IX

La mañana del diez de junio

Don Diego de Ocaña dormía tranquilamente en su casa en la noche del 9 al 10 de junio de 1642.

Soñaba quizás en que había descubierto la clave para interpretar los jeroglíficos que encerraban el misterioso secreto de los tesoros de Moctezuma, cuando despertó creyendo que habían llamado a la puerta dé la calle.

Miró una muestra que tenía sobre una mesa cerca de su cama, y marcaba la una y media de la mañana, hora muy poco a propósito para recibir y hacer visitas.

—Vamos —dijo— habré soñado que llamaban: ¿quién podría venir a estas horas?

Y volvió a arrebujarse entre las sábanas; pero en ese momento sonaron dos golpes en la puerta del zaguán, tan fuertes, que podía conocerse que, según las costumbres de aquellos tiempos habían sido dados con el pomo de una daga.

—Llaman en efecto ¡qué novedad! Voy a vestirme, que esos malditos criados quizá duermen a pierna suelta y nada han oído.

Comenzaba, en efecto, don Diego a vestirse precipitadamente, cuando se oyó el ruido de los cerrojos y cadenas que guardaban la puerta, el golpe del postigo al cerrarse otra vez, y los pasos y las voces de dos personas que atravesaban el patio y subían la escalera.

Don Diego no tuvo tiempo más que para ponerse las calzas y los gregüescos, y llamaron ya a la puerta de su estancia.

—¿Quién va? —preguntó tomando un tabardo y poniéndoselo violentamente.

—Abrid —dijo una voz.

—¡Don Guillén! —exclamó don Diego, encendiendo unas bujías y abriendo la puerta.

—El mismo, y además el señor conde de Rojas.

—¿Qué novedad os trae a estas horas? —preguntó don Diego estrechando cordialmente la mano de sus amigos.

—Grande, como debéis suponer —contestó don Guillén— y para no haceros penar ni perder tiempo, os la diremos en dos palabras, mientras os vestís y tomáis vuestras armas, porque es preciso que nos acompañéis.

Don Diego, sin replicar, se puso a completar su equipo, sin olvidar el talabarte con la espada y la daga, agregando a éstas un par de pistoletes, mientras don Guillén le decía:

—Esta noche, o por mejor decir, en esta madrugada, el arzobispo Palafox toma posesión del virreinato, y prende al de Villena, ni más ni menos que como yo tenía pensado el hacerlo.

—¿Es de veras? —dijo don Diego ajustando con la hebilla su talabarte.

—Doña Fernanda, que lo sabe perfectamente por don Ramiro de Fuenleal, me ha enviado la noticia. Ya sabréis pormenores, por ahora es preciso acompañar a las gentes del arzobispo y entrar al Palacio.

—Pero eso nos perjudica —dijo don Diego.

—Por el contrario —contestó el de Rojas— acostumbrar al pueblo y a la nobleza a esta clase de golpes, y nada dirán ni sospecharán el día en que demos el nuestro.

—Estoy a vuestras órdenes —dijo don Diego arreglando su ferreruelo, y tomando un sombrero negro sin plumas.

—Pues en marcha —exclamó don Guillén.

Mató don Diego las luces, y a poco los tres amigos estaban en la Plaza y se mezclaban entre los grupos que a esa hora se presentaban ya sin precaución ninguna por cerca del arzobispado.

Los oidores habían llegado todos al arzobispado, y presentádose a su Ilustrísima en el salón principal de su palacio.

Allí, delante de todos ellos, el escribano Luis de Tovar leyó solemnemente los despachos del rey, en los que se mandaba al obispo de Puebla, promovido al arzobispado de México, don Juan de Palafox y Mendoza, tomar posesión del virreinato de la Nueva España, y compeler al marqués de Villena a pasar a la corte, para dar cuenta de su conducta.

Todos los oidores escucharon la lectura de los despachos con profundo respeto, y protestaron su obediencia al nuevo virrey.

El arzobispo se levantó, y acompañado de aquellas personas y de otras muchas que se les agregan en el camino, llegó hasta una de las puertas del Palacio.

La mañana estaba avanzada, pero aún no comenzaba a rayar el alba.

Doña Juana, conducida por el ayuda de cámara del marqués de Villena y seguida de don Martín y de Felipe, atravesó pasillos y corredores, hasta llegar a las apartadas estancias en que las esperaba su excelencia.

Detúvose aquella comitiva en una antesala no muy bien amueblada y escasamente alumbrada.

