V

El amor de un virrey

En el momento mismo en que don Guillén doblaba la esquina y daba el último saludo a doña Juana, aparecía por el extremo opuesto de la calle una lucida cabalgata que a trote largo se aproximaba.

Era el virrey con su comitiva que paseaba por la ciudad examinando el estado de ella, y los destrozos que el huracán había causado.

Don Diego López Pacheco, duque de Escalona, marqués de Villena, grande de España, y virrey y capitán general de México, era un hombre que bien podía pasar por joven, valiente, generoso y amable. México tenía en él un buen gobernante, y aun puede decirse que un gobernante bien querido.

El marqués de Villena preciaba de soldado y de jinete, y en aquella mañana montaba garbosamente un soberbio tordo, de raza andaluza, que con tanta gallardía trotaba y con ligereza tal se movía, que más parecía flotar que caminar; sonaba, cubierto de espuma, el freno tascado por el fogoso animal, y sus anchas narices despedían nubes de vapor.

Regía el marqués su altiva cabalgadura con esa naturalidad, casi indiferencia, propia de los buenos jinetes, conversando con un caballero que a su izquierda marchaba.

—Asegúroos, don Cristóbal de Portugal —decía el virrey— que a no haber cesado el huracán, la ciudad entera perece; que inútiles fueron nuestros empeños para cortar el incendio, y triste sería en verdad que hiciera época mi gobierno en las Indias por una catástrofe tan terrible.

—Dios nuestro Señor —contestó don Cristóbal de Portugal— que tantas pruebas ha dado de la protección que a V. E. dispensa, no ha querido que el camino de V. E. por este nuevo mundo esté marcado sino por felicidades.

—Pues a fe que no será mucha felicidad la de anoche, ¿no lo creéis así?

—Si Dios permite esos tristes acontecimientos, es para abrir a V. E. el camino de remediar males y recoger bendiciones de agradecidos.

—¡Hermosa dama! —exclamó en este momento el virrey alcanzando a ver a doña Juana—. ¿Conoceisla por ventura?

—Sí, señor: es hija de un minero rico, y llámase ella doña Juana de Henríquez.

—¿Henríquez? ¿Henríquez? Me se figura que no es esta la primera vez que oigo tal nombre en Nueva España.

—Común es aquí, y no es difícil que V. E. le haya oído.

—¿Pero es verdad que esa joven es muy bella?

—Quizá una de las más hermosas y más apuestas damas de la ciudad.

El virrey volvió el rostro para mirar la casa de don Gaspar Henríquez; pero las ventanas estaban ya cerradas.

—¿Es casada esa joven? —preguntó después de un rato de silencio y cuando se habían alejado de la calle.

—Ni es casada, ni hay noticia de que haya admitido galanteos.

—Honrada y discreta debe de ser, cuando ni la calumnia se atreve a ella.

—Esto y mucho; que más guardada está por su recato que por el celo de su padre, quien la deja toda la libertad que ella merece.

—¿Sabéis que me interesa la dama?

—Digna fuera de V. E., si no por su nobleza, sí por sus altas prendas.

—Digna de un rey —dijo el marqués con exaltación.

Llegaba en este momento la comitiva a Palacio; bajóse el virrey de su caballo; subió las escaleras, acompañado de don Cristóbal de Portugal, pero sin dirigirle la palabra.

Al llegar a las habitaciones, don Cristóbal quiso despedirse, pero el virrey le dijo, deteniéndole:

—No os vayáis; almorzad conmigo, que de sobremesa tenemos que departir largamente.

—V. E. me honra demasiado —contestó don Cristóbal entrando en seguimiento del marqués.

Aquel día la servidumbre de Palacio notó que el virrey, que se había sentado a la mesa solo con don Cristóbal de Portugal, habló poco, comió menos y estuvo preocupado. Hubo sobre esto grandes comentarios en la cocina, y por fin todos estuvieron de acuerdo, en que, teniendo S. E. tan buen corazón, no podía menos de estar profundamente triste por lo acontecido en la ciudad la noche anterior; y como S. E. volvía de visitar los barrios, la cosa era muy sencilla de explicar: S. E. pensaba en las desgracias de México, y por eso tenía poca gana de comer y de hablar, y procuraba estar solo.

Pero en verdad que lo que menos preocupaba en aquellos momentos al virrey, era el siniestro accidente de la noche anterior, y pensaba sólo en la gallarda señora de la calle de la Merced. Don Cristóbal de Portugal, hombre muy principal en México, rico, noble y considerado, tenía una amistad verdadera con el marqués de Villena; le trataba diariamente, y conocía demasiado su carácter para no comprender cuál era la causa de su preocupación; pero demasiado hábil al mismo tiempo, quiso que el marqués iniciara la conversación, lo que no tardó mucho en suceder.

—¿Sabéis, don Cristóbal —dijo repentinamente el virrey, haciendo un esfuerzo para desenmascarar con ruda franqueza aquella situación— sabéis que yo creo que estoy enamorado de esa doña Juana?

—No me parecería extraño, señor, porque es una dama como no hay muchas, y pocos hombres podrán mirarla sin sentirse conmovidos —contestó con cierto entusiasmo don Cristóbal.

