La noche terrible
Era el 14 de febrero de 1642, y los pacíficos habitantes de la muy noble y leal ciudad de México estaban consternados.
Durante todo aquel día, el más espantoso huracán había soplado por toda la comarca, y la tarde iba cayendo; y el sol, rojizo y triste, velado por una nube de amarillento polvo, tocaba ya a su ocaso, y el huracán, lejos de calmarse, parecía que tomaba más y más fuerza con la llegada de la noche, y rugía y bramaba, y hacía estremecer hasta los macizos cimientos de los templos, y amenazaba arrasar la ciudad y levantar entre sus pujantes alas las revueltas aguas de los lagos.
Llegó la noche, y con ella todo el pavor de la tormenta y de la oscuridad, todo el horror del caos.
México parecía una ciudad desierta: ni una luz en las ventanas, ni un ser viviente por las calles: nada, nada más que el huracán terrible, espantoso, cruzando con vertiginosa rapidez por todas partes, remedando unas veces el tumbo sonoro del océano, que azota sus olas encrespadas contra las rocas, semejando otras el fragor de la tempestad; a veces produciendo el estruendoso rumor de un inmenso carro de bronce que rodara sobre una bóveda de acero, a veces imitando el concierto de millones de voces humanas que arrojaran un prolongado grito de dolor.
Todas las techumbres crujían, todos los muros temblaban: gemían las hendeduras de las puertas, las rejas de las ventanas parecían lanzar una sentida queja; rechinaban las mohosas veletas de las torres, y algunas campanas, movidas por aquel aliento poderoso, producían sonidos vagos, perdidos, inexplicables, como la voz que sale de un ventrílocuo, como si aquel sonido que allí se originaba, arrebatado por la furia del monstruo de los vientos, no pudiera hacerse perceptible sino cuando estaba ya muy lejos.
De cuando en cuando, en medio de aquella sombría confusión, se oía, se sentía, se adivinaba algo de más terrible, de más pavoroso; el estruendo se hacía insoportable; espantosos golpes, lucha de titanes entre la oscuridad, aleteo de gigantescas águilas, choque de montañas en el último día de los tiempos; y acompañadas de ese rumor inmenso que atronaba, que ensordecía, que turbaba la razón, se creían escuchar voces de hombres y de mujeres y de niños; gritos de desesperación, gemidos de dolor, aullidos de rabia, plegarias, llantos, blasfemias, carcajadas estridentes, cantos bacanales, silbidos, músicas lejanas, rumor de torrentes.
Y era que el huracán hacía un poderoso esfuerzo sobre la ciudad, y desplegaba todo el lujo de sus mil vibraciones, y arrebataba un techo o arrancaba de raíz un árbol, y los levantaba y los cernía y pasaba azotando con ellos los campanarios, y las bóvedas y las torres, y sirviéndose de ellos como de un ariete infernal, derribando cuanto encontraba a su paso, hasta que aquellos desconocidos proyectiles se hacían pedazos y se dispersaban por todas partes sus ya inofensivos fragmentos.
El cielo estaba densamente negro; la pálida y vacilante luz de las estrellas no podía abrirse paso al través de la compacta nube de polvo que cubría la ciudad, y el agua de los lagos, siempre tan tranquila, tan serena y tan pura, se agitaba como la de un mar embravecido; y revuelta y negra y cenagosa, se derramaba sobre los campos y sobre los pueblos de las orillas, aumentando allí el espanto con los peligros de la inundación.
En verdad que no les faltaba motivo para estar consternados a los pacíficos habitantes de la muy noble y leal ciudad de México, en la noche del 14 de febrero de 1642.
En el interior de las habitaciones había cuadros conmovedores. Las familias se agrupaban delante de las imágenes de la Virgen y de los santos, llevadas allí por ese instinto que nos hace siempre buscar la compañía cuando amenaza un gran peligro, aun cuando ese peligro no sea de aquellos que puede conjurar un amigo, un padre, un hermano, cualquiera que se interese por nosotros, aun cuando ese mismo peligro les amenace a ellos.
Los hombres estaban pálidos y sombríos, las mujeres temblaban y rezaban en alta voz, los niños lloraban y ocultaban sus cabezas entre las faldas de las madres.
