V

Ángel y demonio

Felipe no descuidó avisar a su madrina doña Fernanda la buena disposición de Clara, y alentados ambos por aquello que consideraban un favorable presagio, determinaron redoblar sus esfuerzos.

La viuda profesaba gran cariño a don Guillén, y le consideraba como el futuro salvador de México. Filiada entre los conspiradores, era una de las personas que con más actividad y energía cooperaban a la empresa; pero en medio de todo esto, su amor propio le hacía ver como un triunfo superior a todo, lo que ella llamaba el negocio del virrey.

Procuraba en cuanto era posible prevenir el disgusto de don Guillén; pero la sola idea de conseguir lo que parecía imposible, la hacía despreciar todos los peligros.

Y sin embargo nada descuidaba, y constantemente instaba a Felipe para que llevase a don Guillén a la casa de Clara, prometiéndole que después de la primera entrevista, ella se encargaría de exaltar el ánimo del galán hasta hacerle olvidar a doña Juana con el amor de Clara.

Felipe había espiado la oportunidad; pero sea que don Guillén anduviese muy preocupado, o que Felipe no conociese bien sus costumbres, se pasaron muchos días sin que consiguiese llevarle a su casa a la hora que él pensaba que sería más oportuna.

Clara, por su parte, había consentido ya en su corazón aquel amor de que antes procuraba huir; halagaba la ilusión, la acariciaba y la hacía crecer. La pobre niña pensaba, por lo que su hermano le contara, que tenía la misión de salvar a su amante de un precipicio, y aquella misión era para ella tan grata, que cada vez que Felipe estaba en la casa y que podía hablarle, le preguntaba.

—¿No vendrá hoy?

—No —contestaba hipócritamente Felipe— es muy difícil arrancarle de los brazos de esa mujer.

—Haz un esfuerzo, el tiempo vuela —decía Clara, sintiendo ya el aguijón de los celos.

—Pronto estará aquí; pero te advierto que es necesario que no pierdas la oportunidad, porque quizá no vuelva a repetirse la visita; oblígale a declararse contigo; alucínale.

—Pero si yo no sé cómo se consigue eso —respondía la joven con cierta tristeza—. ¡Ojalá que fuera yo de esas mujeres que dicen que fascinan a los hombres! Yo no sé lo que debo hacer.

—Pues piénsalo bien; deja a un lado la gazmoñería; en fin, mira lo que haces. La cosa no es difícil, y vosotras las mujeres, por inocentes que aparentáis ser, a la hora que os conviene tenéis una infinidad de recursos para saliros con la vuestra. En tu mano está salvar esa alma.

—Sea por Dios —decía Clara.

Y así pasaban los días: ella esperando, y él desesperando ya.

Por fin, Felipe logró encontrar a don Guillén, que atravesaba solo la plaza principal, y como si hubiera tenido mucho placer con aquel encuentro, le echó los brazos al cuello con efusión.

—Permítame vuesa merced —le decía— que le llame el más ingrato de los hombres, pues que vuesa merced dice que el que hace el beneficio debe ser el agradecido, y como el que nos ha hecho es tan grande, muy grande debe ser su ingratitud en no haber ido a vernos.

—Razón tenéis a fe —contestó sonriendo don Guillén— más culpad a mis ocupaciones y no a mi falta de cariño a una familia que en tanto estimo.

—Pues sígame vuesa merced en este momento, para dar a los señores mis padres el placer de verle.

—En este momento me es imposible; os doy mi palabra de que será mañana.

Felipe deseaba que la visita fuera al día siguiente, tanto para preparar a su hermana como porque la hora en que había encontrado a don Guillén no era la más oportuna para que pudiese hablar con Clara; sin embargo, para salvar las apariencias insistió.

—Mire vuesa merced que no me fío, y mañana ni se acordará de nosotros, que tanto le queremos.

—Lo prometo a fe de caballero.

—Eso me basta: mañana estará de albricias mi familia. ¿Y a qué hora irá vuesa merced, para que pueda yo esperarle?

Don Guillén reflexionó un momento.

—Por la mañana a las diez, o por la tarde a las cuatro.

—¿No podría ser a las dos de la tarde?

—Para mí será mejor; pero creía que a esa hora comíais.

—No, a esa hora todo ha pasado. ¿Quiere vuesa merced que vaya yo a buscarle a alguna parte para acompañarle?

—Si no tenéis inconveniente y sabéis adónde vive la señora doña Fernanda Juárez, allí podéis esperarme: iré de visita a su casa al medio día.

—Sé poco más o menos donde esa señora vive, y además preguntaré para no errar. Esperaré a vuesa merced en el portal de la casa.

