El Conde de Rojas
Al mismo tiempo que doña Fernanda hablaba con Felipe en su casa, don Guillén y don Diego salían de la casa de éste, embozados en sus ferreruelos, que no eran bastante largos para impedir que se viesen las puntas de los desnudos estoques que ambos llevaban debajo del brazo.
La precaución de llevar la espada desnuda y bajo el brazo izquierdo, no era cosa extraña en aquellos tiempos en que abundaban los ladrones, menudeaban los lances por las calles y no se conocía casi la policía. Los caballeros, pues, para marchar prevenidos, desenvainaban el estoque y le llevaban bajo el brazo izquierdo, y siempre empuñado con la diestra.
Ningún lacayo acompañaba a los dos amigos, que caminaron silenciosamente mucho tiempo rumbo al sur hasta llegar casi al extremo de la ciudad.
Reinaba por aquellos rumbos un silencio pavoroso, interrumpido sólo por el ladrido lejano de los perros y por los pasos de don Guillén y de don Diego.
—Loado sea Dios que llegamos —dijo este último deteniéndose al frente de un gran edificio.
—¿Entramos por la puerta principal? —preguntó don Guillén.
—No; que esta noche habrá mucha gente, y no conviene que os vean hasta estar todos reunidos.
—Bien está. ¿Tendréis la llave de la puerta falsa?
—Sí que la tengo; seguidme.
Dieron entonces vuelta al edificio hasta encontrarse en el lado opuesto; siguieron allí a lo largo al pie de un elevado muro, y encontráronse delante de una pequeña pero maciza puerta.
Don Diego sacó una llave, buscó a tientas la cerradura e introdujo la llave. Crujió el pasador, y la puerta se abrió pesadamente: los dos hombres entraron.
—Esperad —dijo don Diego— es preciso cerrar otra vez.
Don Guillén se detuvo, y volvió a oírse el ruido del pasador y de la llave que salía de la cerradura.
—Vamos.
El lugar donde se encontraban era un extenso jardín, pero descuidado, inculto; la maleza crecía entre los secos árboles frutales; sonaban bajo los pies las hojas y las ramas secas que cubrían el terreno como si fuera el de un bosque, y de cuando en cuando se encontraban estatuas mutiladas, en pie unas y caídas las más; fuentes sin agua, cuyos tazones estaban llenos de tierra y de basura; bancos de piedra cubiertos de yerba; columnas derribadas.
Aquél debió haber sido un jardín delicioso muchos años atrás.
Don Guillén y don Diego subieron por una ruinosa escalera que en el fondo había, y penetraron en las habitaciones; pero todo estaba en la más profunda oscuridad.
—Preciso será encender una luz, si no queremos extraviarnos en estos antros, a los que el conde de Rojas llama con tanto acierto el torreón del mochuelo —dijo don Diego; y sacando de la bolsa de sus gregüescos un eslabón y un pedernal, hizo saltar una chispa que encendió una larga mecha.
Guardóse entonces el eslabón y el pedernal, y de otra bolsa sacó una torcida de cera, y de una bolsita de piel de venado bordada de sedas de colores, una pajuela de azufre. Aplicó la pajuela a la mecha encendida y brotó una llama rojiza, y en esa llama encendió la torcida.
Toda aquella complicada operación parecerá extraña a los que han nacido felizmente en el siglo de los fósforos; pero no había otro medio de obtener luz.
Pronto la llama de la torcida tomó incremento y pudo servir para alumbrar el camino.
Era aquél un verdadero laberinto de habitaciones, casi todas vacías, todas denunciando el abandono del propietario: conocíase que allí no vivían más que las arañas, que fabricaban tranquilas por todas partes sus delicadas telas, y las ratas que huían espantadas al ruido de los pasos.
Aquélla era la casa solariega del conde de Rojas, en la que él vivía, sin más familia ni más compañía que dos esclavos en el piso alto y tres palafreneros en el bajo, encargados de cuidar los seis magníficos caballos del conde.
El conde de Rojas era un personaje misterioso en sus costumbres y en su modo de vivir.
El condado de Rojas debía estar sin duda en la luna, porque nadie le conocía; pero la familia había llegado a la Nueva España en los primeros años después de la conquista, y con el transcurso del tiempo había quedado reducida a un solo individuo.
En cambio, este individuo, este último conde de Rojas, era poderosamente rico; dejaba arruinar la casa de sus antepasados, en la que él había nacido y en la que aún vivía, no porque le pesara gastar en repararla, sino porque eso le era del todo indiferente, y le agradaba más la silvestre apariencia del abandonado jardín, que las flores y los arbustos y las fuentes, bellas en fuerza de cuidados.
Aquel hombre salía de su casa muy pocas veces, a pie o a caballo, y no hablaba con nadie; en las noches se veía luz en su habitación hasta que la de la aurora la hacía innecesaria.
Leía y estudiaba, decían sus palafreneros. Pero ¿qué estudiaba? Nadie lo sabía, porque nadie penetraba hasta donde él pasaba aquellas largas veladas.
