XII

Un amante feroz

Doña Juana había recibido, al tiempo de separarse don Guillén en la última entrevista de ambos amantes, una carta que pusieron entre las rejas de su ventana; creo que no lo habrá olvidado el lector, y preciso será también que sepa lo que esa carta contenía.

Era una esquela cuidadosamente doblada y envuelta en una cinta de seda verde.

La joven, al principio, vaciló para abrirla: suponía que era uno de tantos billetes amorosos que había recibido, y en los cuales uno tras otro cien amantes llegaban declarándole su pasión y haciéndola sabedora de que dispuestos estaban todos a dar fin a su existencia, si no obtenían el anhelado precio de su amor.

Al recibir el primero y aun el segundo de aquellos billetes, doña Juana había temblado, pensando en que sería quizá la inocente causa de un suicidio; pero convenciéndose a poco andar de que ninguno de aquellos hombres cortaba el hilo de sus días, y cobrando experiencia, dejó de temer por la salud de sus despreciados adoradores.

Sin embargo, aquella última carta la inquietaba sin saber por qué. Aquellas palabras pronunciadas por el hombre embozado, conjurándola a leer, porque en ello iba su felicidad, la habían impresionado.

Recogió la carta, que había caído a sus pies, cerró la ventana, y se retiró a su aposento.

Sentada en un sitial, delante de una mesa, daba vueltas entre sus dedos a la carta, sin resolverse a abrirla; por fin, rompió la cubierta, desdobló la esquela, y a la luz de la bujía comenzó a leer.

Señora:

Ha más de un año que os amo y sigo por todas partes. Quizá habréis reparado en mí: soy noble y rico; y aunque no joven, podría haberos hecho más feliz que lo que vos imagináis.

Vuestros desdenes me han exaltado; pero sufría y esperaba, porque os creía incapaz de amar; y si no mía, de ninguno. Esto me consolaba.

Ahora estoy seguro de que amáis a un hombre. Tengo más que celos: envidia, desesperación, rabia.

Será imposible ya que me améis, porque vuestro corazón es de otro hombre, y aun cuando, yo le matara, comprendo que ni aun así me amaríais.

Entonces diréis ¿qué es lo que pretendo? Sabedlo, señora: no puedo sufrir que améis a otro hombre; ni menos que viváis en correspondencia con él.

Lo he jurado, y de cumplirlo tengo: mía o de nadie: mía no; mas de nadie, doña Juana.

Soy poderoso. Conozco al hombre que es feliz con vuestro amor: puedo perderle, perderos a vos, a vuestro padre, a cuantos os rodean, a cuantos os interesan.

Por el amor de todos ellos, por vuestra propia felicidad, prescindid de ese hombre; vivid sin amar a nadie, ya que no queréis amarme a mí; de lo contrario ¡ay de él!, ¡ay de vos!, ¡ay de los vuestros! No sabéis hasta dónde llegará mi venganza…

No exijo contestación vuestra. Os envío esa cinta verde, y os doy un mes de plazo: si dentro de un mes, en cualquiera de sus días, miro esta cinta en vuestro peinado, nada tendréis que temer, porque será señal de que me habéis obedecido; si no, temblad.

En todo caso os vigilo.

No olvidéis que os importa guardar en esto el más profundo secreto.

DON MARTÍN DE MALCAMPO

Cuando la joven acabó de leer la carta, quedó como petrificada; no sabía si en su ánimo pesaba más el temor de que aquel hombre cumpliese sus amenazas, o la indignación de verse tratada así, ella que vivía rodeada de consideraciones, de respetos, casi de adoraciones.

Pero el temor venció. Las mujeres que aman con pasión, desprecian el más espantoso peligro que amenace sólo a ellas, y más cuando este peligro les viene por causa de su amor; pero tiemblan y se acobardan y gimen, si la sombra más pasajera empaña la existencia del hombre a quien han entregado su corazón, porque una mujer enamorada es el modelo de la abnegación: no piensa en sí como el hombre, no teme sino por él, no goza, sino cuando él goza: es al mismo tiempo una leona y una gacela.

El hombre guarda todo su amor en el corazón, y siempre procura dejar libre la cabeza; pero en la mujer, la pasión lo invade todo, de todo se apodera: en el corazón y en el cerebro todo es amor, todo es para el objeto amado.

Por eso las mujeres suelen ser imprudentes, porque están ciegas; por eso bien puede asegurarse que una mujer que no es indiscreta, que una mujer cuyo amor no se desborda sin consideraciones a respetos sociales, no es una mujer apasionada; es, cuando más, una mujer que cree estarlo, o que a lo menos lo finge.