—Bien: hasta mañana.

—Buenas tardes.

Don Guillén continuó su camino, y Felipe corrió a avisar a doña Fernanda y a preparar a Clara.

La joven se puso pálida; era como la noticia del combate en que iba a jugar su felicidad, y, según su hermano, la salvación de don Guillén.

Toda la tarde estuvo preocupada; en la noche le fue imposible dormir; el temor y la esperanza se habían dado cita para luchar en su corazón, y como dos gladiadores invencibles se disputaron el campo largas horas.

Llegó el día, y ni el uno ni la otra quedó vencedor.

Aquella mañana, Clara puso mayor esmero en su tocado y en su traje.

Cuando una joven tiene ya un amor correspondido, sabe qué cosa es del gusto del galán; conoce bien de qué manera está mejor a sus ojos; pero cuando, como en el caso de Clara, va por primera vez a hablarle, cada adorno de su traje, cada onda de su cabellera, es una inmensa dificultad; y la varía mil veces, y al fin queda siempre disgustada.

Clara creyó, como era natural, que nunca había estado su vestido menos airoso, que nunca su tocado había tenido menos gracia, que aquel día estaba pálida, y quizá por la falta de sueño su tez le parecía marchita.

Las mujeres se dicen a sí mismas al mirarse al espejo después de estar vestidas:

—Hoy estoy simpática o bonita; ojalá me vean hoy.

O bien:

—Qué sé yo lo que hoy tengo, pues no estoy como otros días; me falta algo; este vestido, este tocado… Vamos, ojalá no me mire nadie.

Con estas palabras o con otras, casi todas las mujeres se dicen esto casi todos los días, aunque muchas no se atrevan a confiar su pensamiento ni a sus más íntimas amigas.

Pero lo malo es que, generalmente, el día en que una mujer necesita contar más con su belleza, es el día en que por lo regular se siente y se mira menos bien.

Preocupación; pero ella dice:

—¡Ayer estaba yo tan bien!

Clara se encontraba menos bien que la víspera.

Sonaron las doce, y la inquietud atormentaba a la pobre joven.

Felipe no faltó a la hora de la comida, que pareció eterna a Clara.

Terminó la comida, rezó Marta las oraciones de costumbre, y Felipe salió a la calle haciendo a Clara una seña.

Era un infierno lo que la joven sentía en su corazón. A cada momento le parecía que don Guillén llegaba antes de que el viejo Méndez se durmiese y de que Marta se saliese a la iglesia, y en ese caso todo estaba perdido, porque ella no podría hablar a solas con él.

Cuando se desea una cosa con impaciencia, aun cuando sea cosa fácil de conseguir, brotan pequeños obstáculos que sirven para martirizar.

Ya era el lecho de Méndez que no estaba a su gusto; ya era un rayo de sol que le impedía dormir, entrándose por una rendija, ya era un rosario de Marta que no se encontraba, y ella le necesitaba para irse al templo; ya un encargo que se había olvidado de hacer la vieja.

Surgían dificultades, Clara estaba en un potro, y el tiempo volaba.

Calmóse al fin todo; escucháronse los ronquidos de Méndez; ausentóse Marta, y Clara se sentó en espera de la visita.

Se podían oír por toda la estancia los latidos del corazón de la joven.

A cada momento se estremecía Clara y se ponía encendida como un botón de rosa, creyendo escuchar pasos.

Por fin, se oyeron verdaderamente las pisadas de dos personas en el aposento anterior; la puerta se abrió y don Guillén y Felipe se presentaron.

Clara sintió que las fuerzas le abandonaban, y tuvo que apoyarse en uno de los brazos del sitial para ponerse en pie.

Don Guillén tendió la mano a la joven, y sintió que aquella mano estaba fría.

Entre paréntesis: es preciso observar que cuando una mujer tiene amor a un hombre, y éste aun no se ha declarado, las manos de aquella mujer se enfrían extraordinariamente si el hombre por quien acaricia una ilusión se presenta de repente. Este fenómeno es fácil de observarse, aunque no deja de tener excepciones la regla.

Felipe fingió ignorar la ausencia de Marta.

—¿Está ahí madre? —preguntó a Clara, después de haber invitado a don Guillén a tomar asiento.

—Ha salido —contestó la joven— ya lo sabes.

—¿Y padre?

—Ya sabes que a esta hora duerme la siesta —replicó Clara.

Felipe hubiera deseado que el sueño de Méndez y la ausencia de Marta hubieran aparecido como una cosa casual a los ojos de don Guillén, porque, conociendo a este tan sagaz, temía que comprendiera que había un plan premeditado; pero la inocencia de Clara estuvo a punto de descubrir que así era.

