Una reunión alegre
Se acercaba el día nueve de junio, en el cual se debía dar el golpe preparado por el arzobispo Palafox; todo estaba dispuesto, y el virrey no sabía absolutamente nada, ni aun siquiera concebía la menor sospecha.
La tempestad rugía ya sobre la cabeza del de Villena; el rayo iba a caer sobre su frente, y él, con la mayor tranquilidad, iba a presentarse a la casa de doña Fernanda Juárez, con el objeto de pasar una velada divertida y de arreglar allí con la viuda el premio que tenía que dar al hombre que iba a ponerle en posesión de doña Juana.
La casa de doña Fernanda lucía sus trajes de gala: todas las galerías y los salones estaban profusamente iluminados por bujías de cera; iban y venían lacayos blancos y negros, vestidos con las escandalosas libreas de la casa, llevando en grandes bandejas de plata refrescos, licores, bizcochos, y cuanto más podían apetecer los convidados que llenaban los salones y que paseaban buscando el fresco por las galerías.
Había una concurrencia tan escogida como numerosa: hermosas damas ostentando magníficas alhajas y valiosos trajes; caballeros distinguidos por su nobleza, por el alto empleo que ocupaban o por sus riquezas; oidores, inquisidores, encomenderos, toda la alta sociedad de México se había dado cita para aquella noche en la casa de doña Fernanda. La viuda daba una espléndida fiesta para recibir en su casa al virrey marqués de Villena.
En casi todos los salones había música, y en muchos de ellos se bailaba, a pesar de que todos estaban impacientes esperando la llegada del virrey.
Doña Fernanda hacía los honores de su casa como una gran señora. Sin olvidar a nadie, sin descansar un momento, veíasela tan pronto en un salón como en otro; tan pronto agasajando a un viejo inquisidor, grave y enfermizo como a un joven heredero, rico y disipado; hablando ya a una dama, o diciendo al paso alguna cosa agradable a un grupo de amigos de confianza.
Una vez llegó doña Fernanda a un grupo formado por dos hombres que hablaban casi en secreto algo retirados de los demás; eran Felipe y don Martín. Los dos vestían riquísimos trajes y lucían hermosas alhajas; pero desde luego podía notarse que no eran caballeros, porque a pesar de la elegancia de sus trajes, se dejaba conocer que no era aquella sociedad ni eran aquellas maneras galantes a las que ellos estaban acostumbrados.
A medida que es más fino y elegante el traje de un hombre, se manifiesta más su educación. Un hombre vulgar, vestido con la ropa del patán, puede quizá engañar; pero con los atavíos del hombre de alta sociedad, revela inmediatamente su falta de ilustración.
La viuda se acercó a don Martín y a Felipe.
—¿Cree vuesa merced, madrina, que vendrá? —preguntó Felipe.
—Sin duda —contestó doña Fernanda.
—Pero ya es tarde —agregó don Martín.
—Para personas de tan alta posición no se hizo la costumbre de ocurrir temprano a las diversiones —contestó sonriendo la viuda, y agregó al separarse de los dos amigos—: Un poco de paciencia.
Repentinamente hubo un rumor extraño, y circuló rápidamente la noticia de que el virrey llegaba.
Un lacayo apostado por doña Fernanda en la puerta de Palacio, había visto salir la carroza de su Excelencia, y a toda carrera había llegado a avisar a su señora.
Todo el mundo se puso en movimiento. Las damas, unas abrieron los balcones para ver llegar al virrey y bajar de su carroza; las otras se agruparon para verle cruzar el patio y subir; los caballeros esperaron reunidos en las galerías, y otros más caracterizados bajaron hasta el portal y el patio a recibirle.
Doce lacayos, llevando gruesos cirios encendidos en las manos, se llegaron hasta la portezuela de su carroza.
Bajóse el virrey, y detrás de él don Cristóbal de Portugal. Recibieron a S. E. los caballeros enviados con tal objeto por doña Fernanda, y aquella procesión solemne atravesó el patio al son de las músicas que tocaban todas al mismo tiempo.
