Rebeca
En una de las calles inmediatas al templo de la Merced, se hacía notable una casa, de apariencia humilde, pero que revelaba inmediatamente el bienestar de sus moradores: sin pretensiones de grandeza, sin escudos ni emblemas sobre la entrada, sin esas macizas puertas, tachonadas de bruñidos clavos de bronce y con escandalosos llamadores, figurando cabezas de sátiros o de leones; sin nada, en fin, que acusara un deseo de ostentación, aquella casa parecía estar siempre de fiesta: era lo que verdaderamente puede llamarse alegre.
Cuantos pasaban por primera vez por aquel barrio, entonces floreciente y comercial, se detenían involuntariamente a mirar el ancho patio, sembrado de flores y sombreado por algunos arbustos cuidadosamente educados, a escuchar los cantos de los zenzontles, de los jilgueros y de otros pájaros americanos que se mecían en graciosas jaulas; y hubo transeúntes afortunados que encontraron abiertos los encerados de las anchas ventanas, y acercándose a las fuertes rejas que las guardaban, descubrieron en el interior de las habitaciones elegantes muebles, tapizados de brocado, y en los pavimentos ricas esteras chinas.
La verdad era que aquella casa nada tenía de misteriosa: todos los vecinos sabían perfectamente que en ella vivía don Gaspar Henríquez, viudo, minero que había hecho un gran capital en Taxco y que, cansado ya del trabajo y queriendo dedicarse a la educación de doña Juana, su hija única, se retiró de los negocios, y pasaba en aquella casa, que él había hecho edificar a su gusto, una vida tranquila y feliz, según todas las apariencias.
Y todo esto lo sabían los vecinos, de oídas o por medio del infiel relato de los esclavos de don Gaspar, que no eran pocos; pero ninguno de aquellos vecinos podía decir que visitaba la casa, aunque don Gaspar y su hija tenían muchas relaciones.
Algunas noches se oían, al través de las puertas cerradas, músicas y cantos; pero damas y caballeros debían vivir todos por el otro extremo de la ciudad, porque al terminarse aquellas reuniones, unos en sus carruajes, otros en sus sillas de manos y otros a pie, se alejaban del barrio, y uno solo no quedaba por los alrededores.
Nadie, sin embargo, murmuraba contra don Gaspar ni contra doña Juana. Eran caritativos: no faltaban ningún día festivo a la misa, que se decía a las ocho de la mañana en la Merced, y nunca dejaban de contestar con amabilidad un saludo.
Doña Juana era hermosa, de veintidós años, alta y esbelta, el cabello y los ojos negros y brillantes; la boca podría culparse de no ser muy pequeña, si no fuera porque se conocía que la naturaleza la había formado así para que pudieran lucir mejor unas encías nacaradas y unos dientes blanquísimos, que causaban desvelos a los mancebos y envidias a las muchachas.
¡Cuántos galanes rondaron la casa de don Gaspar! ¡Cuántas serenatas se cantaron al pie de aquellas rejas, y cuántos billetes perfumados y cuántas flores amanecieron en las ventanas! Pero doña Juana parecía insensible: cansáronse los galanes, cesaron un día las músicas, los billetes caían en manos de los chicos que pasaban por la calle, porque de la casa nadie los recogía; las hojas secas de las flores eran arrebatadas por el viento; y lo peor de todo era que se sabía que doña Juana reía inocentemente de todo aquello, sin tomarse el trabajo siquiera de preguntar el nombre de uno solo de sus adoradores.
Esto acabó de desconcertarles a ellos, porque todos los hombres saben por instinto que la vanguardia del amor es la curiosidad; y cuando un hombre no causa curiosidad a una mujer, menos puede causarle interés, y entonces el amor es una cosa imposible entre aquellos dos seres.
La mañana del día que siguió al terrible del huracán y del incendio, amaneció serena pero triste: el cielo no tenía ese color azul y esa pureza que podría llamarse profunda y que tiene siempre el cielo de México; un velo gris, que se hacía más denso en el horizonte, envolvía a la ciudad, y el sol alumbraba pálido y amarillento.