Conocíase que las bujías de cera estaban allí ardiendo hacía ya muchas horas, según estaban de consumidas.

El ayuda de cámara hizo seña a don Martín y a Felipe de que sentasen para esperar; y él, adelantándose, seguido de doña Juana, llamó suavemente a una puerta.

El marqués de Villena esperaba ya hacía mucho tiempo, y se paseaba agitado en aquella estancia.

Pensando en su amor, con la febril ansiedad que siente un hombre o una mujer a medida que es más corto el plazo que les separa del momento de su felicidad, el marqués de Villena olvidaba el mundo, y escondido en su mismo Palacio, ni sospechaba siquiera la tormenta con que le amenazaba el arzobispo Palafox.

La estancia en que el virrey estaba, era la que preparado había para doña Juana, y que tenía secreta comunicación con la del marqués. Era aquel un nido de flores y de seda, perfumado y encantador, arreglado para recibir a la más bella de las ilusiones del de Villena.

Cuanto lujo y elegancia podía haber en aquella época, se había agotado en aquel retrete, que parecía la habitación de una hada. Profusos cortinajes blancos recamados de oro y sembrados de flores bordadas de seda de colores, mullidos divanes, mesas y sitiales de exquisitas maderas, incrustados de nácar, de carey y de marfil. Fantásticos jarrones de China y búcaros del Japón, llenos de rosas; candelabros de cristal y de plata, estatuas de mármol, tupidas alfombras de seda, tapetes persas, y en medio de todo aquello, un lecho soberbio, mirándose apenas blanco y voluptuoso al través del rico pabellón que descendía en derredor de él, desde el techo como una cascada de seda y de oro y de flores.

Seis bujías perfumadas alumbraban la estancia, y la atmósfera estaba tibia y embriagadora.

Sobre una mesa había una pequeña vajilla de oro, algunos manjares, y en elegantes botellas de cristal de Bohemia, de extraña figura, vinos que brillaban como topacios, como rubíes, como amatistas liquidados.

Al oír que llamaban a la puerta, el virrey, que se paseaba, se detuvo, y llevó ambas manos al pecho; la emoción hacía palpitar su corazón con tanta fuerza, que sentía que le faltaba el aliento.

Avanzó, haciendo un esfuerzo, y abrió. Doña Juana entró en la estancia majestuosamente, alzándose el velo que la cubría.

La puerta había vuelto a cerrarse.

Al entrar la dama, el marqués no pudo contenerse: tomó una de sus manos, la llevó a su boca, y cayó de rodillas.

La joven permaneció serena y fría como una estatua de mármol.

Jamás la judía había estado más bella. La palidez y la blancura mate de su rostro formaban un contraste fantástico con sus negras tocas y su traje negro; brillaban sus ojos con un resplandor casi fatídico, y tenía en derredor de la boca un color azulado que daba un aspecto casi sombrío al hermoso rostro de aquella mujer.

El marqués debió sentir sin duda en la mano de doña Juana todo el frío de un cadáver, porque alzó asombrado el rostro para mirarla.

La fisonomía, el traje, el silencio de la joven le espantaron, y poniéndose en pie retrocedió dos pasos.

Su imaginación exaltada se turbó; le parecía al de Villena que veía delante de sí a una de esas mujeres de las leyendas que salían de sus sepulcros evocadas por un mágico conjuro para decir el porvenir, o que vuelven a la tierra durante las tristes noches de luna para llorar un amor desgraciado.

Doña Juana tenía el aspecto de una aparición; ni el menor tinte rosado en sus mejillas, ni el menor movimiento en los músculos de su fisonomía.

Un lindísimo rostro, densamente pálido e inmóvil; dos ojos brillantes, pero siniestramente iluminados: era un cadáver con la mirada de una loca.

—¡Señora!, ¡señora! —exclamó el marqués, sin osar aproximarse—. Señora ¿qué tenéis? Hablad ¿qué significa ese traje, esa palidez, ese silencio? ¿No sois doña Juana Henríquez?

El virrey comenzaba a sentir la superstición: le parecía que era una sombra, un espectro el que tenía delante. Hacía preguntas como pudiera haberlas hecho un niño. El silencio profundo del Palacio; la hora avanzada de la noche; la marmórea frialdad de la judía, su inmovilidad, todo le impresionaba, le espantaba, le enloquecía.

Llegó a creer por un momento que Dios le enviaba un cadáver, una alma en pena, para castigar su locura por aquella mujer.