Lo que más generalmente se creía era que el conde de Rojas era astrólogo, porque se le miraba en las noches serenas andar en los terrados, y recibir misteriosas visitas, sin duda de personas que venían a consultarle.
Alguno llegó a asegurar que en una de las ventanas de la parte de la casa en la que nadie había penetrado, se asomaba algunas veces una mujer de raza indígena, ricamente ataviada y de una hermosura maravillosa, y con un niño en los brazos.
Pero como no hubo otro que lo repitiera, aquello pasó por una fábula y pronto se olvidó, porque los muy pocos vecinos que vivían en los alrededores nunca tal mujer vieron, ni salir a la calle, ni en la ventana, ni en los terrados.
La verdad era que una ala del edificio en que vivía el conde permanecía siempre cerrada para la servidumbre; sólo él tenía las llaves.
Don Guillén y don Diego conocían muy bien aquella casa, porque a favor de la luz de la torcida llegaron sin dificultad al aposento en que estaba el conde.
Aquella noche vestía éste un traje que, sin dejar de tener la misma forma severa y el mismo color de los que él acostumbraba llevar, indicaba, por lo exquisito de las telas, que el conde estaba de ceremonia, lo que acababa de conocerse porque sobre el pecho lucía, pendiente de una cadena de oro formada de gruesos eslabones, un hermoso sol, también de oro, y sembrado de diamantes.
—Conde —dijo don Guillén entrando— hemos procurado llegar antes que alguien venga, por si hay que preparar alguna cosa.
—Todo está dispuesto, y esta noche los misterios de Urania se celebran con más esplendor porque sabéis que hay que dar cuenta a los compañeros del feliz hallazgo de la caja…
—En efecto esta noche será de contento para los hijos de Urania —dijo don Diego.
—Y la suerte de Anáhuac va a decidirse en esta noche —agregó el conde.
Don Guillén se había distraído completamente, y no escuchaba ya la conversación.
En este momento sonó una campanilla, que en el aposento había, suspendida cerca del techo.
—Comienzan a llegar —dijo don Diego.
La campanilla volvió a sonar.
—Hay dos compañeros en el salón —dijo don Guillén.
—Tres —agregó el conde, oyendo sonar la campanilla por tercera vez—. Don Guillén os dejamos y volveremos a buscaros cuando sea hora.
—Bien: si no me encontráis aquí, hacedme llamar.
El conde y don Diego salieron cerrando tras sí la puerta, y don Guillén se encontró solo.
Entonces, como quien sale de una situación molesta, respiró con fuerza; y después de estar seguro de que las puertas estaban bien cerradas, se acercó a uno de los muros de la estancia y buscó entre el tapiz un botón que hubiera sido difícil distinguir a no conocer anticipadamente su existencia.
Oprimió aquel botón, y se abrió una pequeña puerta por la que se deslizó volviendo a cerrarla en el acto.
Tras aquella puerta había un angosto pasillo completamente oscuro, pero en el que no había peligro de tropiezo ni de extravío, porque en el fondo estaba una entrada semejante a la primera.
Llegóse a ella don Guillén y llamó suavemente con dos golpes; oyéronse los pasos de una persona que se acercaba; luego el ruido que produjo un resorte.
Una mujer, ya anciana pero robusta, y que podía tomarse como el tipo de una vieja de la raza indígena, fue la que abrió, y tan luego como don Guillén entró, volvió a cerrar, y sin decir una palabra se retiró y se sentó en el suelo cerca de un candil, a la luz del cual bordaba en un lienzo de algodón.
Don Guillén llamó a otra puerta, y se oyó una voz dulcísima que decía:
—Adelante.
Don Guillén no se hizo repetir el permiso, y penetró en el aposento.
En un soberbio diván, formado de grandes almohadones, forrados de seda, color de fuego, y a la luz de una lámpara suspendida del centro del techo, estaba recostada y como dormitando, una mujer que se incorporó al sentir los pasos del que llegaba.
Era no una joven, sino una mujer en el vigor lozano de todo su desarrollo; entre las anchas mangas de su túnica oscura asomaban sus brazos perfectamente modelados; sus manos estaban verdaderamente cargadas de anillos, y quizá intencionalmente asomaban bajo la orla de su vestido sus pies pequeños, prisioneros en unos borceguíes de piel, bordados de oro.
Magnífico era el busto de aquella mujer: su cabeza, artísticamente colocada sobre un cuello torneado y sobre un seno admirable, tenía un aire de distinción que infundía respeto.
Era morena; sus ojos negros brillaban bajo el arco perfecto de sus cejas, velados por largas y levantadas pestañas; dos gruesas trenzas de pelo daban vuelta alrededor de su cabeza y sobre su frente, figurando una diadema, en la cual se veían prendidas algunas de esas azucenas blancas tan pequeñas como perfumadas que brotan por todas partes en los alrededores de México, y a las que los naturales del país llaman Flor de San Juan.