Felipe era astuto y, sin embargo, había olvidado prever esto; que los más expertos generales suelen dejar descubierto un camino por donde puede venir el ataque, y entonces es su fortuna la que se encarga de abrir o cerrar los ojos del enemigo.

Afortunadamente para Felipe, don Guillén no entró en malicia, y comenzaron los tres a departir amistosamente, cuidando de hacerlo en voz baja y muy cerca unos de otros para no despertar al anciano, cuya respiración tranquila pero ruidosa, se escuchaba en el aposento inmediato.

De repente llamaron a la puerta.

—Será madre —dijo Méndez.

—Su merced no llama, entra sin llamar —replicó Clara, que repuesta estaba ya de la emoción.

—Adelante —dijo Felipe levantando la voz.

Abrióse la puerta, y Requesón, el criado de Felipe, con el sombrero en la mano, se presentó, trayendo una carta que entregó a Felipe.

—Con permiso de vuesa merced —dijo abriendo la carta.

—¡Qué pena! —exclamó después de haber leído.

—¿Hay alguna desgracia? —preguntó don Guillén.

—Sí, y es la de que tengo que dejar a vuesa merced en este momento, porque un amigo mío me solicita con urgencia, y no quisiera…

—Yo sentiría estorbaros, y si es así, me retiro…

—Dios nos ampare, que pues vuesa merced es tan bondadoso que me da su permiso para dejarle, y en compañía de mi hermana queda, voy tranquilo, sintiendo sólo el no poder asistirle en mi casa como deseo.

—Id, y eso no os apene, que conozco y agradezco la intención.

Felipe se levantó, tomó su sombrero y salió diciendo a don Guillén, al mismo tiempo que dirigía una mirada de inteligencia a Clara:

—Con permiso de vuesa merced, y que Dios le guarde.

—Él vaya con vos.

Felipe, seguido de Requesón, salió, cerrando tras sí la puerta.

—Vamos —exclamó— todo ha salido a pedir de boca. ¡Como esa tonta no le deje escapar!… Requesón.

—Señor amo.

—Vete a la calle, y cuando a lo lejos mires venir a la señora mi madre, sube violentamente a prevenir a Clara. Cuida de llamar a la puerta, y no te vayas a entrar como una bestia ¿entiendes?

—Sí, señor amo.

—Cuidado con hacer una de tus brutalidades, porque te hago cuartos.

Y tras estas cariñosas advertencias, salióse Felipe tranquilamente a la calle, cantando sotto voce algo que debía estar muy en moda entonces.

Clara había permanecido en silencio, esquivando la mirada de don Guillén, que la observaba con atención.

—Estáis triste —dijo él de repente.

—No tal —contestó ella, poniéndose encendida.

—Tal parece, según vuestro silencio. ¿Os preocupa algo?

—Sí; me preocupa una idea en verdad bien triste —contestó Clara, queriendo aprovechar el momento para hablar de lo que ella deseaba.

—¿Y puedo saberla?

—Sí —dijo resueltamente la joven.

La inocencia tiene rasgos de audacia inconcebibles; rasgos que sólo pueden encontrarse en el cinismo.

Tan negra es algunas veces el ala de un cuervo, que la luz del sol se refleja sobre ella como sobre la nieve.

Un niño y una virgen suelen decir con mucha franqueza cosas que no se atrevería a decir un sargento. Es que ellos, los inocentes, no alcanzan a comprender la interpretación que el mundo da a todo.

Una mujer inocente cae más fácilmente que una pecadora.

La malicia salva mil veces a las mujeres del peligro, porque les indica el camino que llevan: sin ella, cuando la venda cae de los ojos, ya no hay remedio. Es que la verdadera inocencia es ciega, y el mundo no la respeta ni como inocencia ni como ciega. Abusa de ambas cosas.

Clara no comprendió hasta dónde podía llevarla su franqueza. ¿Qué sabía ella si el amor podía pasar de un sentimiento espiritual? ¿Qué sabía ella, si detrás de eso que conocía por amor existía el abismo?

—Decid la causa de vuestra pena —dijo sonriendo don Guillén.

—¿Pero promete vuesa merced no reñirme?

—Por el contrario, quereros más.

Don Guillén acercó su sitial hasta quedar enteramente cerca con Clara.

—Vuesa merced es la causa —dijo la joven haciendo un esfuerzo.

—¿Por qué?

—Porque yo sé que vuesa merced tiene unos amores que no le convienen; qué sé yo… en fin, unos amores que entristecen a sus amigos.

