Doña Inés
El día que siguió al de la entrada solemne del arzobispo Palafox en México, don Guillén de Lampart estaba de visita en una habitación que en el interior del Palacio del virrey había.
Era aquella la casa de don Ramiro de Fuensanta, el amigo y tertuliano de doña Fernanda Juárez.
Don Ramiro era hombre de un aspecto dulce y bondadoso, amable y jovial en la calle y en las casas de sus amigos; pero todo esto no era sino una corteza tras la que ocultaba un carácter violento, más despótico que enérgico, el cual le hacía verdaderamente insufrible en el hogar doméstico.
Don Ramiro era casado con una mujer que, sin ser joven, podía decirse que estaba en la hermosa edad de las mujeres: contaba treinta años; la edad del perfecto desarrollo físico y moral; la edad de las pasiones tempestuosas, de las impresiones profundas; la edad de prueba.
Llamábase la mujer de don Ramiro, doña Inés Villamil, y descendía de una familia noble, radicada hacia muchos años en la Colonia.
Doña Inés era tan bella como desgraciada: su matrimonio con don Ramiro, mayor que ella lo menos en treinta años, había sido más bien obra del cálculo de los padres de la dama que del amor que a ella podía inspirarle su viejo pretendiente.
La joven, casi sólo por obedecer a sus padres, fue al altar, no alegre, porque no amaba al que iba a ser su marido; pero tampoco triste, puesto que no comprendía el hondo y peligroso abismo que a sus plantas se abría. Casóse, creyendo que era aquello un juego de la niñez.
Pasaron los años; la niña se hizo mujer; sintió que su corazón necesitaba amor, y no sentía más que deber. El trato rudo y áspero de su marido, sus desprecios constantes, el aislamiento en que ella se encontraba, dieron a su carácter un fondo de melancolía que se adivinaba en sus lánguidas miradas. Doña Inés estaba enferma de misantropía: a nadie amaba, porque el único hombre a quien había conocido era don Ramiro, y creía que todos los hombres serían como él, amables en la apariencia, sumisos hasta alcanzar la posesión, feroces en el fondo, altivos cuando habían logrado satisfacer su capricho.
Doña Inés aborrecía instintivamente a los hombres; y sin embargo, como era tan bella, y muchos sabían cuánto la hacía sufrir don Ramiro, la requerían de amores.
Pero aquella virtud, fortalecida por el temor de un nuevo y más terrible desengaño, era inexpugnable. Así lo había declarado ya el mundo; pero misterios hay en el corazón de la mujer que son impenetrables para el mundo.
Don Guillén estaba sentado cerca de doña Inés, y ésta tenía una de sus hermosas manos apoyada en el hombro del joven, y pasaba cariñosamente sus dedos nacarados entre su sedosa barba.
—Guillén —decía doña Inés— creo que me amas; pero como tú eres capaz de amar, por capricho, por pasatiempo, sin pensar en que tú olvidas rápidamente; pero dejas una herida incurable.
—¿Tal piensas de mí, Inés? —preguntó don Guillén.
—Tal pienso; y ¿qué quieres que te diga? tal creo. Cuantos te tratan, cuantos tu vida conocen, aseguran que eres hombre tan afortunado como voluble; de impresiones pasajeras; de ardientes, pero momentáneas ilusiones: ¿y seré yo, Guillén, una de tantas víctimas como llevas hechas en esta tu vida de aventuras y galanteos?
—Inés, me injurias con pensar eso.
—No, Guillén, no te injurio. Mira: tú has visto que no soy una de esas mujeres que saben pintar su pasión con brillantes colores; que no sé decirte esas frases ardientes y llenas de entusiasmo, quizá porque como yo nunca he amado, y éste es mi primer amor, y no soy una joven, siento rubor de decirte cuanto pienso. Poco te digo, Guillén, y sin embargo, cuando te estoy hablando, a cada momento me parece que voy a escuchar de tu boca una carcajada burlona.
—¡Inés!
