Una viuda temible
Don Cristóbal de Portugal era hombre que nada ofrecía que no estuviera resuelto a cumplir, y salió de la cámara del virrey meditando la manera más a propósito para salir airoso de aquel compromiso que había contraído.
Aún le esperaban en el patio de Palacio sus dos palafreneros. Don Cristóbal volvió a montar a caballo; se dirigió sin vacilar a la calle Real que se llamaba de Ixtapalapa, y se detuvo delante de una casa de notable apariencia.
Aquella casa era de una dama muy conocida en México; llamábase doña Fernanda Juárez de Subiría, y era viuda de un corregidor que había muerto hacía ya más de doce años, dejando a su viuda, para consuelo de su aislamiento, un rico capital fincado en buenas haciendas y en productivas casas.
Doña Fernanda fue en sus buenos tiempos una real moza, gozó del mundo a todo su sabor, lo cual fue causa de que se ensañaran en contra de su honra las malas lenguas; pero a la muerte de su marido nadie decía ya nada, porque las negras tocas de luto vinieron a contrastar con el blanco brillante de sus canas. Doña Fernanda no podía ser el objeto de una pasión.
Sin embargo, rica, vieja y sin hijos, eran tres cualidades bien tentadoras, y muchos pretendieron llevarla al altar, y le hablaron de amor y le pintaron cuadros de felicidad; pero doña Fernanda era mujer de talento y de experiencia, y conoció que no ella sino su caudal era el que encendía aquellas desinteresadas pasiones. Calculó que no necesitaba dividir con nadie lo que el destino ponía en sus manos, y notificó seriamente a sus adoradores que si alguno de ellos volvía a requerirla de amores, por ese solo hecho quedaba despedido de la casa y terminada la amistad.
Y ciertamente que la amenaza era digna de temerse, porque doña Fernanda lo cumpliría tal como lo decía, y porque aquella amistad era apetecible, sobre todo para esa clase galante, que hay en todas partes, que anda siempre en pos de aventuras, y a caza de noticias escandalosas sobre la vida privada de todos.
Doña Fernanda gastaba sus cuantiosas rentas con buen gusto: siempre buena mesa y alegres convidados de ambos sexos: paseos, saraos, conciertos, diversiones, sin dejar por eso de salvar a un amigo de un compromiso de dinero, sin negar jamás uno de sus carruajes para un bautismo, para un paseo, o para un entierro.
La aristocracia del dinero y de la sangre frecuentaba la casa de doña Fernanda; con todos tenía ella grande influencia; conocía los secretos de todas las familias; arreglaba matrimonios; ponía en contacto los amantes perseguidos por el rigor de un padre de melodrama o de una madre feroz, y eran sus salones el centro de las principales intrigas amorosas de la ciudad, y eran como la bolsa o la lonja en donde se cotizaban las reputaciones.
Por las noches no faltaban entre los tertulianos algunos oidores, algunos canónigos, tal cual inquisidor, y aun se decía que un virrey, quizá el marqués de Cadereyta, antecesor del marqués de Villena, había concurrido algunas veces; por supuesto que esos grandes personajes formaban un círculo separado, y en lugar de bailar o de cantar, jugaban tranquilamente a las cartas o a las damas, y tomaban algunos dulces y algunos refrescos.
En esa casa entró don Cristóbal de Portugal esperando encontrar, porque conocía bien a doña Fernanda, lo que necesitaba para cumplir el ofrecimiento hecho al virrey.
Como la una de la tarde sería cuando don Cristóbal llamó a la puerta de la sala. Doña Fernanda estaba sentada aún de sobremesa en el comedor con sus amigos.
La primera que notó la llegada de don Cristóbal fue una perrita blanca, perfectamente limpia, que llevaba al cuello una cinta de seda azul de la que pendía un sonoro cascabel de plata: la perrilla comenzó a ladrar furiosamente.
—¡Paloma! ¡Paloma! —gritó una negrilla que apareció, tratando de calmar al animalito—. ¡Paloma! —y luego dirigiéndose a don Cristóbal, a quien sin duda ya conocía, dijo con cierta sonrisa mostrando sus blancos dientes:
—¿Busca su merced a mi ama la señora?
