En palacio
La gente, atraída por el escándalo, se agrupa al derredor de don Martín, que con la espada en la mano estaba tendido boca abajo en un lago de sangre.
—Nadie le toque —decía un alguacil— hasta que lleguen el señor alcalde del crimen y el escribano. Nadie le toque que pertenece ya a la justicia.
Y la vara del alguacil, diestramente manejada, hacía ensancharse el círculo de los curiosos.
Tardó más de una hora en llegar el alcalde, y a poco el escribano.
—Asiente usted, seor escribano —dijo el alcalde— el auto, cabeza del proceso.
El escribano, apoyado en el pretil del corredor, sacó un rollo de papeles de dentro de un tubo de metal, luego abrió un inmenso tintero de cuerno, humedeció en la tinta una larga pluma, y comenzó a escribir.
—¿Quién le hirió? —preguntó el alcalde a don Martín.
Don Martín ni se movía.
—Acate a la justicia, y conteste lo que sepa.
El mismo silencio.
—Por tercera vez se le amonesta, diga si sabe quién le hirió.
Silencio por parte de don Martín.
—Apunte usted, seor escribano, que requerido por mí, el alcalde, una, dos y tres veces, para que diga quién le hirió, se niega contumaz y rebelde a contestar.
El escribano hizo constar lo que le decía el alcalde.
—¿Cómo ha de contestar si está muerto? —dijo una voz.
—¡Burlas con la justicia! —gritó enojado el golilla—. Veremos cómo ha de ser: ¡a que os hago llevar a todos a galeras por irrespetuosos!
Todos retrocedieron respetuosamente.
El alcalde se acercó a don Martín; éste era sólo un cadáver, pero ya frío.
—Es muerto —dijo el golilla moviendo la cabeza—. Apunte usted, seor escribano, que interrogado nuevamente para que diga la razón de su silencio, manifestó estar difunto, ha más de una hora.
Una terrible carcajada acogió las últimas palabras del alcalde; pero todos, conociendo que aquello podía costarles muy caro, echaron a huir en todas direcciones, con tal velocidad que dos minutos después no quedaban allí más que el cadáver, los alguaciles y el escribano asentando las ingeniosas diligencias que le dictaba aquella triste caricatura del alcalde Ronquillo, o de don Rodrigo de Santillana.
Felipe tenía miedo de verse envuelto en una causa criminal, y no se acercó por el lugar en que había pasado el lance, sobre todo desde que oyó decir que don Martín era ya cadáver.
Felipe andaba en Palacio de aquí para allí sin saber lo que hacía, hasta que repentinamente se encontró delante de un balcón, al que asomada estaba una dama.
Felipe reconoció a doña Inés y conoció que se hallaba delante de la habitación de don Ramiro; pero como acababa de ver a éste en la audiencia, y muy ocupado, creyó que era el momento que debía aprovechar.
—Señora ¿me permite vuesa merced entrar a su casa? —dijo a doña Inés.
—De ninguna manera —contestó con altivez la dama.
—Es que traigo las pruebas que ofrecídola he, de la traición de cierto caballero, y quizá no haya oportunidad semejante a ésta.
Doña Inés palideció, y después de reflexionar un rato, le dijo:
—Entrad.
Felipe no se hizo repetir el permiso, y comenzó a subir la escalera que conducía a la habitación de la dama.
En el extremo superior le esperaba ésta.
—Hablaremos cerca del balcón, para ver si mi marido llega —dijo ella.
—Bien: donde vuesa merced ordene.
—Esas pruebas —dijo doña Inés con ansiedad.
—Señora, las pruebas son estas: Don Guillén es amante de mi hermana Clara.
—Pero la prueba.
—Y de doña Juana de Henríquez.
—Pero la prueba.
—Y de una mujer perdida, que se llama o la dicen la Escudilla. ¿La prueba? Señora ¿quiere vuesa merced que reúna yo a todas en un solo día para que le confundáis?
—Eso sería horrible.
—Horrible; pero él merece este castigo. Yo reuniré a todas las que os he nombrado y otras que aún no sabéis, y delante de todas le veréis pálido y avergonzado.
—¡Oh, no!
—¿Entonces consiente vuesa merced en que la engañe, en dividir su amor con otras?
—¡Infame! Haced lo que queráis.
—Procuraremos que la escena salga perfecta: citaré y reuniré de la manera más conveniente a todas las víctimas de don Guillén, y todo se allanará si vuesa merced tiene valor para levantar allí el velo del misterio.
—Sí; pero en ese caso ¿quién me responde de que vos no me engañáis, y de que no son mujeres que lleváis allí para hacerlas representar un papel de comedia?
—Por más ofensiva que sea para mí esa suposición de vuesa merced, todo lo perdono en gracia del deseo que tengo de desengañarla. Pues bien: para que vuesa merced quede convencida, sígame a mi casa cualquier día, a las dos de la tarde, y la haré palpar la realidad.
—Iré —dijo con resolución doña Inés.
—¿Cuándo?
—Mañana mismo ¿Dónde vivís?
—En la calle de la Merced.
—Estaré en el templo de la Merced a la una.
