Los planes del arzobispo
Era ya casi la media noche; toda la gente habíase retirado, y quedaban apenas en las calles algunos obstinados paseadores que se empeñaban en sentirse muy divertidos a fuerza de haber tomado mucho vino, celebrando la bienvenida de Su Ilustrísima.
La iluminación también se había extinguido, y sólo en una que otra casa brillaban todavía agonizantes farolillos, que hacían más pavorosa la oscuridad de las calles.
De vez en cuando se escuchaba la acompasada marcha de una ronda, que conducida por un alcalde y guiada por un alguacil que portaba un farol, aparecía por un momento y se perdía luego entre las tinieblas, como una procesión de sombras que se desvanecían.
Por fin, todo quedó en silencio; apagáronse las últimas luces; retiráronse los últimos paseantes; extinguiéronse los últimos ecos de las pisadas de las rondas.
Pasó el día solemne de la entrada del arzobispo.
Sin embargo, cautelosamente, envueltos en las sombras y procurando ahogar el ruido de sus pasos, cinco o seis hombres llegaron, uno en pos de otro, hasta la puerta del palacio del arzobispo; todos llamaban dando un golpecito tan ligero, que parecía imposible que pudiera oírse; pero con la misma precaución aquella puerta se abría, daba paso al misterioso visitante, y volvía a cerrase.
La entrada del palacio arzobispal estaba tan oscura que desde la acera de enfrente hubiera sido casi imposible distinguir si la puerta estaba o no cerrada.
Habían así entrado varios hombres, cuando llegó uno que al parecer venía más apresurado; llamó, y pasó lo que con los anteriores; la puerta volvió a cerrarse, quedando todo en una densa oscuridad.
Pero esto duró así cortos instantes: sonó algo como una lámina de metal y brilló la luz de una linterna sorda que se abría.
El que aquella linterna tenía, y era el mismo que de portero había servido, era un clérigo alto, fornido, mal encarado, que vestía una sotana vieja y cubría su cabeza con una montera más vieja aún.
—Santas noches dé Dios a vuesa merced, padre —dijo el recién llegado, tocándose el sombrero.
—Así se las dé su Divina Majestad a su señoría el señor mariscal don Tristán de Luna —contestó con humildad el clérigo, haciendo una gran cortesía.
—¿He llegado el último, es verdad? —preguntó el mariscal.
—Creo que sí, y sin embargo es la hora de la cita.
—¿Quienes están ahí?
—Su señoría el oidor don Andrés Prado de Lugo, su señoría el maestre de campo don Antonio de Vergara, don Diego de Astudillo, y don Juan Hurtado de Mendoza.
—Paréceme que son todos los que se esperan.
—Debe ser así; que orden tengo para retirarme de esta puerta tan luego como vueseñoría haya entrado.
—Pues guíe vuesa merced, padre —dijo el mariscal cortando la conversación.
El clérigo, no sin hacer multitud de reverencias, comenzó a subir la escalera, guiando a don Tristán, procurando llevar el farol hacia atrás para que mejor se alumbrase, con lo cual en verdad no conseguía sino deslumbrarle, deteniéndose a cada paso y, en fin, procurando por cuantos medios le sugería su no muy fecunda imaginación, darle a entender que le guardaba toda clase de consideraciones y de respetos.
Como es de suponerse, el mariscal, objeto de todos aquellos innecesarios cuidados, estaba ya a punto de impacientarse; pero era su primer visita al arzobispo, y aquel clérigo, que tal misión desempeñaba, como era recibir tan extrañas visitas, podía ser lo más cortésmente tonto que se quisiera pero tenía sin duda la confianza plena del prelado.
Era quizás un tonto discreto, que no son tan comunes como los indiscretos de talento.
A la luz de la linterna del obsequioso conductor, llegó el mariscal hasta una gran puerta, al través de cuyas hendeduras pasaba la luz que de dentro venía, y se escuchaba el rumor de hombres que hablaban en voz alta.
—Pase su señoría —dijo el clérigo al mariscal, tomando el aire de un recluta que quiere hacer honores a un general.
—Bueno sería que vuesa merced me anunciase —contestó el mariscal.
—¿Cómo me atrevería yo a tanto? —dijo el clérigo con una sonrisa de adulación—. Su señoría es tan alto personaje y tan conocido, que no necesita que nadie le anuncie, y menos en donde le esperan: llame vueseñoría y se entre; y para que no se tome ni el trabajo de llamar, llamaré yo.
Y sin esperar respuesta llamó a la puerta del salón.
Oyéronse los pasos del que se acercaba a abrir y el ruido del cerrojo que se corría.