—¿Os sentiríais quizá impresionado por ella? —preguntó el marqués frunciendo un tanto el entrecejo.

—Mi edad me pone a cubierto de esos peligros —respondió sonriéndose don Cristóbal.

—Poca más edad tendréis que yo, y sin embargo, os aseguro lealmente que esa dama me ha interesado.

—Mayor edad tengo que V. E., y además, V. E. es militar.

—¿Y qué hay con que sea yo militar?

—Que dicen las gentes, y sea dicho con permiso de V. E., que los militares envejecen tarde, y nunca de veras; y soldado viejo es como viejo gerifalte, que mejor hace presa cuanto más amaestrado está en la cetrería.

Sonrióse el virrey, y animado don Cristóbal continuó:

—Lo que más me obliga es la confianza que de mí hace V. E., que me alegra, porque bien sabido tengo que la confianza se inspira y no se solicita; y gran fortuna es el poderla inspirar.

—Triste posición es la del que gobierna, don Cristóbal; que en él son crímenes y manchas, lo que en los otros no pasa de llamarse humana debilidad; y os aseguro que no hay disgusto tan grande que iguale al de saber que todos los ojos en la ciudad vigilan nuestros pasos, y todas las lenguas comentan nuestras acciones.

—En cambio tiene V. E. ese prestigio que le rodea, y quizá con el brillo sólo de su nombre consiga lo que tantos en vano han pretendido; y digo esto, refiriéndome a doña Juana.

—De poco sirve todo eso si encadenado estoy por el temor al escándalo; y lo que a un caballero le es lícito y lo que puede hacer, rondar a su dama, vestir sus colores, darle músicas y otras cosas, a un virrey no le puede ser permitido, so pena de convertirse en la fábula de la corte.

—Cosas hay que pueden alcanzarse en el misterio, y que no por eso dejarán de ser gratas.

—Ciertamente.

—Entonces ¿de qué se apena V. E.?

—Don Cristóbal ¿puedo contar con vuestra amistad?

—Para todo, señor.

—Pues bien, escuchad: desde que he visto hoy a esa dama, conozco que estoy enamorado; pero con un amor tan repentino como vehemente. Yo no sé qué debo hacer; pero os aseguro que me volvería loco si no lograse alcanzar su amor.

—Y lo alcanzará V. E. —dijo con seguridad don Cristóbal.

—¿Lo creéis así? —preguntó el marqués con ansiedad.

—Lo creo, lo creo; y aun digo más: V. E. me ha favorecido siempre con su amistad: ofrezco a V. E. ayudarle con todas mis fuerzas, y no dudo que lograremos el triunfo.

—¡Oh! me haréis el más feliz de los hombres —exclamó el marqués con entusiasmo—. Y ¿qué pensáis hacer?

—Ante todo, señor, necesito informarme perfectamente del modo como pasa la vida esa dama; saber quién la visita; conocer su carácter, sus inclinaciones; en fin, conseguir, si es posible, con alguna de sus amigas, la confidencia del tipo que ella se ha forjado en su imaginación para su amante.

—¿El tipo de su amante?

—Sí, señor. V. E. sabe, tan bien como yo, que todas las mujeres jóvenes, hayan o no tenido amores, llevan en su imaginación el ideal de un hombre, a quien revisten con las cualidades que a ellas más les cautivan: éste es el modelo con el que comparan a cuantos hombres las galantean; y ¡ay! señor, del que no tenga semejanza con aquel tipo; ése, sin duda, no alcanzará nada: algunos son admitidos, creyéndoles parecidos al modelo; el trato descubre el engaño: la ilusión cae, y el amante se pierde. La gran cuestión es, pues, descubrir el tipo ideal de una mujer, y procurar asemejarse a él en todo lo posible.

—¿Y si yo no fuese el tipo de doña Juana?

—Un virrey, joven, valiente, grande de España, es seguro que es tipo de amante para la mayor parte de las damas.

—Mucho fiáis.

—V. E. me crea, que este triunfo no será la mayor cosa que ha hecho en su vida, o yo sé poco de achaques de mundo.

—Veo que sabéis más de lo que yo me pensaba.

—Y de ello me alegro, porque así serviré mejor a V. E. en su empresa.

—¿Qué tiempo creéis necesario para averiguar lo que deseáis?

—No podría fijar plazo, pero mi deseo responde de mi actividad.

—En vos confío.

—Confía V. E. con razón, y por ahora me permitirá que me retire, que no quiero perder un instante.

—¿Vais ya a comenzar el ataque?

—Sabe V. E. que la actividad prepara el triunfo.

—Pues id, y Dios os proteja.

—El guarde a V. E.

—¡Ah! inútil sería encargaros el más profundo secreto.

—V. E. me agravia.

—Perdonad.

—Beso la mano de V. E.

—Adiós.

Don Cristóbal salió de Palacio fraguando mil planes para llegar hasta doña Juana, y el virrey se recostó en un sitial, cerró los ojos y comenzó a soñar despierto con la encantadora dama que tanto le había enamorado.