Intrigas de una viuda
Sonaban en la Catedral las últimas campanadas de la queda, cuando Felipe subía con gran precaución las escaleras de la casa de doña Fernanda.
Aunque para las costumbres de aquellos tiempos fuera una cosa extraña, sin embargo, las galerías y las principales estancias de la casa estaban iluminadas, y se oía el rumor de las alegres conversaciones de la multitud de personas que casi todas las noches concurrían a la casa de doña Fernanda.
Felipe subió hasta el último escalón sin haberse encontrado con persona alguna; pero al pisar el corredor, llegóse a él una negra que esperándole estaba allí.
—Don Felipe —le dijo— el ama ha preguntado si aún no venía su merced, y me encargó que le condujera adonde no pudiesen verle.
—Pues guía —contestó Felipe.
La negra abrió una puertecilla que estaba cerca de la escalera, y seguida de Felipe atravesó un largo y oscuro pasadizo, después una galería mal alumbrada, y llegó hasta un cuarto en el que había algunas sillas y una mesa, y que estaba iluminado por una torcida de cera colocada en un gran candelero de cobre.
—Tome asiento su merced —dijo la esclava— que voy a avisar a mi señora.
Y salió en seguida sin esperar más.
Felipe comenzó a pasearse a lo largo de la estancia sin parar la atención en nada, y como quien acostumbrado estaba a semejantes escenas y a tal lugar.
Doña Fernanda sostenía una conversación animada con dos caballeros ya de edad, y al parecer de mucha consideración, estando los tres de pie y en el alféizar de una ventana; por el salón en que ellos estaban veíanse mezclados en diversos grupos damas y caballeros, riendo unos, otros hablando muy seriamente, y en una estancia inmediata, hombres en lo general ancianos, entre los que había algunos sacerdotes, jugaban tranquilamente a las damas o a las cartas en varias mesas pequeñas.
—Digo a vuesa merced, señor don Ramiro de Fuensanta, —decía doña Fernanda— que Su Majestad está ya tan dispuesto a quitar el virreinato al marqués de Villena, que no extrañaría yo que de un día a otro llegase quien sustituirle debe.
—Mayor razón, mi señora —contestó aquel a quien llamaba la viuda don Ramiro— para dejarle estar y no pretender nosotros hacer lo que ya Su Majestad tiene dispuesto. ¿No es verdad esto, mi señor don Gerónimo? —agregó dirigiéndose al otro caballero.
—Aun cuando así fuese —dijo don Gerónimo— y Su Majestad estuviese dispuesto a destituir al marqués, nosotros debemos impedir que una orden de Su Majestad quede burlada, perdiéndose estos reinos. Sabe vuesa merced que, según todos los datos y conjeturas, el virrey es partidario acérrimo del de Braganza, que alzado se ha con el reino de Portugal…
—Tanto no me atreviera a decir —interrumpióle don Ramiro— que tengo para mi conciencia que ni el marqués de Villena es partidario del de Braganza, ni puede ser desleal a Su Majestad.
—Calle vuesa merced —dijo doña Fernanda— que quien tal cosa le oyera decir, le tendría por poco avisado; que negar que el de Villena es partidario del de Braganza, es negar la luz del día, y bien sabe vuesa merced, como todo México, que un día se dejó decir el virrey: «Me agrada más el de Portugal». Y es claro que no podía ser eso sino una comparación entre nuestro católico monarca, rey de España, y el traidor de Braganza, que se llama rey de Portugal, y el de Villena dijo esto prefiriendo al de Portugal. ¿Y que no puede ser desleal dice vuesa merced? Pues como lo fue ese mismo de Braganza ¿no podía serlo el de Villena? Créame vuesa merced, que necesaria y mucho es la cautela, y preparar las cosas de manera que, en llegando cédula de nombramiento a la audiencia, o virrey a las costas de Veracruz, dispuestas estén ya las cosas para dar el golpe al de Villena, y témome mucho que aún sea tarde, que él se habrá prevenido, y en todo caso, señor don Ramiro ¿vuesa merced pierde algo en prestar su ayuda para el mejor servicio de Su Majestad? No olvide que he solicitado su ayuda y que vuesa merced me la niega.
—Líbreme Dios de tibieza en lo que al servicio de Su Majestad atañe, que buen vasallo soy y leal, y cristiano viejo, y vuesa merced me diga lo que hacer se debe y me verá dispuesto a todo.
