VII

Una intriga que nace de otra

Cerca ya de la media noche, doña Fernanda se acercó al virrey, que en medio de un numeroso grupo de damas y caballeros estaba.

—Como V. E. nada ha querido tomar —le dijo— de cuantos refrescos se han servido, he mandado disponer para V. E. una mesa en el comedor, y espero que admitirá mi compañía durante la cena.

—Con mucho placer —contestó el virrey poniéndose en pie y ofreciendo su mano a la viuda, que atravesó guiándole por todos los salones, causando envidias y despertando celos.

En el comedor estaba regiamente preparada una mesa con sólo dos cubiertos: lucía en ella riquísima vajilla de oro y plata; botellas y vasos, y copas abrillantados reflejaban las luces de multitud de bujías, y contrastaban con el blanco mate de los manteles y servilletas de seda.

En el lugar de honor había un gran sitial de madera de sándalo, tapizado de seda y bordado en el respaldo el escudo de armas que decía doña Fernanda ser el de familia. A la derecha un asiento algo más modesto.

La viuda hizo sentar al de Villena en el lugar de honor, y ella se sentó a su lado; cerráronse las puertas que comunicaban con el resto de la casa, y cuatro esclavos negros comenzaron a servir.

El virrey estaba alegre y comía bien; la conversación de doña Fernanda le halagaba; la viuda tenía talento y hacía graciosas y oportunas alusiones a la fortuna del virrey y a la felicidad que le esperaba con doña Juana.

—Cuando V. E. haya terminado, haré que entre nuestro Mercurio —dijo.

—Y no podrá venir a mejor tiempo, que puedo asegurar a vuesa merced que estoy tan contento como hace ya mucho tiempo que no lo he estado.

Una hora después la cena había concluido.

Doña Fernanda hizo una seña a un esclavo, que se acercó a ella.

—Permítame V. E. —dijo al virrey— que envíe a llamar a nuestro hombre.

Y luego en voz baja dirigió al esclavo algunas palabras.

Los otros esclavos se habían retirado, y doña Fernanda y el de Villena quedaron enteramente solos.

—Va a llegar —dijo la viuda—. Espero que V. E, perdone si nota en él alguna rudeza o falta de cortesía, que no es hombre criado en la corte ni en la nobleza.

—Poco importa, que he tratado a muchos soldados —contestó sonriéndose el virrey— y sé cómo se habla con estas gentes.

—¿Quiere V. E. hablarle a solas o delante de mí?

—Respondo a vuesa merced, señora, como nuestro católico rey Fernando cuando le preguntaron si en nombre suyo o en el de su augusta esposa doña Isabel se había de tomar posesión de la ciudad de Granada: «Tanto monta, monta tanto».

—Paréceme más prudente dejar a V. E. solo con él, y yo estaré a la puerta hasta que V. E. salga.

—No consentiré, en mis días, que vuesa merced se tome tal trabajo.

—Déjeme V. E. hacer, que mía es la dirección de todo esto.

—Por obedecer a tan discreta dama como vuesa merced, consiento.

En este momento se abrió la puerta y don Martín de Malcampo se presentó, pero sin atreverse a dar un paso adentro.

—Entre vuesa merced —dijo la viuda dirigiéndose a Don Martín— que V. E. permite que le hable a solas.

Don Martín se adelantó hasta llegar cerca del virrey; pero venía tan pálido, tan turbado, caminando con tanta torpeza, que estuvo a punto de caer, porque la espada se le enredó entre las piernas.

Jamás, él, Andrés el de Taxco, el que vivía lujosamente merced a la desgracia de los judíos en México, se imaginó encontrarse mano a mano con un virrey, y toda su desvergüenza se convirtió en ridícula timidez.

Además, como él no era tonto, comprendía que iba a representar un papel despreciable; pero era ya imposible retroceder.

La viuda hizo una reverencia y salió.

El virrey miró en silencio y fijamente a don Martín, que estaba de pie cerca de él, y que no se atrevía ni a levantar los ojos.

Seguramente el virrey reflexionaba la clase de la sociedad a que pertenecía aquel hombre tan cargado de alhajas y tan ricamente vestido, y sin duda lo comprendió, porque de repente le dijo:

—Supongo que sabes el negocio de que tenemos que hablar.

