XV

Un plan infernal

—Enteramente se ha perdido todo el trabajo —decía Felipe a doña Fernanda— y lo que más siento, madrina, es que vuesa merced está muy comprometida con don Guillén.

—¿Sabe acaso la parte que tomé en todo el asunto del virrey?

—Lo sabe tan bien como yo; que hemos hablado de ello, y me lo ha indicado claramente.

—Lo siento sobre mi corazón; pero ¿qué remedio?

—¿Y sabe vuesa merced que anudó ya el hilo de sus cortadas relaciones con doña Juana?

—No lo sabía yo; pero era de presumirse: el hombre es audaz y afortunado con las damas, como el que más. ¿Y doña Inés?

—Satisfecha la he dejado de que su amante la engaña, y espero que pasado el primer dolor, será más piadosa conmigo.

—Astuto eres, ahijado.

—No tanto como quisiera, que tengo deseos positivos de reunir en una sola casa a todas esas mujeres a quienes don Guillén engaña, y presentarles a su común amante cuando menos ellas y él se lo esperen.

—¿Sabes que sería una intriga de muy buen gusto? Pero me temo que fuera capaz de salir airoso del lance.

—Imposible.

—¿Tal crees?

—Estoy seguro de que sería hombre perdido.

—Pues ¿por qué no lo llevas a efecto?

—No me ocurre cómo hacerlo.

—Si tú fueras capaz de no comprometerme, te ayudaría a lograr tu empresa; y aún más, iría yo a divertirme un rato espiando…

—Madrina, sabe vuesa merced que soy discreto.

—¿Me lo juras?

—Se lo juro a vuesa merced, por Dios.

—Bien; pues óyeme, que la cosa va a estar divertida.

—Todo soy oídos.

—¿Cuántas mujeres conoces que amen a don Guillén?

—Doña Juana, una; doña Inés, dos; Clara mi hermana, tres; y… no sé de más.

—Conozco, o mejor dicho, sé de otra.

—¿Quién es?

—Carmen, una joven riquísima que vive en la casa del conde de Rojas; además, otra; pero ya con cuatro hay bastante para divertirnos.

—Y ¿cómo podremos alcanzar que se reúnan, y en dónde?

—El lugar más a propósito será tu casa.

—Pero ¿y mi padre? ¿Y mi madre?

—Yo les llamaré a ambos con pretexto de darles una cantidad, que les daré en efecto, y pasarán aquí parte del día.

—Querrán traer a Clara; mi padre no puede andar.

—A él le enviaré una silla de manos; en cuanto a Clara, te finges enfermo y la instas a quedarse, indicándola que don Guillén aprovechará la ausencia de los viejos para ir a verla.

—Magnífico.

—Ahora, pensemos el modo de llevar allí a las otras.

—Doña Inés irá voluntariamente, y haré que ella lleve a doña Juana y escriba a Carmen.

—¿Crees que lo hará ella?

—Está furiosa, y es capaz de todo por vengarse.

—Bien: pues ve a hablar con ella; poneos de acuerdo en el día y la hora de la cita; ved qué os contestan doña Juana y Carmen, y avisadme.

—Perfectamente: en cuanto a don Guillén, le haré ir con una cita de Clara.

—Arreglado: a trabajar.

—Mañana daré a vuesa merced noticia.

Felipe salió tan contento como si fuera a salvar la vida de un hombre.

Doña Fernanda quedó forjándose mil ilusiones sobre aquella divertida intriga.

Ambos sentían el goce del mal obrar, que es bien grande en los corazones mal formados.

* * *

Carmen vivía tranquila en su retiro; feliz, porque el amor de don Guillén era para ella toda la felicidad.

Carmen era una de aquellas mujeres que, reconcentradas en un amor grande, infinito, no comprenden el mundo ni la vida, sino con el hombre a quien consagran su pasión.

Para esas almas nacidas para el amor, la tierra no es sino el lugar en que dos seres se han dado cita para amarse; la existencia no es sino el fuego de su amor, que da vida y sostiene a la materia organizada y al espíritu que la anima.

No comprenden el pasado, cuando en este pasado no se mezclan los recuerdos de amor del presente; no comprenden el porvenir, si en ese porvenir no ven al amor de hoy.

Su vida comienza con su amor; sin aquel amor la vida es imposible.

Una mañana doña Carmen recibió una esquela.

Aquella esquela estaba concebida en términos misteriosos.

Señora:

Vuesa merced ama a don Guillén de Lampart; si vuesa merced quiere salvarle, más que la vida, la honra, mañana una carroza esperará a vuesa merced a las dos de la tarde para conducirla adonde puede prestar ese servicio a su noble amante.

Una dama como vuesa merced es la que pone esta carta, y la conocerá vuesa merced mañana si ocurre a la cita.

El enviado espera la respuesta.

A don Guillén ni una palabra, porque una indiscreción nos pierde a él, a vos y a quien os escribe.

Confíe vuesa merced, pues se le jura por el Dios vivo que no corre peligro.

UNA DAMA

Carmen era mujer de una resolución terrible; no conocía el miedo, y menos lo hubiera sentido tratándose de salvar a don Guillén.

No vaciló un instante: se puso en pie serena y resuelta; se acercó a una mesa, tomó papel y contestó:

Señora: Iré. Enviad la carroza.

C.

En aquel mismo día, una dama encubierta solicitaba hablar a solas con doña Juana Henríquez.

Doña Juana, después de la muerte de don Martín, vivía tranquila; y cuando le anunciaron la pretensión de la incógnita, creyóse que era una de esas mujeres pobres que ocurren a la caridad obligadas por la miseria, pero que lo hacen procurando siempre el mayor misterio.

