Un gran consuelo
El marqués de Villena retraídose había al convento de Churubusco, distante pocas leguas de México.
Cuando pasaron las primeras horas de su desgracia; cuando comenzó a reflexionar con calma sobre los rudos acontecimientos de que había sido víctima, entonces más grave le pareció su situación.
Lejos del rey y de la corte, sin amigos, y en poder de aquellos a quienes el monarca había encargado de destituirle y de residenciarle, el marqués temía un triste desenlace.
Su conciencia estaba tranquila; nada podía manchar su limpia fama ni los nobles blasones de sus antepasados ¿pero qué valía todo esto cuando creía tener por jueces a sus mismos enemigos; cuando era natural que se tuviese empeño en hacerle aparecer culpable para hacer resaltar la justicia del procedimiento empleado contra él, y la verdad de las acusaciones enviadas de México a Madrid?
El de Villena esperaba algunas veces el triunfo de su inocencia, fiado en los muchos beneficios que había hecho en la Nueva España; pero ¿hay alguien en la desgracia que confíe mucho tiempo en la gratitud de los hombres?
Para desvanecer esas esperanzas y para quitar al afligido marqués las últimas ilusiones, venía siempre a su memoria el recuerdo de doña Juana.
—Don Cristóbal —decía una mañana al de Portugal, que no le abandonaba— crea vuesa merced que hubiera deseado recibir el golpe de mano de mis enemigos antes de la fatal noche en que doña Juana se presentó en Palacio.
—¿Y está V. E. seguro —preguntó don Cristóbal— de que esa dama estaba de acuerdo con ellos?
—Ojalá no lo estuviese tanto, que esto es sin duda lo que más me atormenta. Increíble parece que bajo un exterior tan inocente y hechicero, ocultase esa mujer un corazón tan depravado y un espíritu tan negro.
—Tal vez la desgracia haga a V. E. injusto con esa dama, que a tal no creo que llegue la humana perversidad; y más aún si se considera que esa joven, ni mezcládose había jamás en negocios políticos, ni tenía motivo de aborrecer a V. E., ni es de creerse que tal empeño abrigase de ayudar a los enemigos, que se decidiese a perder la honra por contribuir a una intriga…
—Qué poco conoce vuesa merced el mundo. Qué sabemos la razón que ella tendría para arrojarse a semejante cosa; el hecho es que me engañó vilmente, que jugó con mi corazón, y que ahora reirá de mí.
—Perdóneme V. E.; pero me resisto a creer tanta infamia en una dama de quien tantas alabanzas he oído.
—Encendió el amor en mi corazón, y a fe que ese amor fue para mí de terribles sufrimientos. Luché día y noche durante largo tiempo con él, y sin tener ni aun la menor esperanza: vuesa merced, que ha tenido ocasión de saberlo, puede calcular el estado triste en que llegué a ponerme.
—Es verdad…
—Mis días eran tristes y mis noches eternas. Yo no pensaba sino en esa mujer: ella era mi aliento en el trabajo; ella era mi ilusión en el descanso; por ella hubiera sido capaz hasta del crimen, y su recuerdo se cernía siempre sobre mi cabeza, y era el alma de mi alma.
—Es verdad.
—¡Cuántas veces el llanto del niño surcó mis mejillas tostadas por el sol de los campamentos! ¡Cuántas veces con la mano en la mejilla, mirando tristemente al horizonte, pasé horas enteras acariciando su recuerdo, viviendo feliz con mi desgracia!…
—Es cierto, señor; pero V. E. conoce que en eso no hay por qué culparla.
—Y no la culpo, ni por tanto lo digo. Una noche, quizá una de las más agitadas de mi vida, una mujer llegó a ofrecerme el amor de doña Juana como se ofrece una mercancía: yo debí desconfiar de aquel espontáneo servicio; yo debí rechazar aquella vergonzosa proposición, lo confieso. Me arrepiento de mi debilidad; pero ¡estaba apasionado, ciego! No veía más que a doña Juana por todas partes, y por poseerla hubiera dado mi existencia: creí, en mi locura, que se podría comprar el amor: pensé, en mi demencia y en mi orgullo, que ella quizá me amaba ya, y que aquellas gentes venían en su nombre a conseguir mi amor para doña Juana, que deseaba ser mía, para ellas una recompensa. ¡Cómo me engañaba!
El marqués quedó pensativo, y luego continuó:
—Tan ciego estaba con mi pasión, tan impaciente por mirar a doña Juana, por hablarla, por estar de hinojos a sus plantas, que casi ni me ocurrió preguntar el medio que se empleaba para llevarla hasta Palacio: no reflexioné que una virgen pudiera dar un paso semejante por amor a un hombre que apenas conocía.
—Realmente hay en todo esto un horrible secreto.
—Llegó el día que creí de mi dicha y que debía ser el de mi desgracia, Por un recado de doña Juana, vestí traje verde y negro; esperanza perdida para mí: monté un caballo negro como el destino que ellos me preparaban, y pasé por su casa para que ella me mirase ataviado para el sacrificio.
—Eso es infame —exclamó don Cristóbal con energía, que comenzaba a preocuparse contra doña Juana.
