Otra vez Felipe
El hijo de Méndez no tardó mucho en cobrar en la casa de Daniel el dinero que don Gaspar le había regalado. Felipe tenía ya algo avanzado en el camino de la riqueza. Pero la codicia es la verdadera hidropesía del espíritu, porque le vuelve insaciable.
La muerte de don Martín le había producido a Felipe bastante utilidad; pero él creyó que la podía hacer aún más productiva.
Don Guillén no podía haber olvidado a doña Juana; debía, por el contrario, estarla adorando, puesto que la había perdido, y estaba, además, celoso.
Luego don Guillén agradecería infinitamente la noticia de que doña Juana estaba ya libre del tremendo compromiso que le impedía amarle. Este argumento le parecía magnífico a Felipe.
Don Guillén no era rico como los judíos, ni podía pagar sumas enormes por una buena nueva, era verdad; pero en cambio, don Guillén sí podía dar, en recompensa de esa buena nueva, su amistad y su confianza a Felipe.
Y de don Guillén era lo único que Felipe necesitaba, porque así podía llevar mejor adelante su plan de convencer a doña Inés de la infidelidad de su amante.
Además, reconciliados doña Juana y don Guillén, Felipe tenía un capítulo más de acusación contra éste, y una infidelidad más que presentar a doña Inés.
Decididamente, Felipe comprendió que debía servir de vínculo entre dos amantes separados por la desgracia, y se resolvió a ir en busca de don Guillén.
En el camino fue meditando el medio más oportuno, porque como a la sazón don Guillén tenía amores con Clara, y Clara era hermana de Felipe: ni éste podía hablar con entera franqueza al que era amante de su hermana, ni don Guillén ser explícito con el hermano de su amada.
Felipe tenía por regla, que de los audaces es la fortuna, y todas aquellas reflexiones no le detuvieron.
Llegó a la casa que habitaba don Guillén. Llamó, preguntó si allí vivía, y con la respuesta afirmativa del criado, se hizo anunciar como portador de una noticia importante.
Pero don Guillén no estaba en su casa; y Felipe, determinado ya a encontrarle, se dirigió al centro de la ciudad, adonde los acontecimientos de la mañana habían llevado a multitud de personas.
En vano recorrió las calles, y en vano perdió más de tres horas. Don Guillén no parecía: eran ya cerca de las oraciones de la noche, y Felipe andaba aún haciendo pesquisas.
Cruzó por delante del templo de San Francisco, y observó un grupo de personas que hablaban con gran calor. Acercóse a ellas con precaución, y pudo percibir que se trataba de un caballero que había tomado asilo en la iglesia huyendo de la justicia, que le perseguía por haber hecho una muerte en Palacio.
Felipe comprendió que era el que había matado a don Martín, y como aquella muerte no había dejado de traerle algún provecho, perdonó sin dificultad al matador.
En cuanto a don Guillén, que había ayudado a ese matador a forzar el paso del Puente, Felipe no llegó ni a verle, porque como el valor no era la cualidad dominante en el hijo de Méndez, había huido del lugar del peligro a la primera acometida de don Diego, y sólo de muy lejos miró el fin del combate.
Felipe iba, pues, a pasarse de largo, cuando notó que del templo salía un caballero, y atravesando el cementerio se dirigía hacia el lugar en que él estaba.
—¡Feliz casualidad! —exclamó Felipe—. Es don Guillén: con razón le he buscado inútilmente.
En efecto, era don Guillén, que salía de hablar con su amigo don Diego, refugiado en San Francisco.
—Dios guarde a vuesa merced, mi señor don Guillén —dijo Felipe alegremente, saliéndole al paso.
—¡Hola! ¿Sois vos, Felipe?
—Que buscaba a vuesa merced.
—Y heme aquí.
—Tengo que dar a vuesa merced una noticia muy grata.
—Para escucharla estoy.
—Pues si mi compañía no incomoda, por el camino le iré diciendo a vuesa merced el caso.
—Vamos, que la compañía me es grata, y sobre todo cuando tan buena noticia me ofrece.
Y uno al lado de otro tomaron por la calle de San Francisco, rumbo al Palacio.
—Vuesa merced —dijo Felipe— tuvo algo que ver con una dama llamádase doña Juana de Henríquez.
—¡Yo! —replicó don Guillén fingiendo extrañeza— ¿quién tal cosa dijo?
—Permítame vuesa merced, si el hecho no es cierto, que calle lo que de contarle tenía, porque en este caso le será del todo indiferente.
