IX

El dedo del diablo

Comenzaba a oscurecer, el cielo aparecía sereno y trasparente, y una tras otra iban brillando las estrellas en su azulado fondo.

México no tenía en aquellos tiempos alumbradas sus calles por las noches, aunque es verdad que lo mismo pasaba entonces en Madrid y en las principales ciudades de Europa. Un farolillo, encendido por la mano de un devoto, brillaba algunas veces delante de la imagen de Cristo o de la Virgen, o señalaba a la piedad cristiana en lo exterior del muro de una iglesia el lugar donde estaba el depósito del Sacramento.

Las calles, pues, estaban en lo general perfectamente oscuras, y los vecinos cuidaban muy bien de cerrar sus puertas al sonar el toque de las oraciones de la noche; pocos salían a la calle después de esto, y por lo regular esos pocos pertenecían a la clase más acomodada, que eran los que podían llevar por guarda de sus personas, lacayos armados y provistos de faroles.

Don Guillén salió de la casa de Méndez, y como soplaba el vientecillo frío y penetrante de febrero, embozóse hasta los ojos con su ferreruelo y echó a caminar.

Poco tiempo hacía que habían sonado las oraciones, y ya las calles comenzaban a quedar desiertas, porque además de la poca costumbre de salir por las noches, los habitantes de la ciudad estaban aún tristes y espantados por el huracán y temerosos de que repitiese, porque generalmente el vulgo tiene la creencia de que fenómenos como el huracán, los terremotos, la tempestad y otros, se repiten precisamente a las veinticuatro horas. Así es que esa noche todos procuraban recogerse a sus casas cuanto antes.

Don Guillén no se dirigió resueltamente al centro de la ciudad, antes dando un rodeo por la manzana, fue a pasar por delante de las ventanas de la casa de Henríquez.

Sin duda debía ser cosa sabida por doña Juana que él pasaría por allí a esa hora, puesto que ella estaba en espera.

Don Guillén se acercó a la reja, y tomando una de las manos de la joven la llevó a sus labios como un saludo.

—Gracias a Dios que llegaste —dijo muy bajo doña Juana— no sé por qué he estado inquieta.

—Alma mía —contestó don Guillén— no tienes razón para perder la calma, cuando ni el más remoto peligro nos amenaza: el cielo de nuestro amor está puro, sin que nube alguna empañe nuestra felicidad.

—¡Ah! por eso tiemblo, Guillén; tanta dicha no puede ser duradera. Es imposible, amor mío, que pueda existir por mucho tiempo tan completa ventura sobre la tierra.

—Señora de mi alma, mientras el mal no llegue, si tiene que venir alguna vez, no adelantemos su carrera dando pábulo al temor de su llegada, que un momento de tu amor compensa a mi alma de un siglo de dolores que tuviera que padecer: seamos felices un día, amor de mi corazón, y venga después el infierno mismo.

—Tienes razón, Guillén; todos los tormentos del mundo no pueden hacerme desgraciada si llevo en mi alma el dulcísimo recuerdo de tus amores.

—Adiós, bien mío.

—Adiós, Guillén. ¿Vendrás esta noche?

—No puedo, es imposible.

—Entonces…

—Mañana a las once como de costumbre; adiós.

—Adiós.

—Cierra tu ventana.

—No; quiero mirarte hasta que te pierdan mis ojos.

Don Guillén volvió a embozarse en su ferreruelo y se perdió entre las sombras.

Doña Juana le siguió con la vista y quedó por un rato con la mirada fija en el rumbo por donde él había desaparecido. Repentinamente oyó pasos en la calle, muy cerca de la ventana; un embozado pasaba por la calle, y al estar enfrente de la reja, arrojó una carta a doña Juana, diciéndola con voz ronca:

—Leed, que os va la felicidad.

Y sin darla tiempo de contestar, se alejó rápidamente por el mismo camino que había traído.

Don Guillén caminó una gran parte de la ciudad hasta llegar a una casa de la calle de Santo Domingo; llamó a la puerta, que se abrió en el momento, atravesó un patio extenso y mal alumbrado, y subió ligeramente las escaleras hasta el piso principal.

—¿Don Diego de Ocaña? —preguntó a un lacayo que salió a su encuentro.

—Esperando se halla a vuesa merced —contestó el lacayo.

Don Guillén siguió por un corredor ancho que delante de él estaba, y sin vacilar, y como quien conocía las costumbres de la casa y era ya esperado, levantó el pasador de una puerta y penetró en una estancia lujosa y perfectamente alumbrada, sin tocarse siquiera el sombrero, como si entrado hubiera a su misma casa.

En aquella estancia, sentado en un cómodo sitial de ébano, forrado de tafilete rojo bordado de oro, y delante de una gran mesa sobrecargada de libros y de papeles, estaba don Diego de Ocaña leyendo a la luz de un hermoso candil de plata un in folium encuadernado en pergamino.