Doña Juana y la misteriosa dama se encontraron solas.

—Señora —dijo la dama descubriéndose y mostrando un rostro hermoso, pero pálido— soy doña Inés, la esposa de don Ramiro Fuenleal.

Doña Juana hizo una reverencia y contestó:

—Señora, os he oído nombrar como una de las más bellas damas de la ciudad y más principales, y espero con ansia saber en qué puedo serviros.

—¿Amáis, señora, a don Guillén de Lampart? —preguntó bruscamente doña Inés.

—¿Con qué derecho me hacéis tal pregunta? —dijo doña Juana poniéndose encendida.

—Lo sabréis, señora: yo amo a don Guillén…

—No os lo he preguntado yo…

—Pero es que él también me ama, me lo ha jurado…

—¡Señora!

—No os exaltéis, doña Juana, que vengo a daros mi queja y no a insultaros: ese hombre me ha jurado mil veces su amor, me ha jurado que era yo su único pensamiento, y por él he quebrantado mi fe de esposa, y mi felicidad, y mi porvenir, y la salud de mi alma, y hasta el pudor de la mujer, porque vengo a haceros esta declaración, a publicar un secreto que debía morir conmigo…

—Señora ¡me engañáis!

—Pluguiese al cielo, doña Juana: ese hombre me ha burlado, y yo le he contemplado a los pies de otra mujer a quien ama más que a mí.

—¿A mis pies? —dijo doña Juana, creyendo que a ella se refería doña Inés.

—No señora, a los pies de otra mujer que no sois vos tampoco, porque os engaña, me engaña y engaña aún a esa otra mujer.

—Pero eso es horrible, horrible —exclamó doña Juana, creyendo que se perdía su razón—. ¡Oh, no es posible creer en eso, no es posible!

—Eso mismo decía yo, y sin embargo me he convencido.

—Necesitaría yo verlo para convencerme también.

—¿Queréis verlo? ¿Tendréis valor?

—Sí le tendré, sí: prefiero la muerte a la horrible duda que me devora.

—Bien: mañana, a las dos, vendré a buscaros, y os convenceréis. Entretanto, ni una palabra a don Guillén.

—No le recibiré.

—Sería hacerle entrar en desconfianza…

—Pretextaré que estoy enferma para no verle.

—Si esperáis que lo crea, me parece bien, porque tal vez trasluciría algo en vuestro semblante.

—Mañana a las dos, señora. Permitidme que me retire: sufro espantosamente.

—Lo creo, doña Juana; lo creo, porque yo he sentido y siento el infierno en mi corazón: sólo la venganza calma un poco mi tormento.

—El mío no tiene más remedio que la muerte.

—Dios quede con vos, señora.

—Él os guíe.

Doña Juana, casi moribunda de dolor, se retiró a su estancia; y doña Inés, saboreando su venganza, salió a la calle, volviendo a cubrirse cuidadosamente.

Felipe la esperaba en la puerta.

—¿Irá? —preguntó él.

—Irá —contestó ella.

—Entonces no hay más que enviar mañana la carroza por Carmen, y que vos vengáis por doña Juana.

—Eso es; pero preparad las cosas en vuestra casa.

—Dispuesto está todo. Mi padre y mi madre irán a la casa de mi madrina a las once; mi madrina irá en la carroza para acompañar a Carmen hasta mi casa; Clara ha citado ya a don Guillén, por consejo mío, para aprovechar, según la dije, la ausencia de nuestros padres; yo, en mi casa, espero a todos vosotros, y os coloco a mi placer para que nada perdáis de la escena y podáis salir a la hora necesaria.

—¡Sois un infame!

—Y todo eso porque os adoro: pierdo mi alma por el placer de llamaros mía. ¿Puedo esperar?

—Soy vuestra desde hoy.

—Me hacéis feliz. ¿Me amáis?

—Os detesto: seré vuestra, porque desprecio a don Guillén y me desprecio a mí misma; y el mayor castigo que para ambos encuentro es entregarme a un hombre tan vil como vos.

—¿Sabéis que no me hacéis mucho favor?

—Ni de ello trato: soy vuestra, y es cuanto os importa. No exijáis amor, porque no tengo ya corazón: ese hombre me dejó sin él: os dije que no sabía yo, si el dolor me llevaría a Dios o la venganza al infierno. El demonio ha triunfado; soy una mujer perdida; sin el amor de ese hombre, a quien no puedo ya amar, nada me importa la honra, ni la sociedad, ni nada. ¿Qué más queréis saber? Soy vuestra; con eso se dijo todo.

—¿Pero estáis resuelta a ser mía?

—Sí, desde mañana. Después de la escena que vamos a representar, ya nada tengo que hacer en el mundo; podéis disponer de mí a vuestro agrado: volveré a mi casa o me llevaréis adonde os parezca; haced lo que os plazca; os pertenezco. Nada tengo de común con la sociedad; soy una perdida, indigna de ser tenida por una dama: me desprecio a mí misma.

Y doña Inés decía todo aquello con una frialdad tan terrible, que Felipe sintió helársele la sangre en sus venas y erizarse sus cabellos.

Por primera vez sintió remordimientos, comprendiendo cuán grande era el mal que había causado a aquella pobre mujer.

Conoció que de un ángel, manchado sólo por una falta, había hecho un demonio.

Y pensó en las otras desgraciadas, entre las cuales estaba Clara su hermana.

Pero era ya tarde para arrepentirse; y además, doña Inés era ya suya, y le parecía en aquellos momentos más hermosa y más seductora que nunca.