Una visita misteriosa
A pesar de toda la seguridad que don Cristóbal de Portugal había dado al marqués de Villena, los días se pasaban sin que éste consiguiera la anhelada correspondencia de doña Juana de Henríquez.
Confiando don Cristóbal en doña Fernanda y el virrey en don Cristóbal, habían transcurrido ya algunos meses, y para el de Villena el porvenir estaba tan oscuro como el día en que conoció a la dama, y alentado con las esperanzas que le hacía concebir su confidente, no ponía él de su parte absolutamente nada.
Los obstáculos encendieron más el deseo, y llegó un día en que el virrey anunció a don Cristóbal que iba a procurar por otros medios ponerse en comunicación con la dama, para que ella supiese al menos que existía un hombre que por su amor penaba.
Don Cristóbal no pudo negar que el de Villena tenía mucha razón de estar impaciente, y para calmarle pidió un plazo corto, tres días, dentro del cual plazo el virrey quedaría completamente satisfecho.
Pero don Cristóbal hacía tal promesa, nada más por cubrir las apariencias, sin que en realidad tuviera ni la más remota esperanza. Doña Fernanda, de quien él se había valido, nada hacía, y casi ni decía nada.
El confidente estaba en posición crítica: ofreció más de lo que le era posible cumplir, y esto, tratando con un hombre enamorado, es grave, y más cuando este hombre es un virrey.
Llegó la noche del tercer día; el plazo estaba ya venciéndose. Don Cristóbal no se atrevía a presentarse delante del virrey; y éste, con esa inquietud y esa infantil credulidad de los apasionados, esperaba en su cámara la llegada de su amigo.
Cada vez que le parecía oír pasos, alzaba el rostro para mirar a la puerta por donde debía entrar don Cristóbal; pero aquello no era más que la ilusión del deseo, y nadie aparecía.
Pasaban las horas, y aquella inquietud se convirtió en una impaciencia febril, y el de Villena se puso a caminar en el cuarto, como para calmar la agitación del espíritu con la agitación del cuerpo.
De repente escuchó pasos y se detuvo: verdaderamente se acercaba alguien, alguien que llegó hasta la puerta y que llamó discretamente.
Un relámpago de alegría brilló en el rostro del de Villena: había reconocido los pasos y el modo de llamar de don Cristóbal.
Llegaba la buena noticia: el virrey se sintió incapaz de reconvenirle por su tardanza; olvidó todo lo que había sufrido esperando.
—Entrad —gritó.
Abrióse la puerta y apareció el ayuda de cámara.
El virrey se mordió los labios hasta hacer brotar la sangre.
—¿Qué se ofrece? —preguntó frunciendo el entrecejo, pero conservando aún en el fondo de su corazón cierta esperanza.
—Una dama, que ha llegado en una silla de manos, desea que se entregue a V. E. esta carta.
Y el ayuda de cámara presentaba al virrey una carta en una bandeja de plata.
—¿Y quién es esa dama?
—Es una mujer de bastante edad y que no quiere decir su nombre, con el pretexto de que V. E. no la conoce.
—Bien, deja la carta sobre esa mesa, y díla que mañana contestaré.
—Perdone V. E., pero la dama dice que importa mucho que V. E. lea la tal carta, porque quizá ella, la dama, no podrá volver otra vez.
—Dáme acá esa carta, y espera afuera hasta que llame yo.
El criado presentó la carta, que tomó el virrey, y salió de la cámara cerrando la puerta.
Acercóse el virrey a una bujía, y leyó:
Señor:
Si V. E. permite que yo le hable de un asunto reservado, pero importante, quizá tendrá una noticia tan agradable como inesperada.
Soy una dama, y quedo esperando la resolución de V. E.
B. L. M. DE V. E.
El billete aquel no tenía firma, lo cual era una grave falta de respeto, que no se escapó al virrey; pero tal podía ser el secreto y tanta la importancia del negocio, que no se creyera por demás cualquiera precaución.
El virrey era valiente, y la que pedía la audiencia era una mujer.
El de Villena quedó un corto tiempo meditando; pero levantando de repente la cabeza, extendió el brazo, tomó de encima de la mesa una campanilla de plata, y la agitó con violencia.
—Haz entrar aquí a esa dama —dijo al criado, que abrió la puerta.
Quedóse entonces solo, y volvió a leer la carta, queriendo adivinar qué negocio sería aquel que a horas tales hacía venir a Palacio a una dama.
Volvieron a llamar, y el ayuda de cámara hizo entrar a la dama, cerrando tras ella la puerta.
Sin duda que no era aquella la primera misteriosa visita que el mismo conductor había llevado hasta allí, porque no mostraba ni curiosidad ni extrañeza.
El virrey se inclinó cortesmente, y mostró a la dama un sitial, como para invitarla a tomar asiento.
Sentóse ella, y el de Villena, sin dejar de mirarla ni un solo instante, acercó otro sitial, y tomó asiento.