—Allí iré por vos.
—No faltaré: por ahora hacedme la gracia de retiraros.
—Pues hasta mañana, a la una, y Dios guarde a vuesa merced.
—Él os guíe.
Felipe salió contento.
Hay hombres que gozan cometiendo una mala acción, y Felipe era de esa clase. Prescindiendo de la esperanza que tenía de conseguir el amor de doña Inés luego que ella estuviera segura de que don Guillén la engañaba, sentía un verdadero placer considerando lo que ella iba a sufrir, y lo que a él se le esperaba.
Al salir de la casa de doña Inés, Felipe volvió a pensar en don Martín, a quien había abandonado tan cobardemente, y entonces tuvo miedo de que don Martín no hubiese muerto, porque si a restablecerse llegaba, era capaz de vengarse cruelmente del abandono de su amigo.
Pero a poco andar entre la multitud que llenaba el Palacio, supo que don Martín había muerto, y que habían conducido el cadáver en una camilla a la cárcel de ciudad para exponerle al público, a fin de que, reconocido por sus amigos o parientes, le reclamasen para hacerle los últimos honores.
—¡Pobre Andrés! —exclamó Felipe—. Yo le haría enterrar decentemente y como él se lo merecía; pero no hizo testamento, y nada me dejó: ¿de dónde voy a tomar dinero para eso? Iré a su casa siquiera para salvar algunas cosas, ya que la justicia va a apoderarse de todo.
El virrey, al separarse de doña Juana, atravesó un pasillo secreto y llegó hasta su cámara. Llevaba la conciencia tranquila; estaba verdaderamente satisfecho y contento de sí mismo.
Queriendo alcanzar el amor de una mujer y hacerla su dama; enamorado de ella como lo estaba, y teniéndola en su poder, había tenido la suficiente energía para dominar sus pasiones y tornarse en protector, en padre de aquella joven, salvando su virtud y amparándola contra los enemigos, que ponían asechanzas a su honra.
El marqués salvando del abismo a doña Juana, y sacrificando el amor que la tenía, llegó a su alcoba sintiéndose casi un ángel: había llegado a poner un pie en el precipicio; el arrepentimiento y la caridad le salvaban.
Creyó pasar la noche más tranquila y más dulce de su vida, y halagando estos pensamientos, se desnudó y se metió en el lecho. Pronto cerró los ojos y comenzó a soñar que el ángel de doña Juana le traía la bendición de Dios.
Durmió así algunas horas, hasta que un ruido inusitado le despertó.
Abrió los ojos y creyó que aún soñaba.
Su lecho estaba rodeado de hombres desconocidos y armados, y de los cuales la mayor parte traían faroles en la mano.
El virrey se incorporó en su lecho ligeramente, y extendió el brazo para tomar la espada que cerca de él estaba.
—Conténgase V. E. —dijo uno de aquellos hombres— y no haga uso de las armas.
—¿Pero quiénes sois vosotros? ¿Qué queréis?
—V. E. me conozca, que soy el oidor don Andrés Prado de Lugo.
—¿Y qué quiere aquí y a esta hora su señoría?
—Notificar a V. E. cómo el rey nuestro señor, que Dios guarde, ha tenido por bien nombrar al Excmo. e Ilmo. Sr. Dr. don Juan de Palafox y Mendoza, virrey de esta Nueva España en lugar de V. E.
El marqués de Villena se palpaba, creyendo aún que estaba soñando.
El oidor, con una calma desesperante, sacó autos y cédulas y provisiones, y «de la cruz a la fecha» leyó al marqués cuanto creyó necesario, notificándole y amonestándole a obedecer; todo con tanta sangre fría y un tono tan de curia, como si no se tratase sino simple y sencillamente de un litigio de algunos cientos de reales.
El marqués inclinó la cabeza y quedó pensativo.
Era aquel golpe tan rudo, tan inesperado, se tomaron tales precauciones, y con tanto misterio y secreto se llevó a cabo el plan del arzobispo, que más bien que la destitución de un virrey por la orden de un monarca, parecía el triunfo de una conspiración.
El marqués de Villena se resistía a creer lo que estaba pasando, y en aquellos momentos quería pensar y no podía: la gravedad de los acontecimientos le hacía perder el hilo de la reflexión.
Se comprende muy bien que en situación semejante, el hombre de mejor inteligencia queda entorpecido por algunos minutos. El alma no siente impunemente un cambio tan repentino.
El oidor y los que le acompañaban respetaron el silencio del marqués, y sobre todo su desgracia, a pesar de que casi todos eran sus enemigos.
Nadie se atrevió a decir una sola palabra; y como si estuviesen en derredor de un cadáver, no se escuchaba en la estancia más que el triste chisporroteo de las bujías de cera que algunos de los asistentes llevaban.
Pasada la primera impresión, el marqués comenzó a sentir la vuelta de sus ideas, y entre ellas llegó el recuerdo de doña Juana, que, confiada en su protección, dormía tranquila en su aposento.
En medio de las más terribles crisis, en las situaciones más graves, y aun cuando tengan en su mano los destinos de todo un pueblo, los hombres se fijan siempre en alguna idea que parece pueril si llega a descubrirse, pero que influye en la resolución del problema general más aún que los grandes motivos.
