El desenlace de un drama
Cerca de la casa del conde de Rojas estaba parada una carroza elegante, pero sencilla; no tenía las armas del dueño en la portezuela, ni había indicio para conocer si pertenecía a una persona de la nobleza o era simplemente el carruaje de un opulento comerciante.
Enganchadas estaban a ella dos magníficas mulas negras, que mostraban toda la impaciencia de que eran capaces, después de un largo tiempo de estar paradas.
La carroza tenía corridas las cortinillas, de manera que no se descubría nada del interior; pero, sin embargo, poniendo un poco de cuidado podía observarse que una de aquellas cortinillas se agitaba algunas veces; y levantándose un tanto dejaba ver una parte del rostro de la persona que en el interior del carruaje se escondía.
Habían sonado ya las dos de la tarde, cuando salió por una excusada puerta de la casa del conde una mujer que, a pesar del gran calor que hacía, iba completamente cubierta con un negro velo.
Aquella mujer se dirigió a la carroza, y era sin duda esperada, porque apenas el lacayo que estaba cerca del carruaje la divisó, tomó la llave de la portezuela quitándose respetuosamente el sombrero.
La dama llegó, subió ligeramente al carruaje, y las mulas comenzaron a andar a trote largo.
Iban dentro de aquel coche dos mujeres, y ambas llevaban cubierto el rostro. El calor era sofocante.
—Señora —dijo una de las damas— supuesto que más tarde hemos de conocernos ¿tendríais inconveniente en que apartáramos del rostro los velos? Apenas puedo alcanzar respiración.
—Por mi parte no tengo inconveniente, señora —contestó la otra descubriéndose.
La compañera la imitó, y las dos se contemplaron en silencio durante algún tiempo.
—Verdaderamente, doña Carmen —dijo la una— que por más que se pondere vuestra belleza no se da una idea de ella: sois más hermosa de lo que yo creía.
Carmen se puso encendida, y contestó:
—No sé si soy o no hermosa; pero sí os aseguro que en este momento soy desgraciada, porque amenaza peligro de honra a don Guillén.
—¿Tan grande amor le profesáis?
—A no ser así ¿me atrevería yo a lo que estáis mirando? Ni os conozco, señora, ni sé adónde me lleváis, ni cuál peligro amenaza a don Guillén; pero cualquiera vacilación, cualquier temor, me hubieran parecido un crimen tratándose de él.
—¿Y si de él no se tratase sino de vos?
—¿De mí? En tal caso no me hubiera movido de mi estancia, que poco o nada me importa cuanto pueda acontecerme.
—Es decir ¿que despreciaríais cualquier peligro que os amenace?
—Enteramente.
—¿Aun el peligro de perder el amor de ese hombre?
—¡Perder su amor! Es quizá lo único que me hace temblar algunas veces; pero él sabe darme fe en sus palabras.
—Y si os engañase ¿preferiríais saberlo o ignorarlo?
Carmen se puso pálida y no contestó por de pronto; reflexionó un poco, y luego dijo, con voz sorda, a la otra que no la perdía de vista:
—Querría saberlo.
—¿Y tendríais valor para palpar la realidad?
—Pero ¿qué significan tan extrañas preguntas? ¿Sabéis algo? ¿Qué interés tenéis en destrozar mi corazón? ¿Quién sois?
—Por eso os he preguntado si queríais saber o ignorar el engaño de don Guillén: me habéis contestado que deseabais saberlo, y os voy a convencer de que os engaña.
—Pero ¿cómo? ¿Con quién?
—Ya lo veréis: hacedme la gracia de cubriros con vuestro velo y de seguirme; hemos llegado.
—¿Adónde?
—Ya veréis, ya veréis.
El carruaje se había detenido, y el lacayo abría la puerta.
Descendió Carmen siguiendo a la otra dama, sin poderse explicar lo que pasaba, pero llevando la muerte en el corazón.
Apenas habían puesto las dos damas el pie en la calle, cuando, como evocado por un conjuro, apareció allí Requesón, el criado de Felipe.
Una de las damas se acercó a él y le dijo:
—¿Mi ahijado?
—Espera a mi señora doña Fernanda.
—No digas mi nombre, y guía.
Requesón por delante y después las dos damas, entraron a la casa de Felipe por las mismas habitaciones por donde éste había llevado a doña Inés en otra ocasión; no más que entonces por distinta puerta llegaron hasta la estancia del viejo Méndez.
Allí estaba Felipe.
Doña Fernanda y él se apartaron dejando sola a Carmen.
—¿Han llegado las otras? —preguntó la viuda.
—Están ahí —contestó Felipe.
—¿Y él?
—Aún no llega. Clara le aguarda en su habitación inmediata.
—¿No se le ocurra entrar?
—No, que la he dicho que tengo que recibir aquí a dos damas, y que no quiero que las mire: como soy su confidente, ella me respeta; así es que aun cuando oiga ruido, no importa.
—Bien: acerca a Carmen al observatorio.
Felipe se dirigió a Carmen y le hizo seña de sentarse cerca de la puerta, y observar por un agujero, semejante al que se había practicado en la habitación en donde doña Inés presenció la entrevista de Clara y don Guillén.
Carmen miró, y descubrió solamente a Clara que cosía sentada, tan cerca, que podía escuchar hasta su respiración. Felipe indicó por señas a Carmen, que esperase así, y salió.
En otra habitación pasaba una escena más conmovedora. Doña Inés, mortalmente pálida, sentada en un sitial, observaba a doña Juana, que alternativamente limpiaba el llanto de sus ojos y miraba por el agujero de la puerta.