—Sí, Felipa —contestó don Cristóbal.
—Pues su merced pase al estrado, que mi señora ama está en el comedor y voy a darle recado a su merced.
Don Cristóbal entró y se sentó en uno de los sitiales a esperar la llegada de la señora.
—Cosa importante debe traer don Cristóbal —dijo a sus convidados doña Fernanda, cuando oyó el recado que le dio la negrilla en voz alta y delante de todos— porque no acostumbra venir de día a visita.
—Estará enamorado —dijo un caballero riendo.
—Tarde es para eso —contestó una de las damas— aunque dicen que amor no respeta los años.
—Y en edad provecta son incurables las heridas del dios vendado —saltó uno que tenía pretensiones de poeta.
—Voy a verle —dijo doña Fernanda levantándose— y a no ser grave y de mucho secreto el negocio que le trae, vuestras mercedes no penarán mucho por la curiosidad.
Pocos instantes después la rica mampara de brocado rojo, que cerraba la puerta de la sala, giraba sobre sus goznes para dar paso a doña Fernanda.
Don Cristóbal se levantó, y saliendo a su encuentro, le presentó con respeto la mano derecha, en la que se apoyó la viuda; y como si se tratara de bailar, la condujo ceremoniosamente hasta el estrado, no sin mediar entre ellos esas preguntas y respuestas sobre la salud, que casi siempre se dicen más por fórmula que por verdadero interés.
Como era natural, comenzó por tratarse de cosa distinta a la que don Cristóbal deseaba llegar.
—Supongo que mi señora doña Fernanda —dijo él— no habrá tenido desgracia alguna que lamentar con el huracán de anoche.
—No, gracias a su Divina Majestad; y creo que vuesa merced, señor don Cristóbal, dirá lo mismo.
—Lo mismo, bendito sea tan gran Señor; y a fe que ha causado males terribles, sobre todo en los barrios, que dan compasión.
—¡Ah! los ha visitado vuesa merced…
—Toda la mañana he andado por ellos acompañando a S. E. el señor virrey que, como sabe vuesa merced, precia, y con razón, de diligente, y me honra con sus confianzas. ¡Felices tiempos hemos alcanzado con tan buen gobernante!… Que mejor no podía habérnosle enviado el rey nuestro señor.
—Ciertamente.
—¿Nunca ha visitado a vuesa merced, señora?
—¿Quién?
—S. E. el señor marqués de Villena.
—Nunca tanta honra he alcanzado.
—Pues ignoro qué obstáculo se lo haya estorbado, que buenas y justas ausencias hace él de mi señora doña Fernanda.
—Vamos —pensó la viuda— en el negocio anda el virrey, y parece que quiere visitarme: ahora veremos.
Y luego en voz alta contestó:
—¡Noble señor! Y yo que pensaba ¡pobre de mí! que ni me habría oído nombrar S. E.
—Esta mañana me dijo ¿a propósito de qué?… ¿de qué?… Vaya una memoria… —decía don Cristóbal, rascándose la frente y como procurando recordar alguna cosa olvidada.
—Eso que te se olvida —pensaba doña Fernanda— es precisamente de lo que más te acuerdas: ahora va a salir lo principal del negocio: creerás que a mí se me puede venir con ésas.
—Pues no doy con cuál era el motivo… Dios mío…
—¡Qué lástima! —exclamó hipócritamente la viuda.
—¡Ah! —dijo don Cristóbal, dándose una palmadita en la frente— ya recuerdo…
—¡Zorro viejo! —pensó ella.
—Pasábamos por la calle de la Merced, y S. E. me hizo fijar la atención en una hermosa dama que en una ventana estaba: preguntóme que si la conocía, y como le contestara yo que no, empeñóse la conversación acerca de las personas más bien relacionadas en México, y venimos a dar en que no hay otra casa adonde concurra más gente noble y acomodada que la de vuesa merced.
—Te comprendo —pensó la viuda— pero voy a fastidiarte un poco por haberme querido engañar.
Don Cristóbal esperaba, conociendo a la viuda, que lo del virrey la haría entrar luego en materia.