La viuda recibió al de Villena al término de la escalera, haciéndole profundas reverencias; él, que presumía de galante, estrechó la mano de doña Fernanda haciendo ademán de llevarla a sus labios, y luego, sin dejarla de la mano, se dirigieron los dos al salón principal, pasando entre la concurrencia que se agrupaba por ambos lados de su camino, y seguido de multitud de personas y de los lacayos que alumbraban.
El virrey, que no se esperaba encontrar tanto lujo ni tan espléndida recepción, estaba encantado.
Don Cristóbal miraba por todas partes con gran empeño algo, algo que encontró, porque su fisonomía se dilató con una sonrisa de placer.
Don Cristóbal había alcanzado a ver sobre la multitud, y dominándolo todo, la profusamente adornada cabeza de doña Luisa de Velasco.
El tocado de doña Luisa, aquella noche, podía llamarse monumental; parecía el fruto de un trabajo de quince días, y no podía explicarse nadie, si la joven había dormido sentada muchas noches, o si acaso no había dormido, porque parecía imposible que en un sólo día se hubiese hecho tanto, aun cuando hubieran tomado aquella obra por tarea dos cuadrillas de peluqueros.
Sobre una montaña de rizos, todo un jardín, todas las joyas de la corona de España, y entre todo esto, cintas de seda de colores con admirable profusión. Éste era el tocado de doña Luisa.
Don Cristóbal de Portugal se sintió orgulloso de amar a tan raro portento de gusto y de elegancia.
El virrey y doña Fernanda tomaron asiento en el salón, y damas y caballeros venían a saludar y a ofrecer sus respetos al de Villena, y doña Fernanda les iba presentando.
Volvieron a sonar las músicas, a cruzar los lacayos con refrescos, y a bailar algunas parejas: terminaron las presentaciones y los saludos, y reinó la alegría.
Don Martín y Felipe, como dos aves de mal agüero, sombríos y silenciosos observaban desde lejos al virrey y a doña Fernanda, sin tomar parte en el movimiento general, sin embargo que Felipe dirigía de vez en cuando miradas ardientes a una hermosa dama que no lejos de él estaba, y que era nada menos que doña Inés, la mujer de don Ramiro de Fuenleal.
Doña Inés notó la insistencia con que Felipe la miraba, y procuró no verle; pero sintió como un presentimiento sombrío; aquella mirada le hacía mal; aquella mirada le parecía la de un búho.
Varias veces quiso separarse de allí y buscar asiento en otra parte; pero el salón estaba completamente lleno, y tuvo necesidad de permanecer.
—Mire V. E. —decía doña Fernanda al virrey— aquellos dos caballeros.
—¿Cuáles?
—Aquellos, que más parecen hidalgos de aldea…
—Sí.
—Pues el de más edad es el que tiene el secreto de que hablé a V. E.
—¿Aún no ha dicho a vuesa merced, señora, cuánto exige?
—No.
—Sería conveniente hablarle.
—Dentro de un momento arreglaré todo de manera que nadie lo advierta, invitando a V. E. a que pase al comedor a tomar alguna cosa, y allí podrá hablarle con toda confianza.
—Vuesa merced sabe lo que hace.
Don Guillén se había presentado en el salón y tomado asiento al lado de doña Inés.
Felipe no perdía de vista a la dama.
Como era aquella la primera vez que Felipe tenía entrada a los salones de su madrina, y no había nunca tratado aquella clase de la sociedad, el hombre estaba deslumbrado, fascinado. Le parecía estar en el cielo: comparaba la hermosura de aquellas damas, que le infundían respeto, con la belleza innoble de las mujeres perdidas que estaba acostumbrado a ver en las orgías de don Martín de Malcampo.
Se le subía la sangre al rostro sólo de pensar que alguien de los presentes pudiera saber que él tocaba la guitarra y cantaba para divertir a las «damas de picos pardos».
Doña Inés, entre todas las mujeres que había visto aquella noche, era la que más le había impresionado.
La severa belleza de la mujer de don Ramiro; la melancólica dulzura de sus miradas; su aire majestuoso; su modestia, todo hablaba al alma de Felipe, haciéndole comprender que existía otra cosa más alta y más noble que el amor material; conoció en un momento que existía un sentimiento que él no había tenido nunca dentro de su corazón: el amor espiritual, que purifica el alma, que da la verdadera felicidad o la verdadera desgracia.
