III

¡Helios!

Al llegar los hombres que conducían la camilla a la esquina de la Cárcel de corte, y antes de internarse en la calle en que estaba el Palacio arzobispal, el hombre que había salvado a Méndez hizo detener la marcha, y dirigiéndose al enfermo le dijo:

—¿Adónde tenéis pensado que os lleven?

—Tengo un hijo —contestóle Méndez— que vive en una casa en la calle de la Merced, y allí pienso buscar un asilo.

—Bien recibido seréis, que la bendición del cielo entra en la casa del hijo con la visita del padre; y puesto que en seguridad estáis, y no está muy lejos la Merced, os dejo, que quizá en algo pueda servir allá donde el peligro aún no cesa. ¿Queréis que de preferencia procure salvar algunas cosas de las vuestras si el fuego llega hasta vuestra casa, como me lo temo?

—Salvado me habéis a mí y a mi familia, que es lo que me interesa sobre la tierra; mas si posible os fuese entrar aún, escuchad, que quien tal ha hecho conmigo, caballero debe ser, y de gran honra, para fiarse en su lealtad, sobre todo en momentos tan solemnes.

Y Méndez, incorporándose un poco, llegó su boca cerca del oído del hombre, quien se inclinó para escuchar mejor, y le habló largo rato.

Si la noche no hubiera sido tan oscura, Marta y Clara, que estaban cerca de Méndez, hubieran podido ver el rostro del hombre a quien hablaba, radiante de alegría y dejando ver una sonrisa de satisfacción.

—Haré cuanto me encargáis —dijo cuando Méndez acabó de hablar— y mañana en la tarde tendréis noticias mías, si no es que yo en persona os las lleve a casa de vuestro hijo.

—Así lo espero —dijo Méndez— y perdonad; pero desearía saber vuestro nombre.

—Don Guillén de Lampart —contestó el hombre con cierto énfasis.

—Noble sois entonces.

—Como el rey.

—Perdone vuesencia —dijo Méndez, casi confundido ante aquella nobleza— perdone si con tan poco miramiento…

—Dejad eso por ahora, que la noche avanza, el incendio no cede, y el huracán sopla sin descanso: id a descansar, y esperadme mañana. Adiós.

Don Guillén hizo una seña a los que conducían la camilla para que echasen a caminar; y él, sin esperar más, y sin oír las bendiciones de que le colmaban Méndez y su familia, volvió apresuradamente para las Casas del Estado.

El incendio seguía terrible, y la gente, espantada con él, no temía ya al viento sino porque atizaba más el fuego. Crecían también el tumulto y la confusión a cada momento: llegaban más y más gentes, atraídos unos por la curiosidad, otros por el deseo de dar auxilio, y otros, que no eran en verdad pocos, al husmo de lo que podrían robar aprovechando el desorden. Indios, negros, españoles, mulatos, mestizos, criollos, zambos; en fin, todas esas que se llamaban castas, en aquellos felices tiempos en que las poblaciones se distinguían unas de otras, como los perros o los caballos dentro de la misma ciudad; habían acudido a las Casas del Estado y se mezclaban sin cuidado en el agitado hervor que producía aquel siniestro accidente.

Don Guillén penetró entre la muchedumbre sin que al parecer ninguno se apercibiera de su llegada; pero no era así, porque casi en el mismo momento sintió que le tocaban en el hombro. Volvióse a mirar, y era el caballero que le había dado de beber; pero no iba solo, le acompañaba un hombre pálido, de blanca barba, de ojos brillantes, negros y hundidos, espesas y enteramente juntas las cejas, la nariz corva, que vestía un traje negro al estilo de Felipe II, sin cadenas ni joyas, y por tocado llevaba un ancho sombrero negro sin pluma.

—Conde —dijo don Guillén a este hombre tendiéndole la mano familiarmente— no esperaba tener el gusto de veros en noche tal.

—La novedad es tal —repitió el conde— que hace salir a los mochuelos de su torreón: encontróme aquí con don Diego, y supe por él que ibais a llegar; os esperamos, os vimos y henos aquí: ¿pretenderíais entrar en ese infierno?

—Forzoso me es, y de entrar tengo, aun cuando sepa que en ello me va la vida —dijo don Guillén.

—Eso sin contar —replicó el conde— con que vuestros amigos están aquí para impediros el suicidio, que a tanto monta la empresa que pensáis acometer. ¿Es verdad, don Diego?

—Tan verdad como todo lo que sale de vuestros labios —contestó don Diego.

—Pues pésame el deciros que, a pesar de todo, de entrar tengo, y eso antes de mucho, porque el fuego gana terreno y yo necesito ganar tiempo: conque Dios os guarde; y si tan amables sois, esperadme, que poco tardaré en dar la vuelta.

—Pero don Guillén —dijo el conde deteniéndole de un brazo— reflexionad…

Don Guillén no se esforzó por desasir su brazo de las manos del conde; contentóse por inclinarse hacia él, y decirle en voz muy baja:

—Helios.

Aquélla debía ser una palabra poderosa, porque las manos del conde se deslizaron, y don Guillén siguió tranquilamente para el interior del Palacio.

—Esperémosle —dijo el conde, y le siguió con la vista, mientras esto le fue posible.

