Historia de una caja
—Ahora tres años, señor caballero, que no era yo el viejo enfermo e inútil que tiene usarced a su vista; que aunque no me faltaba edad para ser abuelo, sobrábame vigor y energía; que así manejaba un caballo y cimbraba una pica, como tomaba a cuestas dos hombres armados, y como si llevara un manojo de esparto, andaba con ellos largo trecho sin fatigarme; gustábame la caza, y en dejando a Marta lo suficiente en maravedís para que no tuviera penas, me echaba yo por esos montes de Dios a buscar venados, que los hay tan grandes que es para bendecir a Dios que los ha criado.
»Perdone vuesa merced este relato, que tenerle presente importa en esta mi narración, porque explica el principio de todas las aventuras en que, sin procurarlo, me encontré mezclado.
»Érase el mes de mayo: los campos estaban alegres con las primeras lluvias; y aunque el sol picaba ya bastante por aquellos días, fue tanto el deseo que tuve de salir a caza, que una mañanita puse la silla a mi trotón, y dándole un abrazo a mi mujer, y mi bendición a Clara, dejé la ciudad, envuelta aún en las neblinas de la mañana, y tomé el camino para Ajusco, en donde tenía yo esperanza de pasar un buen día.
»Algunas horas llevaba de camino, el sol estaba ya muy alto, y entre las espesas arboledas del monte marchaba distraído, cuando cerca de mí escuché el trotar de un caballo, y alcancé a ver a poco espacio a un hombre que, llevando el mismo rumbo que yo, se detuvo repentinamente, como disgustado de haberme encontrado.
»Llamádome hubiera muy poco la atención aquel encuentro, si el hombre no se hubiera detenido y procurado recatar el rostro; pero parecióme por sus acciones un tanto sospechoso; y aunque nunca tuve enemigos, como la precaución no es un delito, requerí con harto disimulo el arcabuz, dispuesto, no a la agresión, sino a la defensa.
»Sin duda él debió de comprender que yo no abrigaba malas intenciones, porque picando a su caballo, y llevando la mano al sombrero, me dijo con acento de cortesanía:
—»Dios guarde a usarced.
—»Lo mismo le deseo —contesté, no sin dejar el arcabuz, que tenía preparado.
—»El mismo camino llevamos —contestó— si mi presencia no incomoda a usarced, en buena compañía podremos ir por estas soledades.
»De buen grado le hubiera dicho que más me placía el ir solo; pero el temor de que pensara que le tenía miedo, me hizo aceptar, y poniéndose a mi lado, comenzamos a caminar departiendo, cual si viejos conocidos fuésemos, acerca de la caza y de lo mucho que ella divierte y ennoblece como ejercicio digno de príncipes y grandes señores.
»Sin embargo, pude observar que aquel hombre estaba inquieto, se distraía con frecuencia, como si algún pensamiento tenaz le persiguiese, y muchas veces le vi volver el rostro como explorando o temiendo algún encuentro.
»Le examiné con atención: vestía un traje oscuro de vellorí, grandes calzas de cuero; llevaba larga espada y daga en el talabarte, y el mosquete atravesado en el arzón delantero.
»Aquel hombre no era de paz, ni por solazarse andaba en el monte; pero ¿qué hacer?
»Pensaba yo en esto, cuando repentinamente y no muy lejos de nosotros, se escuchó un silbido agudísimo.
—»Deténgase vuesa merced un momento —dijo mi acompañante— que quizá pueda hacer una buena obra.
»Y sin esperar respuesta, saltando entre las peñas y la maleza, se perdió en la espesura.
»Vacilé al principio sobre el partido que debía yo tomar; pero el amor propio y la curiosidad vencieron, y me detuve, aprovechando el tiempo en registrar la ceba de mi arcabuz, por lo que pudiera acontecer, y, seguro ya de su buen estado, esperé.
»Poco tiempo tardó el hombre en presentarse, pero no volvía solo; seguíale un muchacho indio a pie, que debió haber sido el que dio la señal, pues tenía aún en la mano un silbato de metal.
»El muchacho estaba lloroso, y el hombre pálido y al parecer profundamente conmovido.
—»Dios premiará vuestra hidalguía —me dijo hablando ya con poca cortesía—. En este instante y cerca de aquí se comete un crimen horrible: soldado habéis sido a lo que parece: ¿tendréis caridad y valor para acompañarme a estorbarlo?
—»Guiad y lo veréis —le contesté.
—»No es prudente ir reunidos; conviene llegar allí por dos caminos, para que los malvados crean que somos muchos, que yo ignoro cuántos son ellos.
—»Bien; pero yo no sé…
—»El muchacho os guiará; yo conozco el camino.
—»Pues en marcha —exclamé.
»El muchacho me miró y echó a caminar tan de prisa, que aunque iba pie a tierra y yo a caballo, me costaba trabajo seguirle. De cuando en cuando volvía el rostro para mirarme, y viéndome cerca, seguía y seguía sin vacilar, como si conociera perfectamente el camino.