Al ruido que hizo para entrar don Guillén, levantó don Diego la cabeza y volvió el rostro para mirar quién era, cubriéndose la luz del candil con la mano abierta delante de sus ojos.

—¿Sois vos, don Guillén? —dijo con un acento de singular cariño.

—Yo soy, y quizá os habré hecho esperar mucho tiempo —contestó don Guillén tomando asiento a su lado.

—No tal, que casi en este momento acabo de llegar de la casa de Antonia.

—¿Estuvisteis allá? —preguntó don Guillén con interés.

—Estuve, y di vuestras disculpas a Antonia, diciéndole que os perdonase si esta noche no podíais ir a presentarle, como siempre, los respetos de vuestro amor.

—¿Y os dijo…?

—Díjome, que Dios no lo permitiese; pero que esto, más bien que ocupación vuestra, le parecía indicio de tibieza en vuestro amor, y por más que en convencerla me esforcé, quedó triste. Pobre niña, os ama con todo su corazón.

—Lo comprendo, don Diego; lo comprendo —dijo don Guillén apoyando el codo sobre la mesa y la frente en su mano abierta.

—Entonces ¿por qué no la hacéis feliz?

—¿Puedo yo acaso? ¿Cómo pensáis que pueda hacerla feliz?

—Dedicándoos enteramente a ella; consagrándole todo vuestro amor.

—¡Oh! ¿Y doña Juana? ¿Y Guadalupe? ¿Y Carmen? ¿Y doña Inés…?

—Pero don Guillén —le interrumpió don Diego sonriéndose— es imposible que podáis amar a todas esas mujeres; es imposible que queráis engañarlas, hacerlas desgraciadas.

—Pero decidme ¿qué hago? ¿Qué debo hacer?

—Reconcentrar vuestro amor en una sola; romper con las demás.

—Imposible.

—¿Para vos o para ellas?

—No sé si para ellas será imposible; pero os juro que para mí sí lo es.

—Don Guillén ¿amáis de veras a alguna?

—Las amo a todas —exclamó don Guillén con exaltación—. Yo siento en mí un fenómeno psicológico del que yo mismo no puedo darme una explicación satisfactoria, por más que pienso, que reflexiono, que medito. En vano llamo en mi auxilio la luz de la ciencia, en vano paso noches enteras procurando encontrar la explicación en las profundas teorías de Aristóteles sobre eso que se llama el alma. Todo es inútil, yo siento en mí que no es un sólo espíritu el que me anima, el que reside dentro de mi cuerpo, porque siento una alma entera, independiente para cada una de esas mujeres: adoro a cada una de ellas como si fuera mi única pasión, y sus recuerdos no se confunden, ni el amor que siento por una se entibia ante el amor de la otra, ni una imagen se eclipsa delante de otra imagen: por cualquiera de ellas, por el más leve de sus deseos, por el más absurdo de sus caprichos, sería capaz de sacrificar, contento y feliz, mi vida, mi libertad, mi honor.

—¡Don Guillén, ése es un delirio!

—No, don Diego; siempre he oído decir, he leído y había tenido como un axioma, que el alma no puede abrigar más que un solo amor. Pues bien, yo amo a todas esas mujeres, las amo, don Diego; si una sola de ellas llegase a faltarme, me faltaría la existencia. ¿Esto es amor? Pero ¿cómo vive tanto amor en mi seno? Y no me digáis que serán caprichos, devaneos, pasiones animales, no; son amor, amor profundo, verdadero, ideal; yo siento que en mí duerme la bestia y el espíritu vela; en estos amores el animal no existe, el hombre vive.

—¿Pero vos mismo, qué pensáis de eso?

—Pienso que en el cuerpo del hombre pueden existir, no sólo un espíritu, una alma, sino varios espíritus, varias almas reunidas, como una nidada de águilas. ¿No habéis visto niños nacidos con dos cuerpos o dos cabezas? ¿Por qué no agruparse en un solo cuerpo varias almas? ¿Qué, acaso, porque ni los filósofos ni los doctores de la Iglesia pensaron semejante cosa, dejará de ser cierta? Escuchadme: sabéis la historia de mi corazón, cuántas mujeres tienen todo el cariño de que apenas sería capaz una sola alma; pues bien, vos sabéis que todo ese torbellino de pasión, no me impide, ni por un instante, la consagración de todo mi espíritu a la ciencia. Vos lo sabéis, don Diego, y decíroslo no es pecar contra la modestia; los principales idiomas me son familiares: desde el griego, que conozco como si fuera mi lengua materna, hasta el inglés, que en Irlanda, mi patria, oí al despertar a la razón; os hablo en castellano como si hubiera nacido entre vosotros; el latín, el francés, el alemán, son para mí como el castellano; ni el acento siquiera de irlandés podríais encontrar en mi pronunciación; verso y prosa escribo en todos ellos con la misma facilidad; conozco las ciencias físicas, lo mismo que la teología, lo mismo que el derecho. ¿Qué espíritu sería capaz, si fuera solo, de atesorar tanto en medio de esas revueltas tempestades del corazón?