—Valiente, si los hay, señor don Diego de Ocaña, es el hombre —dijo el conde cuando perdió de vista a don Guillén.

—Y tanto, señor conde de Rojas, que con cuatro hombres de ese temple en la Nueva España…

—Decid.

—¿Para qué? Vos me comprendéis y basta.

—¡Oh! ni tantos son necesarios, Dios sólo sabe lo que se oculta en el porvenir: la ciencia del hombre queda ciega en donde comienza la luz del infinito.

El conde pronunció estas últimas palabras, no como para decirlas a su interlocutor sino como hablando consigo mismo; y los dos, acercándose a uno de los ángulos de la Catedral, procuraron guarecerse de los empujes del viento, esperando allí la vuelta de don Guillén.

Excusado sería decir que en aquella noche terrible, a pesar del frío, los hombres andaban en las calles sin capa ni ferreruelo, porque hubiera sido casi imposible caminar entonces contra la corriente del huracán, y esto con mayor razón los que acudían a prestar auxilio contra el incendio.

Don Guillén atravesó otra vez el gran patio del Palacio, y volvió a subir las escaleras; no más que en esta vez aquel camino era ya sumamente peligroso, porque las llamas invadían el extremo opuesto de la galería en donde estaba la habitación de Méndez, y amenazaban ya la escalera.

Rápidamente atravesó don Guillén la parte de la galería, y llegó a la habitación; al momento pudo comprender que nadie había penetrado allí: el reflejo del incendio permitía ver el interior sin dificultad. A pesar del humo, notó que a los pies del sillón de Méndez estaban tirados el devocionario de Marta y el gran rosario de Clara.

Cerca del sillón había un viejo armario. Don Guillén se dirigió a él sin vacilar, y quiso abrirle, pero estaba cerrado con llave, y la llave no estaba allí.

Entonces volvió el rostro, buscando sin duda algún objeto que pudiera servirle para forzar la cerradura, y nada encontró; registró la habitación, pero con extraordinaria rapidez, y volvió al armario: había encontrado lo que deseaba, y llevaba en las manos un pesado y viejo arcabuz, cubierto de orín y de polvo. Echóse un poco atrás, y descargó con él un tremendo golpe sobre la cerradura, que resonó tristemente en aquella desierta estancia, pero que murió ahogado entre el espantoso rumor que llegaba de afuera.

—Otro, y es negocio terminado —dijo en voz alta don Guillén, después de haber examinado el efecto del primer choque.

Un segundo golpe resonó: el arcabuz saltó hecho pedazos; pero el viento que soplaba hizo batir las puertas del armario completamente abierto.

Don Guillén contó violentamente los compartimientos del interior: fijóse en uno de ellos; y rascando, literalmente, entre papeles y lienzos que caían a sus pies, palpó una pequeña caja, de la que se apoderó con avidez; y sin cuidar de nada más se dirigió a la puerta.

Allí, la luz del incendio era más clara, y se detuvo a examinar su adquisición: era una caja, toscamente labrada, de madera de encino y con una fuerte cerradura. Don Guillén procuró distinguir en la tapa algo que él, sin duda, sabía que había allí, porque se empeñaba en encontrarlo: acercósela a los ojos lo más que pudo, y por fin exclamó:

—¡Aquí está!

Sobre aquella caja había trazadas unas letras con un instrumento agudo; quizá con la punta de un puñal.

Era una palabra apenas legible; pero que don Guillén conocía, puesto que la buscaba. Aquella palabra era: HELIOS.

Procuró entonces cubrir bajo su ropilla aquella caja, lo que no era difícil porque la caja no era grande; y casi corriendo atravesó por tercera vez la galería, que comenzaba ya a crujir con el calor; bajó a saltos la escalera, atravesó el patio y se lanzó a la calle.

En otras circunstancias no hubiera podido menos que llamar la atención un hombre que salía corriendo de una casa; pero en aquellos momentos nadie puso cuidado en aquello, cuando otros muchos habían salido lo mismo que don Guillén; pues, aun en medio de la desgracia que presenciaban, no faltaban jóvenes audaces que apostaban a quién penetraría más para acercarse a las llamas, y no faltaban tampoco hombres arrojados que se lanzaban a sacar de las habitaciones algunos objetos, bien por gusto, bien estimulados y pagados por los dueños.

Don Guillén se dirigió en busca de sus amigos.

—Quizá no me hayan aguardado —pensó— pero en todo caso, si aún están aquí, preciso será buscarles por donde el viento sople menos, que el conde es viejo zorro y no habrá querido sufrir todo el choque del vendaval.

Y en estas reflexiones llegó hasta los grupos que se formaban en el atrio de la Catedral al abrigo de los altos y macizos muros del templo, aún no completamente terminado en aquellos días.

Llegando de un punto en que la claridad era tan intensa, don Guillén no pudo encontrar a sus amigos entre aquella vaga penumbra; pero su presencia no escapó a la vista perspicaz del conde, que sin hablarle una palabra, le tomó de un brazo.

Don Guillén le reconoció, y acercándose a él, le dijo:

—Vamos a vuestra casa.

—A mi casa vamos —repitió el conde, dirigiéndose a don Diego; y los tres hombres se alejaron perdiéndose entre las sombras.