Felipe aprendió que hay mujeres que no se olvidan al día siguiente; que hay mujeres que pueden ser el ángel o el demonio, el infierno o la gloria de un hombre.
El hombre se convenció de que estaba enamorado de doña Inés, y aunque no la conocía, a poco supo quién ella era.
¿Pero qué podía esperar él? ¿Qué esperanza podía abrigar cuando los separaba un insondable abismo, porque ella era casada, y un muro inexpugnable por las diversas clases de la sociedad a la que ambos pertenecían?
Aquella impresión Felipe necesitaba confiarla a alguien, y ese alguien no podía ser otro sino don Martín. Pero don Martín rió de buena gana, y Felipe se sintió avergonzado.
Felipe había oído hablar de celos sin saber lo que ellos eran. Cuando vio a don Guillén al lado de doña Inés, conoció que comenzaba a sentir los celos: se comparó con él y se encontró pequeño.
Don Cristóbal de Portugal, después de un lucha terrible y de una constancia heroica, había llegado a conquistar un sitio al lado de doña Luisa de Velasco.
La joven le recibió con marcadas señales de cariño, porque no olvidaba que doña Fernanda le había encargado que procurase saber lo que don Cristóbal guardaba en secreto acerca de los amores del virrey.
Pero la viuda, en el nuevo giro que había tomado la intriga, se olvidó de don Cristóbal y de doña Luisa de Velasco, y ésta, sin saber nada de todo esto, creyó llegada la gran oportunidad de hablar a su adorador.
—Señora —dijo don Cristóbal a doña Luisa— loado sea Dios mil y mil veces, que me ha permitido llegar aquí, adonde está todo el día mi pensamiento.
—Vamos, señor —contestó doña Luisa, moviendo su largo cuello como el de una garza real que se traga un grueso pez— comienza vuesa merced a decir cosas que sabe que no puedo creer.
—Tanto sería dudar de mí, como del sol que alumbra durante el día a la humanidad, y a mi alma en este feliz instante, pues sois el sol de mi espíritu.
—Se acuerda de eso vuesa merced cuando me mira.
—Amador más constante y más amartelado, no lo encontraréis.
—¡Ah! si yo pudiera creer en eso…
—¿Qué? Decid por piedad.
—Quizá no pesaría a vuesa merced, si tanto me ama —dijo doña Luisa, fingiendo rubor y volviendo al otro lado la cabeza como un cisne que va a rascarse las plumas con el pico.
—Creedme, doña Luisa, creedme: os amo, y seré con vos el más fiel de los amantes.
—Déme vuesa merced una prueba.
—Decid; mandad, señora.
—Una sola: contésteme vuesa merced una pregunta.
—Estoy dispuesto a contestar.
—¿Con verdad?
—Con verdad.
—¿Aunque os vaya la vida?
—Aunque mil vidas me fueran.
—Pues bien ¿qué misterio encierra la venida del virrey a esta casa?
—S. E. está apasionado…
—¿De quién?
—Ésas ya son dos preguntas.
—Contestad.
—De doña Juana Henríquez.
—Pero ella no está aquí.
—Doña Fernanda puede ayudar a S. E., y él viene a hablar con ella acerca de esto.
—Bien; pero esta entrevista es muy escandalosa y podían haberse hablado a solas. ¿Qué ha avanzado el virrey en sus amores?
—Os juro que nada de esto sé. El virrey me hablaba de doña Juana a todas horas antes; desde hace tres días ni aun la mienta en mi presencia; todo es para mí un misterio.
—Me engañáis.
—Os lo juro.
—Vos no me amáis —exclamó doña Luisa, y se volvió completamente del otro lado torciendo el largo cuello como una grulla que mete la cabeza bajo el ala para dormir.
Todas las súplicas de don Cristóbal y todas sus protestas fueron inútiles, porque el flexible cuello de doña Luisa no se movía más que el de una de esas cigüeñas de bronce con que se adornan los surtidores de agua.
Don Cristóbal conoció que la sombra de doña Juana era funesta para él en amistades y en amores.