—Sí, Guillén, perdóname; pero estoy tan acostumbrada al desprecio, que yo misma he llegado a persuadirme de que nada valgo, de que soy incapaz de inspirar una ilusión, de que soy indigna de que un hombre se fije en mí; por eso, a pesar de tus palabras, no puedo creer que me ames; me parece imposible que exista en tu alma ese amor; veo en todo un fondo negro, y padezco más porque creo que tú has encendido esta pasión en mi alma por divertirte, para reír de mí…
—Pero ¿me crees capaz de haber meditado semejante infamia? Yo te amo porque eres desgraciada; te amo porque comprendo la belleza de tu alma, que otros no han sabido comprender; porque eres un joyel oculto entre las sombras del infortunio; y cuando en tus ojos miro las frescas huellas de tu llanto, pienso que soy muy desgraciado porque no puedo endulzar tu vida, y yo sería capaz de dar toda la mía por enjugar con mis labios una sola de esas purísimas lágrimas.
—¡Cuán feliz soy en este momento! —exclamó doña Inés con los ojos húmedos de ternura—. ¡Cuán feliz soy, Guillén! Porque aunque tú me veas así tan silenciosa siempre, y siempre tan indiferente, hay en el fondo de mi corazón una pasión inmensa por ti. En ti pienso día y noche; quisiera poder estar siempre a tu lado, y cuando llegas enmudezco porque temo decir algo que no sea digno de ti, y el amor embarga mis sentidos, y no sé sino adorarte, y tiemblo hasta de fijar en ti mis miradas.
—Amor mío, jamás podré olvidarte.
—Y cometerías un crimen espantoso si me olvidaras. Yo vivía desgraciada, pero tranquila; tranquila, porque creía que el mundo había acabado para mí. No había amado nunca; soy casada; tengo sagrados juramentos que cumplir; y en un tiempo, sintiendo el vacío inmenso de mi corazón, temblé, pensando que este corazón despertara. Y este temor me atormentaba día y noche; y huyendo de la lucha y del peligro, huí de la sociedad y anticipé la vejez, y busqué para mi alma el frío sudario de la muerte. Pasaron algunos años; creí que había vencido; canté victoria; nada había podido el mundo contra mí; el peligro había desaparecido; me creí segura…
—¡Pobre Inés!
—Si, Guillén, te conocí; en tus primeras miradas me figuré ver un rayo de luz que no conocía en las de los demás hombres, y me estremecí; presentía que la tempestad se acercaba; me causabas terror, porque mi corazón me avisaba que no podría yo resistirte. ¡Oh, cómo clamaba yo a Dios para que te apartara de mi camino! ¡Cuántas veces en el templo oré ante los altares de la Virgen, pidiéndole que te tocara el corazón para que no te fijases en mí! Después de mi plegaria me consolaba a mí misma, reflexionando que no era posible que tan joven, tan galán, tan bien relacionado, pusieses los ojos en mí, que casi no pertenezco a este mundo…
—Pero Inés…
—Déjame concluir, que quiero abrirte mi corazón; escúchame con paciencia ¡me consuela tanto referirte mis pensamientos!
—Pues habla, bien mío, habla.
—Un día, en la casa de doña Fernanda estaba yo sola y te acercaste a mí ¿lo recuerdas?
—Como si fuera en este momento.
—Al mirar que te llegabas a mí, que ibas a hablarme, tuve impulsos de huir; era para mí un momento espantoso. Si me hablabas de amor ¿cómo resistir a la pasión? Si no me hablabas de amor ¿cómo soportar el desengaño? ¡Dios mío, no sé lo que hubiera preferido en aquel momento! Tu amor me mataba, porque era el delito; tu indiferencia me mataba, porque era el desencanto. Te sentaste a mi lado, y media hora después sabía yo que era amada y tú sabías que era tuyo mi corazón.
Doña Inés se detuvo como para tomar aliento. Don Guillén no se atrevía a hablar, y la contemplaba silenciosamente.
—Brotó entonces en mi alma —continuó doña Inés— una pasión terrible, pero siempre acompañada de la desconfianza. Guillén ¿por qué veniste a recordarme que tenía yo pasiones y corazón? Espantéme yo misma de lo que sentía; aquello a que tanto había temido llegaba, y mis presentimientos no me habían engañado: tú me hablabas de tu amor; tú, el único hombre a quien no me creí capaz de resistir. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me abandonaste? ¿De qué vale, Dios mío, la virtud sin tu auxilio? ¿Cuál es la criatura que puede salir triunfante en la lucha, si le falta la poderosa fuerza de tu mirada?
—¿Es decir, Inés, que te arrepientes de haberme amado?