—¿Y qué amores son ésos, hija mía?

—Con una mujer de mala vida, una llamádose Escudilla…

Don Guillén se puso a su vez encendido hasta lo blanco de los ojos; pensó que alguien le había visto entrar o salir de la casa de aquella perdida, y que lo había contado a Clara.

La joven observó su turbación y acabó de creer lo que su hermano le había dicho, y fortaleció su resolución de salvar a don Guillén sin detenerse en nada.

—Y la verdad es —continuó— que como vuesa merced merece una mujer de otra clase, una mujer virgen, que no haya querido a nadie más que a vuesa merced, y hay tantas que serían felices…

—Clara, por Dios, no creáis eso, soy incapaz…

—¿De amar a otra?

—No, de amar a esa mujer, a esa Escudilla.

—¿De veras? —preguntó con candorosa alegría Clara.

—Os lo juro por la memoria de mi padre.

—¡Ah qué feliz soy! —exclamó Clara sin pensar que descubría su corazón.

En aquel momento la joven estaba transfigurada, brillaban sus ojos con tanta dulzura húmedos por el placer, se coloraban tan suavemente sus mejillas, se agitaba su seno de un modo tan visible, que hubiera sido preciso ser de mármol para no sentirse arrebatado.

—¿Tanto así os intereso? —dijo con entusiasmo don Guillén, en cuya frente apareció una pequeña mancha de un rojo subido—. ¿Tanto así os intereso? —repitió tomando una de las manos de la joven que se la abandonó como si la emoción le hubiera quitado la fuerza.

—No tengo palabras para contestar a vuesa merced; pero me interesa tanto, que desde que le conozco, no hago más sino pensar en él; y desde que supe lo de la Escudilla, lloro siempre que estoy sola, porque yo creía, pobre de mí, que vuesa merced me había de querer a mí y no a otra.

Y los ojos de la pobre Clara se rasaron de llanto.

—Niña, no llores —dijo ya con acento apasionado don Guillén, llevando a su corazón la mano de la joven— no llores ahora, que un río de lágrimas tienes que derramar en el porvenir, sólo porque has tenido la desgracia de conocerme. Oye, niña, tú no sabes quién soy yo; tú no comprendes qué horrible desgracia pesa sobre mí, que soy como la serpiente fabulosa que seca las flores con su sombra; yo soy el viento que arrastra en su carrera los corazones y los marchita. Niña, huye de mí; olvídame.

—¡Olvidarte, señor! —exclamó la joven exaltada, acercando su rostro al de don Guillén— ¡olvidarte!, ¿y quién puede olvidarte después de haberte visto y de haberte oído? Yo no entiendo eso que me has dicho, ni sé lo que eso querrá decir; pero todo eso me ha fascinado en vez de acobardarme: si he de ser desgraciada contigo, más lo seré sin ti; y además, no sé lo que tienes en tu cuerpo, en tu mirada, en tu aliento, que es imposible resistir, no a tu amor, sino al impulso de declarar lo que el pecho siente; hay algo que pasa de tu cuerpo a mi cuerpo, de tu alma a mi alma, porque tengo un valor para hablarte que antes no tenía. Digo palabras que casi no conocía; soy otra mujer, señor, desde que tú has tomado mi mano; si no te quisiera tanto, creería que me habías hechizado.

—Clara, por Dios; por tu felicidad, Clara, olvídame; no me ames; mira que casi te amo yo, y si no me rechazas en este momento, después no habrá remedio.

—Señor ¿te había de rechazar cuando tú me confiesas que casi me amas? ¿Ahora que siento tan dulce esperanza había de olvidarte? Nunca.

—Pues yo te salvaré, Clara; te salvaré a tu pesar, y Dios me ayudará. El ángel lucha con el demonio en este momento: yo haré triunfar al ángel.

Y don Guillén, armándose de resolución, se levantó de su asiento para huir de allí; pero Clara adivinó su intención, y tomándole rápidamente la mano le atrajo con toda su fuerza.

Don Guillén volvió a caer en el sitial tan cerca de Clara, que sus alientos se confundían.

—Tú lo has querido, Clara —exclamó—. Mía serás.

—Para siempre —dijo ella con entusiasmo.

Y sus labios de unieron a los de don Guillén en un ardiente y prolongado beso.

En este momento llamaron a la puerta.

—¿Quién va? —dijo Clara.

—La señora Marta va a llegar —contestó Requesón sin entrar.

—¿Volverás a verme? —preguntó Clara, procurando reponerse.

—Nos veremos todos los días —contestó don Guillén besándole la mano.

Pocos minutos después entraba tranquilamente Marta.