Después de aquel rato de silencio, la voz del virrey hizo estremecer a don Martín, como si le hubiesen tocado a una máquina eléctrica.

—Sí, señor excelentísimo —contestó.

Un nuevo largo rato de silencio, en que el virrey seguía examinando a don Martín, y éste en pie, con el sombrero entre las manos y con los ojos bajos.

—¿Y bien? —dijo el virrey, procurando dulcificar su voz lo más que le fue posible para animar a su interlocutor.

—V. E. dirá —contestó tímidamente don Martín.

—Vamos, veo que soy yo quien tiene que hablar, y ahorraremos tiempo y palabras. ¿Cuánto exiges por el servicio que vas a prestar a doña Fernanda?

Como era de esperarse, el virrey huía de entrar en explicaciones con aquel hombre: se avergonzaba por él, y sentía rubor de decir qué clase de servicio era aquel de cuyo precio se trataba.

Aún más, quería fingir que el servicio se hacía a doña Fernanda.

—V. E. fijará el precio —contestó don Martín.

—Eso es imposible: grande y bien apreciado es él; pero no sé el trabajo que a ti te habrá costado; si has hechos gastos, corrido algún peligro, perdido algo o, en fin, cuánto esperabas ganar.

—Hay trabajos que no es posible, como lo conocerá V. E., fijarles precio, que eso queda muy bien a la generosidad de V. E.

—En grave compromiso me pones; ni aun tengo base de qué partir para calcular.

—Considere V. E. el valor de la alhaja y el deseo que de poseerla tiene —replicó don Martín, que comenzaba a recobrar un tanto su serenidad.

—Si tal cosa pensara, no bastarían a pagar las riquezas del Potosí.

—No pido a V. E. ni cosa que se parezca.

El virrey inclinó la cabeza y se puso a pensar. Cualquiera cantidad le parecía mezquina si la consideraba como precio de doña Juana; y por otra parte, figurarse que compraba a una mujer que era toda su ilusión, le parecía también un insulto.

Además, el de Villena no sabía sino que doña Juana iría a visitarle a Palacio; pero ignoraba completamente el medio de que se habrían valido para conseguir este resultado. Su amor propio le hacía suponerse que le habrían hablado a la dama en su nombre, y que ella, guiada por el amor, arrostraba por todo: esto merecía un premio, y grande, sobre todo por el poco trabajo que él, como amante, había tenido, y hasta por la comodidad con que le proporcionaban la primera cita.

—Casi estoy enojado porque nada me dices —exclamó, mirando a don Martín.

—Pues bien, S. E. lo quiere: fijaré una cantidad, que si alta parece a V. E., puede rebajarla.

—Di, que prefiero eso.

—Veinte mil duros.

El marqués miró a don Martín como diciendo en su interior:

—Pues no peca por corto.

Don Martín, espantado de su misma audacia, retrocedió. Había creído sacarle al virrey una gran suma cuando se decidió a entrar en el negocio, y a la hora de ver realizados sus planes comprendió que no era posible no sólo conseguir esa suma, pero ni aun pretenderlo.

Don Martín hacía un mal negocio; entregando a la mujer que amaba, la perdía quizá para siempre, y la recompensa no era la que se esperaba.

Pero no era ya tiempo de retroceder, y además, creía ver un buen porvenir en la protección del virrey.

—Tendrás que contentarte con la mitad; y eso no porque tu trabajo y el servicio no lo valgan, sino como albricias por la felicidad que consigo.

—Estoy contento con lo que V. E. disponga.

—El día nueve en la noche irá esa dama a Palacio, y el día diez el dinero a tu poder.

—Gracias, excelentísimo señor. Sólo me resta pedir una cosa.

—¿Qué cosa?

—La protección de V. E. en lo de adelante.

—Cuenta con ella. ¿Cómo te llamas?

—Martín de Malcampo —dijo, sin atreverse a llamarse don, tanto por respeto al virrey como por el papel que representaba.

—No te olvidaré: puedes retirarte, y que no nos vean salir juntos.