Doña Juana paseaba sola por el jardín de la casa de su padre, examinando los destrozos que el huracán había hecho en las flores y en los arbustos.
Quizá la joven pensaba en otra cosa más que en el jardín, porque sus miradas se perdían sin fijarse en lo que la rodeaba; y si alguno de los trovadores que habían cantado su pasión al pie de las rejas, la hubiera visto en ese momento, hubiera conocido que no era, como ellos creían, una mujer de mármol.
Una voz conocida la sacó repentinamente de su meditación.
Era un negro, no joven ya, pero aún no viejo; pequeño de cuerpo, delgado, listo, que lucía sobre el oscuro fondo de su cara, una blanca dentadura y unos ojos en los que brillaba la inteligencia.
—Mi amita triste, triste mi amita —dijo el negrillo, sonriendo con cariño.
—¿Qué haces aquí, Franciquío?
—Mi amita, Franciquío, que viene de la quemazón: mucha lumbre, mucho aire, mucho miedo Franciquío.
Doña Juana había vuelto a su distracción.
—Muchos caballeros trabajando como los negro —continuó diciendo Franciquío— y llevando agua, y cargando la madera, y el negro Franciquío con ellos, y encontró a amo don Guillén.
—¿A don Guillén? —preguntó doña Juana como despertando— ¿le viste?, ¿qué hacía?
—Yo seguirle, seguirle, porque amita quiere mucho a amo don Guillén; y si tiene desgracia, amita llora mucho, y yo no quiero que amita llore, porque amita nunca pega a Franciquío, y le da vino…
—Pero ¿qué hacía don Guillén?
—Trabaja, y saca enfermo cargado.
—¿A un enfermo?, ¿y quién era?
—Franciquío no conoce: enfermo gordo, cara buena, con vieja detrás, fea, y niña bonita que llora también.
—¿Una joven hermosa? —dijo con marcada inquietud doña Juana.
—Sí, mi amita; pero amo don Guillén no hace caso, no consuela a ella como a mi amita.
Doña Juana se puso encendida de rubor; pero se sonrió. El negro había comprendido la pregunta.
En este momento, la joven dirigió la vista a la entrada de la casa, y se turbó visiblemente: Franciquío volvió también el rostro y se alejó sin decir una palabra: don Guillén aparecía en la escena.
Don Guillén representaba tener treinta años a lo más; bien formado, sin ser grueso, todos sus miembros anunciaban un pronunciado desarrollo muscular; su frente despejada indicaba al hombre de inteligencia, al mismo tiempo que el brillo penetrante de sus ojos revelaba al hombre de audacia, y había, en el fruncimiento natural de su entrecejo, algo que parecía anunciar el estudio, la meditación, la ciencia.
Vestía gregüescos y ropilla de terciopelo negro, con acuchillados de seda rojos; una capa corta, también de terciopelo negro, y en un sencillo talabarte, bordado de plata, un estoque con la empuñadura de acero y plata, primorosamente trabajada.
Doña Juana se adelantó a su encuentro tendiéndole la mano, que don Guillén tomó con respeto y llevó a sus labios ceremoniosamente.
—Pasad, don Guillén —dijo la joven, indicándole el camino de las habitaciones.
—Os seguiré con mucho gusto —contestó don Guillén— porque mucho es el que me causa ver que nada habéis sufrido con el espantoso huracán de anoche.
—Sólo mis pobres flores… Mirad: si quisiera encontrar hoy una de esas lindas rosas color de fuego que tanto os agradan, la buscaría en vano… ¡todas perdidas!
—Mañana brotarán más bellas.
—¡Ojalá!
Habían llegado en esta conversación hasta la puerta de una sala, que abrió doña Juana, y por la que entró don Guillén.
—Henos aquí como estábamos ayer, y como hemos estado tantas veces, Rebeca mía —dijo don Guillén con entusiasmo y tomando apasionadamente una de las manos de la joven.
—Guillén —contestó ella también con exaltación— he pasado una noche espantosa, espantosa.
—¿Por qué, mi bien?