Aquella mujer estaba enteramente sola, y al mirar a don Guillén hizo un movimiento para levantarse; pero él se lo impidió, arrojando rápidamente sobre un sitial el sombrero y el ferreruelo, arrodillándose a sus pies y tomándole apasionadamente las dos manos.
—¡Siempre triste mi Carmen! —dijo don Guillén.
—Siempre, menos cuando tú estás aquí. ¡Y vienes tan pocas veces! ¡Y te vas tan pronto!
—Señora, si pudiera, si me fuera posible ¿adónde pasaría mi vida sino a tus plantas? Arrodillado delante de ti, como estoy ahora contemplándote, adorándote, señora, porque te amo con toda la fuerza de mi corazón.
La dama tomó entre sus dos manos la hermosa cabeza de don Guillén, y haciéndole alzar el rostro, clavó sus brillantes ojos en él.
—Déjame mirarte así —le decía— yo soy mujer, yo no comprendo todo eso que vosotros llamáis ciencia, pero te admiro. Tu inteligencia me fascina; en la luz de tu mirada siento toda la hermosura de tu alma. Te adoro, Guillén, porque eres un espíritu privilegiado; porque tienes ese poder de la sabiduría que representan los arcángeles; porque tú, como ellos, eres digno de conducir un mundo al través de los espacios infinitos: tú, tan valiente, tan noble, tan generoso… Pero no, Guillén, perdóname; no digo la verdad, no, porque la verdad es que te adoro por ti, que amé sin pensar en quién eras, sin conocer lo que valías: te amé como te hubiera amado si fueses un insensato, un malvado o un cobarde.
Y atrayendo con vehemencia la cabeza de su amante, Carmen estampó en su frente un beso ardiente y prolongado.
—¡Qué ingrato eres! —continuó, sin dejar hablar a don Guillén— ¿por qué no vienes más a menudo?… ¿Cómo puedes sufrir tanto tiempo sin verme?
—Carmen, tú sabes que mi vida va cruzando entre un torbellino; que tengo que cumplir una misión sagrada en este país…
—Sí, una misión que tú mismo te has impuesto; una misión de peligros y de zozobras. ¡Oh! yo no comprendo cómo un corazón que está lleno de amor, puede tener un solo latido para eso que vosotros llamáis gloria…
—Carmen, no es sólo la gloria lo que me preocupa; quiero hacer libre este país que es tu país, este pueblo que es tu pueblo…
—Me parece, Guillén, que sueñas un imposible, y sacrificas mi amor ante una quimera. Óyeme ¿quieres que yo sea libre? Pues huyamos de esta tierra: ancho es el mundo; yo te amo, te seguiré a todas partes: tú lo sabes bien, soy rica, tan rica que podrás vivir como un príncipe en donde quiera que fijes tu residencia: huyamos…
—Imposible, Carmen; tú no sabes que tengo solemnes compromisos…
—Todo lo sé: sé que tú eres el caudillo escogido para salvar este pueblo; que en el secreto y en medio del misterio, todos esos hombres que pretenden hacer de Anáhuac un reino independiente, te han proclamado su monarca: que tu poder comienza a ser terrible… Pero escúchame, Guillén; todo eso me hace temblar; temblar por ti, si ese plan llega a descubrirse, si llegan a prenderte ¡Guillén!
—Entonces verá el mundo cómo muere un hombre…
—¿Y yo?… ¿y yo?… ¡Ah! no piensas en mí… Todo para tu causa, nada para esta pobre mujer que te adora…
Y Carmen se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar silenciosamente.
Don Guillén, sombrío y siempre de rodillas, cruzó las brazos sobre el regazo de la dama y apoyó en ellos su frente.
Así transcurrió un largo rato.
—Guillén —dijo Carmen de repente— comprendo que te exijo lo que tú no harás; conozco tu voluntad inflexible y el temple de tu corazón indomable. Un pueblo te espera como a su redentor: sálvale; pero quiero pedirte una gracia, un favor especial…
—Di, bien mío; di…
—¿Dentro de qué término crees mirar realizados tus planes?…
—Dentro de seis meses…
—¿Y si para entonces nada se ha conseguido?
—Esperaré otros dos meses más.
—¿Y si ni aún entonces?
—Conoceré que mi empresa es imposible.
—Pues bien, amor mío, monarca de mi corazón; Guillén, rey de México ¿me prometes solemnemente que si para el último día de octubre no has conseguido lo que deseas, partiremos lejos de aquí a vivir felices e ignorados, siendo no más el uno para el otro?
—Te lo juro —dijo solemnemente don Guillén, levantándose.
Carmen se arrojó a su cuello cubriéndole de besos.
En este momento sonaron dos golpes suaves en la puerta.
—Me llaman —exclamó don Guillén desprendiéndose de Carmen.
—¡Tan pronto!
—Vuelvo —dijo, recogiendo su sombrero y su ferreruelo.
Carmen tomó una de las manos del joven, la besó con pasión y se dejó caer sobre el diván.
Don Guillén salió precipitadamente, procurando ocultar su emoción.