El hijo de Méndez
A la espalda de la casa de don Gaspar Henríquez, en la calle paralela a la en que él habitaba, había una casa tan grande como triste, conteniendo un gran número de cuartos y viviendas repartidos en tres patios, y una multitud de vecinos; pero todos, en apariencia, de la clase más infeliz de la sociedad.
El patio principal debió, en otro tiempo, haber sido jardín, pues que aún se conservaban algunos arriates, y sobrevivían algunos árboles, desgraciadamente descuidados. En el centro una gran fuente proveía de agua a los vecinos, y cerca de la entrada, una malísima estatua de piedra, queriendo representar a San Pablo, recibía algunas veces las ofrendas de flores de las beatas que allí vivían; pero, sin duda, por aquella imagen la casa se llamaba de San Pablo, y así era conocida en toda la ciudad.
El aspecto general del edificio era tristísimo y sombrío: paredes que habían perdido el aplanado y mostraban caprichosas grietas, vigas que descubrían sus cabezas llenas de verdinegro o amarillento musgo, yerbas que crecían con libertad en los muros o sobre los techos: por todas partes el desaseo, el abandono, la miseria, la ruina.
En cuanto a los habitantes, no se podía decir más sino que la mayoría de ellos era digna de aquel lugar: hombres y mujeres cubiertos de harapos, sucios y de aspecto siniestro; niños débiles, enfermizos, pálidos, completamente desnudos; muchachas que revelaban la prostitución y el cinismo en sus más insignificantes acciones; negros y mulatos, sin más vestido, algunos de ellos, que una sábana, de color indefinible; y multitud de perros flacos, que, sin duda, se entraban allí en busca de alimento, y convertían después en su guarida aquellos patios. Algunos beatos y beatas, de las que se llamaban descubiertas, notables por sus hábitos religiosos azules, sus grandes rosarios y sus escudos.
A esa casa había sido llevado Méndez la noche del incendio, porque allí vivía su hijo Felipe, separado de él desde algunos años. Felipe recibió a su padre con verdadero gusto, y procuró que nada le faltase ni a él, ni a Marta, ni a Clara.
El hijo de Méndez llevaba una vida verdaderamente misteriosa. Oficial de las tropas del virreinato, no hacía ningún servicio, ni se presentaba jamás a cobrar su sueldo de las cajas reales; la habitación que ocupaba en la casa de San Pablo, y era una de las más amplias de aquel edificio, estaba tan poco amueblada que no se encontraba en ella más que el lecho de Felipe, una mesa con recado de escribir y cuatro o seis sillas; la servidumbre se reducía a un indio de fisonomía estúpida, a quien su amo había bautizado con el nombre sonoro de «Requesón».
Con algún trabajo, pero venciendo al fin las dificultades, el viejo Méndez tuvo su sitial de vaqueta para pasar el día sentado, un lecho cómodo; y Marta y Clara tuvieron que contentarse con una sola cama para las dos: nada les dejó el incendio; pero estaban resignadas, porque, al fin, decía el viejo, salieron del peligro, y conservando él la vida, conservaba también su pensión y un recurso seguro contra la miseria.
La tarde iba cayendo. Méndez había hecho arrimar su sillón hasta una ventana, desde donde descubría los nevados picos del Popocatépetl y del Ixtaccíhuatl, dorados por los rayos del sol poniente, y conversaba con Marta y con sus dos hijos, Clara y Felipe, sobre los sucesos de la noche anterior.
—Cuando he llegado a saber —decía Felipe, que era un hombre como de treinta años— el riesgo que corrió vuesa merced, padre, ha sido cuando he visto hoy las ruinas de la casa…
—¿Nada quedó, hijo? —preguntó Marta.
—Nada, madre —contestó Felipe— apenas podría señalarse el lugar en que estaba la alcoba de su merced.
—¡Ave María! Si no se nos aparece un ángel en la figura de aquel caballero, a esta hora seríamos almas de la otra vida.
—Grandes deseos tengo de conocerle —dijo Felipe.
—Prometióme venir —dijo Méndez.
—¿Y es joven?
—Joven es —contestó Clara con algún entusiasmo—. Rubio, y blanco, y garboso.