Don Martín salió cabizbajo.

Doña Fernanda, al salir del comedor, había encontrado a Felipe en la puerta.

—Madrina —díjola él— ¿están ya hablando?

—Sí, y aquí espero que terminen sus pláticas.

—Mejor, así también hablaremos nosotros.

—¿Sobre qué asunto?

—Madrina ¿cree vuesa merced que yo no tengo derecho a una recompensa, cuando he sido la llave de este negocio?

—Es verdad, y tú sabes que soy generosa.

—No quiero dinero.

—¿Qué pretendes?

—Un consejo y un auxilio.

—Habla.

—En dos palabras, madrina: estoy enamorado de una dama que he visto aquí.

—¿Cómo se llama?

—Doña Inés.

—¿La de don Ramiro?

—La misma.

—Pero…

—No hay pero: siempre he sido leal con vuesa merced, y ahora quiero su apoyo. Madrina ¿qué debo hacer?

—Reflexiona que es una mujer honrada, una dama de calidad; que su estado la prohíbe andar en aventuras, admitir galanteos, y que tú cometes una falta…

—En verdad, madrina, que es muy buena y muy moral esa reflexión; pero tal deseo como el que yo manifiesto, quizá no sea el más reprobado de cuantos han ocasionado aquí mil intrigas.

—Veo que te sublevas.

—Dios me libre de tal cosa, que leal y agradecido soy con vuesa merced como hay pocos; sólo siento que yo, que ayudado la he en cuanto me ha necesitado, aun con riesgo de mi vida y de mi salvación, hoy que ocurro a vuesa merced por primera vez, me desampare.

—¡Ah! no es para tanto lo que te digo.

—Entonces seré que vuesa merced no se cree poderosa para tal empresa.

—¡Bah! la menor cosa que habré hecho en mi vida será ésta.

—Veremos.

—Verás. Dime ¿tú tienes empeño por esa dama?

—Como no he tenido por ninguna. Témome mucho no alcanzar nada, porque he visto muy cerca de ella a don Guillén, y por mi fe que es hombre temible…

—Por lo mismo que es tan voluble no es temible; y ahora, según me cuentas, está perdidamente enamorado de Clara tu hermana.

—Ella me lo ha dicho.

—Bien, antes que todo, es preciso que doña Inés sepa que la amas: aprovecha el primer momento y declárate con ella esta misma noche.

—¡Así, tan de repente!

—Así; que tú no sabes que las mujeres, en lo general, gustamos de los hombres audaces, porque siempre suponemos que esa audacia proviene de amor ardiente e irresistible.

—Me rechazará.

—No importa: las mujeres podemos no corresponder; pero es muy rara la que no agradece una declaración, siempre eso es una conquista, una victoria.

—¿Si le parezco mal?

—¡Tonto! Un hombre conquistado que viene a nuestros pies, siempre parece bien. ¿Qué general has visto ni oído decir que después de tomar una plaza, haya dicho que era débil? Mientras más grande es el enemigo, mayor es el triunfo; y ella, como eres su cautivo, te verá grande.

—Entonces decididamente me declaro.

—Sin perder un instante; después corre de mi cuenta el asunto.

En esto sonó la puerta del comedor, salió por ella el virrey y después don Martín de Malcampo.

La viuda tomó la mano del virrey; ambos se entraron a los salones, y don Martín y Felipe se confundieron entre la multitud.

El primer cuidado de Felipe fue buscar a doña Inés, y la vio hablando con don Guillén; pero éste estaba en actitud de retirarse, dejando vacío el sitial que estaba al lado de la dama.

Felipe se acercó cautelosamente para ocupar el sitio vacante, y llegó tan a tiempo, que pudo oír las últimas palabras de la conversación.

—No me olvides, mi bien —decía doña Inés.

—Ni por un instante, alma mía —contestó don Guillén, separándose de ella.

Doña Inés, siguiendo con la vista a su amante, no advirtió que Felipe se había sentado al lado suyo; de modo que cuando don Guillén desapareció, ella quedó sorprendida al encontrar tan cerca a un desconocido, y quiso levantarse.