—La noche —continuó el virrey— comencé a pasarla preparando la cámara que ella debía ocupar, y como un niño, en ocupación indigna de mí.
—¡Qué falsía!
—Llegó ella, y cuando ebrio de amor me arrojé a sus pies; cuando iba ya a estrecharla entre mis brazos amorosos y a ver colmadas mis ilusiones; cuando la tenía ya en mi poder, entonces me engañó vilmente; entonces creí en su virtud y en su desgracia; entonces la nobleza de mi corazón se rebeló contra mi amor, y vi infame este amor que me arrastraba hasta marchitar aquella flor de pureza por satisfacer un deseo. Hirvió la sangre de mis antepasados en mis venas al fuego santo de la caridad: me encontré padre y protector de aquel arcángel perseguido, y al ver su llanto, lloré como una mujer… y respeté su virtud, y quise salvar su honra, y quise cubrir su cabeza con mi sombra y hacerla feliz, porque su desgracia había transfigurado mi espíritu, y… todo aquello era una infame comedia, y doña Juana huyó contenta cuando mis enemigos entraron a Palacio… En vano la busqué inmediatamente que el oidor Prado me notificó los despachos de Su Majestad: ¡pensaba yo en ella en medio de mi desgracia; quería salvarla, quería aún hacerla feliz!… Y ella, libre y tranquila, celebraba en ese momento quizá el engaño, y reía de mí con sus amigos…
El marqués inclinó la cabeza y se entregó a la meditación.
Don Cristóbal le contemplaba con tristeza, y, por más que reflexionaba, no podía ya dejar de creer culpable a doña Juana.
Llamaron suavemente a la puerta, y un criado se presentó.
El marqués alzó lentamente la cabeza.
—Una dama encubierta y un caballero anciano, que llegan de México, piden permiso para ver a V. E. —dijo el criado.
—Es extraño —dijo el marqués— ¿quiénes pueden ser?
—Amigos que no faltan en la desgracia —contestó don Cristóbal— y menos a hombres como V. E. que han sembrado tantos beneficios.
—Hazles entrar —dijo el de Villena al criado.
La puerta se abrió del todo, y un anciano, en cuyo brazo se apoyaba una mujer cubierta con un velo negro, penetraron en la habitación.
El marqués y don Cristóbal se pusieron de pie para recibirles; pero la dama se arrojó a los pies del de Villena, tomándole una mano y alzándose rápidamente el velo.
—¡Doña Juana! —exclamó el marqués retrocediendo.
—¡Doña Juana! —repitió el de Portugal.
—Sí, doña Juana —exclamó ella con entusiasmo, besando la mano del de Villena— doña Juana, que busca a su noble protector; que busca a su padre; que viene a consolarle en su desgracia, trayéndole en su gratitud el recuerdo de la más noble de las acciones del más noble de los hombres, del marqués de Villena.
—¿Pero es verdad? —decía el marqués, sin pensar siquiera en levantar del suelo a la dama—. ¿Conque no sueño? ¿Conque sois vos? ¿Conque no estabais de acuerdo con mis enemigos, ni era una red y un engaño cuanto me referisteis?
—¡Ah, señor! —contestó ella— ¿cómo puede V. E. pensar de mí semejante cosa? Salvasteis mi honra, la vida de mi padre, mi felicidad, mi porvenir ¿y había de estar de acuerdo con los enemigos?…
—¡Hija mía! —exclamó el marqués enternecido y sintiendo renacer con su fe sus nobles sentimientos— ¡hija mía! Álzate de mis pies; ven a mis brazos: ¡qué consuelo tan grande traes a mi corazón! ¡Es tan bello, tan dulce encontrar la gratitud en el mundo! Ven; siéntate a mi lado; cuéntame lo que pasó aquella noche; cuéntame, hija mía.
Y el marqués hacía tomar asiento en un sitial, y a su lado, a doña Juana.
—Siéntate tú también, padre mío —dijo entonces doña Juana a don Gaspar, haciendo uso de esa confianza que los niños y las mujeres muy queridos tienen delante de la persona que les ama, aun cuando ésta sea de gran respeto.
—¡Ah! perdóneme vuesa merced —dijo el marqués a don Gaspar, que contemplaba aquella escena con los ojos llenos de lágrimas— perdóneme vuesa merced, que ni aun le había saludado; pero sabe vuesa merced lo que es el amor de una hija, y doña Juana lo es ya para mí: ¿es cierto?
—Sí, sí, señor —contestó la joven.
—Gracias, señor, gracias —dijo don Gaspar besando la mano al marqués.
Don Cristóbal, encantado, miraba aquella escena con ternura.
Doña Juana, sin hacer caso de que don Cristóbal escuchaba, refirió al marqués toda la historia, desde el momento en que ambos se separaron hasta aquel en que entró al aposento que ocupaba el marqués en el convento de Churubusco.
Los tres hombres escucharon extasiados la relación de doña Juana.
—¡Conque existe la gratitud! —exclamó el marqués como hablando consigo mismo.