»Una vez quise hablarle, pero él llevó el dedo a los labios como para recomendarme el silencio, y yo callé. El punto a que me conducía no estaba muy cerca, porque habíamos andado como un cuarto de hora y comenzaba yo a impacientarme, cuando escuchamos un tiro, y luego otro y otro, y varios.
»El muchacho se lanzó a carrera en la dirección de los tiros; seguíle, y poco después me encontré en el lugar de los sucesos y vi un cuadro horrible. Instintivamente eché pie a tierra.
»Un hombre tenía en sus manos a un niño como de un año, y lo levantaba en el aire como para arrojarle al barranco que se abría delante de él: una mujer, convulsa, agonizante de dolor, con una hacha en la mano, se arrastraba de rodillas delante de aquel hombre, y a pocos pasos otro hombre atado a un árbol, los miraba con una expresión de terrible angustia.
»Un incendio cercano era el fondo de este cuadro.
»¿Qué hacer? Un mundo de ideas se agrupó a mi cerebro; levanté el arcabuz: no me habían sentido; podía yo matar a aquel hombre; pero su caída hubiera arrastrado al abismo al niño: si le hablaba, quizá precipitaba la catástrofe.
»El muchacho que me había guiado, estaba pálido y me miraba.
»En fin, el hombre dijo algo, a lo que accedió la mujer; y entonces colocó al niño en el suelo, pero interponiéndose entre ella y él, y sin dejar su aire amenazador.
»En ese momento yo no sé lo que sentí ni lo que pensé; pero me eché a la cara el arcabuz tan rápidamente, que apenas aquel hombre dejó al niño, hice fuego sobre él y le miré desaparecer en el barranco.
»La mujer dio un grito, un grito de esos que sólo puede dar una madre que ve salvo a su hijo; y sin buscar de dónde había partido el tiro, se arrojó sobre el niño, y estrechándole entre sus brazos, le cubrió de besos.
»El hombre atado me miraba y dos lágrimas corrían por sus mejillas».
—Anoche, cuando vuesa merced, señor don Guillén, me ha salvado, conocí que Dios no se queda con nada, y paga una buena obra con otra mayor: lo que vuesa merced ha hecho conmigo, recompensa tendrá y grande, yo lo espero.
—Dejad eso —contestó don Guillén— y continuad que impaciente estoy.
—Poco falta; y vuesa merced no crea que pueda explicarle aquello, que tan ignorante estoy de los motivos y antecedentes de aquella escena, como vuesa merced que no la presenció.
—Pero, entonces ¿cómo…?
—Escúcheme vuesa merced.
»Aún no estaba todo terminado; que el fuego, arrastrándose entre la maleza seca, estaba ya tan cercano, que el hombre atado en el árbol se perdía entre una nube de humo; y sin embargo, quizá por el gozo de ver salvado al niño, o porque le diese rubor pedir auxilio, no decía una palabra ni exhalaba una queja.
»Comprendí que no había tiempo que perder, y tomando el hacha que la mujer había dejado olvidada, me lancé al árbol; y aunque con algún trabajo, porque el humo me ahogaba, el cordel que le ataba era grueso y muchas sus vueltas, logré libertar a aquel hombre.
»Esperaba verle arrojarse alegremente en los brazos de la mujer y acariciar también al niño; pero muy lejos de esto, con una frialdad y una calma que me aterraron, se acercó a mí, quitóme el hacha de la mano, y silencioso y sombrío, se llegó al borde del precipicio, y luego comenzó a descender, llevando entre los dientes el hacha, y asiéndose de las ramas de los arbustos y de los salientes picos de las rocas y de los matorrales.
»Acerquéme instantáneamente para saber que intención le guiaba en aquella mortal empresa, y lo comprendí al momento, porque en el fondo del barranco, cerca de un arroyuelo, y como a veinte varas bajo mis pies, se agitaba, luchando, quizá con la muerte, el hombre a quien yo había herido.
»El otro bajaba con tanta precaución, como si tratara de sorprender a un venado dormido, o de tomar un nido de águilas: su fisonomía no revelaba ni odio ni excitación.
»Algunas veces se detenía para tomar aliento, cuando el ángulo de una roca le presentaba un lugar cómodo para ello: entonces tomaba el hacha con la mano y se inclinaba como para asegurarse de que el otro estaba en el mismo puesto: descansaba un momento y volvía a emprender el camino.
»Yo sentía una mortal angustia: veía que aquel hombre estaba en espantoso peligro de precipitarse a cada paso; rodaban bajo su peso algunas piedras, al apoyarse él en ellas; algunas plantas se arrancaban de raíz y quedaban en su mano. Temblaba yo por su vida; pero temblaba también, adivinando su intención, de que llegase hasta el fondo del barranco.
»Al fin le vi llegar, oprimir convulsivamente el mango de la hacha con la mano, y encaminarse resueltamente adonde estaba el otro.
»Pasó entonces una escena horrible. El que allí estaba vio llegar al otro y se esforzó por incorporarse; no sé lo que uno y otro se dijeron; pero el hacha se levantó y cayó, y un grito horroroso llegó hasta mí.