—Me retiro, con perdón de su señoría —dijo el clérigo inclinándose hasta formar la escuadra, pero sin dejar su sonrisa de adulación.
—Padre ¿cómo se nombra vuesa merced? —preguntó el mariscal, no pudiendo dominar su curiosidad por saber cómo se llamaba tan enfadoso personaje.
—Julio…
En este momento se abrió la puerta y el mariscal no alcanzó a oír más.
En una sala escasamente alumbrada por algunas bujías de cera, y que por todo menaje tenía una mesa de cedro y unos sitiales, estaban reunidos el nuevo arzobispo de México don Juan de Palafox y Mendoza y algunos de los más principales caballeros de la ciudad.
El arzobispo ocupaba un sitial de cedro muy antiguo, tapizado de tafilete amarillo, bordado y blasonado.
En el muro, sobre la cabeza de Su Ilustrísima, estaba suspendido un gran Crucifijo, que a los lados tenía dos candelabros en los que ardían gruesas velas de cera.
Las demás personas formaban casi un círculo delante de don Juan de Palafox.
Al presentarse el mariscal, levantáronse todos de sus asientos, menos el arzobispo; saludóles a todos en general don Tristán de Luna, y se llegó hasta donde Su Ilustrísima le esperaba; besóle respetuosamente el anillo pastoral, y tomó asiento a su lado.
—Sólo a su señoría esperábamos —dijo el arzobispo dirigiéndose al mariscal— para tratar del asunto que con tanto secreto me ha hecho reunir aquí a tan nobles personas.
Todos hicieron una cortesía, como para probar su gratitud por tan honrosa calificación.
—Es el caso, señores, tan grave —continuó el arzobispo— que antes de manifestarlo a sus señorías, pido, y permítaseme usar de esta precaución, que es de uso constante y que a nadie injuria; pido, repito, que todos los que aquí presentes están, por tratarse del real servicio, juren como cristianos y caballeros —pusiéronse en pie todos, incluso el arzobispo— por Jesucristo crucificado, y a cargo solemne de la conciencia de cada uno, guardar el más profundo secreto sobre todo cuanto va a tratarse aquí en esta noche, y de cuanto más, con este motivo, supieren o hicieren.
—Lo juramos —contestaron todos solemnemente, tendiendo la mano derecha.
—Recibo ese juramento, como príncipe de la Iglesia y como representante de Su Majestad el rey Felipe IV, que Dios guarde.
—Que Dios guarde —repitieron los caballeros, y volvieron a ocupar sus asientos.
—Debéis saber, señores —dijo el arzobispo— que el rey nuestro señor ha llegado a entender que don Diego López de Pacheco, Cabrera y Bobadilla, duque de Escalona, marqués de Villena, grande de España y virrey y capitán general de esta Colonia, no procede con la lealtad que debiera, y temiendo se sigan mayores males a la monarquía, se ha dignado confiar a mi empeño esta empresa, y nombrándome ha en lugar del marqués de Villena para gobernar estos reinos, encargándome de residenciar a mi antecesor con la misma energía con que procedí con el marqués de Cadereyta.
Todos los concurrentes abrían desmesuradamente los ojos. La noticia caía entre ellos como un rayo; pero en todos los semblantes se notaba algo de alegría, porque el arzobispo había cuidado de citar allí a los que conocía enemigos del marqués de Villena.
—Los motivos que ha tenido Su Majestad —continuó el prelado— son tan justos como sabidos. El marqués de Villena ha sido acusado en la corte como parcial del duque de Braganza, que contra toda ley y derecho se ha alzado con el Portugal, pretendiendo hacerse rey. Las principales acusaciones han partido de México, en donde Su Majestad sabe muy bien que tiene súbditos leales; pero el marqués de Villena parece que se ha encargado de probar que sus acusadores tienen razón. El navío que llevó la noticia de haber tomado el de Villena posesión del virreinato, aportó en el Portugal a la sazón que se verificaba el levantamiento. Natural es suponer que llevaba cartas para el de Braganza: en el castillo de San Juan de Ulúa, que es la llave del puerto de Veracruz, y por consiguiente de la Nueva España, el de Villena ha nombrado por castellano a un portugués, que puede ser tan fiel como se quiera, pero no por eso dejará de ser sospechoso él, y oscura la conducta del virrey, que en empleo tan importante le coloca; y a tanto llega ya el atrevimiento, dicen las cartas de España, que públicamente ha osado decir el marqués: «Mejor es el de Portugal que el de Castilla».