Por eso siempre se dice y se dirá que la mujer es del hombre a quien ama; pero no se puede decir con exactitud que el hombre es de la mujer a quien dice que adora.

Doña Juana no pensó en sí ni en los suyos; pensó en don Guillén, temió por él, y lloró como si ya le viese vacilando bajo el puñal de un asesino.

Conocía ella demasiado a don Martín de Malcampo, para creer que aquellas amenazas eran una ridícula ostentación de celos; demasiada fama tenía don Martín para que doña Juana no temblase al encontrarle en su camino.

Don Martín era un hombre muy rico, dueño de grandes ingenios de azúcar, según dicen todos, y que vivía en México, si no aislado, sí rodeado sólo de la gente más perdida de la sociedad. Tratantes de negros, espadachines, chalanes, mujeres de reputación equívoca, éstos eran los ordinarios comensales de don Martín, que habitaba una gran casa en la plaza de las Escuelas, cerca por consiguiente de la calle de la Merced.

Don Martín había seguido por todas partes a la joven, le había escrito y dado músicas; pero ella, aunque le conocía, ni por un instante había alentado sus locas esperanzas. Es verdad, también, que jamás temió que a tanto llegase la audacia de aquel hombre; sino por el contrario, segura estaba ella de que el fin de aquel galanteo sería que él, cansado y sin obtener nada, se apartaría de la empresa como tantos otros.

Por eso al leer la carta sintió como si un rayo hubiese caído a sus pies: veía nublarse su porvenir, y rugir la tempestad en el cielo de aquellos amores antes tan dulces y tan tranquilos.

Don Martín se llamaba noble, y nadie en la ciudad podía asegurar que lo era, ni aun saber cuál era el principio de su inmensa fortuna, puesto que de un día a otro apareció aquel hombre como un potentado, cuando la víspera nadie le conocía.

Doña Juana pensó por un momento avisar a don Guillén lo que pasaba; pero el conocimiento que tenía de él y de la viveza de su carácter, le hicieron desistir inmediatamente de esta idea.

Por otra parte ¿qué podía hacer don Martín, con toda su riqueza y su audacia, contra un hombre como don Guillén de Lampart, fuerte, valiente, vigoroso, rodeado siempre de buenos amigos, respetado y querido en la sociedad por su generosidad y sus vastos conocimientos?

En aquellos tiempos, y sobre todo en México, los lances personales ponían pronto término a las enemistades; y en una noche y delante de las rejas de una dama, dos rivales, con el estoque en la mano se disputaban la posesión del campo, y la destreza o la fortuna de uno de ellos le daba la victoria, y el otro si no moría, después de curarse dirigía a otra parte sus amorosos suspiros.

Don Guillén nada tenía, pues, que temer, supuesto su conocida destreza en el manejo de las armas y su valor; pero ¿qué valdría esto contra el oculto puñal de un asesino?

Doña Juana, alternativamente se consolaba y volvía a temer; y en esta agitación de su espíritu, olvidó que había dado la hora en que acostumbraba reunirse con su padre para pasar la velada.

Repentinamente la puerta se abrió sin que nadie hubiera llamado, y don Gaspar penetró en su alcoba.

Don Gaspar, el padre de doña Juana, era un hombre como de cincuenta años, verdaderamente vigoroso; su rostro, aunque tostado por el ardiente sol de los trópicos, indicaba que el hombre pertenecía a la raza española; sus cabellos estaban canos, pero sus cejas negras, y aún había algo de robustez y de brío en él, que no permitían llamarle viejo.

La joven ocultó precipitadamente la carta de don Martín, que aún tenía en la mano; pero don Gaspar lo notó.

—Hija mía —la dijo con dulzura— estás llorosa, preocupada; ocultas un papel cuando me miras entrar ¿qué te pasa, Rebeca? ¿Tienes acaso secretos para tu padre?

—Padre —le contestó la joven— nada me sucede; no tengo secretos…

—¡Rebeca!

—No, padre mío…

—Rebeca, tú me engañas; mírame.

Y don Gaspar levantó con su mano suavemente el rostro de la joven, tomándola por la barba, y más bien como una caricia que como una muestra de enojo.

La joven no se atrevió a mirar a su padre, y se puso encendida de rubor.

—¿Lo ves, hija mía? Quieres engañarme: cuéntame lo que te pasa; desahoga tus penas conmigo. Desde niña te he enseñado a ver en mí un amigo, no un tirano.

Doña Juana lloraba sin querer.