»Seguí mirando. El hombre no había muerto: aún pretendió levantarse y luchar; pero el otro repitió el golpe, y como maquinalmente, seguía subiendo y bajando aquella hacha rápidamente y hendiendo aquel cuerpo por todas partes y en todas direcciones.
»Era una locura, un encarnizamiento aterrador: yo llegué a ver miembros en pedazos, separados del cuerpo, y el cuerpo perder la figura humana y convertirse en un montón informe de carne y de sangre, de ropas desgarradas y de cieno, y el hacha seguía cayendo.
»No pude contenerme, y con toda la energía de que era yo capaz, le grité:
—»¡Detente, bárbaro!
»Él, sin dar tregua a su tarea, alzó el rostro, me miró y se puso a reír.
»En aquel rostro había yo leído la explicación de su furor y de su crueldad: el desgraciado estaba loco.
»Volvíme entonces para buscar a la mujer y al niño: los dos habían desaparecido, y sólo alcancé a mirar cerca de mí al hombre con quien me había acompañado en la mañana, que, arrastrándose penosamente, llegaba.
»Tenía el pecho atravesado por una bala y perdía mucha sangre.
»Como era natural, corrí a su encuentro, y quise hablarle y socorrerle.
—»Caballero —me dijo con voz desfallecida— nada me preguntéis, porque la vida se me va, y en verdad aún tengo algo que deciros: habéis salvado la vida de un hombre y de un niño, el honor de una mujer noble, y habéis castigado a un malvado. Sois más feliz que yo, que sólo pude dar la muerte al cómplice, pero la recibí yo también.
—»No; yo espero…
—»Nada esperéis; mi herida es mortal; poco tiempo me queda de vida, y tengo que fiar a vuestra lealtad un secreto. Oídme: mi caballo está atado aquí a la izquierda; registrad la silla, y en ella encontraréis una caja pequeña de madera de encino; tomad esta llave y guardad la caja y la llave, pero no la entreguéis jamás sino a mí mismo, si sobrevivo, o al hombre que os enseñe otra llave igual, sin haber visto la que os doy. ¿Cumpliréis?
—»Os empeño mi palabra.
—»Aún hay más: juradme por Dios que nos oye, que ni abriréis esa caja, ni dejaréis que nadie la abra, y que cuidaréis de ella como de la vida de vuestra madre hasta que os sea reclamada por quien tenga derecho: ¿lo juráis?
—»Por Dios y sobre la cabeza de mi hija.
—»Gracias. Dios os premiará y veréis feliz a vuestra hija. ¿Cómo os llamáis?
—»Pablo Méndez.
—»Ahora partid; partid; puede llegar alguien…
—»¿Dejaros así?
—»Salvad esa caja, salvadla; es la súplica de un moribundo.
—»Os obedezco.
—»Id con Dios.
—»Él os ampare.
»Busqué su caballo, le encontré, tomé la caja, que, como habéis visto, es bien pequeña; encontré luego el caballo mío, aunque algo lejos; monté, y a trote largo volví a la ciudad».
—La caja está salvada y en lugar seguro —dijo don Guillén con la mayor naturalidad, luego que el viejo terminó su relación, como si todo aquello fuera para él cosa sabida.
—¿Y cuándo me la entregará vuesa merced? —preguntó Méndez.
—¿Creéis que podré quedarme con ella? —preguntó a su vez don Guillén, presentando a Méndez una pequeña llave de piala de una forma verdaderamente extraña.
El viejo abrió desmesuradamente los ojos: la llave que le presentaba dan Guillén era tan semejante a la que él tenía, que su primer movimiento fue el de buscársela, creyendo que se le habría perdido, y que aquella sería la misma.
Pero pronto se desengañó: la llave que recibió del herido estaba aún en su poder, pendiente a su cuello, atada en su rosario, entre algunas cruces y medallas de plata.
—Puede vuesa merced conservar en su poder esa caja, que así cumplo con mi juramento, y tome además vuesa merced la otra llave…
—No; guardadla como memoria de vuestra lealtad: quizá en algún día presentándola o mostrándola, os sirva de algo.
Don Guillén se levantó para retirarse.
—Permítame vuesa merced —dijo Méndez— que llame a mi familia, que gran pena tendría en no verle ya.
—Bien, llamad.
Méndez llamó, y toda la familia volvió a la estancia.
Don Guillén se despidió de todos; pero entonces presentó familiarmente su mano a Clara, quien la estrechó entre las suyas. Don Guillén observó que las manos de la joven temblaban y que su semblante se encendía de rubor.
—Quizá también ésta —pensó, y salió de allí acompañado de Felipe, que le condujo hasta el principio de la escalera.
Méndez y la vieja Marta quedaban hablando alegremente, y haciendo de don Guillén magníficos elogios.
Clara les oía apenas, hundida en una meditación profunda.
La joven comenzaba a comprender que dos entrevistas habían bastado para que se enamorase del bravo salvador de su padre.