VIII

El nueve de junio

Amaneció el 9 de junio de 1642.

Doña Juana, desvelada por sus temores y por sus esperanzas de salvación, pero mártir siempre por la terrible herida que había hecho en su corazón el amor perdido de don Guillén, estaba en pie desde muy temprano.

Hacía ya varios días que no tenía noticias de don Martín de Malcampo, y esto la tranquilizaba. Quizá aquel hombre había comprendido la magnitud del delito que intentaba cometer y, arrepentido, guardaba silencio; quizá el virrey, sabiendo que doña Juana no le amaba, no quería deber a la fuerza lo que no había podido alcanzar el cariño.

Estas ideas la daban fuerza y valor, y aquella mañana más que nunca se sentía tranquila.

Acababa de componer su tocado y se preparaba a salir de su aposento, cuando resonaron en la ventana de la calle tres golpes precipitados, y a poco otros, y luego otros.

Doña Juana creyó que era una señal que la llamaba a ella, y como era de día y don Martín debía llamar en la noche, en caso de que quisiera decirla algo, la joven, sin desconfianza, abrió la ventana y se asomó a la reja.

Sonaban en aquel momento las ocho, y frente a sus ventanas vio cruzar doña Juana una cabalgata, delante de la cual iba el marqués de Villena sobre un soberbio potro negro como la noche, y vistiendo un rico traje verde y negro.

Doña Juana sintió como si el mundo se hubiera hundido bajo sus plantas: había llegado por fin el día terrible. Aquella noche iba a decidir de su suerte: o salvaba a su padre y a todos los judíos de la ciudad, o la muerte era la única salvación para ella.

El virrey saludó al disimulo a la joven, quien no tuvo valor para devolver el saludo, y quiso retirarse de la ventana, cuando un hombre dejó caer una carta, que ella comprendió de dónde venía y lo que decir podía, y la recogió sin vacilar.

Cerró la ventana y leyó la carta, que decía:

Esta noche a las doce.

¿Por dónde debo esperaros?

M. DE M.

Doña Juana tomó una pluma y escribió con mano trémula al pie de la misma carta:

En la dirección de Palacio, un poco más adelante de la última ventana de mi casa.

Traed una silla de manos y hombres de secreto.

Dobló la carta y volvió a salir a la reja.

El hombre esperaba. Doña Juana le entregó la respuesta, y se retiró.

La noche estaba ya muy avanzada; el más completo silencio reinaba por todas partes, y las últimas luces del Palacio de los virreyes se habían extinguido.

Pero algo extraño pasaba en la ciudad, porque a favor de las sombras, veíanse hombres salir furtivamente de las casas y caminar siempre hacia el centro, pero como procurando no ser sentidos y recelando hasta de sí mismos, según el cuidado que ponían en ahogar el ruido de sus pasos.

En las calles apartadas veíanse cruzar muy pocos de estos personajes misteriosos; pero a medida que las calles iban siendo de las más cercanas al centro de la ciudad, el número de hombres se aumentaba, y llegaba a convertirse en una verdadera procesión en la Plaza Mayor; procesión que, fraccionándose en grupos, desaparecía en portales de casas y tiendas, que, como por encanto, se abrían para recibirles.

Algunos hombres se separaban de los demás; pasaban por el frente o por la espalda del Palacio del virrey y se dirigían al del arzobispo; en el del virrey nada advertían los habitantes, porque no se escuchaba ni el grito de un centinela, ni el ruido de las puertas de una ventana, ni nada que indicase que los de adentro sentían lo que afuera pasaba.

La puerta del arzobispado se abría y se cerraba con gran precaución; por el exterior del palacio de don Juan de Palafox todo aparecía tranquilo, pero había en el interior un movimiento inusitado.

El prelado manifestaba esa febril excitación de un general en los momentos que preceden al combate: era el centro de una actividad extraordinaria. En el mismo traje del arzobispo se notaba algo de extraño que indicaba la proximidad de la batalla.

Don Juan de Palafox no podía permanecer tranquilo un instante: la inquietud más vehemente se revelaba en lodos sus movimientos. Aquel hombre, de cerebro de fuego y de corazón de acero, había nacido para los grandes acontecimientos; y si la suerte le hubiera colocado más cerca del trono en sus primeros años, don Juan de Palafox nada hubiera tenido que envidiar al célebre cardenal Jiménez de Cisneros.