—Mucho te fijaste en él, hermana.
—No tal —replicó Clara ruborizándose— pero le debíamos tan grande servicio, que su fisonomía quedó impresa en mi memoria.
Sonaron dos golpes en la puerta.
—Quizá sea él —dijo Méndez.
Clara se puso encendida, pero nadie lo advirtió, porque el criado de Felipe, presentándose en aquel momento, les distrajo.
—¿Qué hay, Requesón? —preguntó Felipe.
—Que busca a su merced un lacayo.
Felipe se levantó y salió de la estancia.
En la pieza inmediata, un lacayo, con el sombrero en la mano y respetuosamente inclinado, le presentó una carta, diciéndole:
—De parte de mi ama, la señora doña Fernanda Juárez de Subiría…
—Bien —dijo Felipe, tomando la esquela y abriéndola.
Aquella esquela decía sencillamente:
Espero que esta noche, a las once, vengas a mi casa, pues te necesita
Fernanda, tu madrina
—Di a tu ama y mi señora, que cumpliré con lo que me ordena.
El lacayo hizo un saludo y se retiró.
Felipe guardó en la bolsa de sus calzones de escudero la carta; y se disponía a volver al lado de su padre, cuando volvieron a llamar, y don Guillén se presentó en seguida.
—Perdone vuesa merced —dijo— ¿aquí vive un sujeto llamado Felipe Méndez?
—Perdóneme a su vez vuesa merced una pregunta: ¿será, por ventura, vuesa merced don Guillén de Lampart?
—Para servir a Dios y a vuesa merced.
—Pues ese Méndez soy yo, y mi padre el que debe la vida a vuesa merced, y que le espera, como toda la familia, para mostrarle su gratitud.
—En ese caso, me retiro, que de tal cosa no quiero que a tratarse vuelva.
—Vuesa merced reflexione, que adonde quiera que vaya le seguirán nuestras bendiciones. Pase adelante, y no prive a mi señor padre por más tiempo del placer de mirarle.
Y abriendo violentamente la puerta Felipe, se entró anunciando en voz alta:
—Padre, el caballero don Guillén de Lampart.
Marta se levantó; Méndez se sintió casi capaz de levantarse; Clara, por el contrario, se creyó incapaz de tenerse en pie.
Don Guillén, con una naturalidad y una cortesía admirables, y como si fuera un antiguo amigo de aquella familia, estrechó entre sus brazos a la anciana, apretó la mano del viejo, saludó con una sonrisa de cariño a Clara, y se sentó a su lado.
—Temíamos que hubiera sucedido algo a vuesa merced —dijo Méndez mirándole con ternura—. Hemos rezado y pensado toda la noche: los pobres no tenemos para mostrar nuestra gratitud más que la oración y el recuerdo.
—Nuestra gratitud será eterna —exclamó Marta.
—Señora —contestó don Guillén— sabéis que el mundo no comprende que el que hace un favor entre los hombres, ése es el que le recibe.
—Yo soy quien no comprende ahora a vuesa merced —dijo Felipe.
—Voy a explicaros y quedaréis convencidos. El hombre en sus necesidades, en sus penas, en sus peligros, siempre busca el amparo de Dios, siempre ocurre a Dios, y Dios no le abandona nunca; pero Dios tiene instrumentos de su bondad como los tiene de su justicia; y cuando el hombre desgraciado, teniendo fe en Dios, ocurre a buscar el favor de otro hombre, tanto equivale eso como decirle a ese hombre: «Dios me va a salvar con su misericordia; quiero que tú seas en la tierra el instrumento, el medio por el cual se manifiesta la infinita bondad». Y si aquel hombre a quien se habla así es digno de ser el instrumento, el medio de que se vale la Divinidad; aquel hombre servirá a su hermano, y le favorecerá y le salvará: si no lo hace, es porque no merece ser el representante de Dios en el mundo; y el hombre que implore mi auxilio, y aquel a quien yo pueda servir, ése me favorece, me obliga, porque me escoge, porque me elige para representar a Dios sobre la tierra, porque me confiere una dignidad superior a la dignidad humana, y yo debo decirle: «Hermano mío, gracias, porque entre tantos hombres me escogiste como el más a propósito para ser tu providencia».