Y a cada momento era necesario emprender una lucha con el huracán: ya era una puerta que, cediendo a su empuje, parecía próxima a saltar en pedazos, y necesitaba un apoyo; ya era un techo que crujía como si fuera a desplomarse, y era preciso apuntalarle violentamente: ya un agujero por donde penetraba una columna de viento que mataba las luces, y espantaba a las mujeres y a los niños, produciendo un gemido prolongadísimo.
Entonces los esfuerzos de los defensores de aquella especie de ciudadela, tan terriblemente atacada, se multiplicaban con una actividad maravillosa, como los de la tripulación de un buque que zozobra; todo el mundo se ponía en movimiento: la ciencia de la mecánica brotaba allí con el instinto de la conservación; se adivinaban las fuerzas; las potencias y las resistencias se calculaban con la rapidez de un pensamiento, y se improvisaban palancas y tornos y cuñas y motones, y el peligro daba fuerza a la debilidad, y pesados muebles se trasportaban como por encanto, ya para reforzar un batiente próximo a estallar, ya para cubrir la brecha abierta por el huracán en una ventana; y todo aquel trabajo, y toda aquella agitación, y toda aquella lucha, en medio de plegarias y de oraciones, de invocaciones a Dios y de promesas y de votos.
Había, sin embargo, una casa en donde reinaba más tranquilidad, merced a la situación en que se encontraba: era ésta una pequeña vivienda, en el fondo del gran patio del Palacio que habitó el célebre conquistador Hernán Cortés, y que era conocido entonces con el nombre de Casas del Estado.
Las puertas de aquella habitación estaban herméticamente cerradas; y como toda ella estaba, por decirlo así, incrustada en el inmenso edificio, apenas los que en ella habitaban, sentían los terribles accidentes que en la ciudad causaba la furia de los vientos desencadenados.
En un pequeño saloncito de esa vivienda, una mujer anciana y una joven, oraban devota y fervorosamente, arrodilladas delante de una imagen de Cristo, que bajo un baldaquín de damasco rojo, encima de una mesita había, y cerca de ellas un hombre anciano, notablemente gordo, pero al parecer muy enfermo, sentado en un gran sitial forrado de vaqueta, parecía que dormía o que meditaba profundamente.
La anciana y la joven tenían entre sí esa semejanza que indica casi siempre a una madre y a una hija; vestían sencillos trajes azules con tocas, negras la una y blancas la otra, y era indudable que ambas pertenecían a la raza española.
Fatigada quizá por la oración, la anciana dejó colgar los brazos que tenía cruzados sobre el pecho, y se sentó sobre sus mismos pies, en esa postura que tan bien saben tomar las mujeres para descansar en los templos y que es casi un enigma para los hombres.
La joven la imitó, y las dos dirigieron una mirada llena de interés al anciano, quien continuaba inmóvil.
—Creo que ha cesado el viento —dijo la anciana, como para consolarse.
—No, madre —contestó la joven— le oigo bramar con la misma furia: si Dios Nuestro Señor no nos ayuda, no sé qué va a ser de nosotras y de toda la ciudad.
—Gracias a Dios, hija, aquí estamos perfectamente, y ya se necesitaría mucho para que el huracán derribara este edificio…
—¡Qué miedo tengo! ¿Duran mucho estos huracanes?
—No; aunque tu padre me decía esta tarde que no ha oído decir de otro tan fuerte como éste. ¿Es verdad, Méndez?
El hombre levantó pesadamente la cabeza, y mirando a la que le interrogaba, contestó con voz llena, pero con mucha calma:
—Hace ya… sí… eso es… como treinta años, poco más o menos, que vine de España y que vivo en México, y ni vi, ni oí contar cosa semejante a la que hoy ocurre…
—¿Y cree su merced, padre, que tendremos mucho peligro?
—¡Ca, niña! cerrar bien las puertas; encomendarse a Dios y a la Santísima Virgen, y dejar que el viento se azote hasta hacerse pedazos, que así moverá él una sola piedra de esta casa, como yo poderme sostener sobre estas ingratas piernas, que hace más de dos años se niegan a todo servicio, y parecen encomenderos de indios, según lo nada que trabajan y lo mucho que engordan.
El viejo decía todo aquello con tal naturalidad y con tan buen humor, que la madre y la hija se sonrieron a pesar de la preocupación que embargaba sus ánimos.