Doña Juana permanecía inmóvil.

—Señora —exclamó el marqués— habladme, por Dios. Sabéis cuánto os amo; lo sabéis, puesto que venido habéis; pero vuestro silencio, la palidez terrible de vuestro semblante, vuestras miradas severas, ese traje negro, señora, todo esto ¿qué significa? ¿No sois mía? Hablad, señora; ángel de mi vida…

El virrey había dicho estas últimas palabras haciendo un esfuerzo, porque las palabras de amor apenas podían salir de sus labios cuando se sentía bajo el peso de una superstición; y su cabello se erizaba, y gruesas gotas de sudor se desprendían de su frente.

—Señor —dijo doña Juana con una voz profundamente triste— aquí me tenéis; lo habéis deseado; vuestros deseos son leyes: héme aquí.

—¿Pero vos no me amáis, señora? —preguntó el marqués conmovido por el melancólico acento de la joven— ¿no me amáis?

—No sé mentir, señor, y os engañaría diciéndoos que os amo.

—Entonces, si no me amáis ¿por qué habéis venido?

—Esto es un secreto, señor, y muy terrible, espantoso debe ser un secreto que obliga a una doncella a ir a entregarse a un hombre a quien no ama; y más aún, cuando ella ama a otro. Secreto infernal que obliga a atropellar la honra, la virtud, el amor; que impide hasta el suicidio…

—¿Amáis a otro? ¿Sois una virgen? ¿No me amáis a mí? ¡Y sin embargo, hay algo tan terrible que os obliga a ser mía; porque sabéis, señora, que desde este momento sois mía!

—Lo sé, y resignada estoy. Quizá mañana seré ya un cadáver frío; pero mientras conserve un soplo de vida, podéis disponer de mí.

—Pero estáis, sin embargo, serena, resuelta, no corre una lágrima sola de vuestros ojos.

—Señor, las lágrimas, el llanto, son para los pequeños sufrimientos; los grandes dolores, los dolores inmensos, son silenciosos, sombríos. Yo, señor, he muerto desde ayer, y vais a tener entre vuestros brazos y a prodigar vuestras caricias a un cadáver; vais a arrojar vuestro amor en un sepulcro, y yo a perder la honra en la tumba: el sudario de una virgen será el velo de nuestra unión.

Doña Juana decía todo aquello con una expresión tal de verdad, que el virrey creía que realmente era una aparición fantástica. Pocos no creían en aquellos tiempos que los muertos dejaban sus sepulcros algunas veces para cumplir alguna misión sobre la tierra; pocos no creían que Dios se valía de los cadáveres, animados por el soplo de su omnipotencia, para manifestar a los vivos su voluntad.

—Pero, señora ¿qué queréis que haga? —preguntó aterrado el marqués.

—Haced lo que os plazca: dad rienda suelta a vuestra pasión. Aún tiene este cuerpo un resto del calor de la vida: mañana todo habrá concluido. Sois el señor, yo la esclava: mañana estaremos delante de Dios; vos con vuestro triunfo, yo con mi martirio. Vuestra soy.

—Pero explicadme este misterio. ¿Por qué venís? Yo os esperaba como a mi amada, y llegáis como un castigo, como un remordimiento. Yo no tengo en esto más culpa que el inmenso amor que os profeso; pero ignoro esos terribles medios con que os han hecho llegar hasta aquí.

—¿Ignorabais que no venía yo de grado sino por fuerza?

—Lo ignoraba: os lo juro por el Dios que nos oye.

—Lo creo, señor, porque sois cristiano y noble.

—Pero explicadme ¿por qué medios se os ha comprometido?

—Señor, ese es mi secreto: básteos saber que soy virgen; que amo con delirio a un hombre con quien debía casarme; que un malvado que me perseguía con su pasión impura, obligó a mi padre a oponerse a mi amor, y a mí a abandonar al hombre que amaba y a venir aquí para ser vuestra.

—¿Pero ese hombre quién es? ¿Por qué tiene tal dominio sobre vosotros?

—Ese hombre se llama don Martín de Malcampo. Señor, sois noble, y lo que os voy a confiar no saldrá de vuestro pecho: ese hombre tiene un terrible secreto que, descubierto por él, sería la perdición de mi padre; y yo he comprado la tranquilidad de mi pobre padre prescindiendo del amor de mi vida, y trayéndoos mi honor…

El rostro del virrey había sufrido un cambio admirable: a la palidez de su faz había sustituido el encendido color del entusiasmo; se dibujaba una sonrisa de felicidad en sus labios; sus ojos estaban húmedos y brillantes, y su pecho se agitaba.