—Noble y santa doctrina —exclamó entusiasmado Méndez— noble y santa; pero cuide vuesa merced de decirla, porque los ingratos verían en ella la glorificación de su maldad.
—Vuestro corazón, con ser tan bueno, os ciega —contestó don Guillén— llamáis maldad a la ingratitud cuando os he probado que el agradecido debe ser el que sirve, y así os lo indica la misma naturaleza, que cada día veis que más se liga en cariño el protector con el protegido, que éste con aquél; luego lo que vos llamáis maldad, ingratitud, es una cosa natural en el hombre; y si no, haced a un semejante vuestros inmensos servicios, parará en aborreceros de muerte, porque su cerebro le dice que debe teneros gratitud, y su corazón se resiste a ello; no cree sino que ejercéis sobre él un despotismo moral, odioso, al paso que vos le amaréis más todos los días.
—¿Es decir —preguntó Marta— que vuesa merced cree que los favores que hace no se le agradecen?
—Lo que yo no creo, es que hago tales favores; lo que yo no creo es que hay derecho para exigir gratitud de nadie, porque bien y mejor pagado está un servicio, por grande que sea, con la satisfacción de haber hecho una acción noble o una obra buena; querer más, es contrariar la humana naturaleza.
—Entonces, si vuesa merced no cree que exista la gratitud, y yo lo creo —insistió Méndez— ¿cómo me explicaré a mí mismo este cariño que siento por vuesa merced; eso no puede ser sino gratitud?
El viejo sonreía como si hubiera encontrado el lado vulnerable de la armadura de don Guillén.
—Ese cariño es una simpatía que habéis tenido por mí, sin que podáis asegurar que no hubierais sentido lo mismo si en vez de encontramos en un incendio, nuestro encuentro hubiera sido en un sarao o en un banquete; y si no, decidme: ¿si estuviera yo en un peligro inminente me salvaríais aun con riesgo de vuestra vida?
—Sin duda.
—¿Y sólo por eso que llamáis gratitud, o aun cuando tal vínculo no mediase entre nosotros?
—Aun cuando jamás os hubiera visto.
—Y entonces ¿me querríais después de haberme salvado la vida con riesgo de la vuestra?
—Y tanto, que me parecería como que erais mi hijo.
—Mirad, pues, que vuestro cariño, en ese caso, no podía ser gratitud, sino un sentimiento más vivo y quizá más ardiente. Desengañaos: gratitud es una palabra inventada por los hombres que no han querido perder el precio de sus favores, y pretenden hacerse pagar con obligado cariño lo que no pueden cobrar en otra moneda.
—Pues si la gratitud no existe, ni vos la exigís, yo me siento capaz de tener esa nueva virtud, sólo por consagrárosla —dijo Marta tomando una de las manos de don Guillén.
Clara no había perdido ni una sola palabra ni un movimiento de don Guillén; aquel hombre le parecía superior a todos cuantos hasta entonces había conocido: su aspecto era más noble, su voz más dulce, su palabra más elocuente.
Por su parte, don Guillén había notado el interés de Clara, y como no se había fijado en ella, comenzó a mirarla también con más cuidado.
Clara era una joven rubia que no podía llamarse hermosa, pero sí simpática, graciosa, agradable; tenía sobre todo un aire encantador de inocencia y de pureza, que se advertía al verla por primera vez.
—Tengo en mi poder lo que me encargasteis que salvara —dijo don Guillén en voz baja a Méndez.
—Gracias: voy a contar a vuesa merced la historia de esa caja, y verá cuánta razón tuve para suplicarle la salvase —contestó Méndez en secreto, y agregó en voz alta—: Tengo que hablar un negocio reservado con este caballero; pasad mientras a la otra pieza, hijas.
Marta y Clara se retiraron sin replicar. Felipe las siguió, no sin echar una mirada de curiosidad sobre su padre y sobre don Guillén.
La puerta por donde salieron se cerró, y el viejo Méndez señaló a don Guillén el sitial que estaba a su lado, y sin más preámbulos comenzó su historia.