—Dispénseme Su Señoría Ilustrísima —dijo el mariscal—; pero en este punto quiero aclarar la verdad, por qué presente estaba yo cuando virtió el marqués de Villena esas expresiones; y es el caso, que como Su Señoría Ilustrísima sabe, el virrey se precia de jinete y conocedor de caballos, y en días pasados regaláronle con dos hermosísimos; el uno que le envió don Cristóbal de Portugal, caballero rico y muy conocido en México, y el otro don Pedro de Castilla, también sujeto muy distinguido. Empeñáronse ambos en saber la opinión de Su Excelencia sobre cuál era mejor de ambos animales, y una mañana, a presencia de varias personas, entre las que yo me encontraba, montó el virrey uno después de otro los caballos, y dijo, que yo le oí: «Mejor es el de Portugal que el de Castilla», y esto en honor de la verdad debo manifestarlo a Su Señoría Ilustrísima.
—Debe ser así, cuando así lo refiere testigo de vista tan respetable como el señor mariscal —contestó el arzobispo— pero sea de ello lo que fuere, la cosa llegó de otro modo a la corte; y como allá se juzgó, no nos queda sino lamentar una interpretación que tan fatal ha sido para el de Villena; pero el resultado es que Su Majestad determina privarle del virreinato y que se le forme juicio de residencia, y a nosotros no nos toca otra cosa que obedecer las reales órdenes.
Inclináronse todos respetuosamente.
—Pero —continuó el arzobispo— como pudiera suceder muy bien que en el fondo de todas esas acusaciones hubiera algo de verdad, porque todos lo dicen, y Vox populi vox Dei, y que el marqués pretendiera resistir con cualquier pretexto, es conveniente tomar cuantas precauciones se crean necesarias para cumplir religiosamente con las órdenes de Su Majestad. Con tal objeto he citado a sus señorías esta noche, y después de que escuchen la lectura de las cédulas y despachos reales, me digan si están dispuestos a prestarme ayuda.
El arzobispo leyó en voz alta los despachos de Felipe IV, en los que se le nombraba virrey de la Nueva España, y los entregó luego al mariscal, que a su derecha estaba.
Mirólos éste; besó con respeto la firma del monarca y pasólos al que a su derecha tenía, el cual hizo lo mismo, y de mano en mano, y de boca en boca, dieron la vuelta los despachos hasta volver al arzobispo, quien les dio el último beso, y continuó diciendo:
—Es necesario sorprender al marqués de Villena, sin darle tiempo ni de resistir, ni ocultar; y además, que sus parciales nada sepan hasta que esté preso. Para esto se necesitan tres cosas: primero, tener quien nos abra todas las puertas del Palacio y de sus oficinas, la noche que debe darse el golpe.
—Encárgome de ello —dijo don Diego de Astudillo.
—Perfectamente —continuó el arzobispo—. En segundo lugar, necesito tropas que ocupen todas las avenidas de Palacio, para evitar que alguien, quizá el mismo virrey, se fugue, y además, por si intenta resistir.
—Prometo a Su Señoría Ilustrísima que tendrá la tropa —dijo el mariscal.
—En tercer lugar, necesitaré que esa noche estén prevenidos todos los oidores para reunirse en el momento que se les diga, y entren en la Audiencia, y que haya además un escribano, testigos, y algunos caballeros que asistan a la solemne lectura de los reales despachos y notificaciones correspondientes.
—De todo eso me encargo —dijo el doctor don Andrés Prado de Lugo.
—Pues no haya más que hablar —agregó el arzobispo— cada uno arregle la parte que le corresponde, porque el nueve de junio, plazo bien corto, pues estamos en ese mes, debe darse el golpe. A las once de la noche nos reuniremos aquí mismo, y de aquí saldremos para Palacio: la luz del día diez, que es de Pascua del Espíritu Santo, alumbrará cambiado el gobierno de Nueva España.
Levantóse de arzobispo, como indicando que era hora de retirarse; imitáronle todos, y comenzaron a despedirse de él, besándole la mano con más respeto que cuando habían llegado, porque veían ahora arzobispo y virrey al que sólo como arzobispo habían mirado al entrar.
Bajaron reunidos la escalera, y al llegar al portal, el oidor, que era el más anciano, dijo:
—No conviene salir reunidos.
—Es verdad —contestaron todos.
Y con largos intermedios fueron unos en pos de otros escurriéndose verdaderamente a la calle, hasta que el último se perdió entre las sombras.
El padre Julio, que había vuelto a ocupar el lugar del portero, corrió los cerrojos, descubrió la luz de su linterna sorda, y comenzó a subir las escaleras, diciendo entre multitud de largos bostezos:
—Como siga así el trabajo en el arzobispado, tengo para mi sotana que pronto me entierran… Es mucho hombre este don Juan de Palafox.