—¡Angel mío! —exclamó interrumpiendo a doña Juana—. Hija mía, abrázame yo seré tu égida y tu amparo contra esos malvados. No me temas ya: Dios ha tocado mi corazón; una mutación rápida he sentido en mi alma. Perdóname, hija mía, si he puesto asechanzas a tu virtud, cuando el lugar que ocupo debía haberme hecho el guardián de la pureza de todas las doncellas nobles como tú. No me mires con horror: tu belleza me cegó un instante; pero no soy un criminal ni un malvado: olvida al hombre que quiso seducirte; ese ha desaparecido, sólo queda delante de ti el virrey, que te ofrece su protección y su cariño paternal. Abrázame, niña.

—¡Oh! gracias, gracias, señor —exclamó doña Juana cayendo de rodillas— ¡cuán noble sois!

Y entonces aquel dolor comprimido estalló, y brotaron sus lágrimas a torrentes, y su cuerpo se estremecía con los sollozos.

El virrey levantó a doña Juana y la sentó a su lado en un diván. La joven rodeó el cuello del noble marqués con sus brazos; apoyó en su pecho la cabeza, y lloró mucho, como lloran los desgraciados cuando encuentran un corazón que les comprenda.

El marqués quiso mostrar serenidad, pero le fue imposible, y dos lágrimas brotaron de sus ojos; eran las santas lágrimas de la caridad, que él limpió furtivamente, porque los hombres, por nobles y virtuosos que sean, guardan siempre el triste orgullo de avergonzarse de tener un corazón sensible.

—Vamos, hija mía —dijo el virrey después de un largo rato— vamos, ya no llores. Todo ha pasado, y nada hay perdido ¿sabe tu buen padre que has venido?

—No, señor.

—¿Y será fácil ocultárselo?

—Sí, señor: volviendo a mi casa temprano, creerá que no he salido, o si me mira entrar, le diré que salí cuando aún él no se había levantado.

—Bien. Muy temprano te llevará un criado de mi confianza, y con él me enviarás a decir lo que te pase. Por mi culpa has venido aquí, y no quiero que pierdas tu buena fama.

—Gracias, señor —dijo doña Juana, besando la mano del virrey— gracias. Ya mi corazón me decía que no abusaríais de mi desgracia: mi vida os pertenece, mi gratitud será eterna.

—Ahora, mira, para que ese don Martín no te persiga, tú y yo le diremos que eres mía ¿eh? No te disguste esa mentira…

—Ordenad, señor; haré lo que me mandéis.

—Ya sabes que es por tu bien. Como secreto mío, cuidará de no descubrirle, porque sabe que le va la vida; él te respetará por eso, lo mismo que a tu padre, y damos tiempo para que llegue la flota para enviarle a un presidio por infame.

—¡Señor!

—Entretanto, a ese joven a quien tú amas, porque supongo que será un joven, vuélvele tu amor; quiérele mucho; yo le protegeré si necesita protección; os casaréis en la capilla de Palacio; seré vuestro padrino, y borraré mi mala acción haciéndoos muy felices.

—¡Oh, qué bueno sois, qué noble!

—Por ahora, descansa aquí, hija mía, que yo me voy a hacer lo mismo. Hay aquí un pasillo secreto que conduce a mi cámara, por ahí saldré, y temprano estaré aquí para enviarte a tu casa. Nada temas; aquí estás segura y bajo mi protección; conque buenas noches, hija mía, y dormir bien.

El marqués se sentía padre de la joven; la caridad había transfigurado aquel corazón noble; el amor profano había huído ante el rayo de luz de la más grande de las virtudes sobre la tierra.

La joven se arrojó a los pies del virrey, cubriendo sus manos de besos y de lágrimas; él la levantó con dulzura y estampó en su frente un ósculo tan santo y tan puro, como el beso de una madre. Salió por la puerta secreta, y doña Juana, radiante de felicidad, se arrodilló delante de aquella puerta que se había vuelto a cerrar.

Felipe y don Martín esperaron largo rato en la antesala, y ambos comenzaban ya a dormirse en los sillones, cuando les pareció oír ruido en la puerta del Palacio en donde estaban las salas de la audiencia.

—¿Sabes que algo pasa por la audiencia? —dijo don Martín.