—Pues terrible estuvo la noche, y sabe Dios cuántas desgracias causaría el viento: vuesa merced dice que ha ido hoy por los barrios; supongo que habrá visto cosas que harán llorar.
La conversación se desviaba del término a que la pretendía llevar el señor de Portugal, y doña Fernanda le miraba maliciosamente.
—¡Cosas tristes se ven por allí! S. E. volvió conmovido, y precisamente de eso me hablaba, cuando al pasar por la calle de la Merced vimos a esa dama que tanto impresionó a S. E.
—¿Conque S. E. se impresionó mucho? —dijo doña Fernanda, deteniéndose un poco para que su interlocutor creyese que iba a tratar de la dama.
—Mucho —contestó violentamente don Cristóbal.
—Y con razón, que será cosa de llorar la situación que guardan esos pobres indios: hoy precisamente ha estado aquí un infeliz que tiene una huerta por Ixtacalco: casi lloraba el hombre.
Don Cristóbal comenzó a sentir impaciencia, y a sonar contra sus dientes, y como distraído, el hermoso topacio con que remataba el puño de oro de su látigo.
—¿Y no teme vuesa merced que repita otra vez el temporal? —dijo doña Fernanda.
—Yo creo que no. Sin embargo, S. E. lo teme, y así me lo ha dicho; aunque, como estaba tan preocupado con la dama de la calle de la Merced, no me atreví a preguntarle en qué se fundaba para decirlo.
La insistencia de don Cristóbal en hablar del virrey y de la dama, era ya notable; pero aún quiso la viuda prolongar su disgusto.
—Deseando estoy —dijo— que venga esta noche don Guillén de Lampart, que como sabe de todo… ¿Vuesa merced no le ha tratado?
—Algo; un poco.
—Pues tiene grandes conocimientos científicos.
Don Cristóbal azotaba distraídamente con la punta de su látigo sus finísimas calzas de piel de venado.
—Decididamente, señora —dijo de repente— vuesa merced no quiere comprenderme.
—Bendito sea Dios —contestó sonriéndose doña Fernanda— al fin deja vuesa merced ese aire misterioso, y entra a conversar conmigo del virrey y de la dama de la calle de la Merced.
—Es decir que vuesa merced ha comprendido…
—Sí que comprendo; pero me agrada la franqueza, y los secretos me halagan, confiados, mas no sorprendidos.
—Pues, perdone vuesa merced, y hablemos como buenos amigos.
—Que lo somos, y hace ya mucho tiempo: ante todo, debo decir a vuesa merced que conozco a esa dama, o al menos supongo quién será: ¿alta y garbosa…?
—Sí.
—¿Blanca y de pelo negro…?
—Sí.
—Ojos negros…
—Sí.
—Aire altivo…
—Sí.
—Una casa alegre, de un solo piso.
—Exactamente.
—De grandes ventanas.
—La misma: pero veamos ¿quién es ella?
—Llámase doña Juana Henríquez.
—La conozco de nombre; pero…
—Su padre don Gaspar…
—Todo eso lo sé…
—Vamos, lo que desea saber vuesa merced, en dos palabras, se reduce a esto: ¿tiene amantes? ¿Es sensible? ¿Cómo podrá ponerse en relaciones con ella una persona a quien no se necesita nombrar? ¿Es esto?
—Eso es.
—Poco podré decir por ahora, y mucho tal vez mañana.
—¡Pero mañana! Eso es perder mucho tiempo.
—¿Interesa tanto el asunto a vuesa merced?
—El virrey está muy preocupado, y yo le estimo altamente; y quisiera, por el cariño que le profeso, ayudarle en su empresa.
—Sin contar con que logrado ese proyecto, con el auxilio de algún amigo de S. E. el virrey, ese amigo tendría una influencia decisiva en todos los negocios de la Nueva España.
—¡Oh! no me guía el interés.
—Bien puede ser; pero tenga vuesa merced paciencia, y mañana estará el negocio tan avanzado, que el mismo virrey se asombrará.
—Mañana a esta hora volveré —dijo don Cristóbal despidiéndose.
—Respóndame vuesa merced con franqueza: ¿será éste un capricho o es cierto que el virrey está apasionado?
—Locamente.
—Bien: gracias por la confianza, y hasta mañana.