—¿Y podía V. E. dudar? —preguntó doña Juana— ¿podía creer que un beneficio como el que yo recibí, fuera como la semilla que cae sobre la roca?
—Hija mía —dijo el marqués— los que sufren el peso de una gran desgracia, son demasiado fuertes si no llegan a desconfiar hasta de la Providencia; pero te veo aquí, con tu padre, buscándome en este retiro para traerme el consuelo, y ya creo que la gratitud no es la ilusión que se desvanece al soplo del infortunio, sino la noble virtud que se fortalece con la desgracia. Cuéntame, hija mía, repíteme cuanto te pasó en aquella noche fatal, y dime si tus enemigos se han aprovechado de mi caída para perseguirte.
Doña Juana repitió con sencillez al de Villena todo lo que le había acontecido la mañana en que escapó de las garras de sus enemigos, gracias a la muerte de don Martín.
El marqués escuchó en silencio la narración de la doncella.
—Gracias a Dios —exclamó— que al fin libre te encuentras de las asechanzas de ese hombre, ahora que no tendría yo poder para librarte de su persecución; porque ahora, ya lo ves, gimo bajo el peso de una acusación, que yo mismo ignoro en qué estará fundada, y que muy grave debe haber aparecido a los ojos del rey nuestro señor, cuando tal y tan terrible medida dictó en mi contra: quizá me salven las declaraciones que en mi abono den los mexicanos, que ya comienzo a tener fe en la justicia de los hombres desde que te he visto llegar aquí.
—Señor —dijo a este punto don Gaspar— algunos amigos míos, no de gran valer en la nobleza de la sangre, ni entre las personas que ocupan en la corte los altos puestos, encargádome han que ofrezca yo a V. E. sus servicios. Señor, en nombre de ellos y en el mío, pongo a disposición de V. E. lo único que podemos ofrecerle, porque es lo único que tenemos: dinero. Y si el dinero puede servir de algo a V. E. en estas tristes circunstancias, suyo es cuanto tenemos, y no es poco, señor, que, reuniendo nuestros capitales, alcanzaríamos a comprar para V. E. un reino, si un reino necesitaba para vivir tan feliz como merece.
Don Cristóbal escuchaba asombrado; no porque dudase de la cantidad de dinero que ofrecía don Gaspar, pues sabía muy bien que había entonces en México muchos hombres que poseían fabulosos capitales, sino porque aquel ofrecimiento tan generoso, tan espontáneo, hecho a un hombre que perdía el virreinato de una manera tan triste, era extraordinario, cuando hasta entre los indios se decía como refrán: «No es lo mismo virrey que te vas que virrey que te vienes».
El marqués de Villena estaba conmovido.
—Crea vuesa merced —contestó a don Gaspar tendiéndole afectuosamente la mano— crea vuesa merced, que prueba semejante de simpatía, ni la pude esperar, ni olvidarla podré en toda mi vida; que ofrecimientos como el que vuesa merced me hace en nombre suyo y de sus amigos, aun cuando no se acepten, se agradecen como si aceptádose hubieran. Rico soy, y no es el dinero el que sacarme podrá airoso de tan dura prueba: Dios, que mira mi conducta, será mi abogado; mi conciencia limpia será mi égida, y el recuerdo que de mí guardarán en esta tierra, mi más grato consuelo. Así espero que lo diga en mi nombre vuesa merced a sus nobles amigos.
El marqués pasó algunas horas en compañía de don Gaspar y de doña Juana.
Aquellas horas volaron para el marqués.
En el triste aislamiento en que se encontró de repente, el consuelo que le traía la presencia de dos personas agradecidas era inmenso.
Como acontece siempre a los hombres que, ocupando una alta posición política, descienden de ella repentinamente, el de Villena perdió en una noche a todos sus amigos.
No hay una cosa más débilmente adherida que los amigos del poderoso; aves que se posan en las ramas de un árbol corpulento, entonan sus cantos de amor y de alegría al nacer el sol, gimen con las sombras de la tarde, se guarecen de los ardientes rayos del sol, de la fuerza del vendaval, de los azotes de la lluvia; allí forman sus nidos, allí crían a sus polluelos: el hacha del leñador, el soplo del huracán, el dardo de fuego de la electricidad, arrojan por tierra al gigante, y los pájaros espantados, vuelan, huyendo de allí a buscar otro árbol que les preste sombra y abrigo.
Ni uno solo vuelve a llorar sobre el desplomado tronco, que poco tiempo después, sólo presta guarida a los reptiles que anidan en sus grietas negras y resecas.
Siempre ha sucedido lo mismo, siempre las aves cortesanas han huido con espanto del poder que se hunde, y en busca del que se levanta; y sin embargo ¡triste condición de la especie humana!, nunca los hombres del poder han dejado de creer en los amigos que les rodean; nunca han dejado de decirse a sí mismos, «yo sí que tengo amigos verdaderos».
La historia es el grito del pasado que anuncia los peligros del porvenir, esta es una verdad; pero entre el pasado y el porvenir está el presente, y todos los que están en el presente no escuchan lo que dice el pasado, y marchan ciegos y sordos buscando el porvenir a la ventura.