—Es extraño ¡a esta hora! —contestó Felipe.

—Vamos a ver.

—Pues vamos.

Y los dos salieron, siguiendo la dirección que les indicaba aquel rumor.

Ya cerca, observaron multitud de personas de todas las clases de la sociedad, armadas casi todas ellas, llevando faroles y teas encendidas.

—Esto es grave —dijo Felipe— y lo ignora el virrey a lo que parece.

—Informémonos y corramos a darle aviso.

Mezcláronse entre la multitud, y penetraron en la audiencia a tiempo que se daba posesión del virreinato al arzobispo Palafox, y oyeron a éste dar sus órdenes para prender al marqués de Villena.

Entonces comenzó el tumulto y la confusión: las puertas de Palacio se habían abierto, y el mariscal don Tristán de Luna entraba, con otros caballeros, a la cabeza de numerosos grupos de gente armada que se repartía por los patios y las habitaciones.

Don Martín y Felipe no perdieron tiempo, y volvieron corriendo a la estancia en que suponían al virrey.

El ayuda de cámara estaba aún en la antesala, espantado del rumor que llegaba hasta allí.

—Llamad —le dijo don Martín— es preciso avisar a S. E. que huya: vienen a prenderle.

El ayuda de cámara se puso a dar golpes en la puerta, gritando:

—Abra V. E., que importa mucho.

Doña Juana vaciló un instante sobre si debía o no abrir; pero ya le interesaba la suerte del virrey, y era preciso avisar a quien le buscaba que no se encontraba allí.

Abrió, y don Martín y Felipe se precipitaron en la estancia.

—¿Dónde está su Excelencia? —preguntó don Martín.

—No está ya aquí —contestó la dama.

En este momento llegó un lacayo, espantado, gritando:

—Han preso al virrey.

—Todo es ya inútil —dijo Felipe.

—Vámonos, pues —contestó don Martín.

—¿Y esta mujer?

—Supuesto que ya no puede ser del virrey, será mía. Me la llevo a mi casa: así como así, estaba yo arrepentido de habérsela entregado.

Y luego, acercándose a la espantada doña Juana, la cubrió rápidamente con el velo, y pasándole el brazo por la cintura la arrastró tras de sí, ayudado de Felipe, que se colocó del otro lado de la joven.

Los criados habían huido, y los dos hombres conducían a doña Juana, que caminaba como una insensata, sin comprender bien lo que pasaba.

Salieron de la estancia y tomaron por una ancha galería que estaba desierta; entonces doña Juana reflexionó en las palabras de don Martín.

«No puede ser del virrey, será mía: me la llevo para mi casa».

Comprendió entonces el peligro que la amenazaba; olvidó el terrible secreto que poseía don Martín, y no pensó en nada, en nada más sino en que aquel hombre detestable iba a llevarla a su casa.

El espanto le dio valor. Miró a lo lejos en la galería un caballero que caminaba solo y tranquilo, y con toda su fuerza gritó:

—Caballero, socorro a una dama.

—Tápale la boca —dijo Martín.

Y Felipe cubrió la boca de la joven con la mano, impidiéndole gritar; pero era tarde: el caballero había oído la voz de doña Juana, y venía hacia ellos con el estoque en la mano.

—Soltad a esa dama —gritó con voz de trueno.

—Seguid vuestro camino —contestó Martín sacando la espada— y no os mezcléis en aventuras que no os importan.

Felipe había también desenvainado el estoque, dejando libre a doña Juana.

—Acorredme, caballero: me llevan robada —gritó la joven.

El recién venido, sin escuchar más, se lanzó sobre don Martín y Felipe, quienes le recibieron en guardia.

Cruzáronse las espadas; oyóse el choque del acero, y comenzó un combate encarnizado a los inciertos resplandores de la aurora que comenzaba a iluminar el cielo.

Pero aquello no fue muy largo.

—Muerto soy —gritó don Martín, cayendo desplomado.

Felipe guardó rápidamente la espada y huyó, apellidando:

—¡Favor!

—Señora —dijo a doña Juana su salvador— huyamos también: he matado a un hombre en Palacio, y poco debe tardar la justicia.

El caballero tomó a doña Juana de la mano, y, guardando el estoque, atravesaron violentamente la galería, descendieron por una angosta escalera, caminaron un rato a la ventura, y se encontraron de repente en el patio principal, en medio de multitud de gentes.

Pero antes que ellos, había llegado ya la noticia llevada por Felipe, y había corrido con una celeridad espantosa.