Toda esta escena pasó en el mayor silencio.
—S. E. extrañará sin duda —dijo la dama— que sin haberle anticipadamente pedido permiso para visitarle, venga a tales horas a su Palacio.
El virrey movió la cabeza, no como quien dice sí, pero tampoco como quien dice no. En aquel momento pensaba en don Cristóbal, que no había llegado y que podía llegar de un momento a otro, y quizá ser obstáculo aquella mujer para que entrase a darle la buena noticia que esperaba.
La conversación indicaba ser larga, según la tranquilidad con que la vieja se acomodaba en el sillón, y esto era una amenaza para el de Villena.
Entonces comenzó a arrepentirse de haber dado tan fácilmente entrada a aquella dama.
—Cuando V. E. sepa quién soy —continuó ella, tomando un aire de importancia que hubiera hecho reír al de Villena si no hubiera estado tan preocupado— cuando le diga mi nombre, conocerá que sólo el interés que por V. E. tengo, y el deseo de servirle, me ha hecho llegar hasta aquí, sola y en altas horas de la noche, cuando jamás salgo así de mi casa, y es la primera vez que oculta subo las escaleras de Palacio, porque no se me esconde lo que mi honra perdería si alguien me conociese al entrar o salir de la cámara de V. E.
A pesar de su preocupación, el virrey tuvo una sonrisa imperceptible al escuchar esto, y calcular la edad de su interlocutora, que continuó diciendo:
—Pero aunque yo esperaba, y con razón, que algún día V. E. honrase mi casa, en la cual he tenido la satisfacción de ver a algunos de los ilustres antecesores de V. E. en el gobierno, lo mismo que a muchos distinguidos personajes de esta corte, sin embargo, el tiempo se perdía, y yo me adelanté, porque deseo que cuanto antes sepa V. E. el negocio que de comunicarle tengo.
El preámbulo era ya bastante largo, y al virrey le parecía que don Cristóbal estaba en la antesala y que por discreción ni entraba ni se hacía anunciar, creyéndole muy ocupado.
La dama iba a continuar; pero el virrey le interrumpió cortesmente, diciéndola:
—Permítame vuesa merced, señora, que dé una orden que me importa, para poder luego con toda calma escuchar su interesante relación.
—V. E. es muy dueño —dijo la vieja con zalamería.
Dirigióse el virrey a la puerta, y entretanto la dama quedó sola, mirando con gran cuidado muebles y tapices, y cuadros y todo cuanto allí había, como si tratara de hacer un inventario.
El de Villena llamó a su ayuda de cámara y preguntó:
—¿Don Cristóbal de Portugal está ahí?
—No, señor —contestó el criado.
—Tan pronto como llegue, pasa recado.
El criado se inclinó, y el virrey volvió a su cámara, cerrando la puerta tras sí.
La vieja procuró tomar un aire compungido, para que el virrey no conociera que todo lo había estado examinando con indiscreción.
—Comenzaré —dijo la dama, mirando que el virrey la escuchaba— por preguntar a V. E. si me permite hablarle con toda franqueza.
—Sin duda.
—¿Aun cuando no sea de negocio que toque al real servicio, sino sólo al particular de V. E.?
—Con más razón, señora, que en más respeto se deben tener los asuntos del rey mi amo, que los míos propios.
—Pues solos estamos, y V. E. me da su beneplácito para hablar con franqueza, no sufra yo un desaire si toco punto de reserva entre caballeros.
—Hable vuesa merced con entera confianza.
—Ha llegado a mi noticia que V. E. pena de amores por una hermosísima y discreta dama de esta ciudad, llamada doña Juana de Henríquez.
El virrey hizo un movimiento de sorpresa y de disgusto al ver su secreto, que tan bien guardado creía, saliendo de la boca de una mujer desconocida para él.
La dama lo advirtió; pero equivocando la causa de aquel movimiento, se apresuró a calmar al marqués, diciendo:
—No tenga empacho V. E. de confiar en mí, porque aunque soy dama de buena familia, y honrada, conozco demasiado el mundo, y considero que V. E. es joven y fogoso, y doña Juana de tan relevantes prendas, que el amor de V. E. por ella, no sólo es natural, y disculpable su deseo de poseerla, sino que esto prueba una vez más que V. E. es un caballero de mucho espíritu, porque la pasión amorosa, con ser tan noble, halla más pronto cabida en nobles pechos y en levantados espíritus.
El de Villena no sabía verdaderamente si decir algo o callar; pero la dama le sacó de su embarazo continuando su relación.
—Hasta el día, o mejor dicho, hasta la noche de hoy, sé muy bien que nada ha podido alcanzar V. E. en su empresa; quizá ni hacer que la dama conozca el amor que V. E. le profesa…
—Es verdad —dijo maquinalmente el virrey sin poder contenerse.
