninguna consideración cuando llegan a comprender que se trata de atacar lo que ellos llaman su derecho.

»Ante todo, es preciso, necesario, que yo me apodere del virreinato de la Nueva España, y estoy seguro de conseguirlo dentro de pocos meses.

»Escuchad, y no os cause asombro.

»Conozco entre los hombres que me son adictos en este país, a un indio, tan diestro para falsificar toda clase de sellos, imitándolos perfectamente, que difícil, si no imposible, sería distinguir entre varios cuáles son verdaderos.

»Este hombre me servirá con lealtad, y será capaz de dar la vida por mí si necesario fuere: está aquí en México esperando mis órdenes.

»Mandaré a ese hombre que abra todos los sellos necesarios para poner cédulas y cartas de Felipe IV, por las cuales me nombra a mí, es decir, al marqués de Crópoli, con cuyo título seré conocido, virrey y capitán general de la Nueva España.

»Esas cartas y cédulas vendrán en pliego cerrado y sellado, dirigido al provincial de San Francisco, para que en ese convento se abran, con citación de algunos oidores, alcaldes y otras personas principales que no sean afectos al virrey, marqués de Villena.

»Para esto es necesario aprovechar la venida de algún navío al puerto de Veracruz, y que venga de España, a fin de que más fácilmente se crea en la llegada del pliego.

»Con la cédula del rey nombrándome para gobernar estas tierras, vendrán también cartas del mismo Felipe IV, dirigidas a las personas a quienes se cite para ese día, encargando a todas ellas me presten auxilio y me pongan luego en posesión del gobierno, por los temores y noticias que se tienen en Madrid sobre la deslealtad del marqués de Villena y sus relaciones amistosas con el duque de Braganza, que se ha levantado con el Portugal.

»Yo haré escribir todas estas cédulas y cartas tan diestramente, que, no los oidores y alcaldes, pero ni el mismo Felipe IV sería capaz de notarlas por falsas.

»Reunidos ya en el convento de San Francisco, se abrirá el pliego, leeránse las cartas y cédulas; y tanto por obedecer las órdenes de su rey como por vengarse del Marqués de Villena, a quien tan mal quieren, todas aquellas personas me llevarán a Palacio a darme la posesión del gobierno.

»Todo esto será obra mía, y en esto vosotros no tenéis ni que ayudar ni que exponer; pero sí, desde ese momento debo ya contar con todo vuestro auxilio.

»Al tiempo de llegar al Palacio, es preciso que todos vosotros estéis allí, llevando por lo menos quinientos hombres bien armados y decididos, para sostenerme en caso necesario; pues si en ese punto se descubriese algo o el marqués de Villena pretendiese resistir, necesario sería consumar por la fuerza lo que se había comenzado por la astucia y el engaño.

»Mientras la verdad se averiguaba; mientras se remitían noticias a España, cosa que nosotros procuraríamos evitar, nuestra empresa ganaría terreno y nosotros tiempo.

»Para entonces, si tal sucediera, he cuidado de hacer que por todas partes se hable ya de los planes del de Villena, acusándole aquí y en la corte de desleal y de traidor a su rey. Algunos tomarán partido por él; pero los más le tomarán por nosotros, creyéndonos defensores de los derechos de España, y recordando todos la suerte del marqués de Gelves, arrojado del virreinato de Nueva España por un tumulto, y no olvidando ninguno que ni Gelves fue repuesto, ni castigados los que le arrojaron.

»Dos hombres hay que pueden ser grande obstáculo para nuestros planes, amigo el uno y enemigo el otro del marqués de Villena: el enemigo es su antecesor el marqués de Cadereyta, que aún está en este país; el amigo es el obispo de Puebla don Juan de Palafox.

»El de Cadereyta tiene aún partidarios, y en caso de un tumulto, quizá pretendería tomar para sí el mando. El obispo Palafox ha sido apoyado en todas sus pretensiones en la corte por el marqués de Villena, y sin duda le defenderá y hará por él cuanto puede hacerse por un grande amigo; y el obispo Palafox es hombre de gran inteligencia, de gran valor y de gran prestigio.

»Apartar de nuestro camino a estos dos hombres será muy necesario, sobre todo a don Juan de Palafox, y ya sobre esto trataremos más largamente.

»En posesión ya del gobierno, con el nombre de marqués de Crópoli, aumentaremos rápidamente nuestras tropas, agregando a los quinientos hombres que debéis tener dispuestos para el día en que se abran los pliegos, toda la gente adicta a nosotros; y esta gente será mucha, porque yo cuidaré de atraerla.

»Publicaré un bando, ofreciendo la libertad a todos los negros y mulatos que quieran ayudarme en mi empresa, y otro para que tanto éstos como todos los indios, sean capaces de obtener puestos y oficios públicos, honrosos y lucrativos, y librando a todos de tributos y pensiones de repartimientos.

»Entonces se proclamará ya sin embozo la libertad de este reino y mi elevación al trono.

»Propondremos un tratado de alianza ofensiva y defensiva al duque de Braganza, que combate por su nuevo reino de Portugal, y que verá colmados sus deseos si la atención de España se divide en momentos en que él más lo necesite.

»Quizá todos estos mis planes se desvanezcan como el humo ante un incidente no previsto por nosotros, y que en la mano del hombre no esté el poder para evitarle; pero en ese caso, si por una denuncia llegara la garra del Santo Oficio a apoderarse de mi persona, podéis descansar tranquilos, que los tormentos más espantosos, la presencia misma de la hoguera, no serían parte para arrancar de mis labios una confesión, para hacer brotar de mis labios el nombre de uno solo de vosotros. Allí yo me defenderé, y no iré a caer de rodillas implorando perdón o compasión de los inquisidores. El poder no les infunde ciencia: iré al patíbulo, porque ellos son fuertes y yo débil, porque la justicia no habita ya sobre la tierra; pero ellos mismos comprenderán que la razón va conmigo, y conmigo perece entre las llamas.

»Si tal llegare a suceder, que no me parece imposible ni aun remoto, yo os amonesto para que continuéis con tesón la obra que hemos emprendido, olvidándome, como si jamás me hubiérais conocido; quizá otro caudillo, más feliz que yo, logre emancipar esta tierra.

»Tengo amigos en la Puebla de los Ángeles que se ocupan en difundir la idea de la independencia entre la raza indígena. En los ricos minerales de Taxco, un indio adicto a mi persona predica lo mismo entre sus hermanos; los planes que os he indicado, sobre dar libertad a negros y mulatos, y hacer capaces a éstos y a los indios de empleos y cargos públicos y la abolición de tributos, andan ya de boca en boca entre las gentes que conviene que sean sabedoras de ellos.

»Bien conozco que en eso está el peligro, que el secreto no existe ya, que la espada está pendiente sobre mi cabeza; pero es necesario todo este arrojo para preparar la jornada. Callar era salvarse; pero era también no avanzar en la empresa, y estas grandes hazañas no se han guardado para los cobardes.

»En nada está comprometido vuestro nombre, os lo repito; vivid tranquilos.

»Yo lo he jurado: o la libertad para el Anáhuac y su trono para mí, o la muerte en la hoguera del Santo Oficio».

Don Guillén calló, y un silencio terrible reinó en el salón. Todos aquellos hombres, con la faz sombría y las cejas tenazmente fruncidas, meditaban en las palabras de su jefe, y seguramente no había uno entre todos ellos que no le mirara con respeto, y que no comprendiera la salvaje energía del hombre que hablaba con tanto desprecio de la Inquisición, y que jugaba en una partida tan desigual su vida, no dignándose siquiera tomar la más insignificante precaución.