XV

La denuncia

Mientras llegaba el consultor don Juan Manuel, los inquisidores pasaron a registrar el calabozo que habían ocupado los prófugos.

El alcaide, temblando, les guiaba en aquella peregrinación; y comenzaron las pesquisas de los jueces, dando por inmediato resultado el poderse explicar satisfactoriamente cómo se había efectuado la evasión.

Después se encontraron allí las improvisadas plumas con que escribía el desgraciado don Guillén, y más adelante multitud de escritos en prosa y verso y en varios idiomas, que por falta absoluta de papel lo estaban en sábanas o en pedazos de lienzo.

Los señores inquisidores tuvieron la curiosidad de hacer que de todo aquello se sacase un traslado, que forma un grueso tomo.

Llegó por fin el consultor. El negocio no podía ya permanecer secreto, porque más que suficientemente lo habían pregonado los papeles que don Guillén fijó en las esquinas, y no había, pues, consideración alguna que detuviese a los inquisidores para proceder con energía.

Ante todo, lo que más les ponía de mal talante eran aquellos carteles fijados por don Guillén. Habían ya recibídose tres, arrancados de la puerta de Catedral; pero ¿quién podía asegurar que éstos eran los únicos, y que no había otros muchos en las esquinas de las calles?

Estando en esta discusión, se hizo anunciar el secretario del virrey.

Hiciéronle entrar los inquisidores, y el secretario, en nombre de S. E., refirió cuanto pasado había con los pliegos entregados por encargo de don Guillén, y aseguró, de parte del virrey a los inquisidores, que podían estar seguros de que nadie había leído los tales papeles, porque el virrey solo leyó el primero y no tuvo paciencia ni empeño en leer los demás.

El secretario ofreció, en nombre del virrey, todo el auxilio del brazo secular para perseguir a los fugitivos, prometiendo enviar cartas para todos los justicias y regidores, a fin de que prestasen el más seguro auxilio a los enviados y familiares del Santo Oficio.

Escuchó el doctor Sáenz de Mañozca la relación del secretario del virrey, conde de Alva de Liste, y agradeciendo en extremo el hidalgo comportamiento del enviado y la noble protección que ofrecía el señor virrey, aceptó el ofrecimiento de las cartas para los justicias y regimientos de los pueblos.

Despidióse el secretario, y volvió la discusión entre inquisidores y consultor.

—Paréceme —dijo el de Mañozca— que el escándalo es ya más grande de lo que en un principio pensamos que sería.

—La ciudad está sin duda conmovida —agregó el consultor.

—Y aterrada —dijo don Bernabé de la Higuera y Amarillas.

—Dios sabe cuántos papeles habrá fijado y repartido por ahí ese relapso —dijo Mañozca— e importa, ante todas las cosas, recogerlos, recogerlos, y no permitir que se pierdan y escandalicen más almas.

—Ante todo, lo que importa —dijo el consultor— es que se publiquen edictos para que se denuncie a este Santo Oficio el paradero de don Guillén y Diego Pinto.

—Pero los papeles quedan siempre entre el pueblo, aun cuando se aprehenda a los prófugos, y quedan con mengua y desdoro de la Santa Fe Católica, Apostólica, Romana, y descrédito de la Inquisición, por lo que opino que antes deben fijarse edictos para recoger esos papeles —dijo Mañozca.

—Yo deseo, antes que todo, la aprehensión de los reos —replicó don Bernabé.

—Eso vendrá luego, y muy pronto —insistió Mañozca—. Antes los papeles.

—Opino por los presos —contestó el otro.

—Conciliables son las dos opiniones —dijo terciando el consultor en la disputa, y tomando un aire de superioridad magistral— conciliables son, señores, porque de la una parte se desea que preferentemente se ocupe el tribunal de la persona del prófugo, y de la otra que se recojan esos papeles, piiauribus ofensi vos; y yo, mediando en la gran copia de razones que se han vertido con tanta sabiduría en esta cuestión, ya de por sí tan debatida, como consultor de oficio, digo: que el modo de combinar los encontrados pareceres, es, que lo que uno y otro de usías dicen, se haga, y que ambos a dos se publiquen los dos edictos, contra el delito y contra la persona Dixit.

Los dos inquisidores, asombrados de la sabiduría del consultor, convinieron en que se haría cuanto él decía.

Toda aquella tarde la pasaron los inquisidores despachando edictos y requisitorias para la aprehensión de los fugitivos, y a la mañana siguiente en todas las iglesias se leyeron los edictos en que, bajo pena de excomunión, se mandaba, por el uno denunciar cuanto se supiese de don Guillén y de su compañero, y, por el otro, entregar a la Inquisición cualquier papel que tocante a ellos se tuviese por alguno.