—Guillén, no me hagas decir ¡por Dios! lo que no debiera salir nunca de mis labios. ¿Arrepentirme? ¿Arrepentirme? Si mil veces me encuentro en esta situación, mil veces te amaré: tú sabes que no pude resistir a la primera de tus palabras; que caí a tus pies enamorada; y comprende, Guillén, mi sacrificio. He caído cuando temía que todo lo que tú me decías era sólo una burla; he caído cuando me parecía que tú mismo veías ridículo el que yo sintiera una pasión; he caído cuando una sonrisa tuya podía causarme la muerte o hacerme perder el juicio ¿comprendes todo esto, Guillén?
—¡Lo comprendo, Inés, y te admiro!
—Si me engañases, no sé lo que yo sería capaz de hacer. ¿Para qué me sacaste de la tumba, si esa resurrección era para hundirme en un infierno de penas? Guillén, conozco que si tú me engañaras, sería capaz de volverme tigre, porque habrías sembrado en mi alma la desesperación. Yo todo lo sacrifico por ti; nada te exijo en cambio más que tu amor: ¿serías capaz de hundirme el puñal en el corazón?
—¡Jamás!
Sonaron en este momento pasos y voces en el aposento inmediato, y poco después aparecieron, abriendo la puerta, don Ramiro de Fuenleal y don Diego Astudillo, el mismo que en la noche anterior había concurrido a la reunión misteriosa en el palacio del arzobispo.
Don Ramiro y su compañero saludaron cortesmente a don Guillén y tomaron asiento cerca de él.
Hablóse de la entrada del arzobispo, de las cosas de Nueva España, del tiempo, y luego de todo eso inútil de que se habla entre los que no tienen de que hablarse.
Don Guillén, aprovechando la primera oportunidad, se despidió, y don Ramiro y doña Inés quedaron solos con Astudillo.
Entonces don Ramiro, que afectaba tratar a su mujer con singular cariño delante de toda persona extraña, la dijo:
—Inés, el señor de Astudillo tiene que hablarme de un negocio que tratarse debe en secreto; no te enojes si te ruego que nos dejes solos.
Doña Inés no deseaba otra cosa, y sin hacer esperar respuesta salió, haciendo una cortesía a don Diego Astudillo.
—Puede vuesa merced decir con franqueza, señor de Astudillo —dijo don Ramiro— el negocio que tanto le interesa, pues sabe que dispuesto estoy a obsequiar sus deseos.
—Menos no podía esperar de mi señor don Ramiro —contestó el otro— y por eso he confiado en la amistad con que me distingue.
—Estoy a las órdenes de vuesa merced.
—Pues es el caso que Su Majestad, que Dios guarde, ha llegado a entender lo que ya vuesa merced y yo sabemos, tan bien como otros muchos, acerca del virrey marqués de Villena.
—¿Y qué cosa es esa que todos sabemos?
—No se haga vuesa merced de las nuevas, que ya en otros días hemos tenido largas pláticas, y hablado acerca de los asuntos y levantamientos del Portugal.
—¡Ah, ya caigo! Trátase de las inteligencias secretas del de Villena con el de Braganza.
—Ciertamente.
—¿Conque decía vuesa merced?
—Que Su Majestad lo sabe todo, y está ya resuelta la separación del virrey, y nombrado el que sustituirle debe.
—¡Ave María Santísima!
—Por Dios, señor don Ramiro, que vuesa merced guarde el más profundo secreto en esto, que nos va nada menos que la vida a nosotros, y la salud al reino.
—Confíe en mi discreción vuesa merced, que ya sabía yo que tal había de suceder, y por seguro lo tenía; y a pesar de ello, ni a mí mismo me había atrevido a decírmelo.
—¿Sabíalo vuesa merced?
—Como saber que soy don Ramiro de Fuenleal.
—No lo dudo, supuesto que vuesa merced lo afirma. Pues bien, el día es llegado de la dicha destitución; pero como temores hay, y muy fundados, de que el de Villena se resista, y quizá se alce contra Su Majestad, como el de Portugal, trátase de darle el golpe tan seguro, que de nada se aperciba hasta que le rodeen los fieles vasallos de Su Majestad y no le sea posible ni la rebelión ni la fuga.
—¡Bien pensado!
—Supongo que vuesa merced querrá dar ayuda…
—Seguramente.