Aquel hombre era lo que verdaderamente puede llamarse un filósofo: enfermo, inmóvil, clavado en su sillón hacía más de dos años, conservaba un genio apacible, un carácter alegre y una inteligencia clara, a la que no había podido llevar sus negras nubes la misantropía: la enfermedad de aquel viejo no se ensañaba sino en el cuerpo; el alma estaba sana, y lo que era aún más, el alma reía del cuerpo.
En aquel momento comenzó a sentirse más el estruendo del huracán; no parecía sino que un torrente arrebataba el palacio, que la ciudad entera se hundía, que había sonado la hora suprema para México.
Las dos mujeres se pusieron densamente pálidas, y corrieron a arrodillarse al lado del enfermo.
—¡Méndez —exclamó la madre— es preciso encomendar a Dios nuestras almas!
—Vamos, mujer —contestó el viejo, sin perder su calma habitual— vamos, que muy pronto pierdes el valor, y espantas a nuestra pobre Clara: mira, está pálida y tiembla como una cervatilla.
Y al decir esto, pasó cariñosamente su mano por la cabeza de la joven, que le miraba al través de sus lágrimas.
Se escuchaba un rumor espantoso, y que a cada momento arreciaba más y más.
—¡Oh, es que se hunde el Palacio! —exclamó con angustia la anciana—. Dios mío, Dios mío, si debo morir, hágase tu voluntad, pero salva a mi hija.
—En efecto —dijo Méndez, irguiéndose como para escuchar mejor— algo grave, muy grave pasa por allá afuera; pero ¿qué podemos hacer? Confiemos en Dios: Él solo puede salvarnos…
—Han llamado —dijo Clara.
Golpes terribles, precipitados se escucharon entonces; llamaban a la puerta; pero aquel llamado era el de la angustia; el que así golpeaba tenía prisa, no quería perder un momento, no quería que se le hiciese esperar; mandaba, no suplicaba.
—Llaman, llaman ¿qué puede ser?… —dijo otra vez Clara.
Los golpes a la puerta se repetían, parecía que trataban de echarla abajo.
Méndez y su mujer se miraron con espanto. Clara ocultaba su rostro entre las manos.
—Abre Marta —dijo Méndez.
La anciana, acostumbrada a obedecer a su marido, se levantó sin vacilar y se dirigió a la puerta.
Aquella habitación, que como hemos dicho, constituía parte del Palacio antiguo de Moctezuma, tenía la entrada por una de las galerías del patio, y esa entrada estaba casi enfrente del lugar en que Méndez y su hija habían quedado cuando la señora Marta se había dirigido a abrir.
Cuando la anciana llegó a la puerta, no eran ya los golpes acompasados con que habían llamado al principio; aquellos golpes se habían convertido en un verdadero trabajo de destrucción; se trataba indudablemente de forzar la puerta, que resistía merced a su sólida construcción, pero comenzaban ya a asomar por entre sus macizos batientes los brillantes picos de las barras de acero con que los de afuera trataban de romperla.
La señora Marta llevaba en la mano un candil con el que pudo observar todo esto, y espantada se detuvo un instante; pero aquel instante bastó a los de afuera para terminar su obra: la puerta crujió y se abrió de repente.
La anciana lanzó un grito supremo de terror, y aquel grito fue repetido como un eco por Clara, que tenía fijos los ojos en lo que hacía Marta.
Al abrirse la puerta, lo primero que penetró en la habitación de Méndez, fue una ráfaga espantosa de viento que mató las luces; pero aquella habitación no quedó en la oscuridad: por allí, por donde entró el huracán, penetró también roja, trémula, siniestra, una terrible claridad sobre la cual se dibujaron las oscuras siluetas de los hombres que habían derribado la puerta.
—¡Fuego! —gritó la anciana, loca de espanto.
—¡Fuego! —repitieron en el interior Méndez y Clara.
—Sí, fuego, incendio horroroso —dijo uno de los hombres, penetrando en la habitación— fuego, y vosotros os estáis encerrados y tranquilos como si el peligro estuviera lejos.
El viento trajo entre sus ondas algunas chispas que caían en el pavimento y volvían a levantarse, y rozaban el techo y las paredes como los exploradores del incendio.