—No; por el contrario, me interesa sobremanera cuanto a esa dama atañe.
—Bien lo conocía yo. Pues esa dama tuvo amores con un caballero noble y distinguido de esta ciudad; los dos se querían con delirio; pero repentinamente la joven se apartó de esos amores, y despidió al caballero, no sé cómo, mas le despidió.
Don Guillén miró asombrado a Felipe, sin comprender cómo sabía aquello, que indudablemente se refería a sus amores con doña Juana.
—La joven —continuó Felipe— estuvo a punto de morir de dolor con aquella separación, y supongo que al caballero le pasó otro tanto; pero no había remedio: entre los dos se levantaba una barrera que ella conocía y él no, y que hacía imposibles los amores. ¡Pobre joven!
—¿Y después?
—Es decir, hoy, esa barrera ha desaparecido, y ella es libre como antes; y pura y buena como siempre.
—¿Pero qué obstáculo, qué barrera le impedía seguirme amando?
Don Guillén rompía el secreto que guardar quería.
—¿No decía vuesa merced —dijo sonriéndose Felipe— que no era el amante de doña Juana?
—Bien; lo era, lo soy quizá; pero explicad ese misterio.
—Ése es secreto de ella. Yo sólo puedo dar a vuesa merced la noticia, para que vaya, si quiere, en este momento a la casa de doña Juana, seguro de que será bien recibido. Por lo demás, ella le dirá lo que ha pasado.
—¿Pero es verdad eso que me referís?
—Con mi vida respondo de ello a vuesa merced.
—¡Oh, qué felicidad!
Don Guillén decía esto caminando apresuradamente y tomando la dirección de la casa de doña Juana.
Había en las palabras de Méndez acento de verdad, y, además, el corazón de don Guillén le aseguraba que aquello era cierto.
Caminaron en silencio, y cerca ya de la casa, Felipe se despidió diciendo:
—Sea vuesa merced muy feliz, y no olvide a quien le dio la nueva.
Don Guillén por toda respuesta desprendió de su cuello una cadena de oro y la puso en el de Felipe.
Como la noche había cerrado, don Guillén tuvo que llamar a la puerta de la casa de don Gaspar.
Abriéronle, y preguntó por Henríquez.
Había salido, y sólo doña Juana estaba en casa.
Don Guillén era bien conocido allí, y no se detuvo, sino que resueltamente se dirigió a las habitaciones y a la cámara en que sabía que doña Juana acostumbraba asistir todas las noches.
No se hizo anunciar, y doña Juana, que no esperaba aún su visita, escribía, al parecer muy empeñada, una carta, y tenía vuelta la espalda hacia la puerta por donde entró don Guillén.
La joven siguió escribiendo, sin haber sentido los pasos del que entraba.
—Señora —dijo don Guillén, después de haberla contemplado largo rato en silencio— señora ¿seré digno de arrojarme a vuestros pies?
—Guillén —exclamó la joven poniéndose en pie y sin poderse contener— por fin vuelvo a verte. ¿Aún me amas?
—Te amo, señora, más que nunca: te amo, y conozco que no hubiera podido vivir sin ti, Rebeca, sin tu amor. Pobre tronco desarraigado por el huracán ¿qué valgo sin la luz vivificante de tu mirada? ¡Oh! tú no sabes lo que he sufrido; tú no comprendes cómo mis días han sido negros, cómo mis noches han sido de terror, de duelo, de desesperación.
—Dulce dueño de mi alma, yo también he conocido que nada soy sin tu amor; yo también he sentido la muerte en mi corazón; me he sentido cadáver, porque no te veía, Guillén: esta pasión no puede arrancarse de mi pecho sino con la vida.
—Rebeca, yo no sé lo que pasó entre nosotros, que nos obligó a separarnos; yo no recuerdo sino que estuve violento, terrible, hablándote a ti, amor mío; yo no debí jamás haber pensado mal de ti, Rebeca. Si tú me mandabas que no volviera a verte, debí haberte obedecido ciegamente, porque tú eres la señora y yo el esclavo; tú el espíritu que domina, yo la ciega materia que obedece; porque no quiero tener más voluntad que la tuya, y aun cuando me exijas un sacrificio tan grande, obedeceré gustoso: moriré, lo conozco, porque sin tu amor no comprendo la vida; pero moriré obedeciéndote, adorándote, bendiciéndote.