—Bendito sea el Señor que convencido se ha vuesa merced —dijo doña Fernanda— y entienda que servicios de esta clase como el que puede hacer al rey nuestro señor en esta ocasión, de merecer tienen altos galardones.
—¿Pues qué piensa mi señora que debe hacerse? —preguntó don Ramiro.
—Por ahora —contestó la viuda— necesario es que el señor don Gerónimo, que conoce a todos los oficiales de las compañías de Palacio y de la caballería, con ellos trate y les convenza de que el de Villena piensa en tomar partido por el de Portugal, si no es que pretende, que allá se va todo, alzarse con estos reinos; y el señor don Ramiro, que en Palacio vive, conveniente sería que nos tuviera al corriente de cuanto hace el virrey: si sale por las noches, que no creo que sus partidarios entren a Palacio, si recibe correos o personas sospechosas, y con cautela proporcionarnos debe las llaves de todos los pasillos y entradas y salidas, para que cuando Su Majestad ponga el remedio, el de Villena no pueda resistir, o si Su Majestad no acorre presto a esta necesidad, los vasallos leales que en Nueva España tiene puedan por sí mismos salvar el reino, impidiendo su total ruina.
—Muy bien pensado —contestó don Ramiro— mas si Su Majestad nada dispone ¿quién pondrá el remedio?
—Preparado está todo eso, y vuesas mercedes cumplan su compromiso y todo saldrá perfectamente.
—¿Y si Su Majestad tal cosa no aprobara? —preguntó don Ramiro.
—Quien es cabeza en este negocio, previsto tiene eso y mucho más, y nada hay que temer tratándose del real servicio. Y además ¿supisteis que volviera el de Gelves cuando fue arrojado del virreinato y de la tierra en el tumulto de 1624? Ni volvió él, ni cosa mayor se hizo con los que promovieron tal tumulto; que nuestro señor rey don Felipe IV sabe muy bien el grande amor que estos pueblos le profesan.
—Convencido estoy, y ayudar prometo —dijo don Ramiro.
—Otro tanto digo —agregó don Gerónimo.
—Cuento con vuesas mercedes —dijo doña Fernanda— y perdónenme si les dejo, que veo a una de mis esclavas que me aguarda: sin duda quiere despedirse alguna dama.
En efecto, doña Fernanda había visto a la negra que introdujo a Felipe, y que de pie cerca de una puerta miraba fijamente a su señora, como indicándole su deseo de hablarla.
La viuda atravesó rápidamente el salón, no sin decir algunas frases halagüeñas a los caballeros y damas que encontraba al paso, y que ellos correspondían con gran cortesía.
Doña Fernanda no se detuvo a hablar con la esclava; pasó delante de ella hasta llegar a un aposento en donde se encontraron solas.
—¿Ha llegado? —preguntó la viuda.
—Está aguardando a su merced mi ama —contestó la negra.
—¿En el aposento interior?
—Sí, su merced.
—¿Nadie le vio?
—No, su merced.
—Bien: marcha a decir al mayordomo que en el acto comiencen a llevar los refrescos a la sala, y pregunten si alguno desea tomar chocolate; pero en seguida, para que nadie note mi ausencia si no vuelvo pronto ¿entiendes?
—Sí, su merced.
Pocos minutos después, cuatro esclavos, llevando sendas bandejas de plata, ofrecían a los alegres tertulianos de la viuda, bizcochos, queso, licores y refrescos, mientras por otro lado el diligente mayordomo preguntaba quiénes deseaban tomar chocolate; y en testimonio de verdad debe decirse que solamente dos oidores, un inquisidor y un viejo abogado admitieron este ofrecimiento.
Como es de suponerse, no se notó la ausencia de la dueña de la casa.
—Ahijado —decía doña Fernanda a Felipe— ¿conoces a todas las personas que viven en la misma manzana de casas que tú?
—Madrina —contestó Felipe— a todas no, pero sí a las principales.
—Digo, y entre esas que conoces estarán sin duda don Gaspar Henríquez y doña Juana su hija.
—Ciertamente.
—Pues escúchame. ¿Podrás averiguar si la dicha doña Juana trata de amores con algún caballero, y quién sea éste, y si es desdeñosa o gusta de músicas y serenatas, y en fin, todo lo que hace, y si posible fuera, hasta lo que piensa?