* * *

Don Guillén, con el corazón traspasado de dolor, triste y sombrío salió de la casa de don Diego, y atravesando la ciudad se dirigió a la casa del barrio de Santa María la Redonda, en donde había buscado refugio la noche anterior.

La vida era insoportable ya para don Guillén: ocho años había pasado en su prisión, no pensando sino en el momento de volver a la libertad.

¡Cuántos sueños, cuántas ilusiones, cuántas inquietudes, pensando en ese día entonces tan lejano! ¡Cuántos esfuerzos, cuántas fatigas, cuántos peligros para alcanzar esa libertad!

Pensaba en la franca alegría de sus amigos al volverle a ver; pensaba en la dulce emoción de aquellas mujeres que tantas veces habían jurado amarle eternamente.

Algunas veces se figuraba estrechar entre sus brazos al viejo conde de Rojas o al caballeroso don Diego; otras creía estar ya de rodillas delante de doña Juana, estampando sus labios en las manos de doña Inés, escuchando las palabras apasionadas de Carmen, o contemplando el rostro virginal de la hija de Méndez.

En aquellos largos días de su prisión y en aquellas pesadas y eternas noches de insomnio pasadas en el calabozo, todas las imágenes de seres tan queridos rodeaban a don Guillén, y le consolaban, y le alentaban, y le daban halagüeñas esperanzas.

¡Y aquella ilusión duró ocho años! Y ¡ocho años el alma del desgraciado prisionero se alimentó con aquella esperanza, y algunas veces que la sentía alejarse, sufría el tormento de la locura!

Por fin, su valor, su astucia y su constancia le dieron el triunfo; superó todos los obstáculos, burló la vigilancia de sus carceleros, salvó de todos los peligros.

Y una noche aquel hombre, enterrado vivo durante ocho eternos años, sintió sobre su frente el aire de la libertad.

Iba a tocar ya realidad tan deseada para él; iba a ver a sus amigos; iba a contemplar con los ojos de su cuerpo el rostro de aquellas mujeres que durante tantos años no había visto sino con los ojos de la fe.

Así lo creía.

Veinticuatro horas no habían pasado, y la realidad más espantosa había sustituido a todas aquellas encantadoras ilusiones.

El conde de Rojas y Carmen habían muerto, y entre la maleza que cubría el jardín del conde, don Guillén había tropezado con el abandonado sepulcro que guardaba los restos de aquellos dos seres tan amados para él.

Doña Inés debía haber muerto deshonrada, o haber desaparecido de una manera indigna, porque su marido no hablaba jamás de ella y aun se creía que no había sido casado nunca.

Doña Juana gemía quizá en poder de la Inquisición, si no era que había sido ya sacrificada.

De doña Fernanda no existía ya sino un recuerdo que era el terror de los habitantes de la casa en que ella había habitado.

Don Diego era ya tan indiferente para don Guillén como si jamás le hubiera tratado.

¡Cuántos desengaños en una sola noche! ¡Qué desaliento tan espantoso para aquella alma tan llena de esperanzas y de ilusiones!

Don Guillén se sentía solo en el mundo, aislado sobre la tierra.

No tenía un solo amigo, ni un solo conocido; no había un corazón que se interesase por él; no existía una alma que le amase.

Entonces comprendió que había sido un delirio, una locura pensar en la libertad, creer que iba a encontrar el mundo y la sociedad como estaban cuando él les dejó.

Conoció que era un error el pensar que ocho años pasan impunemente sobre una ciudad.

Entonces se arrepintió de haber dejado el calabozo, porque en aquel calabozo oscuro, húmedo, triste, habían quedado sepultadas para siempre sus ilusiones.

Había salido buscando aunque fuera una hora de felicidad, y no había encontrado más que la desesperación.

Y aquellas ilusiones no volverían a renacer; y aun cuando él volviese a la cárcel perpetua, no encontraría ya allí la esperanza de la dicha en la libertad, ni el bálsamo a su desgracia en la ilusión.

Y aun cuando en algún tiempo los inquisidores le pusieran libre, el mundo ya no tendría para él encanto, porque no conocía a nadie, porque era como el habitante de otro planeta caído en la tierra, sin afecciones, sin amor, sin familia, sin amigos.

Cuando llegó don Guillén a la casa en que le habían recibido, estaba ya allí un hombre que parecía ser el verdadero jefe de aquella familia, y que se llamaba Francisco de Garnica.