El arzobispo disponía la batalla desde el salón mismo en que había reunido a sus amigos la noche que les manifestó sus proyectos; no más que entonces la sesión pasó tranquilamente, y en la noche a que nos referimos todo era agitación.

Paseábase algunos ratos el prelado de arriba abajo en la estancia, como preocupado de la importancia del paso que iba a dar, y daba muestras de su impaciencia pasando muchas veces su mano por entre sus cabellos a los lados de la frente.

Pocas personas había allí; pero ninguna se atrevía a dirigirle la palabra. Caballeros principales de la ciudad y altas dignidades de la Iglesia mexicana formaban aquella reunión, sentados unos en los sitiales, de pie otros cerca de las puertas, pero todos silenciosos y sombríos.

Continuamente entraban clérigos o seglares, que hablaban en secreto con su Ilustrísima, consultándole o trayéndole noticias; él contestaba en breves razones y volvía a su meditación, dejando escapar algunas veces palabras sueltas que indicaban la exaltación de su ánimo; pero palabras que nadie se atrevía a contestar por más que la curiosidad picase demasiado.

—¡El mariscal!, ¡el mariscal no viene! —decía el arzobispo a media voz—. Es tarde.

Y entonces, como obedeciendo a un conjuro, apareció en la estancia el mariscal don Tristán de Luna.

—Loado sea Dios —exclamó el arzobispo al verle, tomándole de una mano y conduciéndole hasta el alféizar de una ventana— loado sea Dios, que temía que algo desagradable hubiera pasado al señor mariscal. ¿Qué me dice su señoría?

—Todo está perfectamente arreglado, y espero que su Ilustrísima apruebe cuanto he dispuesto.

—Sin duda; que la prudencia de su señoría es grande.

—Dispuestos están hasta ochocientos hombres, todos bien armados, todos de entera confianza y personas de la mejor clase de México.

—Muy bien.

—Ocultos en los portales de las casas, en las tiendas, diseminados por la plaza y por las calles de los alrededores, saldrán a una señal que daré cuando lo ordene su Ilustrísima, y ocuparán los puentes y las bocacalles, con tales instrucciones, que una persona no podrá salir de Palacio sin que sea inmediatamente asegurada y conducida a la presencia de su Ilustrísima. Además, por si gente armada quisiera romper el cerco, tengo colocados cinco grupos numerosos y organizados en forma de compañía para acudir violentamente allí donde amagare el peligro. Finalmente, por si intentare fuga, a caballo hay también jinetes que en buenos caballos persigan y aprehendan al que pretenda huir. ¿Cree su señoría Ilustrísima que he omitido alguna precaución?

—Ninguna absolutamente, y ruego a su señoría me espere en esta sala y con estos caballeros hasta que todo esté dispuesto y pueda darse la señal.

El mariscal hizo una reverencia y se retiró.

El arzobispo llamó con la mano a un familiar que no le perdía de vista, como esperando órdenes.

—A don Diego de Astudillo —dijo el prelado, y el familiar, diligente, comenzó a buscar entre los grupos de asistentes, hasta que encontró a la persona que deseaba, y le condujo adonde estaba don Juan de Palafox.

—Mándeme su señoría Ilustrísima —dijo Astudillo.

—¿Vuesa merced está seguro de que todas las llaves están bien arregladas y que le será fácil abrir todos sus puertas?

—He hecho un estudio especial de ellas desde el día en que las recibí; y además, como toda precaución evita disgustos, traigo en mi compañía a don Ramiro de Fuenleal, que las hizo construir y las conoce perfectamente; y además, como tantos años tiene de vivir en el Palacio, no puede equivocarse.

—Esté vuesa merced muy preparado, que la hora se acerca, y tenga la complacencia de enviarme acá al doctor don Andrés Prado de Lugo.

Retiróse Astudillo, y el prelado quedó solo, golpeándose con suavidad la frente con el dedo índice, como para excitar su memoria por si algo faltaba.

—Señor oidor —dijo al doctor Prado que se acercaba— ¿cree su señoría que toda la audiencia esté ya reunida?

—Casi estoy seguro —contestó el oidor.

—¿Y el escribano, y los caballeros que han de servir de testigos?

—Deben estar esperando. Voy a enviar recado para estar seguro de que ninguno falta, y avisaré a su Ilustrísima: cerca está la casa en que deben reunirse.