Vamos, cuéntame —prosiguió don Gaspar enternecido— dime: cosa grave debe ser ésta que te hace llorar; llorar a ti, que tan pocas veces derramas tu llanto. Cuéntame ¿acaso será algún disgusto que te haya causado don Guillén; tendrás celos, hija mía? No te atormentes tú sola; los celos casi siempre son infundados, y no son en sí más que una enfermedad en el cariño: ¿qué te ha hecho?

—No, padre mío, no le culpes, porque él es siempre tan bueno y tan leal conmigo…

—¿Pues entonces?

—Mira, señor —dijo doña Juana sacando de su escarcela la carta de don Martín.

Don Gaspar comenzó a devorar el contenido, y a medida que avanzaba en la lectura, sus mejillas se encendían, su entrecejo se fruncía, sus ojos brillaban, y sus dientes apretados rechinaban de cuando en cuando.

No tuvo calma para leer mucho sin volver la hoja buscando la firma.

—¡Miserable! —exclamó, arrugando la carta entre sus manos—. ¡Miserable! Yo le tengo de enseñar cómo se amenaza a una dama, y sobre todo cuando esa dama es mi hija.

—Padre ¿qué pretendes hacer? Tengo miedo por ti —exclamó doña Juana poniéndose pálida.

—Nada temas, Rebeca —contestó don Gaspar reportándose y procurando aparecer tranquilo— no seré yo quien vaya a retar a un miserable como ese.

—¿Pero no temes sus amenazas?

—Quizá sea lo que menos temo en el mundo. Mañana, hija mía, adorna tu peinado con esa cinta verde.

—Padre ¿qué dices? ¿Prescindiré del hombre a quien tú me permitiste amar?…

—Nadie te dice que prescindas, Rebeca: ama como siempre a don Guillén, porque él merece tu amor; pero mañana adórnate con esa cinta.

—Obedeceré padre mío.

—Y verás que tu padre sabe velar por ti y vengar las afrentas que te hacen.

—¿Piensas…?

—No me preguntes, Rebeca; obedéceme, y ten confianza en tu padre. No llores, y no pienses ya en eso sino para adornar más tu tocado.

Don Gaspar salió de la estancia cerrando tras sí la puerta.

Entonces su aspecto cambió: estaba solo y se encontraba, ya no delante de su hija, sino en presencia de su mismo pensamiento.

Se detuvo un momento; púsose a meditar, y luego, como si la fuerza de una idea congojosa hubiera hecho brotar el sudor de su rostro, sacó de la bolsa de sus calzones un pañuelo blanco y se enjugó la frente húmeda, murmurando:

—¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?

Volvió después a caminar, y se entró en otro aposento en el que un hombre anciano y de larga y blanca barba le esperaba, sentado cerca de un gran escritorio.

—Gaspar —dijo aquel hombre— estás demudado ¿qué te pasa?

—Lee —contestó don Gaspar mostrándole la carta que aún llevaba en la mano.

El anciano leyó.

—Esto es grave —dijo— ese hombre está apasionado verdaderamente de tu hija. ¿Y qué piensas hacer?

—Matarle.

—¡Matarle! ¿Olvidas que no podemos atentar contra su vida? Qué digo: necesitamos aún de cuidarle. ¿Olvidas que, en mala hora, por una imprudencia tuya, este hombre descubrió nuestros secretos? Tiene las pruebas de que nosotros seguimos la ley de Moisés: tiene los nombres de todos nuestros hermanos; puede entregarnos a todos en el momento al terrible poder de la Inquisición.

—Daniel, si le mato nada podrá decir.

—Te engañas: ese hombre tiene escrita toda su denuncia y depositada en poder de un escribano, que ignoro quién es, y con orden de que si muere de mala muerte, la entregue luego a la Inquisición.

—¿Y debo consentir que insulte así a mi hija?

—Ojalá fuera sólo eso.

—¿Hay más?

—Es preciso que Rebeca le obedezca, o que tú la hagas obedecer.

Don Gaspar dio un salto como si le hubiera picado un escorpión.

—¿Tal me dices, Daniel, tal me aconsejas?

—Sí, Gaspar.

—Pero crees que no amo a mi hija para sacrificarla así. ¡Oh! qué bien se conoce que no se trata de una hija tuya.

