Las buenas noticias
Difundióse por toda la ciudad de México la noticia de la destitución del virrey marqués de Villena, causando en todos los vecinos una sensación verdaderamente desagradable.
El marqués de Villena estaba bien querido en la ciudad y en las provincias, y todos anhelaban el saber qué motivaba tan repentino cambio, porque el marqués era incapaz de traición o felonía.
Las gentes andaban inquietas por las calles inquiriendo noticias, y en aquel día las visitas se hacían y se recibían más temprano que de costumbre; síntoma de novedad y de agitación en todas partes.
Felipe cuidó, ante todas cosas, de entrarse en la casa de don Martín; y como era allí tan conocido, sabían la gran confianza que en él depositaba Malcampo e ignoraban la trágica muerte de éste, nadie hizo reparo en que tan de mañana se introdujese en la casa, habiéndole visto salir en la noche anterior con Malcampo.
Temía Felipe que si la justicia, como era natural, se apoderaba de los bienes de don Martín por la falta absoluta de parientes o herederos, se descubriera algo de cuanto ellos tramaban continuamente, ya contra los judíos, ya contra otras personas de la ciudad.
Don Martín no era hombre que tuviera muchos papeles, y los pocos que conservaba y podían comprometerle a él y a Felipe estaban en una gaveta que éste conocía perfectamente.
A esa gaveta se dirigió Felipe de preferencia; sacó de allí todos los papeles, y sin tomarse el trabajo de leerlos, los llevó a una de las azotehuelas de la casa, y procurando que no le viese ningún criado, les pegó fuego, y cuidó de que todos quedaran reducidos a cenizas.
Después volvió a las habitaciones y comenzó a hacer un registro escrupuloso, guardándose cuantas alhajas y joyas le parecieron de valor. Tomó todo el dinero que encontrarse pudo, y en verdad que no era mucho, porque Malcampo era demasiado pródigo. Se ciñó la mejor espada, tomó el mejor sombrero, envolvióse en el ferreruelo más lujoso, y cargado con aquel botín salió de la casa, atravesando orgullosamente el patio.
Cerca del portal de la casa encontró al mayordomo de don Martín, que le saludó con gran respeto.
Felipe se detuvo y le dijo:
—¿Sabéis, Alfaro, la noticia?
—¿De la destitución del virrey habla vuesa merced?
—No, sino de la muerte de don Martín vuestro amo.
—Ave María Purísima ¡muerto mi amo!
—De mala muerte: una estocada.
—¿Pero quién?…
—No me preguntéis nada, que nada sé; sólo os refiero lo acaecido, porque os importa; y además, temóme que la justicia llegue aquí muy pronto, porque el difunto, que en paz descanse, no tenía herederos, ni hizo testamento, y el rey entrará por todo en la herencia. Si hay aquí algo de vuestra propiedad, cuidad de sacarlo antes; que a venir los golillas, así rescataréis lo que se tomen como rescatar a Granada los moros. Adiós.
—Dios guarde a vuesa merced.
Felipe se alejó; y el mayordomo, sin perder un instante, subió las escaleras, abrió puertas y armarios, recogió cuanto pudo de lo que pertenecía a don Martín, que él no tenía gran cosa, y un cuarto de hora después salía con tres o cuatro mozos de cordel que conducían lo que llamaba él su equipaje.
Al salir, dijo a los criados que le miraban asombrados:
—Hijos, al amo le han muerto de una estocada: en paz descanse. La justicia no tarda; puede envolvernos a todos en la causa: voime, y cada cual saque de aquí lo suyo si perderle no quiere. Adiós.
—Dios le guíe —contestaron los criados.
Y cada uno de ellos procuró cargar y sacar cuanto pudo; y aún los hubo que hicieron dos o tres viajes.
Al medio día llegó la justicia, que daba grandes pruebas de actividad en el negocio, y se presentó en la casa con todo su aparato imponente: alcalde, escribano y alguaciles.
La casa estaba desierta, ni un criado había en toda ella; en cambio, la justicia encontró abiertos cofres y armarios, casi todo vacío, y como existencia algunos muebles que por viejos y pesados no habían tenido quien les codiciara.
Esto no fue obstáculo para que se formara un escrupuloso inventario, y se cerraran y sellaran cajas y armarios y puertas de la casa.
Don Martín de Malcampo fue enterrado en la fosa común por cuenta de la caridad y por orden de la justicia.
Felipe llegó a su casa rico con la herencia; pero apenas había guardado su nueva fortuna, cuando le ocurrió un medio de hacerse de algún dinero más.
Cerró su cofre y se dirigió sin perder un momento a la casa de don Gaspar Henríquez.
Don Gaspar y su hija estaban aún desayunándose, cuando Felipe se hizo anunciar, diciendo que tenía un negocio grave que tratar con Henríquez.
El hombre que tenía o creía tener algo pendiente con el Santo Oficio, como don Gaspar, jamás recibía la visita de un desconocido sin ponerse pálido: cada vez creía que le iban a anunciar que estaba denunciado, o que se trataba de perseguirle.