—Está bien.

Se alejó el oidor a toda prisa, y volvió a pasearse el arzobispo.

De repente se detuvo delante del mariscal y le llamó.

—Olvidaba decir al señor mariscal, que se deje entrar a la Plaza a todo el mundo, salir a nadie.

—Tal es la orden que tienen.

—Su señoría es hombre de provecho.

Y sin decir más, se apartó el arzobispo y volvió a quedar absorto en sus mismos pensamientos.

Así pasó cerca de un cuarto de hora, hasta que entró el oidor Prado y se acercó a Palafox.

—Todo está dispuesto, nadie falta.

Por toda respuesta el arzobispo sacó de debajo de la sotana una gran muestra; miró la hora que señalaba, y con voz clara dijo:

—Señores, vamos.

Aquellas palabras produjeron una especie de conmoción eléctrica entre los presentes, que se levantaron como galvanizados.

El arzobispo, pálido y sereno, atravesó el salón seguido de todos los presentes, y se dirigió a la puerta.

El silencio de aquella marcha sólo se turbaba por el ruido sordo de las pisadas.

* * *

Aquella misma noche una silla de manos estaba detenida en la calle de la Merced y cerca de la casa de don Gaspar.

La calle estaba oscura, desierta y silenciosa; cuatro hombres estaban parados cerca de la silla, pero ninguno de ellos hablaba; parecían cuatro sombras guardando un túmulo.

Hacía ya cerca de una hora que esperaban, cuando sonaron las campanadas de la media noche.

El grupo de los cuatro hombres se movió; dos de ellos se colocaron inmediatamente en disposición de cargar la silla; abrió el otro la portezuela, y el cuarto se dirigió cautelosamente a la casa de don Gaspar.

En medio del profundo silencio que reinaba, pudo escucharse un ruido apenas perceptible, como de una llave que se volvía dentro de una cerradura, y luego el abrirse de una puerta.

El hombre se acercó más a la casa, y de la puerta de ella se destacó una sombra que comenzó a caminar en dirección de la silla.

El hombre y la sombra se encontraron.

—¡Don Martín! —dijo una voz dulce de mujer.

—Yo soy, señora —contestó el hombre.

—¿Está la silla?

—Todo dispuesto.

—Vamos.

La mujer se llegó a la silla y entró en ella; cerróse la portezuela, y los conductores comenzaron a caminar.

Detrás de la silla marchaban los dos hombres con los estoques desenvainados bajo el brazo y hablando en voz baja.

—Felipe —decía el uno— ¿sabes que estoy tentado de llevármela a mi casa?

—Buen tonto serás, Martín.

—Pero mira qué poco paga el virrey, y a mí me gusta mucho esta doña Juana.

—Pronto se cansará él de ella, y te la llevarás a tu casa, y no temerás que nadie te persiga, porque todo el odio de sus parientes será contra el virrey, y como él está de por medio, tú vivirás tranquilo hasta que a ti también te fastidie, y siempre sales ganando lo que él te paga, y su amistad y la de mi madrina, que es bien útil.

—Será de ver mañana a don Guillén —dijo don Martín, procurando ahogar su risa.

—¡Bah! él piensa ya ahora en Clara mi hermana, y ni se acuerda de ésta.

La marcha continuó hasta llegar a la puerta de Palacio: allí se detuvo la silla, y doña Juana salió de ella.

Apenas volvió a cerrarse la portezuela, los conductores se retiraron, llevándose la silla.

—¡Cómo! —exclamó doña Juana— ¿no me esperan?

—Es inútil —contestó don Martín— si ya no tenéis para qué salir.

—¿Voy a quedarme aquí? —preguntó con cierto terror doña Juana.

—Así lo dispone S. E.: quiere que su dama viva con él en Palacio. ¿Qué mejor queréis? Vamos, entrad.

Felipe había llamado, y la puerta estaba abierta.

Doña Juana, acompañada de Felipe y don Martín, penetró en el Palacio.

Reinaban allí el silencio y la oscuridad; los alabarderos parecían dormir todos profundamente, y sólo un ayuda de cámara del virrey, que esperaba ya aquella visita, se presentó ante doña Juana con una linterna en la mano, y le hizo seña de que le siguiese.

Doña Juana, cubierta con un tupido velo negro, marchaba resueltamente tras el ayuda de cámara, y Felipe y don Martín la seguían en silencio.