—¡Impío! —dijo Daniel, levantándose majestuoso y amenazador—. ¡Impío! que te atreves a hablar de sacrificio de tu hija, cuando no se trata sino de impedirle que tenga amor por un joven que es infiel; si, infiel, porque ese don Guillén que la pretende, no tiene la fe de nuestros padres. Evitarle el amor de un incircunciso ¿eso llamas tú sacrificarla, cuando está de por medio la salud de todos tus hermanos? ¿Qué sería de nuestro pueblo sin Esther, que se entregó por él al rey Asuero? ¿Qué habría sido de Jerusalén, sin la abnegación de Judith, que por su pueblo sufrió la humillación de pertenecer a Holofernes? ¿Por qué no hará Rebeca un servicio tan grande a sus hermanos, si Dios la elige para ello? ¿Eres padre? Sí ¿y no lo era también Abraham, que estaba ya dispuesto a sacrificar a su hijo único? ¿Y no era también padre Jefté, que dio muerte a su misma hija por cumplir la promesa que hizo a Dios para salvar a su pueblo? Y tú ¿vacilarías? Tú que eres el culpable de que ese hombre tenga sobre nosotros la espada levantada, tú nos perdiste; tú tienes obligación de salvarnos.

—Pero es mi hija… hacerla desgraciada…

—¿Y nosotros todos, no tenemos hijos también? ¿Y no les veremos expirar en la hoguera? ¿Y no iremos también nosotros a las llamas? ¿Lo oyes?

Y el viejo oprimía convulsivamente el brazo de don Gaspar, que estaba como aterrado.

—¿Lo oyes? —continuaba—. Todos iremos al fuego, todos pasaremos por el tormento; y el tormento es horrible: mira, mira las huellas del tormento. Yo le he sufrido; para mí no hay esperanza si vuelvo a entrar a la Inquisición, porque soy relapso, y yo sé lo que es el tormento; y aún me parece que siento rechinar el potro y la garrucha, y crujir mis huesos, y esos dolores espantosos, inexplicables que enloquecen, y esa fatiga de muerte, y esa sed infernal, y ese padecimiento que no puede comprenderse si no se siente y que hace desear una muerte que es imposible que llegue, porque allí todo está infamemente combinado, y no se agotan ni la vida ni el sufrimiento; y en aquella cruel angustia, oír la voz que pregunta para obligarnos a la denuncia por medio del dolor… ¡Oh! no quiero, no quiero sufrir otra vez ese martirio, no quiero que le sufran mis hermanos: mira, mira —y el viejo, jadeante, como si estuviera en el potro, mostraba al espantado don Gaspar las profundas señales del tormento, que se conservaban indelebles y profundas en sus carnes.

—Y luego la hoguera. ¿Sabes cómo es la muerte en el brasero? Pues yo sí lo sé; porque he visto morir a los Carbajal. El fuego no mata ni consume al hombre como si fuera un copo de algodón, no; es una muerte de desesperación, una agonía prolongada, horrible: el verdugo aplica la tea, y al principio sale una débil columna de humo; luego llamas que comienzan a lamer la carne, causando dolores crueles; luego la piel se arrolla, y se oyen chasquidos, y las carnes hierven, y los músculos reventados se agitan convulsivamente y se enroscan y estallan los huesos, como si fueran de cristal. Y arde el sambenito, y la coroza, y el cabello, y el cuerpo es una llaga, y aún no llega la muerte, y se conoce la vida, porque se crispa el rostro, y los ojos quieren saltar, pero ni un grito, ni una queja; la mordaza ahoga todo, todo…

—¡Oh! por piedad…

—Pues ésa es la suerte que nos ofrece tu debilidad de padre; y ahí verás a tu hija, y sus formas virginales serán profanadas por las torpes manos de los verdugos…

—Calla, por Dios…

—Y tendrá que aparecer desnuda en la cámara del tormento, y en sus más ocultas gracias recrearán ellos sus impúdicas miradas…

—¡Daniel! ¡Daniel!

—Y luego el tormento… y allí el dolor… Y quizá tenga que comprar con una criminal condescendencia el alivio, dando en pago de la conmiseración su pureza…

—¡Oh! basta. ¿Qué quieres que haga? —dijo con salvaje energía don Gaspar.

—Que obedezca a ese hombre; que abandone al incircunciso don Guillén. Sacrifica tú el capricho amoroso de tu hija, si no quieres sacrificarla a ella y a todos nosotros, que no lo consentiremos: por ti ese hombre nos tiene en su poder. Hemos comprado hasta hoy su silencio, haciéndole poderosamente rico; da ahora la parte que te toca.

—Pero ¿y si ella no quiere?

—Oblígala.

—¿Cómo?…

—Cuenta es tuya; pero no olvides que os aguardan el tormento y la hoguera.

Daniel salió severo y frío de la estancia, y don Gaspar cayó de rodillas, apoyando su frente en un sitial.