Don Gaspar se levantó de la mesa y salió a ver a Felipe, que le esperaba en la sala.
Saludóle cortesmente y le invitó a sentarse.
—Deseo hablar con vuesa merced —dijo Felipe— cosa de gran secreto e importancia.
—Puede hablar vuesa merced con toda confianza —contestó el viejo—. Solos estamos, nadie escucha, y caballero soy de quien puede fiar vuesa merced.
—Tal creo, y por lo tanto me explicaré sin andarme con rodeos.
—Escucho.
—¿Cuánto sería capaz vuesa merced de darme por una grande y al par grata noticia?
—Según la importancia de ella.
—Es tanta, que, además de ahorrar a vuesa merced muchos ducados, le devolvería la paz y quizá la felicidad a mi señora doña Juana.
El viejo miró con marcada desconfianza a su interlocutor.
—Cuando vuesa merced me escuche —dijo Felipe— no me mirará de ese modo. ¿Me promete vuesa merced dos mil pesos si la noticia los vale? Y eso a cargo de su conciencia.
—Sí —contestó secamente don Gaspar.
—Pues bien: ha muerto hoy, de mala muerte, Andrés el de Taxco, que se hacía llamar don Martín de Malcampo.
Don Gaspar se puso densamente pálido: recordó que don Martín le había escrito diciéndole que existía la denuncia y, depositada en poder de un escribano, sería enviada al Santo Oficio si él moría de mala muerte.
—Vamos —exclamó Felipe— ¿vuesa merced no se alegra?
—¿Por qué tengo de alegrarme?
—¿Por qué? Porque don Martín conocía secretos de vuesa merced que amenazaba decir, y con esto vuesa merced era su tributario, y llegó hasta oponerse a los amores de mi señora doña Juana con don Guillén.
—¿Eso sabe vuesa merced?
—Sí; y por lo tanto, como soy el único que lo sabe, soy el único que tiene derecho a las albricias.
—Pues siento decir que aún no estoy libre de peligro con la muerte de don Martín.
—Y tan libre, que el secreto está en el sepulcro con don Martín, porque vuesa merced no vaya a creer aquello de que la denuncia fue escrita y depositada en poder de un escribano para entregarse al Santo Oficio.
—¿Es decir que no se escribió?…
—¡Qué iba a escribirse! Yo, que puse todas esas esquelas a nombre de Andrés, inventé eso para impedir que se atentase contra su vida, no porque creyera capaz de semejante cosa a vuesa merced, sino porque las precauciones no están de más.
—¿Pero quién me asegura que don Martin ha muerto, y que la denuncia no existe?
—¿Que don Martín no ha muerto? No tiene vuesa merced más sino que venirse conmigo a la cárcel de corte, y verá allí el cadáver. ¿Que la denuncia no existe? Si existiera, me aprovecharía de ella y seguiría vuesa merced pagándome a mí lo que pagabáis a don Martín, que bien lo necesito; además, juro a vuesa merced por la hostia consagrada, que no se escribió jamás una sola palabra de la dicha denuncia, y por la cabeza de mi padre le aseguro que puede vuesa merced vivir tranquilo en lo de adelante. Ahora mi noticia está dada, y vuesa merced puede o no pagarla al precio que me ofreció.
El viejo, sin contestar una palabra, se levantó, se acercó a una mesa y escribió algo en un papel; firmó, y luego acercándose a Felipe le dijo:
—¿Conoce vuesa merced la casa de Daniel?
—La conozco, que he ido allí a cobrar el dinero de don Martín.
—Pues presente allí vuesa merced este papel, y recibirá los dos mil pesos prometidos. Dios haga que no me engañe…
—Vuelvo a jurar.
—Es inútil, vaya vuesa merced.
Felipe salió guardando cuidadosamente el vale, y creyéndose ya un millonario.
Don Gaspar, trémulo de gozo, volvió al comedor donde aún le esperaba doña Juana.
La joven miró a su padre, y comprendió que pasaba alguna cosa grave.
—¿Qué pasa, padre mío? —exclamó— ¿alguna desgracia?
—No, hija de mi alma, mi Rebeca, mi Raquel, mi vida; es que Dios premia tus sacrificios y tu abnegación; el ángel que detuvo la mano de Abraham cuando iba a descargar el golpe sobre Isaac, aparta hoy los sufrimientos que pesaban sobre tu corazón: el obstáculo que te impedía amar a don Guillén ya no existe, ha desaparecido.
—¿Con la muerte de don Martín? —exclamó imprudentemente doña Juana.
—¿Sabías que ese hombre había muerto? —preguntó con espanto don Gaspar—. ¿Sabías que era nuestro perseguidor?
—Sí, padre mío, todo lo sabía; y ahora que todo temor ha desaparecido, y que como Judit la fuerte, he sido el medio de que nuestro Dios se valió para salvar a su pueblo, ya nada debe quedar en secreto entre nosotros.
Y entonces Rebeca, con el conmovedor acento de la verdad, refirió a su padre, cuanto le había acontecido la noche anterior, y cómo había sorprendido ella el secreto de su padre.