—No, Guillén, no digas eso. ¿Cómo podría decirte que no me amaras, cuando tu amor es mi vida? Moriría yo primero: no lo pienses. Me estremezco al recordar tus palabras, porque me parecía que había perdido ese noble concepto que yo anhelo que tengas de mí: tú no sabes, Guillén, el espantoso secreto que me hizo un día prescindir, no de tu amor, porque eso era imposible, sino del placer inefable de verte, de oírte decir que me amabas, de repetírtelo yo todos los días.
—¡Oh, Rebeca, cuánto he pensado en ese secreto! ¡Y cuánto odio he alimentado contra todos esos que intervinieron en esa intriga tenebrosa que por desgracia no llegué a conocer!
—Mira, Guillén ¿me ves pálida? ¿Ves los surcos de las lágrimas en mis mejillas? Pues les perdono, porque Dios me ha salvado del abismo en el momento en que iba a precipitarme.
—El virrey, que quiso por extraños medios conseguir tu amor, ha recibido de Dios el castigo que merecía.
—¡Ojalá que ese hombre noble y generoso no hubiera sufrido tan inmerecida desgracia! —exclamó con entusiasmo doña Juana.
—¿Le defiendes, Rebeca? —dijo don Guillén palideciendo.
—Vivirá eterna su memoria en mi pecho, como debe vivir en el tuyo: él me ha salvado, él ha tendido su mano de padre a la víctima infeliz, que sin la nobleza de sus sentimientos hubiera sucumbido.
—¿Y le amas?
—Debo amarle, y le amo como a mi padre mismo.
—Explícame ese misterio, Rebeca, porque no sé qué tempestad comienza a rugir en mi cerebro.
—Sabes, Guillén, cuánto te amo. Pues bien: en nombre de ese amor te pido que tengas fe en mi lealtad. Cuando estuve en peligro de ser de otro, preferí el espantoso dolor de la separación a la idea sólo de engañarte. ¿Cómo podría engañarte tu Rebeca? ¿No consideras, ángel mío, que jamás he tenido una pasión como la que por ti siento? Ten fe, ármate de valor y escucha, Guillén, la terrible situación en que llegué a encontrarme, y de la cual me salvó la noble mano del marqués de Villena. Ten fe en mis palabras, que antes moriría que engañarte, y para ti no tengo secretos.
Doña Juana hizo sentar a su lado a don Guillén, rodeó su cuello con su torneado brazo, y comenzó la historia de sus desgracias desde las primeras asechanzas de don Martín.
Don Guillén escuchaba agitado: algunas veces se crispaban sus puños, crujían sus dientes, brillaba el rayo de la cólera en su mirada, hacía impulso por ponerse en pie y llevaba la mano a la empuñadura de la daga; pero siempre la amorosa voz de doña Juana le contenía.
Cuando la joven le refirió, enternecida, la escena con el virrey, los ojos de don Guillén se humedecieron poco a poco, hasta que las lágrimas llegaron a brotar.
Doña Juana secó aquellas lágrimas con su pañuelo, y luego llevó aquel pañuelo a sus labios y le besó con tanta ternura y tanto respeto, que don Guillén se estremeció de placer.
Terminó doña Juana su relación, y don Guillén arrojó el aliento como descargándose de un peso inmenso que tuviera en el corazón.
—¿Conque esa dama misteriosa que salvó don Diego…?
—Era yo; pero tú tienes fe en mi verdad, y puedes saberlo todo: otro hombre hubiera creído mal de mí.
—¡Pobre ángel!
—¿Y crees que soy tan pura como antes? ¿No dudas? Dímelo.
—Tan pura y tan noble te miro, que te adoro.
—¿No piensas que soy indigna de ti?
—Imposible, Rebeca: un ángel envidiaría tus nobles sentimientos. Si alguien sabe que entraste de noche a Palacio, quizá piense mal de ti; pero yo, que conozco tu pureza, te admiro.
—Gracias, gracias.
Y la joven, abrazando el cuello de don Guillén, lloró, pero con ese llanto dulcísimo de la felicidad.
Los dos amantes se separaron tan dichosos, que jamás ni ella ni él habían sentido en el alma aquel océano de ventura, y aquella noche los dos se soñaron en el paraíso.
Al lado del inmenso dolor está siempre el inmenso consuelo.
Las almas que lloran y que pierden la fe, es porque no conocen el mundo: el llanto del infortunio es el rocío que anuncia la llegada del día de Dios, del día del consuelo.