Por fin se oyó el ruido de los pasos de un hombre que entraba en la habitación inmediata, y luego la voz de don Guillén que decía:
—Amor de mis amores, ángel mío.
—Mi bien —contestó Clara.
Y se oyó el ruido de un ardiente y prolongado beso.
Pero como si aquel beso hubiera despertado los dormidos ecos de la vieja casa de Méndez, dos gemidos ahogados contestaron, y dos puertas se abrieron con violencia.
Por la una, apareció doña Juana pálida, vacilante, moribunda, y sostenida por doña Inés, en cuyo rostro se pintaba el desdén más soberbio.
Por la otra, Carmen sola, pero con los ojos chispeantes, la boca contraída, el pelo echado hacia atrás.
Aquellas tres mujeres podían representar, el desprecio, el dolor y la ira.
Clara parecía la imagen del espanto: con los ojos y la boca abiertos, los brazos caídos y el cuerpo rígido, como si se hubiera petrificado repentinamente.
Don Guillén lo comprendió todo en el momento, y se cubrió el rostro con ambas manos, exclamando sordamente:
—¡El dedo del diablo! ¡El dedo del diablo!
Después, aquellas mujeres se miraron las unas a las otras sin decirse una sola palabra; pero en aquellas miradas había rayos de cólera, torrentes de odio, fuego de celos y de venganza.
Doña Inés rompió el silencio, y su voz resonó como el tañido de una campana que toca agonías: lenta, melancólica, pavorosa.
—¡Don Guillén de Lampart! —dijo— tú has engañado a Clara jurándole amor; tú has engañado a doña Carmen mintiéndole pasión; tú has engañado a doña Juana haciéndote amar hasta el delirio; ¡tú me has engañado a mí arrojándome al crimen! Te perdonaría yo la pérdida de mi felicidad y de mi honra, pero no te perdono el engaño: hubiera sacrificado contenta, por ti, la salud de mi alma; pero no te perdono tu falsedad. Yo, la más culpable y la más ofendida de estas mujeres, cuya felicidad has arrebatado para siempre, en nombre de ellas y en el mío, te maldigo, te maldigo: ¡huye de aquí!
Don Guillén, sin atreverse a levantar la cabeza ni descubrirse el rostro, salió de la habitación como un ebrio.
Clara y doña Juana se habían desmayado.
Carmen estaba sombría.
Doña Inés, altiva y serena.
—Vamos de aquí señora —dijo a Carmen doña Fernanda, que salió de la habitación inmediata.
—Vamos —contestó Carmen.
—Ahijado —dijo a Felipe doña Fernanda— no creí que fuese tan terrible esta escena; me arrepiento con todo mi corazón. Vamos, señora.
Y salió seguida de Carmen.
Doña Juana y Clara seguían desmayadas.
—¿Habéis hecho lo que os previne? —preguntó doña Inés a Felipe.
—Sí —contestó éste— en la mañana de hoy he denunciado a don Guillén, y el señor inquisidor me dijo que hoy, al salir de aquí se haría la prisión: los familiares esperaban ya a don Guillén en la puerta.
—Id a ver si le han preso.
Felipe salió; pero ya doña Juana había vuelto en sí de su desmayo, y escuchó esta última parte de la conversación.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Decís, señora, que le van a prender los familiares del Santo Oficio? ¿Y por qué?
—Es mi venganza, señora: conocía yo un secreto que debía costarle la existencia. Él me quita la vida; yo se la quito a él: ojo por ojo, diente por diente.
—Pero eso es indigno.
—¿Y no es indigno que nos haya engañado, que nos haya hecho tan desgraciadas?
—¡Oh! yo quiero ser desgraciada antes que verle padecer…
Felipe entró en este momento, trémulo y convulso, diciendo:
—Le han preso, y le llevan a la Inquisición.
—Infames, infames —gritó doña Juana— yo le sigo…
—Pero, señora ¿adónde vais? —dijo con angustia Felipe.
—Voy a morir con él —contestó delirante doña Juana— a morir con él, porque le amo aunque me haya engañado; voy a la Inquisición a denunciarme, porque soy judía; lo oís, judía; y bendigo el ser judía, porque así podré estar donde él está, padecer cuando él padece, morir como él muera. Infames, infames, yo os maldigo.
Y como una loca se lanzó fuera del aposento, sin que doña Inés ni Felipe procuraran contenerla.
—Ahora —dijo doña Inés a Felipe—, ahora soy tuya: ahora llévame adonde quieras. No vuelvo más a la casa de mi marido; tenme a tu lado hasta que te enfades de mí, y entonces arrójame; otro quizá me recogerá: ya no soy para ti ni para nadie doña Inés la mujer de don Ramiro de Fuenleal: soy la mujer perdida, soy la mujer vil y despreciable, soy la maldecida: huyamos de aquí. Clara quedó sola, desmayada sobre un sitial.
* * *
Aquella misma noche el conde de Rojas encontró a Carmen recostada sobre un diván.
La habló varias veces, y no alcanzó respuesta.
Se acercó a tocarla; estaba yerta.
Carmen había tomado un veneno.
* * *
Ocho días después, Clara tomaba el hábito de novicia en el convento de Jesús María, y doña Fernanda costeaba todos los gastos.
El viejo Méndez y su mujer lloraban amargamente; pero bendecían a Dios, que tal vocación daba a su hija: los desgraciados ignoraban cuanto había ocurrido con don Guillén.