¡Cuántos pequeños resortes habrán determinado la marcha de los grandes acontecimientos políticos en el mundo, cuyas causas buscan los historiadores y los filósofos en los cálculos profundos de los hombres de Estado, o en el destino manifiesto de una sociedad!
Ante la idea de salvar a doña Juana, el marqués olvidó su desgracia; quería aprovechar el último rayo de su poder para protegerla; y si él miraba sin estremecerse el porvenir, al recordarla a ella tenía miedo.
—Suplico a su señoría y a los que le acompañan —dijo al oidor— me esperen en el aposento inmediato: necesito vestirme, y quisiera estar solo.
El oidor vaciló y miró a los que le acompañaban, como para consultar con ellos.
El marqués comprendió lo que pasaba en el alma del oidor, y sonriendo melancólicamente, le dijo, contestando a su pensamiento:
—Crea su señoría que soy tan leal vasallo de Su Majestad como el que más blasone de serlo; y cuando su señoría me ha notificado, y yo he prometido guardar y acatar las reales provisiones, así entendiera que me iba en ello la vida, cumpliré fielmente lo que él ha mandado. Hasta hoy fui noble y caballero, y nadie tiene derecho para sospechar en mí traición o felonía.
El oidor, avergonzado, hizo una reverencia y salió de la estancia, seguido de los que acompañado le habían. En cuanto el virrey se encontró solo, vistióse rápidamente; y por una triste coincidencia, el traje que se puso fue el que tenía los colores de doña Juana, verde y negro.
Aquella operación duró apenas algunos minutos: echóse sobre los hombros una capa, calóse un ancho sombrero negro, ajustóse a la cintura un talabarte de cuero con daga y espada, y sin perder un instante abrió la puerta secreta que comunicaba su aposento con el pasillo secreto.
Pocos momentos después penetraba en la estancia preparada para doña Juana.
El marqués paseó sus miradas por todas partes; no había nadie. Se lanzó al lecho y levantó el cortinaje; el lecho estaba intacto, no se había acostado doña Juana; nada faltaba allí; nada acusaba lucha, ni robo, ni violencia.
La joven, pues, había salido sin dificultad; si la habían sacado de allí, no había opuesto resistencia.
Iba el marqués a registrar el aposento inmediato, a poner a la joven bajo la protección del arzobispo virrey, refiriéndole todo, cuando una idea terrible, cruzó por su mente.
Quizá aquella mujer le había engañado, burlado; estaba de acuerdo con sus enemigos; todo había sido una intriga; las puertas se abrieron para ella, y por allí penetraron los amigos del nuevo virrey.
El marqués había abrigado una víbora en el seno, y quizá en aquellos momentos ella reía del marqués y de su generoso comportamiento, y de sus promesas, y de su protección: aquello había sido una comedia infame.
No hay lógica más absurda que la de los desgraciados, que bajo el peso de sus tristes impresiones, ven natural todo lo malo, y necesario todo lo que contra ellos pueda venir. El marqués tuvo por verdadero cuanto le ocurrió pensar contra doña Juana, y desde ese momento comenzó a traer recuerdos de detalles que le confirmaban hasta la evidencia sus sospechas.
Las palabras, el ademán, el gesto de doña Juana; el modo extraño con que consiguió mirarla entrar a su aposento; el aire contrariado e hipócrita de don Martín; el arrojo de doña Fernanda para ir a Palacio a ofrecerle su ayuda; la hora y el día escogidos para llevar a la joven; en fin, hasta el color del traje que había él vestido aquel día por complacer a la dama, todas eran pruebas de que la más infame y vil intención había guiado a los pérfidos que intervinieron en el negocio.
El marqués se avergonzó de su debilidad y de su mu cha confianza; se avergonzó de su caridad y de sus generosos arranques, y, sin volver siquiera el rostro, se entró por el pasillo y regresó a su estancia.
El marqués tenía el corazón desgarrado; tantas y tan tristes emociones le agobiaban que brotó una lágrima de sus ojos, la que limpió con cólera, volviendo el rostro como si alguien pudiera verle.
Llegóse a una mesa y sonó una campanilla de oro que sobre ella había.
El oidor y otros dos caballeros entraron.
—Supongo —dijo el marqués al oidor— que puedo salir libremente.
—Libremente —contestó el oidor— quién lo duda; pero es preciso que V. E. me diga adónde se dirige…
—¡Oh! no sólo eso, sino que quisiera que su señoría me acompañase, a fin de poder salir oculto y retirarme.
—Lo haré si V. E. lo desea. Y ¿adónde piensa retirarse V. E.?
—Al convento de Churubusco.
—Mandaré preparar una carroza, y V. E. podrá salir sin ser visto.
El oidor dio algunas órdenes a uno de los que estaban a su lado.
Media hora después, en una carroza humilde, sin armas ni blasones, salían el marqués y el oidor para el convento de Churubusco, sin que nadie parase en ellos la atención, y sin que nadie supiera que el de Villena se había marchado de Palacio.