—Entonces puede prestar un servicio de suma importancia…
—¿Y a proporcionar las llaves de Palacio para que pueda llegarse la gente fiel cualquiera noche, sin ser sentida, hasta la cámara del virrey? ¿Es esto?
—¿Pero quién le ha dicho tal cosa? —preguntó espantado Astudillo, mientras que don Ramiro le veía sonriéndose maliciosamente.
—Ése es mi secreto, y lo descubriré a vuesa merced, si me dice quién le indicó que se encargara de este negocio.
—¡Imposible!
—Lo mismo digo; pero guardando cada uno nuestro secreto, y sin exigirnos mutuamente revelaciones que imprudentes e inútiles serían en estos momentos, diré a vuesa merced lo que hay acerca de esto.
Don Diego de Astudillo estaba cada momento más admirado: como él no podía conocer los planes que tenía formados don Guillén, no se imaginaba siquiera que doña Fernanda hubiera comprometido a don Ramiro a entregarle las llaves de Palacio y a franquearle la entrada hasta la estancia del virrey, y por su parte don Ramiro suponía que por cuenta de doña Fernanda y de sus amigos, Astudillo le exigía el cumplimiento de sus promesas.
La conspiración de don Guillén y la del arzobispo se encontraban en un punto, y este punto de intersección de dos caminos que iban a tan diversos objetos, era nada menos que la cooperación de don Ramiro.
—Pues las llaves —continuó éste— están hechas ya con anticipación, y voy a darlas a vuesa merced en este momento. En cuanto a dirigir a los que lleguen, avíseme vuesa merced el día, y les daré el camino, sin que haya temor de tropiezo ni de indiscreción.
Y diciendo esto, don Ramiro salió de la estancia, dejando solo a su asombrado interlocutor.
Don Diego no se admiraba de la gran confianza que en él manifestaba tener don Ramiro; eran antiguos amigos, y los dos se conocían íntimamente como enemigos del virrey; pero que don Rodrigo supiese, como aparentaba, cuáles eran los planes del arzobispo con tanta anticipación, que hasta se hubiesen hecho las dobles llaves de Palacio, esto era lo que no podía entender.
El hombre estaba tentado de creer en brujas y en adivinos.
Pocos momentos después apareció de vuelta don Ramiro, trayendo una gran cantidad de llaves de todos tamaños y figuras; era por lo menos media arroba de hierro aquello.
—Ea, aquí tiene vuesa merced —dijo— cuanto puede necesitar; y para evitar equivocaciones, cada una de estas llaves tiene una tira de pergamino, en la que, con muy clara letra, he puesto la puerta a que corresponde. Mire vuesa merced: galería de la derecha, patio principal; salas de la Audiencia; secretaría del virreinato; secreta de la cámara; y así todas, sin faltar una.
Don Diego de Astudillo le miraba casi con espanto: creía estar soñando; lo que él se pensaba que sería asunto largo y difícil, se lo encontraba rápido y fácil.
Alguien había adelantado aquel trabajo; pero importaba aprovecharse de él, supuesto que había poco tiempo de que disponer.
—Conque lleve eso vuesa merced —dijo don Ramiro— y yo le diré ahora que por Dios que no me descubra, ya que tal servicio presto a la causa de Su Majestad.
—Nada diré, así pudiera estar en el potro o en la garrucha —contestó el otro, guardando y escondiendo las llaves lo mejor que pudo.
—Y no olvide vuesa merced —agregó don Ramiro— que de avisarme tiene el día o la noche en que se dé el golpe: quizá se perdería mucho tiempo en abrir las puertas y encontrar el camino, si los que vienen no conocen el interior del Palacio…
—Avisaré a vuesa merced, y por ahora, pues no hay más de qué tratar, me retiro, que mucho peso llevo en el cuerpo con tanto hierro.
—Razón tiene vuesa merced.
—Pues buenas tardes le dé Dios, y mañana nos veremos.
—Buenas tardes.
Don Ramiro salió a acompañar a su amigo hasta la puerta, en donde se separaron los dos muy alegres.
El uno porque iba a probar al arzobispo que sabía cumplir bien una comisión, lo cual podía ponerle en muy buen lugar con el nuevo virrey.
El otro, porque creía haber hecho un servicio al rey, que le valdría cuando menos una vara de corregidor o una encomienda.
Si doña Fernanda hubiera presenciado aquella escena, sin duda se hubiera mesado de desesperación sus venerables canas.