—Señora —dijo Felipe en voz baja, pero suplicante— ruego a vuesa merced me escuche un momento.

Doña Inés le miró con extrañeza y contestó:

—Ni conozco a vuesa merced, ni sé de qué querrá hablar conmigo.

—Señora, yo la amo.

—Me ofendéis, caballero, y no puedo permitir… Soy una mujer casada —exclamó con indignación doña Inés, procurando ponerse en pie.

Felipe la detuvo, tomándola al disimulo de la falda y diciéndola rápidamente:

—No creo que sea casada vuesa merced, a no ser que lo sea con don Guillén, según la conversación que he escuchado.

Doña Inés se puso densamente pálida; volvió a sentarse, y mirando con ojos chispeantes de ira a Felipe, preguntó:

—Y bien ¿qué ha oído vuesa merced, y qué quiere de mí?

—Lo que oí fueron frases de amor, y bien correspondido; pero nada tema vuesa merced; soy caballero, y este secreto irá conmigo a la tumba, ámeme o no vuesa merced: se lo juro por Dios, y por Dios le juro que si algo oí, fue sin yo pretenderlo, debido sólo a la casualidad de haber llegado aquí demasiado pronto; pero todo lo tengo olvidado, y vuesa merced viva tranquila, que antes me dejaría morir que revelar una palabra.

—Gracias —contestó doña Inés, tranquilizada con las palabras de Felipe y mirándole con menos horror.

—Ahora, lo que pretendo es que vuesa merced, señora, sepa que la amo en secreto; que no exijo nada, nada más sino que me deje amarla y esperar en su amor cuando olvide a don Guillén.

—Imposible.

—¿Aun cuando sepa vuesa merced que don Guillén no la ama?

—Aun entonces.

—¿Aun cuando esté convencida que no la ha amado nunca, que ama a otras, que juega con vuesa merced, que la engaña?

—¡Que me engaña! —exclamó estremeciéndose doña Inés.

—Sí, como lo digo, que engaña a vuesa merced.

—Pero eso ¿quién lo dice?

—Yo.

—¿Y sería vuesa merced, caballero, capaz de probarlo?

—A la hora que se me exija.

—Ahora mismo.

—El lugar y el momento son impropios; la emoción de vuesa merced la perdería, porque habría aquí un escándalo por mi causa, y mi madrina doña Fernanda me reñiría.

—Entonces, en mi casa. ¿Sabéis adónde vivo?…

—Sí, señora.

—Cualquier día, de las dos a las cuatro de la tarde.

—Daré pruebas tan claras como la luz del día.

—Estoy conforme; esperaré.

—Y si pruebo la falsía de don Guillén ¿puedo abrigar una esperanza?

Doña Inés calló un momento, y luego exclamó:

—Tal vez.

—Sólo un favor pido a vuesa merced, y es que de aquí a ese día no muestre a don Guillén variación ninguna.

—Lo prometo.

—¿Entonces tendré esperanza?

—Tal vez, he dicho, y lo repito.

—Mi amor es inmenso.

—Permítame vuesa merced que me retire; estoy muy conmovida; me siento mal.

—Vuesa merced es muy dueña de hacerlo, pero le mego que no olvide su promesa: «Tal vez», me ha dicho.

—El deseo de la venganza me dará fuerza para todo: espero las pruebas. Me hace vuesa merced un servicio muy cruel, pero muy importante; sabré pagarlo. Dios le guarde.

—Con él vaya vuesa merced, señora.

Doña Inés se levantó vacilante, y en poco estuvo que no cayera desmayada. Su corazón estaba hecho pedazos: la única ilusión de su vida se desvanecía de un solo golpe.

Todo lo había olvidado por un hombre, y ese hombre la engañaba.

Doña Inés tenía aún una ligera esperanza; pero se sentía capaz de todo por vengarse.

Al atravesar los salones del brazo de su marido, encontró a su paso a don Guillén, y como en otras veces, le sonrió, pero era una sonrisa de muerte; le tomó la mano al disimulo, y don Guillén sintió aquella mano helada.

—Es extraño —pensó— a esta mujer le pasa algo.

Y volvió a mezclarse entre los grupos de convidados.