—¿Y me lo preguntas? Por ti; porque cuando algún peligro amenaza es por ti por quien temo: conozco tu arrojo, la nobleza de tu corazón. El incendio del Palacio me hizo temblar, porque mi alma me decía que estarías allí cruzando entre las llamas, olvidándote del peligro, desafiándolo, olvidándote de mí, de que tu salud es mi salud; mi vida, tu vida…
—Amor mío, nada temas; tú vas conmigo a todas partes: tu imagen me guía, tu recuerdo me sostiene, tu amor me ampara; y si tengo arrojo, es porque me parece que me miras, y tengo miedo de ser cobarde delante de ti; si acometo alguna noble empresa, es porque anhelo recoger una sonrisa de aprobación en tus labios; es, porque te adoro, Rebeca.
—Guillén ¿es verdad todo eso? Dintelo, o mejor no me lo digas, porque siento que el placer de escucharte me mata.
—¿Tanto me amas?
—¿No lo sabes? ¿No lo conoces? ¿No lo crees?
—Sí lo sé, lo conozco, lo creo, pero quiero oírlo otra vez y otras mil veces de tu boca: dímelo, repítelo, Rebeca, porque jamás me cansaré de oírlo, porque estoy sediento de escucharlo siempre; por eso te pido que me lo repitas, que nunca dejes de decirlo. ¿Me amas, Rebeca? ¿Me amas?
—Guillén, por el Dios de mis padres, por el Dios del Sinaí, por el espíritu de mi madre, por todo lo más santo que haya en el mundo, te lo juro, tuyo es mi amor, tuyos mi corazón y mi alma, mi cuerpo y cuanto soy y cuanto valgo: no hay en mí un solo pensamiento que no sea para ti, un solo deseo que no sea para ti, una sola de mis acciones que a ti no se refiera; jamás la imagen de otro hombre ha cruzado sobre mi vida; jamás otra ilusión se ha levantado en mi pecho; para ti no he tenido secretos, para ti no he querido ser doña Juana Henríquez, como soy para el mundo, sino Rebeca la judía, Rebeca que te adora, que te ha descubierto hasta ese misterio que puede arrastrarla a la hoguera. Y, óyeme, Guillén: si yo te engañara algún día; si, haciendo traición a tu amor llegase a olvidarte ¡denúnciame al Santo Oficio! Denúnciame, te lo ruego, te lo suplico, te lo mando, si es necesario, porque si a tal grado llegase a faltarte, la muerte entre las llamas sería el digno castigo de un crimen que yo misma desde hoy no me perdono.
Rebeca pronunció estas palabras con tanta exaltación, que don Guillén la contemplaba asombrado: la hermosa judía estaba pálida, y sus ojos lanzaban rayos de luz. El amor la levantaba hasta la inspiración; y una mujer apasionada que deja desbordar sus sentimientos en un momento de supremo entusiasmo, tiene esa terrible majestad que nos pintan en los arcángeles, que hace estremecer al hombre más valiente; esa terrible majestad que fascina, que anonada.
Don Guillén inclinó la cabeza, y con sus ardientes labios estampó en la mano de la joven un beso de adoración, un beso que respondía silencioso por expresivo; elocuente a todo lo que Rebeca acababa de decir; y aquel beso en la mano, era casi una muestra de vasallaje, porque en ese momento ningún hombre se hubiera atrevido a poner sus labios en una cabeza que tan alta se levantaba por la pasión.
Poco tiempo después don Guillén salía de la casa de don Gaspar, profundamente preocupado, pero no triste, y se dirigía para el centro de la ciudad. Al llegar a la esquina, volvió el rostro y se tocó el sombrero; y si los vecinos curiosos hubieran estado en acecho, habrían visto en ese momento a doña Juana Henríquez asomada a su ventana, agitar en su mano un pañuelo blanco como señal de despedida.
—Cuánto le amo, cuánto le amo —dijo Rebeca.
—Creo que esta mujer me ama de veras —decía don Guillén caminando precipitadamente.
Franciquío el negro, cuando vio doblar la esquina a don Guillén y hacer el último saludo a su amor, se retiró del zaguán, en donde había permanecido como un centinela, murmurando entre dientes:
—Nadie mandarme nada a mí, pero yo cuidar amita mucho; amita buena con Franciquío; Franciquío habla mal, quiere bien.