—Madrina, sabe vuesa merced que todo se puede hacer por servirla; pero se necesita dinero, que los tomines son el todo.
—Nunca te he negado nada.
—Bien, madrina; pero mire vuesa merced que con eso es la cosa muy fácil, porque la casa en que vivo cae a espaldas de la de Henríquez, y desde el terrado pondré quien vigile, y haré entrar a la casa gente de confianza, y sobre todo sabe ya vuesa merced cómo soy.
—Te conozco, y por eso me valgo de ti: mañana quiero todas esas noticias.
—Bueno, madrina; pero es poco tiempo.
—Es negocio que me interesa.
—Haré lo que se pueda.
—Puedes retirarte; tengo muchas visitas y debo volver muy pronto a la sala. Toma para tus gastos.
Doña Fernanda sacó de una escarcela unas monedas de oro que entregó a Felipe, y sin despedirse de él volvió a buscar a sus convidados.
Felipe examinó a la luz de su torcida las monedas, y guardándolas en una bolsa de su jubón, calóse el sombrero, alzóse el embozo y salió.
La esclava le esperaba, y con las mismas precauciones que a su llegada, le llevó hasta la escalera.
La viuda se había sentado en un sitial al lado de una joven, que si no era notable por su belleza, sí por lo muy elevado de su estatura, por su cuello delgado, alrededor del cual se ostentaba una gran golilla, digna de un alcalde de casa y corte, y por su tocado verdaderamente admirable, porque en aquella cabeza había flores y cintas, encajes y joyas, y todo cuanto pueden inventar las mujeres; y el pelo, formando montañas más que rizos, se levantaba sobre la frente como un mar embravecido.
Aquella joven era más que esbelta, rígida, y con ser tan flaca, resaltaba más el conjunto por su vestido que era de una tela más usada para tapices que para trajes de dama.
Aquella joven se llamaba doña Luisa de Velasco, y aunque en secreto, era la ilusión de don Cristóbal de Portugal, amigo y confidente del marques de Villena.
Doña Fernanda, para quien había pocas cosas que fueran secretas, conocía esta historia; pero sabía también que doña Luisa de Velasco no recibía con mucho placer los galanteos de don Cristóbal de Portugal, porque don Cristóbal no era ya un mozo, y doña Luisa tenía exquisito gusto; sin embargo, ella no le despreciaba aparentemente, por la sencilla razón de que no tenía otro mejor con quien sustituirle.
—Niña —decía doña Fernanda a la joven— esta noche no ha venido tu viejo.
—Gracias a Dios, que poca falta me hace.
—Pero como no hay nada que no pueda servir en la tierra, cata que ahora nos va a ser útil.
—¿Cómo?
—Es un secreto que voy a confiarte para que me ayudes.
La del vestido de tapiz alargó más el cuello y se dispuso a escuchar.
—Pues sábete que el virrey está enamorado.
—¿Será cierto?
—Es la verdad; y su confidente es tu don Cristóbal.
—¡Oh, qué bueno!
—Ya ves cómo ahora nos va a servir. Él me cuenta todo; mas por si algo me oculta, fuerza será que tú ayudes. Además, los confidentes influyen mucho: él, con su amor por ti, seguirá tus indicaciones; el virrey seguirá las de don Cristóbal, y ya verás cuánto hacemos y cómo vamos a divertirnos.
Y las dos echaron a reír.
—Pon en juego todos tus recursos —continuó doña Fernanda— apasiónale, enloquécele.
—Sí que lo haré; y aunque me cueste hacer sacrificio, le volveré los cascos: ya casi estoy triste porque no vino esta noche.
—Mañana será: para todo hay tiempo, con tal de que se consiga el objeto.
—Y se conseguirá; que no soy tonta —dijo con orgullo Luisa, estirando desmesuradamente el cuello, y dando a su golilla el aspecto de la de un gallo.
—Hábil serás —pensó la viuda— pero en esta vez vas a servirme, sin comprender cómo ni para qué. —Y luego agregó en alta voz—: Conque niña, «Santiago y a ellos».
—Ya verá vuesa merced.
La viuda se levantó y fue a mezclarse en otro grupo de convidados; pero aquella intriga ya no tenía que hacer con nuestra historia.