Don Diego contemplaba silenciosamente a su amigo sin atreverse a interrumpirle.

—Por otra parte, veis ese espíritu entregado a la ciencia; pues contestadme ¿podrá ser el mismo que vive en mí y que se ocupa incesantemente del grandioso proyecto de librar estos reinos de la dominación española? Vos conocéis ese proyecto; sabéis que ha sido necesaria una energía inaudita, una actividad vertiginosa, una dedicación y una asiduidad más que humanas para haberlo concebido y desarrollado, para haber aglomerado los elementos necesarios para su realización; en fin, para haber formado un bosque inmenso sin tener por base más que una bellota.

—Es verdad, verdad todo, don Guillén. Yo no admito ni comprendo vuestra teoría sobre la pluralidad de espíritus en un solo cuerpo, pero os admiro; y a pesar de que comprendo que el amor de esas mujeres no divaga vuestra atención, ni os hace detener un solo paso en vuestro camino, deseara de todo corazón que no las hubierais requerido en amores.

—Oh, no soy yo quien las ha hecho venir a mi camino, no; es que hay en mi ser, además de todo, algo de infernal que me hace ser eso que se llama «afortunado» con las mujeres. A pesar mío, por donde quiera que paso, voy encontrando almas que se adhieren a mí; os juro, don Diego, que ninguna de esas mujeres ha venido a mí sino atraída por ese fluido inexplicable, por esa atmósfera fatal que me rodea y me convierte en verdugo forzado, de esos ángeles, por quienes me sacrificaría. Vos no sabéis, no comprendéis lo horrible de esa fortuna que nos hace atraer el amor, como la sierpe atrae con su mirada fascinadora; sentir que nos aman, que amamos, y saber que vamos a ser el martirizador, el asesino: ¡eso es horrible!

—¿Pero en qué consiste que seáis tan afortunado y os quejéis de ello?

—¿Sabéis por qué me quejo? Porque quisiera ser de una mujer y sólo para ella, y no vivir en esta eterna lucha. ¿Queréis saber por qué soy tan afortunado en amores? No os lo podré explicar por medio de la ciencia; pero oíd una conseja que me contaron en mi niñez y que por desgracia la he visto realizada en mi vida; mas prometedme no reíros de ella.

—No me burlo nunca de lo que vos me decís, don Guillén.

—Oíd. Contáronme, siendo niño, que cuando yo nací, mi padre hizo levantar mi horóscopo a un amigo suyo, gran astrólogo y hombre muy respetable en la ciencia; el horóscopo se formó, y jamás otro alguno habrá sido más favorable para un recién nacido: conjunciones, «pasos», «casas», «combustiones», «aspectos» de los astros, todo anunciaba felicidad, riqueza, honores, valor, ciencia; mi madre estaba orgullosa, y me estrechaba contra su pecho cuando mi padre le leía mi horóscopo, y lloraba de ternura: ¿qué queréis? al fin era madre. Una noche, quizá ese mismo día, mi madre soñó que el diablo llegaba junto a su lecho en la figura de un caballero vestido de color de fuego, y que le decía: «Yo soy el monarca de las tinieblas y del mal: el que todo lo puede ha bendecido a tu hijo y le ha dado de sus dones; quiero darle yo también de los míos: yo le señalaré para darle el poder del amor sobre los corazones de las mujeres; feliz será con ellas como ningún otro, pero esto le apartará de otros caminos y le traerá a mi reino». Y al decir esto, el diablo puso su dedo sobre mi frente, dejándome en ella una mancha rojiza. Mi madre se despertó espantada y temblando; llamó a mi padre, contóle entre llantos el sueño que aún le preocupaba, y entonces él, para calmarla y para hacerle ver que aquello no era más que una alucinación, trajo una luz y la acercó a mi rostro. Mi madre lanzó un grito y mi padre retrocedió temblando: realmente había aparecido en mi frente la mancha rojiza del dedo del diablo.

—¿Y aún la tenéis?

—Cuando mi corazón está en calma no se distingue; pero apenas hablo a una mujer y siento por ella la más ligera ilusión, la mancha aparece tan clara como el primer día; permanece así un instante y vuelve a perderse, pero aquella mujer también está perdida. Cuando oí de boca de mi nodriza este cuento, lloré de miedo al diablo; luego, algo mayor, en la infancia, dudé de su verdad, y en mi juventud creí; creí, porque algo de extraño había en el amor ardiente y repentino que con tanta facilidad encendía yo en las mujeres jóvenes con quienes trataba. Hoy éste es mi martirio, y esta tarde misma, en la hija del hombre a quien salvamos del incendio, he comprendido una nueva víctima, y mi corazón se ha estremecido.

—¿También ella?

—Qué queréis que haga, es mi destino: ¡el dedo del diablo!

Don Guillén inclinó la cabeza y los dos quedaron en silencio.