Don Guillén le saludó, y Garnica, que seguramente estaba ya instruido por las demás personas de la casa de quién era el nuevo huésped, le llamó aparte.

—Pláceme, señor caballero —dijo Garnica— que vuesa merced haya encontrado en mi casa un refugio en su desgracia; pero tengo obligación de decirle que no puede continuar viviendo aquí.

—¿Es decir —preguntó don Guillén— que me arrojáis de vuestra casa, porque sin duda soy un estorbo?

—Mal me comprende vuesa merced, que ni estorba aquí, ni mi intento es arrojarle, y muy al contrario.

—No comprendo…

—Explicaré a vuesa merced.

—Atiendo.

—Quizá los enemigos que a vuesa merced persiguen, le buscan con empeño en estos momentos.

—Así lo creo.

—Aquí hay muchas gentes, y no de todas se puede tener gran confianza ¿es cierto?

—Cierto es.

—Luego lo más prudente y oportuno será buscar un asilo más seguro, que no esta casa, que no presenta ni siquiera la esperanza de que vuesa merced pueda vivir oculto algunos días para preparar su viaje para fuera de México.

—Todo eso es verdad, pero no tengo donde ocultarme.

—Téngolo así entendido, y para el caso, preparado he un lugar enteramente a mi satisfacción.

—¿Y qué lugar es ése?

—Yo conduciré a vuesa merced a ese lugar.

—¿Está lejos de aquí?

—Algo; en la calle de los Donceles.

—¡En la calle de los Donceles!

—Sí, que allí tengo un caballero, grande amigo mío, y al cual he suplicado, sin decirle quién es vuesa merced, que me haga favor de ocultarle por algunos días.

—¿Y si él sospecha?

—Nada sospechará, porque le he contado que por un lance de honor hirió vuesa merced a un caballero, y que la justicia os busca.

—Pero la calle de los Donceles está muy cerca de la Inquisición.

—Por eso es mejor: allí menos le buscarán a vuesa merced, y ojalá que pudiera yo ocultarle en el mismo edificio en que están las cárceles; todos pensarán que vuesa merced está ya muy lejos.

Don Guillén no replicó más: había hecho todas aquellas objeciones instintivamente, por ese deseo de la propia conservación, que hace caer muchas veces la pistola de las manos del suicida; pero pensó en que no teniendo ya para él atractivos ni la libertad ni la vida, poco le importaba que el Santo Oficio volviese a apoderarse de su persona.

Así, pues, completamente resignado, consintió en seguir a Garnica.

Calóse éste un gran sombrero, embozóse en una capa, y seguido de don Guillén dirigióse al centro de la ciudad.

Durante largo tiempo caminaron en el más profundo silencio, como dos sombras.

Llegaron por fin a la calle de los Donceles, y casi a la mitad de la calle, Garnica se detuvo delante de una casa, y llamó con precaución.

Abrióse la puerta, y los dos hombres penetraron en un gran patio completamente oscuro, conducidos por un viejo que llevaba en la mano un pequeño candil de aceite.

Aquel viejo nada había dicho; Garnica se contentó con bajarse el embozo y darse a conocer de él.

En el fondo de aquel patio había una gran escalera que conducía a las habitaciones del piso superior, y al lado de esta escalera una pequeña puerta.

El viejo abrió aquella puerta y mostró silenciosamente a don Guillén un cuarto muy pequeño, bajo de techo, sin más pavimento que la tierra desnuda y negra, y que no recibía luz y aire sino por una ventanita que en la misma puerta había, y que estaba resguardada por una doble reja de hierro.

Por todo menaje había allí un viejísima cama de madera.

Aquel alojamiento era peor que un calabozo de la Inquisición.

A don Guillén le era todo indiferente, y nada dijo.

El viejo dejó el candil cerca de la puerta y se retiró.

—El alojamiento no es de lo mejor que digamos —dijo Garnica— pero en cambio aquí estará vuesa merced seguro, y por fortuna no serán muchos días les que sufra esta incomodidad.

—De todos modos, agradezco el empeño —contestó don Guillén.

—Bueno: por ahora os dejo descansar, y mañana temprano volveré a veros.

—Cuando gustéis.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Garnica se retiró, cerrando tras sí la puerta, y don Guillén oyó que corría los cerrojos y torcía la llave.

—Perdonad esta precaución —dijo Garnica asomándose por la ventanilla— pero lo hago por vuestra seguridad. Hasta mañana. Procurad apagar el candil cuanto antes para no llamar la atención de los vecinos.