—Han muerto a un caballero —contaba uno.

—Y robado a una dama —agregaba otro.

—Se dice que son dos los muertos —decía un tercero.

—Ave María —exclamaba tina vieja— sin duda los del marqués se resisten, y va a comenzar el combate.

—Va a comenzar el combate —repitieron con espanto algunas voces.

—Vámonos —gritó una mujer.

Y el pánico se difundió repentinamente; unos corrían para la Plaza, otros para el interior del Palacio, y la confusión era grande.

—Aprovechemos el momento —dijo el caballero a doña Juana, y sin esperar respuesta de la joven y llevándola siempre de la mano, salieron del palacio.

—¿Adónde queréis que os conduzca? —preguntó él.

—A la calle de la Merced —contestó ella sin alzarse el tupido velo.

Caminaron hasta llegar al puente que atravesaba sobre el canal, y que se llamaba el Puente de Palacio.

Aún era escasa la luz de la mañana; un grupo de hombres armados cerraban la entrada del puente.

—No se pasa —dijo uno de ellos al caballero y a doña Juana.

—Ése es el matador —gritó Felipe, que se encontraba en el Puente al reconocer al caballero.

—Seguidme, señora —dijo éste a doña Juana— es preciso forzar el paso o somos perdidos.

Y luego, dirigiéndose a los que el Puente guardaban, gritó:

—Paso, canallas. ¡Paso!

Y con el estoque en la mano, se lanzó sobre ellos.

Pero el enemigo, aunque no fuerte, era numeroso, y el caballero fue no sólo rechazado, sino agredido: él, cubriendo con su cuerpo a la dama, se batía con desesperación, e iba a sucumbir, cuando una voz que hizo estremecer a doña Juana, se escuchó.

—Aquí estoy en vuestro auxilio. ¡Helios!

¡Helios! —contestó el caballero.

Y los dos, repartiendo golpes por todas partes, y agujereando ropillas y lobas y tabardos, tardaron muy poco en hacer huir a sus enemigos, quienes se dispersaban gritando a voz en cuello:

—Favor a la justicia, favor al rey.

—Se escapa el matador.

—Don Diego de Ocaña —dijo el recién llegado— el paso está libre.

—Gracias a vuestro auxilio, señor don Guillén. Huyamos, que muy pronto nos perseguirán —contestó don Diego.

—Y ¿quién es esta dama?

—Lo ignoro tanto como vos, ya os contaré; vamos, seguidnos, señora.

Los tres comenzaron a caminar precipitadamente. Don Diego, contando a don Guillén el lance, y doña Juana ideando un medio para no ser conocida por don Guillén.

Así llegaron hasta la calle de la Merced.

—¿Adónde queréis que os dejemos, señora? —preguntó don Diego.

—En el templo —contestóle muy bajo doña Juana.

Era muy temprano, pero el templo estaba ya abierto.

Doña Juana oprimió con efusión la mano de su salvador, y sin decir una palabra se entró al templo.

—Singular aventura —dijo don Guillén—. Quisiera estar aquí hasta conocer a la dama.

—No sería digno de caballeros sorprender el secreto de una dama cuyo honor hemos salvado, y además, la justicia andará sobre mis pasos y necesito tomar mis precauciones.

—¿Qué pensáis hacer?

—Antes que todo tomar Iglesia, y retraerme en el convento de San Francisco; cuento allí con la protección de Fray Joaquín.

—Muy bien pensado. Vamos antes de que aclare más el día, y tengamos un mal encuentro.

Y embozándose los dos en sus ferreruelos, se encaminaron violentamente al templo de San Francisco.

Cuando ellos se perdieron entre la penumbra, doña Juana salió del templo, y, trémula y vacilante, llegó hasta la puerta por donde había salido en la noche.

Sacó de una bolsa una llave, abrió la puerta y se entró, procurando no hacer ruido.

Todo estaba aún en silencio; sólo de entre las yerbas del jardín se levantó el negro Franciquío como una aparición.

—¿Qué ha pasado? —preguntóle doña Juana.

—Todo bueno, Franciquío velar toda la noche, y va bueno, nadie sentir a amita salir ni entrar.

—Ve a descansar.

El negro se retiró, y doña Juana sin ser sentida, volvió a su aposento. Cuando llegó la hora del desayuno, nadie hubiera leído en el rostro de doña Juana las terribles aventuras de la noche. Estaba tranquila y contenta.