El viejo escuchó la relación de su hija con espanto; y cuando ella terminó su narración, él se dejó caer de rodillas, y levantando las manos al cielo exclamó:
—Dios mío, Dios mío, cuán inmensa es tu bondad, cuán grande es tu misericordia.
Doña Juana estaba encendida de gozo; ver feliz a su padre era para ella la suprema felicidad.
Por su parte, don Gaspar era feliz porque tenía fe en las palabras de su hija, y la sentía tan pura como en los días de su niñez.
—Hija mía —dijo el anciano— el Dios de nuestros padres salvó la plaza de Betulia sitiada por Holofernes, por la mano de la valerosa Judit. Holofernes murió, y la noble Judit salvó a su pueblo sin perder su pureza: tú, hija mía, nos has salvado, y tu pureza se ha salvado también. Dios sea bendito.
Y don Gaspar, conmovido profundamente, abrazaba llorando a su hija.
—Óyeme, hija mía —la decía— comprendo cuánto habrás sufrido con la ausencia de don Guillén, si quieres, hija mía, escríbele, le escribiré yo, volverá él aquí y ambos volveréis a ser felices.
Doña Juana movió tristemente la cabeza, como diciendo: «Eso es imposible».
—¿Cómo hija mía? —continuó don Gaspar— ¿dudas? ¿Crees que te habrá olvidado? ¿No le amas ya?
—Le amo, padre mío; pero ahora él me creerá indigna de su amor.
—¿Indigna? ¿Y por qué?
—Padre mío, él pensó que yo le despedía por corresponder al amor del marqués de Villena, y aunque le juré que no era ese el motivo, segura estoy de que no me creyó. Ahora el virrey está perseguido, quizá piense ahora don Guillén que al perder la esperanza de ser la favorita de un virrey, vuelvo a pedirle que me ame: las apariencias me condenan, y casi me sería imposible convencerle. ¡Ay padre mío! mi desgracia no tiene remedio, soy muy infeliz. Ahora que podría tener su amor, las circunstancias me hacen aparecer ante sus ojos como una mujer interesable, y digna sólo de su desprecio.
—Deliras, hija mía; deliras. Yo te hice perder ese amor, y aunque alguno se atreviera a decir que esta no es una acción digna dé un padre, yo, hija mía, yo por quien tan grandes y nobles sacrificios has hecho, yo volveré a traerte a don Guillén tan amoroso y tan bueno como antes, y te aseguro que mañana mismo estará a tus pies.
—Qué feliz sería yo, padre mío.
—Sabré cumplir mis promesas.
—Dios nos ayudará, padre mío.
Una esperanza, por débil y remota que sea, es siempre una esperanza para los desgraciados, y el náufrago que lucha con la tormenta, asido al flotante despojo de un navío, cree que se ha salvado si, en medio de las olas encrespadas que pasan sobre su cabeza, llega a descubrir a lo lejos la blanquecina faja que dibujan las tierras sobre el horizonte inmenso de los mares, o ese punto blanco apenas perceptible, que anuncian las velas de una embarcación.
Doña Juana sintió renacer su esperanza con las palabras de su padre. ¿Cómo podría dudar don Guillén de lo que aquel anciano le decía, con el acento de la verdad y con las lágrimas en los ojos?
Además, ella contaba con la pureza de su conciencia. Había corrido un peligro inmenso, su salvación era una cosa milagrosa; pero se había salvado, merced a su entereza y su inocencia misma.
Don Gaspar dejó a su hija y volvió a entrar en su estancia con una tranquilidad desconocida para él hacía muchos años. No le faltaba más para ser feliz, que hacer partícipe de su satisfacción a Daniel, y Daniel no podía tardar mucho en llegar a la casa de su amigo.
En efecto, poco tiempo transcurrió, y el viejo judío llamó a la puerta de don Gaspar.
Apenas le vio éste, se arrojó en sus brazos diciéndole:
—Estamos salvados.
Y le refirió cuanto había pasado a doña Juana, sin omitir circunstancia alguna.
Daniel oyó tranquilamente a su amigo; la fisonomía del viejo judío no se inmutó sino cuando don Gaspar le contó la noble acción del marqués de Villena; entonces, los ojos de Daniel se pusieron húmedos y brillantes: hubiera llorado si no hubiera tenido un testigo de su llanto.
—Y bien, Daniel ¿qué piensas de todo esto? —dijo don Gaspar cuando terminó su narración.
—Pienso —dijo Daniel— que Dios ha dado su bendición a tu familia; pienso que todos nosotros tenemos obligación de formar un rico dote a tu buena hija; y pienso que a ese hombre insigne en caridad, grande en nobleza, respetable en elevación de sentimientos, que se llama el marqués de Villena, y sobre quien pesa hoy una inmensa desgracia, debemos ofrecerle nuestros servicios, y quedar, si necesario fuere, en la mendicidad, por ayudarle y por salvarle.
—Dices bien —exclamó con entusiasmo don Gaspar—. Eres un hombre como hay pocos.