Don Guillén oyó los pasos de Garnica que se alejaba, mató la luz y se tendió sobre la cama.

Ideas más negras que la oscuridad que le rodeaba, nacían de su cerebro.

* * *

Publicáronse en todas las iglesias y fijáronse en las esquinas de las calles de México los edictos para que se entregaran a la Inquisición los papeles fijados por don Guillén, y en toda la Nueva España, según fueron llegando los correos, los otros edictos para la persecución de los fugitivos.

Habían pasado tres días y no se sabía aún por los inquisidores noticia alguna de don Guillén y de su compañero, cuando una mañana, estando en audiencia don Juan Sáenz de Mañozca y don Bernabé de la Higuera y Amarillas, con el consultor don Juan Manuel de Sotomayor, pidió licencia para hablar con ellos un hombre que decía tener grandes revelaciones que hacer.

Hízose pasar a ese hombre, quien saludó con gran respeto y comenzó su declaración.

—Soy —dijo— Francisco de Garnica, y vivo por el barrio de Santa María la Redonda. Una de estas noches se presentó en mi casa un hombre, que según supe por él mismo, se llama don Guillén de Lombardo, y es prófugo de las cárceles de este Santo Oficio: túvele alojado una noche, y a la siguiente le pasé a la casa de un amigo mío, más que por protegerle, por tenerle más seguro para entregarle a sus señorías, y aún más cuando he visto fijados los edictos por los cuales se reclama al dicho don Guillén. Y en obedecimiento de los mandatos de sus señorías que en los dichos edictos se contienen, vengo a manifestar que el dicho don Guillén está al presente en una casa de la calle de los Donceles, a cuya casa puedo llevar a los familiares de este Santo Oficio para que hagan la aprehensión del dicho don Guillén.

Asombrados quedaron los inquisidores al oír la relación de Garnica, y saber por ella que tan cerca estaba don Guillén y que tan fácil era su aprehensión, cuando ellos le suponían ya muy lejos o, cuando menos, en camino para las sierras inaccesibles, adonde se ocultaban los negros cimarrones o los indios hostiles e independientes.

Hicieron salir de la audiencia a Garnica, y tras corta deliberación, dieron orden para que algunos familiares fuesen a aprehenderle, conducidos por el denunciante.

Serían las once de la mañana cuando aquella comitiva llegó a la casa de la calle de los Donceles en donde estaba escondido don Guillén.

Garnica y los cuatro familiares que le acompañaban iban en un carruaje, que se detuvo a la puerta de aquella casa (que no es posible saber con seguridad cuál es de todas las que hoy existen en la calle de Donceles, aunque por las señas que se dan de ella en el proceso, parece que por una singular coincidencia, es la misma en que habita el autor de este libro, y en la cual le ha escrito).

Atravesaron el patio y llegaron a la pequeña y oscura pieza en que se ocultaba don Guillén, y que estaba a la derecha al comenzar a subir la escalera.

Garnica abrió la puerta y los familiares penetraron.

Don Guillén estaba sentado sobre la cama con la cabeza apoyada entre las manos y, al oír que la puerta se abría, alzó el rostro, y conoció al punto que los empleados de la Inquisición iban a aprehenderle.

En otras circunstancias aquel hombre tan valiente y tan audaz, que conocía ya las horribles penas de la Inquisición, se hubiera arrojado sobre los familiares haciéndose matar antes que dejarse aprehender.

Pero don Guillén nada esperaba ya en el mundo; nada le contentaba ya sobre la tierra; la libertad era para él una carga tan insoportable como la vida; su corazón estaba vacío, y le halagaba casi la idea de volver a la prisión.

Si Garnica no le hubiera denunciado; quizá él mismo se habría ido a entregar; tanto así le pesaba la libertad, tan grande así era su aislamiento.

Intimáronle la orden y él se dejó atar y conducir, no sólo sin resistencia, sino aun sin pronunciar una palabra.

Al salir de allí vio a Garnica, que procuraba recatar el rostro, y volviéndose a él más que sereno, amable, le dijo:

—No os ocultéis, comprendo que me habéis denunciado, y tened entendido que no sólo, os lo perdono, sino que os lo agradezco.

Hiciéronle subir al carruaje, y media hora después las macizas puertas de su calabozo se cerraban tras él.

Aquellos días de libertad le parecían un sueño horrible, una pesadilla espantosa.

Se creía un muerto vuelto momentáneamente a la vida sólo para contemplar un mundo que le había olvidado.