—Pero como en un momento pueden acontecer cosas que no han acontecido en muchos años, quizá lo que vengo a ofrecer a V. E., V. E. mismo no se ha atrevido ni aun a pensarlo desque anda enamorado.
—¿Y qué me ofrece vuesa merced, señora?
—Ofrezco, la felicidad a V. E.
—¿Y cómo?
—En figura de doña Juana Henríquez.
El marqués creyó que soñaba, o que aquella mujer le estaba engañando.
—Por supuesto, señor —continuó ella— que ante todo es preciso que nada sepa de todo esto don Cristóbal de Portugal.
—Don Cristóbal de Portugal —anunció en este momento el criado.
La dama, con una admirable rapidez bajó un tupido velo que sobre las tocas llevaba, cubrióse el rostro y se encogió en el sitial de manera que hubiera sido imposible reconocerla.
En aquel momento la visita de don Cristóbal era tan importuna como deseada había sido una hora antes.
El virrey estaba profundamente disgustado, porque en la relación de la dama había entrevisto que don Cristóbal, o había tratado de engañarle o era un obstáculo para alcanzar el amor de doña Juana, supuesto que la primera condición era que él nada supiese. Y todo esto indignaba al virrey, aun suponiendo que le perdonase el haber revelado su secreto, en atención a que esa falta de sigilo hubiera hecho venir a Palacio a la misteriosa visita.
Todas estas reflexiones pasaron como un relámpago en la cabeza del marqués, y con la misma facilidad tomó una determinación.
—Di a ese caballero —contestó al criado, que esperaba— que por estar indispuesto no puedo recibirle; pero que en la semana que viene nos veremos.
El criado cerró la puerta, y el virrey volvió al lado de la dama, exclamando:
—¿Pero será posible que vuesa merced cumpla lo que me ofrece?
—Como lo digo. Doña Juana vendrá, y será de V. E. por toda su vida.
—¡Ah para toda mi vida! —exclamó con pasión el marqués.
—¿Cuándo quiere V. E. que venga? ¿Desde que día dispone que sea suya esa joven?
—Por mí, hoy mismo, en el instante, porque cada momento que pasa me parece un siglo, y temo que teniéndola en mi mano aún podría perderla; pero la impaciencia no me impide pensar en que tengo necesidad de prepararla una habitación digna de su belleza y de su mérito, y para esto necesito algunos días, muy pocos; pero debe tener una cámara regia, y aquí, cerca de mí porque, una vez a mi lado, no me separaré de ella jamás.
—Señale V. E. el día.
—Pues para el día nueve de este mes.
—Bien, señor: el día nueve de junio, a las doce de la noche, que espere el ayuda de cámara de V. E. una silla de manos que llegará a la puerta de Palacio, porque en esa silla llegará doña Juana Henríquez, que será desde ese momento la dama del noble marqués de Villena.
—Debo a vuesa merced más que la vida. ¿Qué desea vuesa merced en pago de este servicio?
—Para mí nada más que la amistad de V. E., y que honre mi casa visitándola: para el hombre que me ha dado el medio de complacer a V. E., una recompensa que trataremos V. E. y yo mañana, si V. E. honra mañana mi casa.
—¿Cómo se llama vuesa merced, señora?
—Doña Fernanda Juárez de Subiría.
—Debí haberlo adivinado, señora, en el talento y las distinguidas maneras de una dama tan conocida en México. Mañana en la noche visitaré a vuesa merced.
—¿Desea V. E. que la casa esté sola, o puedo recibir a mis acostumbrados tertulianos?
—Me es indiferente; pero sería mejor, para evitar sospechas, que estuviesen allí los que visitan a vuesa merced, que no faltará ocasión de que hablemos a solas.
—Ya lo creo.
—Iré, señora, y trataremos de esa recompensa, que ser debe proporcionada al servicio.
—¡Ah! olvidaba decir a V. E. que doña Juana tiene un capricho, y desea que V. E. se lo complazca.
—¿Y cuál es?
—Desea que la mañana del día en que ha de venir a Palacio, al sonar las ocho, pase V. E. por delante de sus ventanas, sobre un caballo negro y vistiendo los colores de doña Juana: verde y negro.
—Hubiera querido que me pidiera mi vida y no cosa tan sencilla. Podéis decirla que la complaceré.
—Pues permítame V. E. que me retire, que es tarde, y hasta mañana.
Levantóse doña Fernanda, y el virrey la acompañó hasta la puerta, diciéndola:
—¿Quiere vuesa merced que la acompañen dos alabarderos?
—Agradezco el honor; pero vivo cerca, y vienen acompañándome algunos de mis lacayos armados.
El virrey hizo una reverencia y se retiró.
Pocos momentos después, entre la oscuridad de la noche, se veía pasar por el puente de Palacio una silla, delante de la cual iban dos lacayos alumbrando con sendos hachones.
Era que doña Fernanda regresaba a su casa.